Chicago
amaneció tan insoportable como siempre, llena de contaminación, de
atascos y de gente presurosa que corre hacinada en los metros, en los
coches, por las calles... Todas parecen tener algo que hacer y a un
sitio donde ir, aunque bien es cierto que en su inmensa mayoría
acuden a ese trabajo que ayuda a sobrevivir y poco más. En realidad
visto desde las alturas es como ese hormiguero que a veces observamos
con curiosidad donde miles de individuos van de un lado a otro, se
entrecruzan, tropiezan o se saludan y continúan adelante con algún
tipo de ignorado propósito. Aunque es fácil deducir que, a igual
que los humanos, también estos bichitos tan bien organizados van a
currarse el pan de cada día, aunque eso sí, suponemos que, para su
bien, sin ese corrosivo miedo al despido o a no encontrar ese empleo
que angustia a nuestra brillante y competitiva sociedad.
Perdido
en la inmensa marejada de coches que chorrea de la autopista a la
ciudad, viaja un precioso BMW descapotable color azul metalizado,
pilotado por un joven de pequeña estatura y rostro agobiado que
tamborilea con impaciencia sus dedos sobre el volante. Se llama
Pitti, Frank Pitti. Su apellido le fue donado por su madre italiana
ya que el padre sólo existió en un lejano encuentro en la oscuridad
de una sórdida portería.
A
sus treinta y cinco años, Pitti está orgulloso de sí mismo porque
viniendo de la nada ha sido capaz de encarrilar con buen pie el
llamado “sueño americano”.
Y
esto es así porque Pitti sacrificó su desgraciada infancia
garabateando todo lo que caía entre sus manos. Paredes, puertas,
tapaderas de váter y hasta un pequeño gato al que previamente rapó
al cero para pintarle las fieras rayas de un tigre. Todo esto le
sirvió para despertar su creatividad y disfrutar hoy de un modesto
puesto de diseñador en una mediana agencia de publicidad.
A
medida que la culebra de coches alcanza el centro de la gran ciudad,
el tráfico se ralentiza aún más y se hace insoportablemente
denso .Pitti agoniza pensando en el odioso reloj que tiraniza la
asistencia y la puntualidad de los empleados de H.H.&Schwarzkopf.
En realidad y a pesar del dulce ensueño americano, Pitti vive
inmerso en una continua pesadilla con sobresaltos de infelicidad
porque conoce bien la selva donde se mueve. Sabe que su puesto de
trabajo, conseguido con tanto esfuerzo, siempre estará en peligro y
asediado por advenedizos y trepas sin escrúpulos que querrán
arrebatárselo de la peor manera, y esto lo sabe muy bien porque él
mismo escaló su éxito profesional empleando la zancadilla oportuna,
la puñalada trapera y otras innobles artimañas de superación en la
vida. En esta, su agónica lucha por ser un triunfador, le asaltan
continuos miedos a ser desalojado de su modesto podio profesional. A
pesar de su juventud, tal situación ha hecho del joven Pitti una
persona mezquina
y desconfiada, además de un solitario empedernido que sólo vive
para defender con uñas y dientes un trabajo que le permite disfrutar
de ese coche de cincuenta mil dólares que
conduce
y de un apartamento de unos pocos metros alquilado a las afueras de
Chicago, en una digna urbanización de clase media.
Pitti.
apenas tiene familia, sólo su madre que malvive en una zona mísera
al sur de la ciudad a la que visita de tarde en tarde. Tampoco tiene
amigos. A veces, cuando con los compañeros de trabajo sale a relucir
lo importante que es la amistad y tener amigos, Pitti calla y no
opina; se hace incluso el loco y mira a otro lado para evitar que le
pidan su opinión. Amigos para qué, se pregunta entonces. Porque
para él no hay más amigo que su coche, al que cuida y mima hasta lo
ridículo. En cierta ocasión alguien le puso en el compromiso de
opinar sobre este asunto y Pitti contestó con algo que en una
ocasión leyó en algún sitio y que desde entonces había asumido
como un mantra a seguir al pie de la letra:
––Mi
mejor amigo soy yo mismo ––respondía muy puesto.
Y
con las mujeres, pues tampoco las trataba más allá del oportuno
alivio por miedo a involucrarse demasiado con ellas. El matrimonio
era lo menos que podía interesarle en cuanto era consciente de la
atadura de gastos de todo tipo que conllevaba además de la pérdida
de libertad de movimientos necesaria en su carrera al éxito.
Años
atrás conoció a Alicia, una preciosa joven que ciertamente le hizo
tilín y con la que anduvo unos meses. La pobre tuvo que soportar las
neuras y desplantes de un Pitti obsesionado por mantener su triste
soledad hasta que un buen día, ella le confesó que iba a tener un
hijo y él salió en estampida y no paró de correr hasta llegar a su
trabajo. De la chica nunca más llegó a saber ni él tampoco se
preocupó.
Apenas
faltaban un par de minutos para las nueve cuando nuestro joven
triunfador fichó en el reloj empotrado a la entrada de la empresa.
Luego, como hacía todos los días cogió las llaves del estudio, que
colgaban entre la de otros despachos, y al poco se encontró frente a
su mesa inundada de fotos y algunos bocetos de diseños. Comenzó a
ojearlos de nuevo, dándole vueltas y más vueltas sin que aflorara
la chispa necesaria para una importante campaña de lanzamiento de
zapatos especiales para señoras de más de noventa kilos.
Ciertamente el mundo del diseño y la publicidad es bastante duro
porque en ocasiones y cuando más lo necesitas, se le seca a uno la
sesera de tal forma que no eres capaz de discurrir ni sobre un
espárrago vestido de flamenca, por lo demás cosa bastante fácil
como todo el mundo sabe. Pero el diseño de esta nueva campaña había
atragantado a Pitti de tal manera que el trabajo le estaba costando
más tiempo de lo aconsejable en estos ambientes profesionales. Y lo
terrible del asunto era que te llamaran al despacho de los jefes y
que no tuvieras nada nuevo que presentarles ese día. ¡Buenos eran
los hermanos Schwarzkopf para comprender y mucho menos asumir que
Pitti podía estar pasando por un periodo de sequía imaginativa!
Esa
mañana Pitti ni se atrevió a bajar a la cafetería para desayunar
por el temor a encontrarse con alguno de sus jefes y que éste le
preguntara por el trabajo, pero a pesar de sus cautelas no consiguió
apurar la jornada sin escapar al sobresalto de una llamada telefónica
que le ordenaba presentarse inmediatamente en el despacho de los
jefazos. Con el rostro descompuesto, Pitti acudió presuroso y
recorrió el largo pasillo franqueado por pequeños departamentos con
la mirada fija en la puerta del final. Con la mierda en el culo llamó
y pidió permiso. Al entrar se encontró con Henry Schwarzkopz que
observaba un calendario de mesa. El hecho de que allí no se
encontrara su hermano Horst, el más viejo de los dos, le tranquilizó
aunque no mucho. Henry levantó la cabeza y preguntó sin más
rodeos:
––¿Tiene
algo nuevo que enseñarme sobre la campaña de zapatos?
Aquella
era la pregunta fatal de esa mañana. Para evitarla había incluso
renunciado a desayunar. Pero no había logrado escapar.
––Estoy
terminando de perfilar una idea... ––apenas respondió, Pitti,
tartamudeando.
––Pues
no se duerma que el viernes viene el cliente y habrá que enseñarle
algo. Mañana y antes que finalice la jornada quiero sobre mi mesa al
menos un par de layout
sobre
este asunto ¿entendido, señor Pitti?
––Sí,
si, señor Schwarzkopz ––hizo un par de ridículas reverencias.
––Y
otra cosa más ––añadió Henry Schwarzkopz ––He pensado que
usted necesitaría a alguien más en el estudio para que aprendiese
el oficio y le ayude. Tengo a un joven, hijo de un banquero amigo
mío, que parece que dibuja bastante bien. Le he dicho que se
incorpore mañana y lo probaremos. ¿Le parece bien, señor Pitti?
Pitti
estuvo a punto de gritar que no necesitaba ayuda, que se bastaba él
sólo en su trabajo. Aunque su respuesta fue pobre y temerosa.
––Bueno,
yo...
––Me
alegro que estemos de acuerdo, señor Pitti. Puede retirarse.
Pero
Pitti no estaba de ninguna de las maneras de acuerdo, ¿cómo iba a
estarlo? Le terminaban de colar un peligroso caballo de Troya, un
miserable enchufado y nada menos que al hijo del banquero donde los
Schwarzkopz disponían de sus cuentas corrientes y créditos. En esos
instantes se sintió más perdido que un indigente en el Sheraton y
miró a su jefe con cara de conejo degollado, quizás con la
pretensión de inspirarle lastima. Pero más lejos de que esto
ocurriera, Henry Schwarzkopf le devolvió la mirada con su habitual
frialdad germana y se limitó a ordenar:
––Cierre
la puerta al salir, señor Pitti.
El
joven abandonó el despacho y recorrió en sentido contrario aquellos
cincuenta metros de pasillo, más abatido que un jubilado sin paga.
Algunos compañeros de los despachos contiguos le observaron a través
de las cristaleras y comenzaron a montarse una sordo pitorreo a su
costa. En realidad la mayoría de ellos dispensaba a Pitti cierta
inquina –– digamos que más bien cochina envidia ––por sus
innegables dotes de trepa y peloteo, virtudes, por lo demás, muy
cotizadas entre las nuevas castas de jóvenes irreversiblemente
podridos por el sistema, que agonizan día a día por salir del
charco de la mediocridad al precio que sea. En realidad casi todo el
mundo en Schwarzkopf intentaban imitar las malas artes de Pitti, pero
les faltaba su chispa, ese arte genuino e intransferible que disponía
Pitti para enmascarar sus perversas maniobras sin perder por ello su
aire inocente de chico bueno, sobre todo, ante sus jefes.
Cuando
Pitti llegó a su departamento, cerró la puerta y colgó el habitual
y pomposo cartelito en la puerta de “No molestar. Genio pensando”
y corrió las cortinillas de las cristaleras para no ser observado
por el resto de compañeros. Después se sentó en la soledad de su
pequeño y desgastado sillón giratorio con la mente absorbida por la
temible noticia que le terminaban de dar. El caso era que eliminar al
nuevo competidor no iba a ser de ninguna de las maneras tarea fácil
y máxime con el currículum de familia que portaba el afortunado
bajo el brazo. Se
lamentó de
aquella clase de injusticia que permitía el disfrute de una vida
fácil y exitosa simplemente con el garante de un buen sello de
nacimiento. Unos venían al mundo en cajas de cartón y otros en
cunas de artesonado dosel con preciosos brocados, y bajo la bonachona
y complaciente sonrisa del propio Dios. Y si este Dios consentía
estas fragantes injusticias, unos tanto y otros tan poco, ¿quién
podía censurarle a él armarse de los medios necesarios para
intentar defenderse y evitarlas, fuesen éstos los más ruines del
universo? ¿Quién podía exigirle que fuera más honrado y ético de
lo que el mismo Dios lo era?
Estos
dislocados razonamientos entre otros menos trascendentales y algo más
domésticos, ayudaban a Pitti a mantener alejados sus escasos
escrúpulos a la hora de procurarle la ruina al primer semejante que
se le pusiera a tiro, siempre que él fuera el beneficiario universal
de su desgracia. ¿Acaso no cumplía así con la ley natural de una
selva de la que nadie escapaba?
Pitti
tornó a darle vueltas y más vueltas a los bocetos de la odiosa
campaña de zapatos de tacón para señoras gordas, y desesperó ante
la basura de diseños que había realizado. Pero continuaba
completamente embotado, incapaz de parir una mierda pinchada en un
palo y que además fuera vendible. Luego se atormentó más aún, al
considerar que el niñato enchufado del
banquero pudiera parir alguna idea que gustara a Henry Schwarzkopf.
Si esto llegaba a suceder, adiós a su anhelada pretensión de
conseguir subir en el escalafón y culminar su meta profesional como
Director de Cuentas de la empresa y ¡quién sabe!, si incluso podía
dar con sus huesos en la calle. Entonces tuvo claro que debía
llevarse el trabajo a casa y conseguir resultados aunque toda la
noche tuviera que pasarla
en vela.
Cuando
terminó la jornada laboral, marchó al garaje y cogió el coche,
abandonando el lugar a toda máquina. Las colas y atascos a esas
horas de la tarde eran más o menos los mismos de por la mañana y
por tanto con más paradas que la de un autobús suburbano. En esta
ocasión Pitti no encendió la radio porque su cabeza continuaba
obsesionada en cómo librarse del nuevo recomendado. Lo que más le
preocupaba era que, además de rico, el chaval fuese inteligente y
con mejores ideas que él. Pero, ¿qué podía hacer? De pronto se le
ocurrió visitar a su madre esa misma tarde y pedirle consejo. La
madre no es que, precisamente, diera buenos consejos, porque además
de borracha, era aficionada a la brujería, y en ocasiones, le daba a
los hechizos, casi siempre por dinero y para perjudicar al prójimo.
Ésta vivía en el extrarradio de la ciudad, en una barriada marginal
y polvorienta, denominada eufemísticamente Lostskay,
––cielo perdido ––donde se levantaban decrépitas e
insalubres viviendas de madera y algunas autocaravanas aparcadas en
el lugar de por vida, incapaces de ir a ningún sitio que no fuera al
desguace. Ni que mentar tiene que los habitantes de tan desgraciado
lugar lo componían en su gran mayoría gente pobrísima, emigrantes
sin papeles, drogadictos y personas olvidadas de cualquier clase de
fortuna. Pitti llegó a Lostskay al anochecer. Un viento terral
soplaba en esos momentos en las sucias calles de la barriada,
llevándose por delante papeles, latas vacías de cerveza, y toda
clase de inmundicias habidas y por haber. Porque Lostskay era un
lugar inmundo donde apenas se conocía la existencia de servicio de
limpieza alguno. La casucha de su madre se encontraba unos cincuenta
metros alejada de las últimas viviendas y el sedán de Pitti aparcó
con seco frenazo frente al desvencijado porche donde colgaba una
mortecina bombilla.
––¡Mamá,
mamá...! ¡Soy yo, soy Pitti! ––gritó el joven desde la puerta,
dudando entrar.
Segundos
después la puerta se entreabrió con un chirrido de película de
miedo y una cabeza vieja y desgreñada con una colilla en la boca
asomó y escudriñó al recién llegado.
––Pero,
¿es que ya no conoces ni a tu hijo? ––se quejó Pitti.
––¡Ah,
yo que sé! ¡Hace tanto tiempo que no vienes por aquí!
––Bueno,
ya sabes que el trabajo...
––Venga,
pasa. A veces pienso que te avergüenzas de tu propia madre.
––Las
cosas que dices ––penetró Pitti al interior de la repugnante
choza donde pasó gran parte de su infancia. El hedor que flotaba en
el ambiente era aún más insoportable que la última vez que la
visitó.
––¡Qué
peste hace aquí! ––exclamó ––¿Es que no limpias nunca?
––¡Mira
el señorito! ¡Págame tú una asistenta! ––espetó la vieja,
sentándose en una apedazada hamaca repleta de lamparones–– Aún
estoy esperando que cumplas la promesa que me hiciste de arreglarme
el tejado. Cuando llueve, no doy abasto en achicar agua. Esto parece
un barco a pique... Bueno, ¿me has traído algo?
Pitti
sacó de la bolsa de deporte que llevaba, una botella de ron del más
barato y un par de cajetillas de tabaco rubio.
––Claro,
mamá. Tú sabes que siempre me acuerdo de ti ––se lo dio a la
vieja con una amplia sonrisa.
––¡Ah,
bergante! ¡Cómo sabes lo que me gusta! –– se mostró la vieja
feliz, ampliando una sonrisa flanqueada por un par de ruinosos
caninos.
––Sí,
pero sabes que todo esto te matará.
––Bah,
tonterías. De algo hay que morir. Bueno, siéntate y dime a qué has
venido, porque a verme seguro que no.
Pitti
agarró la silla menos podrida para sentarse. Con un brusco meneo
desalojó al felino que allí dormitaba y se sentó, dispuesto a
explicarle a su madre el asunto que le traía.
––Necesito
que me ayudes ––dijo el joven –– Hay alguien que puede hacer
peligrar mi trabajo, madre. Quiero que me des algo...En fin, ya
sabes, algún potingue de esos tuyos.
Un
ronquido profundo hizo, entonces, que Pitti revolviera sus pupilas al
suelo y allí encontró al gato negro aquel, que había desalojado de
la silla, mirándole fijamente. Sus orejas estaban replegadas hacia
atrás como en posición de ataque.
––¿Qué
le pasa al gato este? ––se inquietó, Pitti.
––No
le eches cuenta. Te prepararé una pócima infalible, pero esta vez
te costará el dinero.
––¿Le
vas a cobrar a tu hijo...?
Los
gruñidos del gato se hicieron insoportables. Tanto que protestó
Pitti:
––¡Pero,
bueno con el bicho este...!
––¡Largo
de aquí, Malatesta! ––reaccionó la vieja pegándole un puntapié
al animal ––¡Si de humano era insoportable, de gato lo es aún
más!
Pitti
era muy impresionable y se asustó con las palabras de la madre.
––¿Qui...,quieres
decir que has convertido en gato a... a una persona?
––No
digas tonterías, hijo. ¡Ojalá tuviera yo ese poder! Malatesta era
un borracho y un rufián que estuvo un tiempo viviendo conmigo y
luego ¡bluff!, se murió, y estoy segura que su miserable alma pasó
al gato. Mira, mira como le gusta al bandido el ron que has traído...
––chorreó un poco de la botella en el suelo y el gato corrió
como un loco a lamer el líquido ante el estupor de Pitti ––¿Ves?
Antes el gato era abstemio. Comenzó a beber a partir de la muerte de
mi pobre Malatesta, que el diablo lo tenga en su seno.
Pitti
quedó con los ojos fijos en el animal y luego su cuerpo se sacudió
estremecido. La verdad es que al joven le daba mal yuyo esas
historias y creía a su madre capaz de cualquier barbaridad. Pero
pronto olvidó tan desagradable asunto y se centró en el motivo de
la visita:
––Bueno,
¿me vas a ayudar o no?
––Sí,
pero te costará diez dólares ––repuso la vieja.
––Está
bien, está bien ––sacó Pitti dinero del bolsillo ––¿Qué
es lo que me vas a dar? ––preguntó.
––Te
voy a dar algo que termino de inventar ––dijo la madre,
incorporándose de la hamaca para dirigirse a una nauseabunda
alacena. Después de rebuscar allí con mucho misterio, cogió un
pequeño frasco y se lo dio al hijo entre sordas y malevolentes
risitas.
––¿Qué
es esto? ––se interesó Pitti, observando el líquido incoloro
que contenía el frasco.
––Lo
llamo la pócima de las siete cosas ––contestó ella con
retranca, sin abandonar el misterio.
Pitti
quedó pensativo, y como no se fiaba demasiado de su madre intentó
cerciorarse de que aquello no fuera un veneno que causase la muerte.
––Te
advierto que yo sólo quiero que ese enchufado fracase, no quiero
hacerle daño...
La
vieja se frotó las manos mientras el hijo depositaba los diez
dólares en la mesa. Luego, enseñando sus roñosos colmillos lo
tranquilizó.
––No
te preocupes que el hechizo no le hará daño. Sólo funcionará en
el trabajo.
––¿Y
cómo lo hará?
El
gato, que no había parado de observar a Pitti desde un rincón,
saltó en esos momentos con fuerte gruñido sobre su espalda y trepó
como el rayo hasta la cabeza. Allí, y en posición se meó
tranquilamente, poniendo cara de un gustazo paradisíaco.
––¡Caray
con el gato éste! ¿Pero, qué...? ¿Qué hace ahora el muy...?
La
vieja se echó a reír.
––El
hijo de su madre es igualito que mi Malatesta ––exclamó, sin
dejar de mofarse de la situación ––. En cuanto bebía un poco,
al pobre le entraba la angurría y se meaba sobre cualquier maceta!
––¡¡Aaagg!!
¡Qué asco! ––se lo quitó de encima de un manotazo ––Ahora
lo mismo se me cae el pelo, maldito gato.
––Tienes
algo que provoca a los animales, Pitti. Sí, creo que no les caes
bien y tendrás que cuidarte de ellos en el futuro.
––¡Déjate
de historias, mamá y dame algo para lavarme la cabeza ––apremió
Pitti mientras el orín pestilente resbalaba a través de su frente y
orejas. La vieja se levantó, y tras coger una palangana, salió al
porche para llenarla de agua mientras Pitti se limpiaba entre
improperios el maloliente líquido con un pañuelo. Lo malo es que su
espíritu supersticioso conectó la imperdonable acción del gato con
el hijo del banquero que iba a tener de compañero. Ahora estaba
seguro de que aquello era una pésima señal y que, como el gatucho
aquel, éste también venía a meársele encima.
––Toma.
Quítate la camisa y lávate bien porque este gato tiene de todo
menos buena salud ––advirtió la vieja que no paraba de dar
masaje a una fea y voluminosa verruga que le bailaba en el labio
inferior
Pitti,
sintió que se mareaba. El hedor de la casa mezclado con la
pestilencia de aquellos asquerosos orines era demasiado para un joven
que, afortunadamente, ya había olvidado que un día vivió en
aquella pocilga. La madre rebuscó de nuevo en la alacena y en esta
ocasión cogió un frasco de plástico con un líquido color sucio
que le dio al hijo.
––Échatelo
en la cabeza ––le conminó –– . Es un invento mío para
conservar el pelo, aunque aún no sé si funciona.
Por
un momento, Pitti, se fijó en la colección de viejas fotografías
de individuos que colgaban en la pared, todos ellos con pésimo
aspecto y más calvos. que una bola de billar. Entonces preguntó a
su madre por la identidad de aquellos tipos.
––Sí,
han sido novios míos que ya han fallecido –– respondió la vieja
con pretendido gesto de tristeza –– El último de la derecha era
mi pobre Malatesta, que el diablo lo tenga en los infiernos.
Pitti
revolvió con desconfianza la mirada sobre el pote y al ir a oler su
contenido, una peste a sapos podridos reventó su pituitaria. Decidió
entonces que lo más prudente era lavarse sólo con agua si quería
conservar el cabello. A la madre no le gustó la actitud del hijo.
––¿Acaso
desconfías de mis potingues?
Pitti
esbozó una forzada sonrisa y respondió:
––Esto
lo debes de tener caducado. No te preocupes porque ahora cuando
llegue a mi casa me ducharé y terminaré de restregarme bien el
pelo.
––Bueno,
bueno. Tú allá ––se desentendió la vieja.
Poco
después, Pitti, abandonó la casa no sin antes prometerle a su madre
que un día de aquellos arreglaría el techo.
––Me
moriré antes de verlo.
––Qué
sí, mamá. A ver si junto algo de dinero. Cuídate y adiós.
El
BMW de Pitti salió lanzado, abandonando pronto los miserables
límites de Lostskay. Ya en la autopista, un horizonte nebuloso por
la fina llovizna hacía resplandecer la ciudad como si se tratara de
un escenario irreal, como una lejana y fulgurante feria de
fantasmagóricos colores. Pitti se sintió aliviado pensando que
pronto podría ducharse en su confortable apartamento y quitarse de
encima la asquerosa pestilencia que llevaba encima. Se palpó el
bolsillo asegurándose de que la pócima que le había costado diez
dólares viajaba segura. Ciertamente, su madre, podía tener todos
los defectos del mundo, ¡y vaya si los tenía! pero en lo que se
refería a pócimas, sortilegios y maldiciones fulminantes era de lo
más experta y virtuosa. Pitti sonrió cuando recordó que en cierta
ocasión, borracha como una cuba, hizo cantar a un pollo a lo Mario
Lanza ante el asombro de algunos vecinos de Lostskay. Desde luego
aquello fue de lo más apoteósico.
Una
hora después su coche alcanzó la tranquila barriada residencial,
aparcándolo frente a la puerta del edificio donde vivía. Pitti
rescató del maletero su carpeta de trabajo y al coger el ascensor se
topó con la señora Davis, una setentona alcahueta cuyo único
cometido en la vida era el chismorreo y la vigilancia exhaustiva
sobre todos los que vivían en la finca. Ella se ubicaba un
apartamento más arriba que él y en el trayecto machacó a Pitti:
––Vaya,
de fiesta, ¿no?... Hoy regresa más tarde que de costumbre... ¿Se
ha peleado con su pelo, joven? Tiene pelos por todas partes...
––¿Pelos?
¿Dónde tengo pelos?
––En
los hombros, en la espalda... Al parecer se le cae el pelo a
puñados... Qué lástima, tan joven...
Cuando
el ascensor se detuvo, Pitti lo abandonó totalmente alarmado.
Enseguida que entró en su vivienda corrió al tocador para
observarse y luego se quitó la chaqueta, comprobando con alivio que
la señora Davis había magnificado los cuatro pelos que,
ciertamente, localizó en los hombros. Después de ducharse y lavar
bien su cabellera con un champú especial, se puso el pijama y se
hizo algo de cenar. El apartamento era pequeño pero muy coqueto, y
el angosto salón lo utilizaba Pitti como estudio, con una mesa de
tablero giroscópico donde realizaba trabajos que adelantaba en casa.
Mientras se hacía la sopa, abrió la carpeta de originales y comenzó
a darle vueltas a los diferentes diseños que hasta el momento había
realizado sobre la dichosa campaña de zapatos. Tuvo claro que aquel
trabajo se le había atragantado después de estrellarse media docena
de veces en la intentona de sacar algo bueno o al menos aceptable. El
caso es que ya le había cogido asco al asunto. Se preguntó por qué
debían de existir mujeres gordas en el mundo e incluso, cómo podía
permitirse tal obscenidad. ¡Gordas, gordas, gordas...! [maldijo a
voces].
Con
los ojos fijos en los bocetos, escuchó el silbido de la sopera y
marchó de nuevo a la cocina. Se sirvió un verdoso caldo de
espinacas en un plato y lo llevó a la pequeña mesa del salón.
Sorbió las cucharadas con desgana, remirando las fotografías de
zapatos que le había dejado el cliente. Y por más que le dio
vueltas y más vueltas sólo consiguió marearse antes de conseguir
sacar un mensaje aceptable de aquellas grotescas plataformas con
vigas de hierro por tacón. Pitti se acordó, entonces, de la madre
que parió al diseñador de zapatos que ideo tal monstruosidad.
De
vuelta al salón, se sentó y cogió un lápiz y garabateó un par de
estúpidas frases: “Un zapato fuerte para una mujer fuerte” “Los
mejores pilares para una mujer de peso”... Al final estrelló el
lápiz contra la pared y tornó a exclamar con desesperación:
“¡Zapatos para gordas y bien gordas!” Pitti estaba derrumbado y
con el ánimo hecho cisco. En su desesperación comenzó a
carcajearse como un poseso mientras murmuraba: “¡Cuando
jovencitas, todas sois finitas, pero cuando envejecéis todas os
volveis unas gordas pedorras! ¡No me casaré jamás de los jamases!”
Sin
embargo, en esos momentos, la violencia de tono de Pitti contra las
mujeres obedecía, sin duda, al terror que le producía sucumbir ante
la estúpida campaña. De pronto comprendió que lo que necesitaba
era la opinión de una posible usuaria de aquellos zapatos. Enseguida
pensó en la vecina del segundo que estaba como una foca. Miró la
hora y consideró que aún era temprano para hacerle un visita. El
marido le abrió lla puerta.
––¿Sí?
––¿Está
su señora?
––¿No
cree que es un poco tarde para vender?
––No,
soy vendedor, soy Frank Pitti, su vecino del cuarto.
––¿Quién
es? ––salió la mujer.
––Buenas
noches, señora. Soy Frank Pitti, el vecino del cuarto.
––Ah,
sí.
Pitti
les explicó por encima que era publicista y necesitaba saber la
opinión de ella sobre los zapatos. Le enseñó las fotografías. El
matrimonio miró al intruso con cierto recelo.
––Bueno,
y qué quiere que le diga. Así, a simple vista no me gustan-- dijo
la mujer
––¿Y
qué tipo de zapato le gusta a usted?
––Sobre
todo que sea cómodo.
––¿No
le gustan los tacones altos?
––Claro
que me gustan. Pero ese tiempo pasó para mi, joven.
––¿Lo
dice porque está usted, digamos, demasiado rellenita? ––incidió
Pitti con enorme imprudencia ––Estos tacones aguantan más de
ciento veinte kilos de peso.
––¡Es
usted un grosero!
––¡Largo
de aquí! –espetó el marido –– ¡Cómo se atreve a venir a mi
casa a estas horas de la noche para decirle gorda a mi mujer!
Pitti
ni tan siquiera esperó el ascensor y echó escaleras arriba. Estaba
claro que no había nada que hacer con gente tan poco colaboradora.
Rebobinó el comentario de la vecina cuando dijo que prefería
zapatos cómodos, y miró de nuevo las fotografías después de
cerrar la puerta de su casa.
“La
comodidad también es bella”, se
le ocurrió la frase así de golpe y decidió que ese podía ser un
buen eslogan. Pero había que tener mucha imaginación para descubrir
algún tipo de belleza en aquellos grotescos zapatos. Pitti se sentó
de nuevo frente a la mesa de estudio, convencido de que la publicidad
hacía milagros y comenzó a desarrollar
un
“layout”
con
aquel mensaje. Una vez finalizado, se felicitó porque el expositor
no quedaba del todo mal. Eran las dos de la madrugada cuando decidió
festejar con un whisky bien servido el fin de su sequía de ideas.
A
la mañana siguiente Pitti se despertó tarde, porque la alarma de su
reloj no funcionó. Saltó de la cama y comenzó a asearse y vestirse
de manera alocada. Su hora de entrada al trabajo era a las ocho de la
mañana y ese día iba a llegar más allá de las diez, después de
cruzar Chicago. Maldijo el despertador y su mala suerte al quedarse,
precisamente, dormido ese día, cuando llegaba el niñato enchufado
del jefe. Una vez arribó a la empresa, intentó pasar desapercibido
y casi gateando por el pasillo llegó al estudio. Cuando abrió la
puerta se dio de bruces con un joven pelirrojo que le miró con
indolencia, rascándose un tímido bigote también de color
pelirrojo. Pitti se incorporó de inmediato y carraspeó para
librarse del ridículo.
––¿Usted
es Pitti? –– preguntó aquel.
––Sí,
¿cómo lo sabe?
––El
señor Schwarzkopf lo anda buscando toda la mañana.
A
Pitti le dio un vuelco el corazón.
––¿Qué
le ha dicho?
––Eso.
Que lo anda buscando...
––Sí,
eso ya me lo ha dicho y no hace falta que lo repita –– protestó
Pitti ante aquel buitre pelirrojo que parecía disfrutar haciendo
sangre con eso de toda la mañana –– ¿Le ha dicho algo
más?
––Pues
sí. Que acuda a su despacho inmediatamente.
Pitti
se descompuso. Cogió a toda prisa el layout que guardaba en la
enorme carpeta y volvió a recorrer aquel pasillo de pesadilla hasta
quedarse pegado ante la puerta del jefe.
––¿Se
puede?
––Una
falta de puntualidad memorable la suya, señor Pitti –- le espetó
el señor Schwarzkopf nada más verle
––Lo
siento mucho, señor. Anoche me quedé hasta muy tarde para
solucionar la idea del expositor de la campaña de zapatos ––se
apresuró a justificarse, enseñándole el boceto.
––Pues
el trabajo ya lo tengo resuelto. El joven del que le hablé y que
habrá conocido en el estudio me ha hecho un soberbio boceto en un
abrir y cerrar de ojos mientras usted dormía a pata suelta en su
casa. Es buenísimo.
A
Pitti le cayó el mundo encima. Lo que temía había sucedido. Se
había retrasado apenas dos horas y en ese tiempo el intruso había
dado el pelotazo. Durante algo más de cinco segundos tragó saliva,
esperando lo peor del señor Henry Schwarzkopz. Quizás, incluso, un
despido fulminante. Pero, no fue así. Muy por el contrario éste se
mostró amable hasta el punto de hacerle sentar y ofrecerle un puro
habano.
––Fume.
Fume usted, señor Pitti. Son auténticos cubanos de dos dólares el
cigarro–– le encendió el enorme cigarro con una sonrisa de oreja
a oreja.
Aunque
no fumaba, lo aceptó. Pitti estaba estupefacto con aquel
tratamiento. ¿Qué pasaba, qué sucedía?, se preguntó sin
comprender. El señor Schwarzkopf le miró largamente y luego
preguntó:
––¿Cuándo
piensa usted casarse, señor Pitti?
––¿Có...,
cómo dice, señor?
––Casarse,
hombre. ¿Cuándo piensa asentar la cabeza? Le recuerdo que ya no es
usted un niño. Por lo demás, un hombre casado tiene mayores
posibilidades de prosperar en esta empresa.
Pitti
continuaba perplejo. ¿A qué venía aquello de casarse?
––Por
cierto, ––continuó el empresario––tengo una encantadora
sobrina lejana con una preciosa hija que dentro de unos momentos
conocerá y a la que quiero que le haga un favor.
Pitti
comenzó a alucinar. ¿Qué estaba pasando? ¿Había sido la angurría
de aquel asqueroso gato lo que le estaba dando aquella clase de
suerte? ¿Qué favor tendría que hacerle a la sobrina del jefe,
seguramente una joven y bella valquiria?
Pero
su ensoñación duró poco. Enseguida se abrió la puerta del
despacho para dar paso a una descomunal y compacta mujer con una
trenza rubia semejante a la maroma de un barco. Irrumpió con paso
firme en la estancia, haciendo cimbrear el parquet del pavimento. De
su mano derecha arrastraba una criatura negruzca a la que apenas se adivinaba el rostro, cubierto como estaba por un espeso flequillo
negro como el carbón que la cubría hasta la barbilla.
––¡Achtung,
tío Henri! ¿Encontraste al canguro que se va a quedar con la niña esta mañana?
––Señor
Pitti, le presento a mi sobrina Berta Kauffman y su hija, Bertolina.
Pitti
miró a la mujer y le cayeron los palos del sombrajo. Pero, ¿qué
clase de sobrina era aquella?
––En...Encantado,
señora Berta ––se apresuró en saludar.
––¿Este
gusarapo italiano es el que va a cuidar de mi niña? ––se volvió
la mujer a su tío con contenida irritación.
––Que
sí, Berta. Que el señor Pitti es un joven muy responsable.
La
mujer tenía unos enormes y abultados labios carnosos y sanguíneos.
En realidad todo en ella era enorme y desproporcionado. Sus ojos
saltones y azules se clavaron en el acobardado rostro de Pitti, y fue
amenazadora cuando espetó:
––Cuida
bien de Bertolina porque te va la vida en ello. ¿Lo has entendido
bien, mamarracho?
––Sí,
señora ––repuso Pitti, bajando la mirada hacia la cosa menuda y
negra que arrastraba la mujer, y a la que continuaba sin ver el
rostro.
Minuto
después todos salieron del amplio despacho y Berta ordenó a Pitti
que cogiera la mano de su pequeña hija. Al obedecer, el joven sintió
la desagradable sensación de coger un pequeño trozo de hielo.
Bajó
sus ojos por un instante para observar a la niña sin conseguir ver
más allá de un rastrojo de pelo, que se difuminaba en un sayón
negro que le cubría hasta los pies. El joven entendió que su madre
la llevaba disfrazada de gótica o algo parecido, y que seguramente
irían a una fiesta de esas raras, aunque Halloween quedaba aún muy
lejos.
Pitti
vio alejarse por el pasillo a Berta Kauffman junto a su tío y
entonces pudo fijarse bien en la hombruna ropa que llevaba la mujer,
y que más bien parecía sacada de un baúl de uniformes de la
extinguida Wehrmacht, con hombreras tan contundentes como la de un
lanzador de pesas. Ah, y también observó que los zapatones de tacón
que llevaba puestos y que a cada paso hacía temblar el parquet eran
los del diseño de marras, los tristemente zapatos para gordas muy
gordas. En esto estaba cuando un extraño y siniestro gemido le hizo
mirar a Bertolina, la niña que le habían endosado esa mañana para
que cuidara de ella y que aún no le había visto la cara. Pitti se
agachó para atenderla, y de paso le apartó la cascada de flequillo
que ocultaba su rostro.
––Va...,
vaya ––tartamudeó.
Pero
fue por decir algo. En verdad sintió un escalofrío al descubrir el
semblante macilento y pálido de la niña, que le miraba con párpados
somnolientos. Sus ojeras oscuras le daban un aire entre siniestro y
perverso.
––¡Qué!
¿Te has convencido ya de que soy guapísima, estúpido?-- le espetó,
Bertolina, con una ronquera de cabaretera porteña, inusual en una
niña de su edad .
––¿Qué...?
Cla..., claro que eres guapa [titubeó]... Una niña muy guapa.
––De
niña nada, tontaina. Tengo catorce años.
Pitti
volvió a mirarla y pensó que debía ser una especie de enana o algo
parecido. Aunque en esos momentos lo que le preocupaba era dejar
fuera de combate al nuevo meritorio al que no estaba dispuesto a
dejar solo en el estudio ni un segundo más. Sacó un café de la
máquina y después de rociarlo con disimulo con aquel brebaje que
llevaba, se lo ofreció al joven con hipócrita sonrisa al tiempo que comentó;
––Me
ha dicho el jefe que ha hecho un buen trabajo ––dijo, apretando
los dientes.
El
pelirrojo cogió el vasito de plástico y arqueando su ceja derecha
miró a Pitti unos segundos antes de contestar.
––Bah,
tampoco es para tanto. Un trabajo fácil –-dijo después con
suficiencia asquerosa.
Pitti
maldijo al pijota aquel mientras no apartaba sus ansiosos ojos del
café que no terminaba de llegar a los labios del meritorio. Al fin
éste se decidió y lo tragó en un par de sorbos. Nuestro héroe
aguantó la respiración durante largos segundos...
––Buf,
qué sueño me ha entrado, y eso que dicen que el café...
No
llegó a decir nada más porque su cabeza cayó en redondo sobre la
mesa en medio de sonoros ronquidos.
––Lo
has drogado ––intervino entonces Bertolina con ronquera
cavernosa.
Pitti
la miró espantado.
––¿Qué
dices, niña?–– exclamó asustado.
––Te
he visto echarle un brebaje al café.
––¡Pero,
niña...!
––Sí,
sí, que te he visto ––insistió.
Pitti
se agachó y cogió a la niña por los hombros mientras ésta le
miraba con las pupilas extraviadas. No podía dejarla que dijera tal
cosa porque le espantaba que ella se lo contara a su madre y ésta a
su tío Henry Schwarzkopz.
––No,
niña, te equivocas ––dijo, con trémula sonrisa –– ¿De
dónde has sacado esa tontería de un brebaje? Eres muy pequeña para
decir esas cosas.
––Porque
yo también hago brebajes ––repuso la niña––, pero los míos
son más guay porque son malignos.
––¿Qué
tú...? ––la sonrisa desapareció de los labios de Pitti al
escuchar aquello de malignos.
––Bueno,
venga. Llévame a desayunar de una vez chocolate con cruasanes que me
tienes muerta de hambre –– apremió Bertolina.
En
esta ocasión la niña había despejado sus greñas de la cara, y
miró a Pitti de una manera que éste se asustó pensando que iba a
desmayarse.
––Pues
venga, vamos ––se apresuró ––. Te llevaré a la cafetería
que hay a la entrada del edificio.
En
el establecimiento había gente desayunando, la mayoría empleados de
las empresas que albergaba el propio edificio. Se sentaron en una
mesa, pero pronto advirtió que de Bertolina sólo podía ver sus
menudas y macilentas manos aferradas con ahínco al quicio del
velador. Ésta se quejó entonces con un bronco rugido:
––¡Aaaargghh!
¡Que no llego, maldito!–– exclamó
Tal
fue el bramido de la niña que todos los que habitaban el local
volvieron sus cabezas, asustados. Pitti sonrió a los presentes a
modo de disculpa y se apresuró a atender a la niña que seguía
intentando alcanzar la mesa a pulso.
––Ah,
que no llegas dices...
––¿Pues
no lo estás viendo, bobo?
Pitti
apretó los dientes. Bertolina, además de ser una criatura
repelente, también era de insulto fácil.
––Bueno,
pues voy a buscar algún taburete más alto o...
––Déjate
de historias y siéntame en tus rodillas ––gritó la pequeña
desde donde estaba.
Al
poco la tenía sentada en sus piernas y Pitti arrugó la nariz porque
apestaba de forma insoportable. ¿Acaso no la lavaban?
Cuando
un camarero trajo, el desayuno, Bertolina se abalanzó como una fiera
sobre los cruasanes, desapareciendo éstos uno tras otro tras la
densa cascada de pelos que le cubría la boca. Y luego el
chocolate...
––¡Glup,
Glup...!
A
Pitti le entraron ganas de vomitar cuando el viscoso líquido de la
taza se mezcló con aquella pelambre grasienta en un repugnante
revoltijo antes de ir a parar a la boca de la subsodicha.
––Pero,
niña, podías apartarte un poco esos..., esos flequillos.
––¡Cállate!
¡Glub, glub...! ––se lo terminó todo en un abrir y cerrar de
ojos. Luego, ante el estupor de Pitti, limpió sus pelos y manos
chorrendo chocolate en su camisa y corbata. Algunos parroquianos
que observaban a la extraña pareja, se echaron las manos a la cara
en plan ¡que horror!
Pitti
quedó inmóvil y con los brazos abiertos, mirándose el estropicio
que daba al traste con su camisa y corbata de marca. En esos
momentos tuvo que esforzarse al límite para no sacudirse aquel bicho
que tenía posado en sus rodillas y que ahora eructaba de forma que
estremeció todo el local. Pero, ¿qué clase de engendro era aquel?
Se preguntó, totalmente agobiado. Bertolina comenzó ahora a
estirarle de la corbata.
––¿Qué
quieres ahora?
––Quiero
que me compres un vestidito nuevo – dijo -- No puedo ir de paseo
toda manchada de chocolate. La Kauffman te matará.
––¿La
Kauffman...? ¿Pero, no es tu madre?
––Sí,
pero la llamó así desde que abandonó a mi pobrecito padre ––dijo,
Bertolina, arrugándose en un revoltijo negro.
––Pero,
bueno. A mi por qué me tiene que matar tu madre ––preguntó
Pitti, desconfiando cada vez más de su insólita situación ––Al
fin y al cabo te has manchado tú, jovencita. Te advertí que te
recogieras los pelos antes de beber el chocolate.
––Tú
no conoces a mi madre. Te aplastará como si fueras una cucaracha.
––¿Cómo
a una cucaracha...?
––Sí,
y mi tío te despedirá del trabajo con una patada en el culo.
Pitti
intentó calmar un repentino agobio, ensanchándose el cuello de la
camisa con el índice. Las palabras de la criatura le sonaron como
una sentencia de muerte. Lo malo es que Bertolina podía tener razón
y estaba en juego su puesto de trabajo.
––Bueno,
pues iremos a comprarte un nuevo vestido.
––Mi
madre me compra la ropa en el Water Tower Place.
A
Pitti le temblaron las piernas. Aquel lugar era el más caro de la
ciudad, donde un simple botón podía costar una fortuna.
Podemos
ir a cualquier otra tienda, Bertolina.Yo me compro la ropa en Rustik
Freedom. Es muy moderno y está muy bien, además, me conocen.
––¡¡Aaaarrggg!!
¡Quiero ir al Water Tower, idiota! –– insistió la niña,
montando un escándalo.
––Está
bien, está bien ––se miró la cartera para cerciorarse que
llevaba la tarjeta de crédito. El día no le podía ir peor.
Con
la niña echa un asco, salieron de la cafetería. Pitti tenía que
caminar con su cuerpo totalmente escorado para que la niña no fuera
arrastras. Después de más de una hora llegaron al complejo
comercial. Un lugar enorme y lujoso dominado por luces de neón de
todos los colores que iluminaban espléndidos escaparates. Bertolina,
entonces, se soltó de la mano de Pitti y corrió como una bola de
pelo hacia unas escaleras mecánicas que llevaban a una planta
superior.
––¿Eh,
dónde vas...? ¡Ven aquí! ––gritó Pitti, echando a correr tras
ella.
Le
pareció mentira que aquella cosa tan chica corriera tanto. No la
pudo alcanzar hasta que vio que la niña se introducía en una de las
tiendas.
––Oye,
no puedes hacerme esto ––le regañó–– Tu madre me ha puesto
a tu cuidado, y si te pasa algo el responsable soy yo.
Pero
Bertolina estaba ahora en otro asunto y estiraba con ferocidad una
camiseta negra que había colgada en un expositor de ropa.
––Que
vas a tirar el expositor, Bertolina. ¿Te gusta esta camiseta? ––
la cogió Pitti, advirtiendo enseguida la horrenda serigrafía que
llevaba la prenda ––¡Cielo santo, qué horror de calavera!
––¡Me
gusta, me gusta!
––¿Que
te gusta estooo?
Pitti
miró el precio y casi le entra un flato. ¡Trescientos dólares
costaba la blasfemia aquella!
––Pero
es una camiseta horrible para una niña, y te queda muy grande... Vas
a aterrorizar a todo Chicago –– intentó Pitti convencerla.
––¡¡Aaaarggggh!!
Toda
la tienda se giró espantada, y una señorita con uniforme a cuadros
de arlequín se apresuró para ver lo que pasaba.
––¿Ocurre
algo?
––Quiero
esta camiseta, ya ––exigió, Bertolina, con ferocidad antes de
que Pitti pudiera, siquiera, respirar.
––Veré
si hay algo de tu talla ––se apresuró la vendedora, viendo el
sofoco de la niña.
––No.
Ésta, Ésta... Quiero ésta.
La
vendedora miró a Pitti, y por la cara que puso éste consideró que
no debía darle más vueltas al asunto. Descolgó la camiseta y la
llevó al mostrador.
––Son
trescientos dólares, caballero.
––Desde
luego por ese precio debería llevar incrustaciones de oro ––protestó
Pitti, entregando su tarjeta de crédito.
Bertolina
ya se había puesto la camiseta y Pitti dudó mucho que pudiera
caminar con ella.
––Pero
¿no ves que te la estás pisando? ––le dijo a la niña, que solo
sabía mirarse con satisfacción la enorme calavera blanca.
––Díle
a esa payasa de dependienta que traiga unas tijeras ––ordenó sin
dejar de mirarse al espejo.
––¿Unas
tijeras? ¿Para qué quieres unas tijeras?
––¡¡Aaarrggh!!
––se le pusieron los ojos en blanco.
––Está
bien. Tranquila... Señorita, ¿puede traernos unas tijeras?
La
dependienta miró la cara de circunstancias de Pitti y sacó una de
un cajón del mostrador.
––¿Qué
quieres que corte, guapita?
––Cortamela
por aquí, tontita.
––¿Qué...,
qué vas hacer? ¡Qué me ha costado trescientos dólares!
––Eso
me pasa por andar con tipos pobretones como tú. ¡Venga ya, pava,
corta ya!
A
poco, ambos salían del establecimiento. Pitti llevaba un humor de
perros mientras tiraba de Bertolina medio arrastras, barriendo con la
camiseta todo lo que encontraba a su paso. El día se había puesto
de un gris que amenazaba lluvia y Pitti consideró que lo más
conveniente era coger un taxi hasta la empresa para evitar males
mayores. Cuando llegó, encontró al señor Schwarzkopz y a su
sobrina, Kauffman discutiendo en el estudio. Enseguida cesaron de
hablar y clavaron su atención en la niña.
––¿Pero
qué clase de trapo llevas puesto, hija? ––se quejó la
Kauffman––
¿Se
lo has comprado tú? ––se encaró ahora con Pitti.
––Bueno,
se manchó toda de chocolate y... Bueno ella quería la camiseta.
––Mi
hija no está acostumbrada a ropa de mercadillo –– repuso ella
con un gesto de desprecio.
––Me
ha costado trescientos dólares ––apenas se defendió Pitti sin
atreverse a mirarla.
––Está
bien, señor Pitti ––intercedió el señor Schwarzkopz––
Gracias por todo y ya se puede marchar. Ah, al joven señor Lobby se
lo han tenido que llevar a su casa. Se durmió y, según me ha dicho
su padre, aún no se ha despertado. ¿Sabe usted algo sobre este
asunto?
Pitti
enrojeció, encogiéndose de hombros. Su madre había hecho un
excelente trabajo.
––Bueno,
antes de irme con su sobrina le di un café y luego se echó a
dormir... No sé más, señor Schwarzkopz.
––Mentira.
Le dio un brebaje, tio Henri. Yo lo vi –– saltó Bertolina.
––¿Un
brebaje? –– se interesó el señor Schwarzkopz.
––¡Venga,
vámonos ya, niña! ––apremió la Kauffman, salvando sin
pretenderlo la comprometida situación de Pitti.
Una
vez salieron por la puerta, Pitti hizo como si ordenara la mesa de
trabajo mientras el señor Schwarzkopz le observaba un tanto
pensativo. Después miró de reojo la hora y pasaban varios minutos
de las tres. En realidad no sabía como irse, teniendo a su jefe
delante. Al fin se decidió:
––Si
no desea nada más de mi, me iré a casa señor Schwarzkopz.
––Muy
bien señor Pitti.
Estaba
a punto de dejar el despacho cuando la grave voz de su jefe le
detuvo.
––Estaba
pensando, señor Pitti, en invitarle a café a mi casa de Wolfhouse
esta tarde, Podíamos quedar a las seis, si le parece bien.
Pitti
quedó petrificado y apenas supo reaccionar. El jefe le invitaba nada
menos que a tomar café en su mansión de Wolfhouse. Enseguida le
surgió la pregunta y que no era otra que el motivo de aquella
extraña e insólita invitación.
––Bueno.
Qué me dice ––apremió Schwarzkopz.
––Sí,
por supuesto que iré señor Schwarzkopz. Será para mi un honor ir a
su casa y...
––Pues
venga. Esta tarde le espero y no se retrase ––atajó el jefe sin
dejarle terminar.
Cuando
Pitti abandonó la empresa, cogió el coche como flotando. Por un
lado, que Henry Schwarzkopz le hiciera aquella invitación era muy
importante, porque no a cualquiera invitaba a su casa. De hecho
nadie de excepto el director de cuentas de la empresa había pisado
nunca la mansión de Wolfhouse. Pero por otro lado le inquietaba el
motivo, porque sin duda lo había y debía ser importante.
A
la salida del aparcamiento decidió visitar de nuevo a su madre. Ella
también tenía algo de adivina y quizás pudiera desvelarle algo
sobre este asunto, y de esta manera ir más preparado a lo que,
Pitti, consideró la invitación crucial de su vida.
La
tarde empezaba a empeorar, y lo que había comenzado por ser una
llovizna por la mañana, ahora diluviaba de manera que, apenas, el
parabrisas del coche daba abasto a desalojar el agua. Como es natural
en estos casos, la circulación se tornó más espesa e insoportable
si cabía, y esto puso de los nervios a Pitti, que no paraba de mirar
continuamente el reloj del salpicadero.
Sin
más incidentes que los propios del tráfico en una tarde lluviosa,
arribó por fin a Lostsky, encontrando la mayoría de sus miserables
calles echas un barrizal con unos charcos que podían tragarse,
incluso, su BMW. Con mucha prudencia, Pitti, condujo su preciado
coche con el alma en vilo, doliéndole el corazón en cada socavón
que encontraba por delante y que no eran pocos. Al fin alcanzó a ver
la ruinosa silueta de la casa de su madre entre las cortinas de agua.
La bombilla del porche estaba encendida.
––¡Abre
madre, abre! ––gritó, golpeando la ruinosa puerta con los puños.
Después
de largos minutos, la puerta se abrió y apareció la vieja con una
bolsa de plástico en la cabeza y un enorme cuchillo en la mano.
––Eh,
eh... Que soy yo ––se apresuró Pitti a identificarse,
cubriéndose con ambas manos.
––¿Qué
quieres ahora? ¿Vienes a arreglarme el tejado? Mira el porche,
Parece un colador.
––Está
bien, madre. Déjame pasar que me estoy mojando.
La
mujer terminó de abrir la puerta y dejó pasar a Pitti no sin dejar
de refunfuñar. El interior de la casa estaba como el porche, con más
agujeros que un queso de gruyere.
––Mira
como estoy ––dijo apartando de una patada a un gato que no se le
sabía el color de lo sucio y ratiño que estaba –– Me faltan
potes y cubos con los que achicar el agua.
Y
era verdad lo que decía, porque si no había allí más de veinte
artilugios entre todo tipo de recipientes no había ninguno.
––Bueno,
si no me vas a arreglar el tejado,¿para qué has venido?
––Quiero
hacerte una consulta ––repuso Pitti.
––Veinte
pavos ––puso la vieja la mano.
––Hombre,
que soy tu hijo ––protestó, Pitti.
––Más
a mi favor ––repuso ella ––Un hijo que deja que su madre viva
en las condiciones que vivo yo, no se merece ningún favor.
Pitti
echó mano a su cartera y sacó dos billetes de diez dólares que
puso en la mano de su madre.
––Está
bien, ¿qué quieres saber?
––Mi
futuro más inmediato ––repuso, Pitti, con nerviosismo.
––Veo
una cosa peluda que te atormentará.
––Déjate
de bromas, madre. Ni tan siquiera me has leído la mano.
––Sí,
si. Lo veo. Es una cosa negra y peluda que te arruinará la vida––
insistió la vieja, sobándose la berruga del labio inferior.
Pitti
pensó entonces en Bertolina. De momento ya le había sacado
trescientos pavos.
––¿Es
una niña? ––preguntó.
––No.
La
lluvia arreciaba fuera y dentro de la casa, y las goteras
multiplicaban sus cadencias en el sórdido ambiente de la vivienda
con una aberrante sinfonía de tocs-tocs de múltiples tonos. La
respuesta de la madre confundió al joven, que fue incapaz de
adivinar a quién o a qué podía referirse con aquello de negro y
peludo.
––Bueno,
¿pero no me puedes decir más cosas? Por veinte dólares ya podrías
ser más explícita.
––No
se me permite. Hay fuerzas ocultas muy poderosas que me obligan a no
decirte nada más –– explicó, frunciendo
las arrugas de su insano rostro.
A
Pitti le entró un repeluco, aunque pensó que la madre podía estar
exagerando las cosas para meterle miedo. Siempre lo hacía cuando
estaba de malhumor, y esa tarde parecía estar como el tiempo. Sí,
quizás fuera la lluvia, pensó, mirándo su reloj. Advirtió
entonces que apenas quedaba una hora para las seis, y aún le quedaba
camino que recorrer hasta Wolfhouse.
––Está
bien, madre. Me tengo que ir ya –– dijo.
––Que
te vaya bien en esa cita... Aunque lo dudo.
––¿Eh?
¿Cómo sabes que voy a una cita?
––Has
mirado varias veces tu reloj. Eso significa que has quedado con
alguien importante.
Pitti
quedó unos instantes sin saber qué hacer. Estuvo por preguntarle
sobre la importante entrevista, pero era ya muy tarde y no podía
entretenerse más. Abandonó la casa y se metió en el coche después
de haberse pringado de barro hasta los tobillos.
A
esas horas la tarde había oscurecido y la lluvia continuaba siendo
intensa, dificultando la circulación agravada por las entreluces de
un día que fenecía. Wolfhouse se ubicaba en una zona muy exclusiva
de Chicago, cerca del jardín botánico de Amundsen Park. Sus enormes
casas tenían variopintos estilos y todas ellas rezumaban el poder
económico de sus inquilinos. Faltaban cinco minutos para las seis
cuando Pitti divisó los oscuros y picudos tejados de la gótica
mansión de los hermanos Schwarzkopz. Un relámpago la iluminó con
tenebrosa instantánea. Desde luego el lugar parecía propio de una
película de terror.
Pitti
llamó al timbre que había a un lado de la enorme verja de hierro de
puntas lanceadas y esperó unos segundos. En esos momentos apenas
llovía, pero hacía un viento que agitaba la espesa arboleda del
lugar, que sonaba como un mar con marejada de fondo. Con un
chasquido, se abrió de forma automática media cancela, y un camino
asfaltado con viejas losas de pizarra le llevó a la puerta de roble
levemente iluminada por un ornamentado farolillo que enseguida se
apagó. Allí tornó a llamar al timbre, pero en esta ocasión la
puerta se abrió enseguida. Un hombre enjuto y de avanzada edad
apareció con un candelabro en la mano con velas encendidas y después
de mirarle de arriba abajo dijo secamente:
––Pase.
El señor Schwarzkopz le espera en la biblioteca.
Pitti
siguió al personaje aquel, intentando ver por donde pisaba porque la
casa estaba a oscuras.
––Con
la tormenta se ha ido la luz –– explicó el hombre, subiendo unas
escaleras que ha Pitti le parecieron muy espaciosas. En el rellano,
la luz de las velas se paseó unos instante por un gran retrato
pintado al óleo colgado en la pared en el que logró reconocer al
señor Horst, el hermano mayor de Henry Schwarzkopz.
Siguiendo
los pasos del mayordomo o lo que fuera, pronto llegaron a una sala
flanqueada por enormes anaqueles con libros y un par de sillones de
piel de búfalo con grandes orejeras, ambos orientados a una robusta
chimenea encendida cuyas llamas iluminaban el confortable y al tiempo
sobrio lugar.
––Señor,
aquí está su empleado ––. dijo el sirviente.
––Pase,
señor Pitti y siéntese.
Pitti
avanzó con timidez hasta ponerse a la altura del señor Henry
Schwarzkopz.
––Pero,
siéntese, hombre ––insistió éste –– ¿Le apetece una copa
de brandy español?
Pitti
tomó asiento en el enorme sillón con orejeras y repasó con mirada
cautelosa el confortable salón hasta que sus ojos tropezaron con la
furibunda mirada del Kaiser en un retrato que colgaba encima de la
chimenea. El señor Schwarzkopz se incorporó y marchó a una vitrina
donde sirvió dos copas. Luego entregó una a su empleado.
––Bueno,
bueno, señor Pitti –– dijo después, sentándose pesadamente en
el sillón ––. Usted se preguntará el por qué de esta
invitación...
––Bueno,
yo...
––No
hable y déjeme terminar lo que quiero decirle ––conminó el
señor Schwarzkopz ––. Yo soy poco amigo de dar rodeos a la hora
de decir lo que quiero, de esta manera he pensado que sería muy
provechoso para usted que se casara con mi sobrina Berta.
A
Pitti se le atragantó el sorbo de brandy, y miró a su jefe con ojos
muy abiertos.
––Sí,
si ––continuó Henry Schwarzkopz –– . Es una gran
oportunidad la que le ofrecemos, señor Pitti. Entraría, por
decirlo de alguna manera, a formar parte de la familia... Porque
supongo que usted tendrá ambiciones en la empresa, ¿no es así?
Un
fuerte trueno hizo temblar la biblioteca y las truculentas llamas de
la chimenea reflejaron un chispeante concierto de luces y sombras en
la fría e inquietante mirada del señor Schwarzkopz. Pitti había
enmudecido, y la copa de brandy le temblaba en la mano. Apenas
escuchaba más allá de sus propios pensamientos. Casarse con aquel
mastodonte de mujer era pedirle demasiado a cualquier mortal. Sin
embargo, eso de entrar a formar parte de la familia podía suponer,
sin duda alguna, el triunfo total de su carrera y un deseo cumplido
con creces. Escuchó de nuevo la voz de su jefe, que le insistía:
––¿No
es así, señor Pitti?
––Sí,
me gustaría mucho prosperar profesionalmente en la empresa –– se
apresuró en esta ocasión, Pitti –– . Pero, su sobrina no está
casada?
El
señor Schwarzkopz encendió un largo puro de los suyos y luego
respondió:
––Bueno,
mi sobrina estuvo casada con el señor Petit Chevalier, un rico
hacendado haitiano que regentaba un lujoso hotel en Puerto Príncipe.
El terremoto derrumbó el hotel y mató a éste. Bueno, en realidad
el hombre quedó malherido, muriendo meses después.
––Entonces...
¿Bertolina es su hija?
––Sí,
la pobre niña necesita un padre. Esta mañana pude comprobar que con
usted se lleva muy bien y eso me alegró mucho.
A
Pitti le vino la terrible imagen de Bertolina, rugiendo y limpiándose
el chocolate en su camisa y corbata de seda. Indudablemente, la sola
idea de casarse con Berta y asumir la paternidad de aquella niña era
más de lo que podía soportar. Con voz trémula, Pitti, intentó
zafarse del fatal compromiso:
––Yo...
Yo le agradezco esta oportunidad que me está dando, señor
Schwarzkopz, pero no me siento preparado para el matrimonio... No
sería un buen padre para Bertolina.
––Bueno,
tampoco le vemos a usted preparado para que continúe ni un día más
en la empresa.
Pitti
volvió la cabeza y la aupó por encima de las orejeras del sillón
para ver quién había dicho la fatal frase aquella. Entonces pudo
advertir la vieja sombra del señor Horst, el hermano mayor de Henry,
apostado con su bastón a la entrada de la estancia.
––Es
usted un desagradecido, señor Pitti ––continuó Horst
Schwarzkopz de manera autoritaria –– ¿Así nos paga que le
hayamos dado una oportunidad en nuestra empresa?
––Bueno,
ya ha escuchado a mi hermano ––intervino de nuevo Henry ––.
De todas maneras entiendo que la noticia le haya cogido de sorpresa.
Creo que es justo que le demos la opción de pensarlo y elegir lo que
más le conviene. Ya sabe: o se casa con mi sobrina o lo pongo de
patitas en la calle mañana mismo.
Otro
horroroso trueno rodó en esos momentos por los tejados de la
mansión. Pitti estaba arrugado, echo un ovillo en el sillón y
sudando si tenía que sudar. La boca la tenía seca cuando
tartamudeó:
––¿Cuánto
tiempo me dejan para pensarlo?
––Hasta
mañana a las ocho. Antes de ponerse a trabajar queremos su respuesta
–– incidió de nuevo el viejo Horst Schwarzkopz.
Cuando
Pitti abandonó la mansión la lluvia había cesado pero el cielo
continuaba iluminándose con fuertes relámpagos. Se encontraba
mareado y con ganas de vomitar. Casi tambaleando buscó el coche y se
introdujo en él con el alivio de encontrar su más preciado refugio.
Aquella entrevista había desembocado en la peor encerrona de su
vida. En una auténtica tragedia. Sus manos temblorosas comenzaron a
acariciar el salpicadero del vehículo, la suave piel de sus
asientos, manosear el volante y su emblemático logotipo azul y
blanco, símbolo de distinción y poderío para los afortunados que
lo poseyeran. Pitti se puso a gimotear cuando pensó que tendría que
devolver el coche, el triunfo de su vida al no poder pagarlo.
Secándose
las lágrimas con un pañuelito de papel, recostó su cabeza sobre el
respaldar y maldijo su mala suerte y la terrible encrucijada en la
que encontraba. ¿Qué debía hacer? Porque estaba seguro que los
hermanos Schwarzkopz hablaban en serio. Si no se casaba con Berta
iría a la calle y ya tenía treinta y cinco años, una edad pésima
en los circuitos laborales de
su profesión.
De
nuevo comenzó a cubrirse de gruesas gotas los cristales del coche.
La tormenta continuaba. Pitti metió la llave
de contacto y arrancó el poderoso motor del deportivo. Eran más de
las nueve de la noche y pensó donde ir porque no le apetecía
encerrarse en su apartamento en las condiciones mentales
que se encontraba. Abandonó la zona sin rumbo y con la mente fija
en encontrar una salida a su atolladero. La tormenta parecía no
querer dar tregua, y ahora un grueso granizo le sobresaltó
haciéndole temer por los cristales del coche. Se detuvo a la altura
del Boulebar de Saint-Germain y esperó que el pedrisco pasara. Al
refugio de su confortable vehículo vio a algunas personas correr
para buscar refugio en la tormenta. De pronto creyó reconocer la
presencia de su antigua novia, Alicia, que corría bajo aquel diluvio
con un niño en brazos y un paraguas destrozado por el viento. Su
corazón le dio un vuelco porque aquel niño bajo el agua y el
granizo podía ser su hijo, y a punto estuvo de salir del coche para
cerciorarse si realmente se trataba de la joven que abandonó
embarazada un par de años atrás. Pero enseguida frenó el noble
impulso. Su enorme ego le impidió hacerlo. Pensó que ya tenía
suficientes problemas como para buscarse otros. Por lo demás, si
aquella chica era la que pensaba que era, ¿qué iba a decirle?
Tampoco estaba dispuesto a rescatarla de la tormenta y hacerla subir
a su coche porque tal cosa le pondría hecho un asco la costosa
tapicería de cuero. Pronto la mujer desapareció, y con ella la
tormenta. La noche se presentó fría y despejada cuando Pitti volvió
a arrancar el coche. Entonces pensó que ya era muy tarde y optó por
regresar a su apartamento. Durante el camino, Pitti, consideró
seriamente no aceptar el chantaje de sus jefes porque él no estaba
hecho para el matrimonio, y menos para asumir el papel de padre con
aquella criatura que parecía de todo menos humana.
Aparcó
el coche en el garaje y le dio al cierre centralizado. Luego quedó
mirándolo largamente como lo hace un niño con su más preciado
juguete. Tembló con la sola idea de perderlo.
Una
vez en su confortable apartamento, encendió la televisión mientras
se preparaba un sandwich de queso y lechuga. En esos momentos
intentaba darse ánimos, pensando que aún era joven además de ser
un buen profesional en su trabajo. Sin embargo, las noticias que en
esos momentos daba la televisión dio al traste con el optimismo de
Pitti. La crisis producida por las temerarias aventuras del sistema
financiero aumentaban de manera alarmante las tasas de paro y decenas
de miles de empresas estaban cerrando por todo el país. Abrumado por
esta noticia y otras por el estilo, apagó el televisor con rabia y
se terminó el sandwich con la mente puesta en si la decisión que
había tomado minutos antes sería la correcta. Porque, ¿qué
pasaría si no encontraba trabajo? Pitti volvió a resudar ante una
situación, que lejos de estar solucionada, volvía a obsesionar
su cabeza con más fuerza aún. La crisis le iba a poner las cosas
mucho más difíciles a la hora de encontrar trabajo y máxime con el
insignificante currículo académico que tenia. Él nunca había ido
a la universidad ni tenía estudios de diseño ni de grafismo ni de
nada de nada. En realidad, para cualquier empresa de publicidad él
no era más que un aficionado, eso sí, aventajado pero sólo eso.
Consideró entonces que su anterior decisión era demasiado temeraria
porque no podía arriesgarse a perderlo todo y verse obligado,
finalmente, a tener que regresar a la casucha de su madre. De esta
manera, Pitti, comenzó a sopesar la otra alternativa que le quedaba:
casarse con Berta Kauffman. Aunque le repugnaba la idea, intentó
justificarla dentro del ámbito de su interés profesional, y la
verdad es que era una oportunidad de oro para alcanzar el éxito
soñado. Entrar a formar parte de la familia de los Schwarzkopz podía
suponer un puesto en el consejo de administración de la empresa e,
incluso, entrar algún día a formar parte de la misma como socio.
Estos
pensamientos reactivaron de tal forma su decaído ánimo, que se
sirvió una copa del excelente y caro Oporto que guardaba para
impresionar a las escasas visitas que recibía. Mientras la
paladeaba, se sintió satisfecho con la decisión tomada, negándose
a darle más vueltas al asunto. Le esperaba un día muy duro y debía
estar relajado y en perfectas condiciones para negociar la nueva vida
que se abría ante él.
La
mañana del día siguiente amaneció radiante y muy despejada de la
ponzoñosa contaminación que habitualmente envolvía la ciudad. La
tormenta del día anterior había limpiado la atmósfera de manera
que ahora se divisaba mucho mejor el majestuoso horizonte de Chicago,
y el tráfico parecía fluir como más relajado. Pitti viajaba a
bordo de su adorado BMW deportivo, y esa mañana le parecía todo
distinto a la vez que maravilloso. Las nieblas de su futuro se abrían
para dar paso a un Pitti triunfador y empresario. Ya alucinaba
imaginando su gran despacho en la nueva empresa Schwarzkopz &
Pitti, porque eso sería lo normal en cuanto que los hermanos
Schwarzkopz eran solteros y carecían de descendencia. Aunque, bueno,
estaba la sobrina pero él iba a casarse con ella.
Cuando
llegó a su trabajo, se dirigió al estudio y allí, Pitti, se
encontró con Lobby, el hijo del banquero. Sería incierto decir que
a Pitti no le molestó la presencia de aquel joven presumido hijo de
papá en su puesto de trabajo, pero en esta ocasión consideró que
tal cosa no le debía preocupar. Incluso pensó que en el futuro ya
tendría ocasión de echarle de allí de una patada en el trasero. El
teléfono sonó. La llamada procedía del despacho del señor
Schwarzkopz.
En
esta ocasión Pitti recorrió el odioso pasillo con porte triunfal.
Mirando por encima del hombro al personal que trabajaba en la hilera
de despachos tras las mamparas de cristales. Cuando llegó a la
puerta del despacho, irguió su porte y llamó con decisión.
––Pase,
señor Pitti.
Allí
se encontró con los dos hermanos que esperaban de pie y que le
miraron con ojos interrogantes.
––Bueno,
¿qué ha decidido, señor Pitti? ––preguntó Henry Schwarzkopz.
Pitti
sonrió antes de responder.
––Sí.
Me casaré con su sobrina Berta.
Los
dos hermanos se miraron satisfechos.
––Sabia
decisión, señor Pitti ––repuso el viejo e inexpresivo Horst
Schwarzkopz.
A
continuación transcurrieron unos segundos de embarazoso silencio.
Pitti no sabía si marcharse o esperar a que le dijeran algo más
sobre aquel inesperado asunto. Fue el señor Henry quien le invitó a
tomar asiento en la espaciosa mesa de juntas.
––¿Le
apetece un café, señor Pitti?
El
viejo Horst cogió el bastón y su abrigo de astracán negro, y
abandonó el despacho con la excusa que tenía cosas que hacer.
Estaba claro que había delegado en su hermano Henry todos los
prolegómenos de aquella extraña proposición. Pronto la secretaria
de éste acudió al despacho con un par de tazas de café que dejó
sobre la mesa.
––Bueno,
señor Pitti, y ahora hablemos de usted y de lo que puede ofrecerle a
mi sobrina Berta–– dijo el señor Henry, sentándose frente a
Pitti.
Pitti
se sintió incómodo con la situación. Pensó que en todo caso lo
correcto sería lo contrario. Hablar de lo que le ofrecerían a él
por cargar con aquel enorme bulto y con Bertolina, la terrible
criatura aquella. Sin embargo, el señor Henry no le dio oportunidad
de responder y prosiguió:
––De
momento creo que deberá cambiar de residencia. Tengo entendido que
vive usted en un apartamento demasiado pequeño para albergar a su
nueva familia. Deberá buscar cuanto antes una residencia mayor y a
la altura del estatus social de mi sobrina. Por lo demás, la boda
debe resultar todo un acontecimiento social. Invitaremos al alcalde
de la ciudad así como a nuestros clientes más insignes y algunos
empresarios importantes de la ciudad. Tenga en cuenta que tal
acontecimiento también nos debe servir para promocionar la empresa y
ampliar el ámbito de negocio. ¿Está de acuerdo conmigo, señor
Pitti?
––Sí.
Lo que usted diga, señor, Schwarzkopz.
¿Qué
podía decir Pitti ante las pretensiones del señor Henry
Schwarzkopz? Sin embargo, estaba más asustado que un pajarillo en
una jaula rodeada de gatos. El boato de boda que pretendía valía
mucho dinero, un dinero que él no tenía. Sólo cambiar de
residencia a un apartamento mayor acabaría con sus pocos ahorros. En
realidad Pitti esperaba que su jefe se dejara caer en los cuantiosos
gastos. Que pusiera sobre la mesa la dote que como tío de la novia
le correspondía de alguna manera. Sin embargo, Henry Schwarzkopz
continuó hablando, y en esta ocasión del viaje de bodas que pensaba
que hicieran por Europa.
––Tengo
un amigo propietario de una cadena de agencias que les puede hacer un
sustancioso descuento. Por otro lado será nuestro regalo de boda
A
Pitti no le llegó la camisa al cuello. ¿Esa iba a ser la única
aportación? ¿Pagar el viaje de novios...? ¿Y la millonaria boda?
¿Y el nuevo alquiler del apartamento? ¿Quién iba a pagar todo eso?
El joven consideró entonces que debía advertir a su jefe sobre
estos importantes problemas. Por lo demás, estaba bastante
desilusionado porque el señor Schwarzkopz no le habló en ningún
momento de su futuro profesional en la empresa. Entonces, Pitti,
arropándose de una humildad rastrera se atrevió a decir:
––Será
una boda magnífica, señor Schwarzkopz.
Sin embargo, usted sabe cual es mi salario en la empresa y...
––Ya
he pensado en eso, señor Pitti ––atajó el empresario sin
dejarle terminar –– He hablado con mi amigo el banquero y éste
le hará un préstamo de cien mil dólares para cubrir estos gastos
iniciales. Como verá, Schwarzkopz & Schwarzkopz piensa en todo
momento en sus empleados.
––Ah
––exclamó, Pitti, con un derrotado suspiro, aunque enseguida
pensó que la empresa tendría que subirle el suelo para pagar el
abultado préstamo, además del alquiler de la nueva casa, la letra
del coche. El señor Schwarzkopz habló de nuevo:
––Mi
hermano y yo hemos pensado que la fecha de la boda podíamos ponerla
para el 13 del mes que viene. Así le daríamos a Berta una grata
sorpresa en el día de su cumpleaños.
––Pero,
pero apenas queda un mes ––se alarmó, Pitti –– Tengo que
buscar el apartamento y...
––Ya
estoy yo sobre este asunto, señor Pitti. Tenemos un buen cliente, el
señor Krüger, que se dedica al negocio inmobiliario, le he dicho
que me busque un apartamento digno del estatus de la familia. Hala,
váyase usted tranquilo, señor Pitti, que de los problemas
domésticos se encarga Schwarzkopz & Schwarzkopz.
Pitti
abandonó el despacho como sonámbulo. Ya no sabía bien si el
matrimonio aquel iba a suponer su éxito o su ruina definitiva.
Después de desandar el traumático pasillo entró en su estudio y
vio al recomendado, trabajando un original con la vieja técnica del
aerógrafo. Pitti quedó asombrado de la calidad del trabajo. Aquel
tipo era un verdadero artista, sin embargo intentó echárselo por
tierra:
––¿Pero
todavía trabaja usted con esa herramienta prehistórica? ––dijo,
burlándose.
––Bueno,
las ilustraciones sí ––repuso Lobby, sonriendo.
––Venga,
hombre ––insistió Pitti ––. Tenemos programas de ordenador
que las hace en menos tiempo. Y en publicidad el tiempo es
importantísimo.
––Sí,
señor Pitti, pero el ordenador es frío ––repuso el advenedizo,
levantando la mirada a la vez que despejaba su frente de un lacio
mechón de pelambrera peliroja ––Los resultados en calidad no
son comparables al trabajo donde interviene las propias manos del
creativo.
Pitti
tornó a mirar con inusitada envidia aquella ilustración de libro.
El novato tenía razón en lo que decía, porque difícilmente el
ordenador podría ofrecer la cálida textura de la que disfrutaba el
magnífico diseño.
––¿El
señor Schwarzkopz le ha mandado que haga ese trabajo? ––preguntó
Pitti.
––No.
Como no tenía nada que hacer ––repuso el recomendado.
––Bien
––cogió Pitti el original y lo rompió en varios pedazos ––
.Esto lo hago por su bien, señor Lobby. Porque si le ve el jefe
jugando con estas historias...
Pitti
continuaba con su fatal obsesión de librarse de posibles
competidores, y para ello no reparaba en ninguna clase de miramientos
a la hora de destruir todo lo que pudiera hacerle sombra. Aunque en
el fondo sabía que su acción era fea y más que reprobable, la
consideraba necesaria para su supervivencia. Después instó al joven
Lobby a que desalojara la mesa de trabajo. Lobby entonces preguntó:
––¿Y
qué hago yo? ¿Dónde me instalo?
––Bueno,
eso lo tiene que decidir el señor Schwarzkopz.
––El
señor Schwarzkopz me ha dicho que me pusiera a sus órdenes.
––Pues
no hay órdenes, señor Lobby ––repuso, Pitti de mala forma––.
Mañana hablaré con el señor Schwarzkopz para, si lo ve
conveniente, de orden para que le traigan una mesa. De momento esta
es la mía.
Lobby
agachó la cabeza, contrariado.
––Bueno,
pues me iré.
––Hace
bien, señor Lobby. Para perder el tiempo, mejor en casa.
––Entonces...
Hasta mañana, señor Pitti.
––Hasta
mañana, señor Lobby.
Cuando
el joven desapareció, Pitti tornó a darle vueltas a todo lo
ocurrido esa mañana en el despacho del señor Schwarzkopz. Le
preocupaba no haber negociado como debía el sacrificado trato que
suponía casarse con Berta Kauffman, y no digamos adoptar a su
repelente hija. Como si esto fuera poco, tenía además que correr
con todos los gastos y entramparse con un préstamo de cien mil
dólares que debía devolver. ¿Pero cómo iba a hacerlo si el señor
Schwarzkopz ni siquiera le había hablado de una mejora sustancial de
su posición en la empresa y por tanto de sueldo? Se angustió al
considerar que se había metido en un callejón del que ahora era
difícil escabullirse. Miró el reloj, y faltaba algo más de hora y
media para que terminara su jornada de trabajo esa mañana. Muy
nervioso, Pitti decidió que no podía macharse a casa con aquel
problemón que de seguro iba a torturarle el resto del día, y
decidió aclarar las cosas con el señor Schwarzkopz.
––Entonces,
señor Pitti, usted teme que no pueda mantener su futuro matrimonio
con el sueldo que le pago, ¿no es así?
––Sí,
señor ––repuso, Pitti, con semblante pálido ––. Porque...
Estoy seguro que su sobrina no trabaja, ¿no es así, señor
Schwarzkopz?
––Así
es, señor Pitti ––se retrepó en el sillón, el señor
Schwarzkopz ––. En nuestra familia ninguna mujer ha trabajado
nunca. Ellas deben dedicarse a la casa, a cuidar del marido y de los
hijos. Es el hombre el que debe procurar el sustento de la familia,
¿comprende usted? Esta es la única manera de mantener una familia
unida, porque si cada uno va por un lado...
Pitti
agachó la cabeza y observó como sus dedos se martirizaban entre
sí. Quizás era el momento de confesar, de decirle a su jefe que con
aquel sueldo que le daba le sería imposible mantener la familia. Sin
embargo, fue el señor Schwarzkopz quien le sacó de aquel drama.
––Por
otro lado entiendo, señor Pitti, que usted quiera darle lo mejor a
mi sobrina y a su hijita. De esta manera mi hermano Horst y yo ya
habíamos decidido hacerle miembro del consejo de administración de
la empresa después de la boda. Esto supone un sueldo y comisiones
acorde con el nuevo cargo y que, pensamos, será suficiente para
mantener dignamente a su nueva familia.
Al
escuchar aquello, a Pitti se le abrieron las puertas del Paraíso.
––Creo
que es eso lo que deseaba escuchar, ¿no es así, señor Pitti?
––Oh,
sí, señor Schwarzkopz ––aseguró Pitti con una felicidad
enmarcada de oreja a oreja –– . Le prometo que haré feliz a su
sobrina y seré el mejor padre para Bertolina.
––Más
le vale ––aseveró el señor Schwarzkopz, mirándole con
entrecejo.
Pitti
abandonó el despacho como flotando. El detestado pasillo le pareció
en esos momentos un recorrido triunfal hacía la gloria con alfombra
roja incluida. Mientras lo hacía miró despectivamente al personal
de la empresa, a los sufridos vendedores, que tras sus pequeños
garitos acristalados y rodeados de montones de tarjetas de visita, se
afanaban a golpe de teléfono en captar clientes para Schwarzkopz &
Schwarzkopz. Ellos trabajaban a comisión. Si no vendían no
cobraban. Pero así era la vida. Pitti pensó entonces que unos
nacían para triunfar, como él mismo, y otros para vivir y morir en
la mediocridad y la miseria.
Cuando
abandonó la empresa, entró en la cafetería para celebrar su suerte
con un güisqui doble con hielo. Ensimismado en sus pensamientos
escuchó a alguien que le saludaba y miró a su derecha. Era el
mendigo que habitualmente pedía limosna en la puerta del edificio y
que le obsevaba sonriente:
––Un
café bien calentito siempre sienta bien---dijo mientras meneaba la
cucharilla del vaso.
Pitti
se retiró un poco no fueran a pensar que estaban juntos. El mendigo
continuó hablando, cosa que produjo malestar a Pitti.
––¿Sabe
usted? Yo también tenía un trabajo, una familia, una casa... Sin
embargo ya me ve. En la calle y pidiendo limosna.
Pitti
estuvo a punto de responderle, pero se contuvo. No quería que le
vieran alternando con el mendigo. Además, su presencia le molestaba.
––La
vida es así ––continuó el hombre meneando con la cucharilla el
café y sin dejar de sonreir–– Hoy estás aquí y mañana en la
cuneta. También yo vestía como usted, y tenía un buen coche. Pero
un mal día la fábrica cerró y todo se vino abajo. ¿Dónde iba a
ir yo con cerca de cincuenta años...? Después me abandonó mi
mujer...
El
joven apuró la copa. Estuvo a punto de encararse con aquel hombre
para increparle, para que no le contara sus penas. Si la vida le
había resultado mala, algo habría hecho. Pagó la consumición y
abandonó la barra. El mendigo se volvió entonces y le espetó:
––Espero
que nunca se vea como yo, amigo.
Cuando
Pitti abandonó la cafetería hacía bastante viento. Bajó al garaje
y pulsó el botón y enseguida respondió su BMW parpadeando sus
pilotos. De pronto, un pensamiento cruzó su mente como un relámpago
nefasto. El coche era un deportivo biplaza ¿Dónde iba a sentarse la
niña? Aquello iba a ser un importante obstáculo aunque la idea de
prescindir de su coche ni siquiera la contempló. Compraría uno
familiar, un monovolumen o algo parecido y se reservaría el
deportivo para él. Una vez más acarició el emblema blanco y azul
del volante antes de ponerlo en marcha. De camino que iba a su
apartamento le dio vueltas a los acontecimientos que debía
enfrentarse. Una boda por todo lo alto donde acudiría la flor y nata
de Chicago, incluso podía asistir el gobernador. Otro pensamiento le
asaltó entonces, y en esta ocasión fue sobre su familia por no
decir su madre. Seguro que los Schwarzkopz disponían de una familia
toda con clase y dinero, sin embargo, Pitti, sólo tenía a su madre,
una vergüenza nacional para todas las madres de Estados Unidos. Pero
si no la llevaba a la boda... Aunque podía decir que había muerto
en esos días y que era huérfano en el mundo. O quizás arreglándola
un poco... Pero con aquellos pelos y sin dientes poco arreglo tenía.
No
terminaba de aparcar el vehículo en su barriada, cuando sonó su
móvil. A Pitti le dio un vuelco el corazón al comprobar que era su
jefe, Henry Schwarzkopz, el que llamaba.
––Sí,
dígame señor Schwarzkopz––respondió.
––He
pensado que podía acercarse esta tarde a nuestra casa, señor Pitti,
para la petición de mano. Berta estará con nosotros...
––Ah,
bi,bi,bién, señor Schwarzkopz ––tartamudeó Pitti –– Lo que
usted diga señor Schwarzkopz.
––Las
cosas hay que hacerlas como Dios manda –– prosiguió el señor
Schwarzkopz ––. Sería un excelente momento para ofrecerle a mi
sobrina el anillo de pedida. Ya sabe, lo tradicional en estas
ocasiones. Yo me he permitido encargarle uno en la joyería de Edgard
e Hijos. Puede usted recogerlo antes de pasarse por mi casa, a las
seis.
Cuando
Pitti cerró la llamada miró el reloj. Aún le quedaba tiempo para
comer algo, arreglarse y pasar por la joyería antes de acudir a la
mansión de su jefe. Cogió el ascensor un tanto nervioso con los
acontecimientos aquellos que le esperaban. Sin embargo, se alegró de
que comenzara para él una vida social de aquella categoría. Al
llegar a la cuarta planta, el ascensor se detuvo. Enseguida advirtió
en el rellano la presencia de un pequeño perro negro y lanudo
sentado frente a su puerta. Así, a primera vista parecía tener la
cabeza bastante grande. Cuando el animal se percató de Pitti se
incorporó sin mirarle, con la intención de penetrar en el
domicilio.
––¡Eh,
eh! Fuera de aquí chucho –– lo quiso ahuyentar, pero el perro
puso sus patas delanteras sobre la puerta como para empujarla.
Pitti
tenía el llavín en la cerradura pero no se atrevió a abrir
temiendo que el animal aquel se colara. Éste, impaciente, levantó
el rostro para mirar al joven.
––¡Joper,
qué perro más feo eres! –– exclamó
Pitti.
Giró
la llave y se coló dentro como si fuera su casa.
––Pero...
––corrió para cogerlo –– ¡Esta no es tu casa! ––lo
increpó.
El
perro se detuvo entonces y volvió la cabeza con actitud agresiva.
Enseñó unos colmillos que Pitti se asustó. Eran
desproporcionadamente grandes.
––¡¡Grrr¡¡
–– gruñó
––Eh,
tranquilo chucho ––frenó Pitti en seco. En ese momento se dio
cuenta que el perro llevaba un collar y un artilugio parecido a un
micrófono incrustado.
––Venga,
perrito –– se acercó despacio ––. No te voy hacer nada.
––¡¡Ni
te se ocurra, tontaina!! ––exclamó una voz tamizada por el micro
aunque algo familiar para Pitti.
––¿Bertolina?
––La
misma, mequetrefe.
––Pero...
¿Cómo me ha encontrado el chucho este?
––Fácil.
Le di tus señas. Delgaducho, nariz de pingüino, cara de tontaina...
Pitti
miró al perro, que ahora se había sentado en su sillón.
––Fuera
de ahí ––protestó.
––Grrr...––volvió
a enseñarle los colmillos.
––¿Qué
haces?––regresó Bertolina por el micrófono –– Deja
tranquilo a mi Chevalier.
El
animal miró a Pitti con aquel par de aceitunas negras y brillantes
que tenía por ojos y produjo un sonido similar a una malévola
risita:
––Ji,
ji, ji.
El
reloj corría y no podía entretenerse ahora con el chucho aquel.
Tampoco le hacía ninguna gracia dejarlo en el apartamento porque
sabe Dios los destrozos que podía ocasionar. Marchó a la cocina y
abrió la nevera en busca de algo que comer. Cogió unas lonchas de
un delustroso chope que le quedaba y lo entremetió en pan de molde.
Se sentó en una silla y le dio vueltas a la cabeza a lo sucedido con
el perro. ¿Cómo había encontrado su apartamento, y por qué
Bertolina lo había mandado? ¿Qué clase de historia era aquella de
un perro con un micrófono? Preocupado con ésta y otras cuestiones,
no se percató de la presencia del can que, a sus pies, vigilaba
atentamente el sandwich. De pronto y antes de pegarle el primer
bocado el perro saltó y se lo arrebató de un bocado. Pitti se quedó
con el pequeño trozo que aún asía entre sus dedos.
––¡Maldito
perrucho...!
––¡Eh,
eh! ¡Ni se te ocurra tocarlo! ––volvió la chirriante voz del
micrófono.
––No,
si yo...
Pitti
se levantó de mala manera y se dirigió a la puerta seguido del
chucho. Dio un portazo y cogió el ascensor acompañado por el
irritante intruso. Subió a su BMW y el perro también con un
prodigioso saltó y se sentó en el asiento del copiloto. Pitti lo
miró con odio y con ganas de darle una patada y echarlo del coche.
El chucho también lo miró fijamente, tanto que sus ojos se
ahuevaron bajo aquellos enormes mechones de pelo que tenía por
cejas. Luego sacudió su cuerpo, emitiendo aquel extraño sonido:
––¡Ji,
ji, ji...!
Pitti
pensó que se estaba riendo de él. Aquel perrucho se estaba riendo
de él y esto le enfureció aún más. Metió la llave de contacto y
aceleró de tal manera que su espalda quedó apegada al asiento. Pero
el perro no se inmutó de cómo estaba, sentado sobre sus patas
traseras y sin abandonar una pose ciertamente solemne.
––¡Ji,
ji, ji...!
Pitti
condujo el coche de manera alocada, intentando desestabilizar al
molesto pasajero aquel que no paraba de incordiarle con su risita
burlona. Pero nada. Muy al contrario el chucho parecía disfrutar con
aquellas velocidades, y sus orejas, grandes y lanudas, se aplanaban
como las alas de un avión que fuera a remontar vuelo.
Después
de atravesar media Chicago, llegaron a la joyería. Pitti aparcó en
el lugar reservado para clientes y bajó del coche seguido por el
perro. Sin embargo al llegar a la puerta de la lujosa joyería un
guarda jurado le indicó que los perros no podían pasar al interior.
Pitti sonrió entonces de oreja a oreja y miró al chucho con
malévola satisfacción.
––Ea,
amiguito. Tú te quedas en la puerta.
Pero
una voz sonó del interior del establecimiento.
––Deje
pasar también al perrito, Robert. Es el de la sobrina del señor
Schwarzkopz.
––¡Ji,
ji...!
Una
vez en el interior, el propio dueño del establecimiento atendió a
Pitti.
––El
anillo de compromiso que ha elegido el señor Schwarzkopz es uno de
los más elegantes de los que dispongo. Fíjese en el diamante. Una
verdadera joya.
Pitti
cogió el anillo y lo probó en su anular. Le sobraba anillo por
todas las partes. Luego pensó que debía valer una fortuna.
––Bueno,
pues me lo voy a llevar ––dijo después.
––Sí,
pero antes fírmeme aquí, por favor.
––Pero
el anillo está pagado, ¿no? –– dijo Pitti, que no tenía muy
claro lo de
firmar.
––No.
El señor Schwarzkopz me ha dicho que lo pagará usted dentro de un
par de días. Usted, señor Pitti, tiene crédito en mi casa desde el
momento que va a emparentar con la familia Schwarzkopz.
––¡Ji,
ji, ji...!
Pitti
bajó la cabeza para mirar al repugnante perro aquel que se
carcajeaba de todo. Después ojeó con resignación la factura
aquella y le temblaron las piernas, las nalgas y todo al comprobar el
precio que debía pagar por aquel anillo: tres mil doscientos
dólares.
Cuando
abandonó la joyería, aún faltaba algo más de una hora para la
cita. Por un momento Pitti pensó en hacer una visita relámpago a su
madre para que le quitara aquel perro de encima, pero consideró que
no le daría tiempo. Se introdujo en su descapotable así como su
molesto acompañante que, de un salto, hizo lo propio, sentándose
junto a él. Luego arrancó el vehículo y en esta ocasión condujo
con suavidad, sin hacer locuras. Después sus pensamientos se
centraron en esa tarde donde la familia Schwarzkopz estaría al
completo para examinar todos sus movimientos. Desde luego pedir la
mano de aquel mastodonte de mujer no iba a ser cosa fácil. Implicaba
un enorme sacrificio de su parte. Pero ya se sabe que prosperar en la
vida tiene sus servidumbres, y él estaba a punto de ser nombrado,
nada más y nada menos, que consejero de la empresa Schwarzkopz &
Schwarzkopz.
Con
el rabillo del ojo Pitti vio que el perro se afanaba en algo hurgando
en la guantera. Cuando volvió la cabeza para mirarlo, llevaba sus
Rayban de montura de oro puestas.
––Pero...¡Mis
gafas!
––¡Ji,
ji...!
––¡Perro
asqueroso! ¡Trae acá mis gafas!
––Eh,
que te estoy escuchando ––saltó de nuevo el estridente micrófono
–– Déjale las gafas a mi Chevalier o se lo contaré a la
Kauffman, imbécil.
Pitti
tuvo que dar un volantazo y a pique estuvo de atropellar a una
anciana en un paso de cebra. Aquello era demasiado. Pero, ¿qué
clase de perro era aquel? ¿Cómo había logrado ponerse las gafas?
Sobre
las seis menos cinco, Pitti aparcaba junto a Wolfhouse. Muy nervioso
se ajustó la corbata, se alisó el traje y acicaló su cabellera con
su pequeño peine. Al fin llegaba la hora de enfrentarse a su nuevo
destino como triunfador en la vida. El perro caminó junto a él con
las Rayban puestas, aunque no parecía muy contento con aquella
visita pues de cuando en cuando emitía algunos destemplados gruñidos
que parecían los de una fiera inmunda.
El
enjuto mayordomo volvió a abrirle la puerta, y saludó al perro nada
más verlo:
––Buenas
tardes, señor Chevalier. Bonitas gafas. ––exclamó con leve
inclinación.
Pitti
alucinó con el tratamiento que dispensó al perro. Después el
mayordomo
se dirigió a él, indicándole que la familia Schwarzkopz le
esperaba en el salón de té. En esta ocasión no tuvieron que subir
escalera alguna pues la estancia se encontraba al fondo del amplio
hall. Allí estaban los dos hermanos, la sobrina y la sobrinita. Los
cuatro posaban como en un cuadro de Velázquez. Los Schwarzkopz de
pie, flanqueando a la Kauffman sentada en un sillón con Bertolina en
brazos.
––El
señor Chevalier y el empleado Pitti –– anunció el mayordomo,
secamente.
––Pase,
pase, señor Pitti –– indicó amablemente Henry Schwarzkopz.
El
perro corrió para echarse en brazos de Bertolina con gran alborozo.
Todo era muy embarazoso para Pitti, que no sabía lo que hacer
mientras la Kauffman le observaba imbuida en una especie de tabardo
similar a los que llevaban las Waffen en la campaña de Rusia.
––Bueno,
¿trae el anillo de pedida? –– inquirió el viejo Horst.
––Sí,
si ––se apresuró Pitti, buscándo
en los bolsillos.
––Vénga.
Dámelo ya y acabemos de una vez ––apresuró la Kauffman,
alargando la mano.
–-¡Guau,
guá! ––ladró el perro.
––¡Arggghhh!
–– rugió Bertolina.
Con
el anillo en la mano, Pitti quedó por un instante paralizado. Se
preguntó que clase de pedida de mano era aquella. Lo normal era
dirigirse al señor Horts o al señor Henry como tutores de la novia.
Lo había visto en algunas películas Levantó los ojos y le asustó
la colección de miradas ansiosas que se abatían sobre él con
impaciencia. La cara del perro era la mar de inquietante. Parecía un
oscuro pigmeo con los colmillos retorcidos hacia arriba, aunque
Bertolina no le iba a la zaga con el pelamen ocultando parte de su
cetrino rostro y sus pupilas, siempre a punto de desaparecer entre
sus semicerrados párpados. Finalmente detuvo la mirada en el severo
y rollizo rostro de la Kauffman, con sus enormes ojos azules y
saltones... Por un momento pensó que su madre no desentonaría ni un
ápice entre aquella familia.
––Tome
el anillo, señorita Kauffman...
La
teutona lo atrapó de un manotazo y lo apretó con fuerza entre sus
enormes y rollizos dedos, ampliando
sus carnosos
mofletes con una sonrisa de triunfo. Todos los presentes se mostraron
satisfechos menos Pitti, que continuaba sin saber qué decir o qué
hacer allí de pie, sonriendo como un tonto, mirando a uno y a
otros...
––Bueno,
pues ya está cubierto el protocolo de pedida –– dijo Henry
Schwarzkopz, satisfecho –– . Ahora queda la boda.
––Quiero
casarme en quince días, tío Henry.
––Un
poco precipitado lo veo, Berta. Había pensado la boda para el día
de tu cumpleaños, dentro de un mes.
––Necesito
salir ya de toda esta historia ––repuso la Kauffman –– Al fin
al cabo esto va a ser un matrimonio de conveniencia.
Henry
Schwarzkopz miró a Pitti con una sonrisa de circunstancias, como
queriendo disculpar la rudeza de Berta. Luego continuó con su
sobrina.
––Pero
hay que buscar una casa, preparar la boda... También necesitareis
unos días para conoceros un poco.
––Bah.
Tonterías –– intervino, Horts, el hermano mayor de Henry ––.
La niña tiene
razón. Cuanto antes se resuelva el problema mejor. En quince días
se pueden casar, y en ese tiempo pueden, en todo caso, conocerse.
¿Para qué demorar?
Pitti
continuaba allí de pie, como un convidado de piedra a pesar de que
lo que se trataba era de su boda. En eso llegó el mayordomo para
preguntar si el invitado se iba a quedar a merendar. La Kauffman
repuso sin ningún miramiento, que no hacía falta, que el invitado
ya se iba. Pitti no supo en ese momento si alegrarse por salir de
allí cuanto antes, o enojarse por el trato recibido en un asunto
donde él actuaba como primer actor, y que sin embargo, nadie parecía
contar con él.
––Bueno,
señor Pitti. Supongo que tendrá cosas que hacer y de esta manera no
lo entretendremos mas ––dijo Henry Schwarzkopz, dando por
finalizada aquella extraña e inexistente merienda –– Mañana por
la mañana deberá ir al banco y sacar parte del préstamo porque al
mediodía he quedado con el de la inmobiliaria, que nos enseñará
algunas ofertas de inmuebles.
Seguidamente
y sin más preámbulos, el mayordomo acompañó a Pitti a la puerta.
Cuando
subió a su coche, estaba realmente decepcionado. Pensó que aquellas
no eran maneras de tratar a alguien que iba a formar parte de la
familia.
Para
su aivio, el perro esta vez no le acompañó. Una tremenda desazón
lo hizo poner rumbo
a Lostsky, para hablar con su madre. Las últimas luces de la tarde
cayeron definitivamente sobre la ciudad cuando Pitti entró en la
miserable barriada. Al pasar por la vieja y única cantina que
también hacia de abacería y gasolinera, creyó ver a su madre en el
interior, parloteando con el viejo Louis, que regentaba el local.
––¿Qué
haces tú aquí? ––preguntó ella nada más verle.
––Quiero
hablar contigo ––repuso él, mientras no perdía ojo a Louis, que
había salido afuera a echarle un vistazo al BMW.
––Bonito
carro ––exclamó el anciano negro, rodeándolo.
La
madre llevaba una botella de ron en la mano y aseguró el tapón
antes de mirar de nuevo a su hijo.
––Tienes
problemas ¿no es así? Sólo vienes a verme cuando tienes
problemas...
––Tengo
que hablarte de algo muy importante para mi, madre ––insistió
Pitti.
––Podemos
hacerlo aquí –– repuso ella, sentándose en un destartalado
velador junto a una amplia cristalera y miró al viejo Louis que en
esos instantes entraba en el local comentando:
––Podías
aprovechar y contarle a tu hijo lo que pretenden hacer con tu casa.
Lo mismo conoce a alguien que pueda ayudarte.
––¿Qué
pasa, Louis? ––preguntó Pitti, que conocía al viejo negro desde
que era niño.
––Pues
que van a demoler algunas casas de Lostsky, y entre ellas la de tu
madre.
Pitti
quedó por un momento impactado con la noticia. Luego miró a su
madre,
––¿La
tuya también? –– preguntó, alarmado –– Pero tú la
compraste. Te costó un dinero...
––Bah,
cuatro perras. Además, el que me la vendió no tenía papeles. Al
final me quedaré en la calle.
––Pero
no pueden hacerte eso. Tú tienes tus derechos como ciudadana de este
gran país –– se enfadó,
Pitti.
––Bah,
tonterias y mentiras ––repuso la mujer––. Los pobres no
tenemos derechos en ningún lado.
El
viejo Louis se acercó a la mesa y miró a la vieja con ojos tristes.
Meneaba la cabeza de modo extraño, como si se tratara de un
balancín. Luego dijo con sentimiento...
––El
viejo Louis no dejará que mamá Lostsky se quede en la calle ––le
sirvió un vaso de ron cubano.
––Ponme
otro a mi ––pidió Pitti.
––Pero
si tú no bebes estas cosas ––se extrañó la madre –– A ti
te pasa algo grave.
Pitti
levantó la mirada del vaso y.comenzó a relatarle toda aquella
aventura suya de la boda.
––Tal
y como me lo cuentas, no me gusta un pelo, ¿verdad Louis?
––Bueno,
la verdad es que tiene toda la pinta de ser una boda de conveniencia
––opinó el viejo negro sin dejar de balancear la cabeza –– A
su hijo le interesa por cuestión de negocios y a ella para dejar de
ser viuda.
––No,
no. Hay algo más ––insistió la vieja, sobándose la verruga ––.
Tráeme agua en un vaso de cristal, Louis.
––¿Agua?
¿No estás tomando ron? –– se extrañó, Pitti.
––Calla
y observa a tu madre.
Cuando
Louis regresó con el agua, la vieja echó un poco de ron sobre el
vaso y el líquido oscuro comenzó a hacer extrañas figuras ante la
mirada atenta de la mujer, que enseguida sonrió satisfecha. Louis y
Pitti se miraron y luego clavaron sus pupilas sobre aquel agua donde
el ron se disolvía, desgarrándose en largos y sinuosos mechones.
––En
esta boda anda por medio el espíritu reencarnado de un muerto ––
resolvió al fin la vieja.
––¡¡Un
muerto!! ––se apartaron al unísono del vaso. Luego Pitti comentó
como el que no quiere –– Lo mismo es el del difunto marido de
Berta.
El
viejo Louis no hacía más que observar el vaso y santiguarse. La
vieja miró entonces a ambos con gravedad y se bebió el ron que
restaba. Después encendió un cigarro y al echar la primera bocanada
de humo éste regresó rápidamente a su boca como succionado por un
invisible torbellino. La mujer tosió entonces, repetidamente,
y
las luces del establecimiento comenzaron a parpadear, amenazando con
apagarse.
––El
muy bribón sabe que lo he descubierto y esto le ha enfadado ––
dijo después con extraña calma.
––¿Pero
quién es, madre?
––Tenías
razón, Pitti. Es el difunto marido de esa señora. Pero no he
logrado averiguar en qué se ha encarnado.
A
Pitti le vino a la cabeza el extraño perro que le había hostigado
durante el día y a quien llamaban Chevalier, y le entró un
escalofrío con solo pensarlo. En esos momentos Louis había marchado
al mostrador a buscar unas velas por si la luz se apagaba
definitivamente.
––¿Podía
ser en un perro? Le llaman Chevalier –– preguntó a la madre.
––Podría
ser. Con ese nombre que tiene... –– repuso ella con la mirada un
tanto ida.
––Pues
en mal asunto se ha metido usted, niño Pitti –– intervino Louis
–– Cuando hay espíritus por medio... ––tornó
a santiguarse.
La
oscuridad hacia invisible los alrededores de la vieja gasolinera
cuando Pitti preguntó a su madre si quería que la acercara a su
casa. Un perro aulló un par de veces en la lejanía antes que la
vieja contestara:
––Me
quedaré un rato más con el viejo Louis. Lo mismo me invita a
cenar.
––Eso
está hecho, mamá Lostsky –– así la llamaba el anciano negro.
Esa
noche, Pitti apenas cenó. Estaba totalmente asustado y le era
difícil centrar sus pensamientos en algo diferente que no fueran
espíritus y perros. Por otro lado el trato recibido por la familia
Schwarzkopz esa tarde también le había decepcionado hasta el punto
de hacerle desconfiar de aquella extraña boda donde a todas luces
iba de pardillo. ¿Pero, qué podía hacer? Pitti sabía que ascender
en el escalafón de la vida tenía sus miserias, aunque luego el
dinero las cubra
y las haga olvidar. Todos los hombres importantes del mundo esconden
en su haber inconfesables actos, aunque el brillo
de sus éxitos traducidos en abultadas cuentas corrientes los hagan
invisibles. Por lo demás, los Schwarzkopz eran personas que tenían
fama de serios, ¿por qué debía desconfiar? Además, ya era
demasiado tarde para volverse atrás sin que ello supusiera su
fulminante despido de la empresa.
Antes
de irse a dormir cogió su agenda para organizar las gestiones que
debía cubrir al día siguiente. La primera era, sin duda, sacar
dinerlo del préstamo de cien mil dólares para comenzar a ir
cubriendo gastos. En eso estaba cuando sonó su móvil.
––¿Dígame?
Al
otro lado escuchó una delgada voz de mujer. Era la de su antigua
novia.
––¿Alicia?
¿Eres tú?
––Sí,
Pitti. Soy Alicia –– a continuación su voz comenzó a temblar de
emoción –– No te hubiera molestado, pero no puedo más...
Pitti
tragó saliva. Tuvo claro que un marrón se le avecinaba.
––¿Qué
te pasa?–– preguntó con cierta alarma.
––Lo
que me pasa no es para hablarlo por teléfono –– repuso ella
conteniendo el sofoco.
––Pero
es muy tarde. Podíamos vernos mañana ––sugirió Pitti.
––Llevo
a tu hijo en brazos ––repuso ella, rompiendo en sollozos–– No
tenemos a donde ir ni donde dormir...
Pitti
se estremeció al escuchar aquello. El problema no podía llegar en
peor momento. Sin embargo, no podía dejar que Alicia y el niño
durmieran en la calle.
––Está
bien –– repuso, resignado ––. Dime donde estáis. Iré a
recogeros.
––Estamos
cerca de tu casa, en un bar...
––Bien,
ahora voy para allá.
Nada
más colgar la llamada, Pitti, se pasó la mano varias veces por la
cara asustado. Lo que iba a hacer ponía su proyecto en un serio
peligro si le descubrían.
Cuando
llegó al establecimiento, habían
algunas personas en la barra. Enseguida se percató de la joven, que
esperaba en un velador del fondo con un niño en brazos. Se saludaron
fríamente y después Pitti se sentó y pidió un café.
––Yo
no te hubiera molestado si no llega a ser porque me despidieron de la
tienda –– dijo ella, abatida ––. Pero ya ves, en la calle y
con tu hijo a cuestas.
Pitti
miró a la criatura. Tenía unos hermosos ojos azules, como su madre
que le miraban con somnolienta curiosidad.
––Bueno,
eso de mi hijo...
––¿De
quién iba a ser? ––espetó ella con indignación –– ¿Crees
acaso que soy una cualquiera?
Pitti
agachó la cabeza con malhumor. Precisamente ahora que se le abrían
las puertas de un futuro próspero y prometedor le alcanzaba aquel
pasado suyo ya olvidado, y en el peor momento. Sin embargo, no podía
dejarles dormir en la calle.
––Bueno,
por esta noche os quedareis en mi casa ––resolvió no sin cierto
disgusto ––. Mañana veré si puedo resolver
el
problema.
Alicia
le miró con ojos humedecidos. Luego arrulló con enorme tristeza al
niño. Quizá hubiera esperado que Pitti ablandara su corazón, se
conmoviera al ver a su hijo en la situación en que se encontraba.
Sin embargo, recordó que ya por entonces, cuando ella le confesó
que estaba embarazada, él la aconsejó fríamente que abortara, que
él no iba a arruinar su vida por un momento de despiste.
El
silencio se hizo tenso. Pitti creyó escuchar entonces el ladrido de
un perro y le resultó familiar. Saltó de la silla para mirar al
exterior a través de una ventana. La calle estaba solitaria. Sólo
acertó ver a alguien que caminaba arropado por las solapas de su
abrigo. Hacía frío. Regresó nervioso, aunque no llegó a sentarse.
––¿Has
terminado tu café? ––preguntó a Alicia.
––No
me lo voy a terminar ––repuso la joven.
El
niño dormía como un bendito cuando abandonaron el local y caminaron
con premura al domicilio de Pitti. Apenas se intercambiaron algunas
frases de compromiso. Pitti miraba a todos lados con recelo pues aún
continuaba escuchando ladridos, aunque lejanos. Poco después se
encontraban en el pequeño y confortable apartamento. Alicia
continuaba con el niño en brazos.
––Puedes
dejarlo sobre el sofá. No creo que se despierte ––sugirió
Pitti.
Ella
obedeció y recostó al niño con cuidado, tapándole a continuación
con su abrigo.
––Bueno,
de cena... Tengo la nevera vacía.
––Como
siempre –– repuso Alicia, aderezándose el pelo rubio que le caía
por los hombros –– Bueno, tu hijo ya tomó su leche en la
cafetería.
Lo
de tu hijo molestó a Pitti. Era como si algo se despertara en su
conciencia dormida. Volvió la cabeza para mirar a su antigua novia y
le espetó secamente:
––Voy
a casarme, Alicia.
––¿Casarte
tú? ––repuso ella entre perpleja y divertida –– ¿Pero tú
no abominabas del matrimonio?
––Y
sigo abominando. Pero es un asunto de negocios.
––O
sea, que no te casas por amor.
––No.
La
chica hizo un gesto de reprobación y vovió a arropar al niño.
Pitti no estaba por la labor de seguir dando explicaciones. Bostezó
como si tuviese sueño.
––Bueno,
tú y el niño podéis dormir en mi cama. Yo lo haré en el sofá.
El
sofá era muy incómodo y Pitti pasó la noche dando vueltas y con
desagradables sobresaltos. Un par de veces tuvo la extraña sensación
de que algo o alguien a sus pies le tiraba del cobertor. Pensó que
podía ser culpa de los nervios. A día siguiente se levantaron bien
temprano y Pitti decidió llevarlos a desayunar a la cafetería de la
noche anterior.
––Míra.
Parece que ha dormido bien el crío. Lo despabilado que está ––
forzó una carantoña con la mano y prosiguió ––. Ahora voy a ir
al Banco. Vosotros desayunar tranquilos y esperarme aquí, ¿vale?
––Pero,
¿vendrás de verdad?
––Claro.
Quiero darte algún dinero. Ya sabes, para que puedas seguir tirando
hasta que encuentres trabajo.
Pitti
ya se iba cuando apareció en el establecimiento el joven Lobby. No
se lo podía creer. ¿Qué hacía allí aquel sujeto?
––Señor
Pitti. No esperaba encontrarle por aquí –– saludó y luego miró
a Alicia, sin perder la sonrisa –– Vaya. ¿Su mujer y su hijo?
––No.
no ––se apresuró Pitti ––. Es... Es la señora Alicia
Walkman y su hijo. Su marido y yo somos amigos.
––Ah,
ya –– estrechó la mano de Alicia. A Pitti le reventaba el
carácter de Lobby. Lo consideraba atrevido y demasiado suficiente.
––Bueno,
¿y que le trae por aquí, señor Lobby? ––preguntó a su vez
Pitti.
––Yo
vivo a pocas manzanas de aquí, en un apartamento del edificio
George. Vengo a desayunar a este lugar casi siempre. ¿Puedo sentarme
a vuestra mesa?
––Claro
–– repuso Alcia, mirando a Pitti.
––Bueno.
Voy a ir a la barra a pedir lo mío. ¿Quiere, señora Walkman, que
le traigan algo más?
––No
gracias ––repuso, Alicia, con una sonrisa ––. Ya estamos
servidos.
Pitti
aprovechó la momentánea ausencia del señor Lobby para hablar con
Alicia.
––Por
favor, Alicia ––le dijo, casi suplicando ––. No le cuentes
nada de lo nuestro a ese tipo. Si te pregunta, invéntate alguna
historia sobre lo que yo he dicho. Ya sabes, que estás casada con el
tal Walkman y que somos amigos. Yo voy al banco y regresaré
enseguida.
Alicia
observó la cara descompuesta de Pitti. Estaba muy nervioso.
––No
te preocupes ––repuso la joven, tranquilizándolo.
Pitti
cogió en esta ocasión un taxi para ir al Banco. Una vez allí habló
con el director de la sucursal.
––Cierto,
señor Pitti. El señor Schwarzkopz le ha avalado una póliza de cien
mil dólares ––repuso con amplia sonrisa.
––Entonces
puedo disponer del dinero.
––Sí.
Hasta cincuenta mil–– repuso el director.
––Pero,
¿no son cien mil?
––Ciertamente,
señor Pitti. Pero los otros cincuenta mil quedan en depósito para
avalar los cincuenta mil que le doy. Compréndalo. Usted no tiene
bienes...
Pero
Pitti no comprendía muy bien aquello.
––Bueno,
entonces el préstamo será de cincuenta mil.
––No.
De cien mil –– insistió el director sin perder su plastificada
sonrisa comercial.
Pitti
no quiso seguir discutiendo porque ni era el momento ni tampoco
estaba en posición de hacerlo.
––Está
bien. Adelánteme seis mil dólares, pues.
El
joven salió del Banco preocupado. ¿Entonces debía cien mil dólares
y sólo podía disponer de cincuenta? Continuaba sin comprenderlo.
Dejó de pensar en este asunto para centrarse ahora en Alicia, que la
había dejado en la cafetería con Lobby. Cuando llegó encontró a
la joven sola con el niño, y respiró aliviado.
––¿Te
ha dado mucho la lata el tipo ese? ––dijo, nada más llegar.
––No
––repuso ella ––. Lobby es un chico muy simpático. Me ha
hablado de que trabaja contigo en la empresa.
––¿Qué
trabaja conmigo? Bah, él ha entrado como aprendiz ––repuso
Pitti, menospreciando a Lobby.
Alicia
miró a su pequeño y limpió su boca de restos de migajas de
galleta. Después comentó a Pitti:be
––Si
lo hubieras visto, llamando a Lobby papá ––lo besó .
––¿Qué
le ha llamado papá a ese hijo de...?––se irritó el italiano.
Sin
embargo, se contuvo y serenó su expresión. Estaba seguro que
aquello era una escenita de Alicia para tocarle el corazón o darle
celos. De esta manera tuvo el cinismo de seguirle la corriente:
––Pues
mira, el hijo de un banquero sería un excelente partido para ti y
para el niño. Tendríais la vida solucionada a lo grande. Mientras
tanto ––se echó la mano a la cartera y contó veinte billetes de
cien ––, deberás conformarte con estos dos mil dólares que te
doy para que puedas pagarte una vivienda de alquiler.
Ella
miró el dinero y después a Pitti. Acto seguido comenzó a sollozar
con desconsuelo.
––Pero,
¿qué te pasa ahora? La gente nos está mirando.
––Hubiéramos
podido ser tan felices los tres ––suspiró con sentimiento ––
Te he visto por un momento como te ha afectado que el niño llamara
papá a tu amigo [se enjugó las lágrimas con un pequeño pañuelo],
pero eres tan egoísta que no dejas hablar a tu corazón. Sólo te
interesa el dinero.
––Está
bien, Alicia. No empecemos.
––No,
Pitti, No voy a empezar ––repuso ella guardando el dinero ––
Como comprenderás, ya estoy de vuelta de todo. Te devolveré hasta
el último dólar en cuanto encuentre trabajo.
En
ese instante el crió se echó abajo de la silla e intentó andar
pero su piernecita derecha le falló y cayó al suelo. Alicia y Pitti
se apresuraron a ayudarlo.
––¿Qué
le pasa en la pierna? ––se interesó Pitti, que había observado
algo raro en la pierna del pequeño Frank.
––Tiene
parálisis de nacimiento ––dijo Alicia, tomando al crío en
brazos.
––¿Pero
se puede curar?
––Aunque
los médicos no me lo han asegurado, podía mejorar si se le aplicara
un tratamiento especial. Pero vale mucho dinero.
Pitti
dudó unos momentos antes de comentar:
––Si
las cosas me salen como espero podía darte yo el dinero para curar
al pequeño.
––No
te preocupes, Pitti, ya has hecho bastante ayudándome con este
dinero.
––Bueno,
si necesitas algo me llamas.
Así
se despidieron Alicia y Pitti.
Una
vez fuera del local caminaron en dirección opuesta y sin volver la
cabeza. A Pitti le produjo desazón aquel nuevo encuentro con Alicia
y conocer al niño que podía ser su hijo. Al entrar en el garaje a
buscar su coche vio a un bicho con gafas que le aguardaba en la
puerta. Era Chevalier, el perro de Bertolina con sus Rayban puestas y
un sobre en la boca.
––¡Joper,
con el perrucho este! ––despotricó Pitti –– Debe ser
policía.
––¡Guau,
guá! ––le entregó el sobre.
––Vaya.
Si es del señor Henry Schwarzkopz.
La
nota citaba a Pitti en un domicilio situado en un edificio de
apartamentos en la exclusiva Washington Street, cerca de donde vivían
los Schwarzkopz. Cuando
terminó de leerla se volvió al perro para recuperar sus gafas, pero
éste había desaparecido. Minutos después Pitti abandonó el garaje
rumbo al lugar de la cita.
Desde
luego la zona era una de las más caras de la ciudad. El alquiler
debía costar una fortuna. Una vez allí encontró en el amplio hall
del edificio al señor Henry Schwarzkopz con un sujeto menudo y muy
bien vestido.
––Señor
Pitti, este es nuestro amigo y cliente el señor Klaus Krügen, el
dueño de este edificio. Tiene un excelente apartamento amueblado de
tres habitaciones que le viene ni que pintado –– dijo el señor
Henry, satisfecho.
Pitti
estuvo a punto de preguntar el precio pero no se atrevió. Sin duda
tal cosa le hubiera rebajado ante las poderosas personas que tenía
delante.
––Si
quiere subimos a verlo –– apuntó el señor Krüger, que tenía
rostro de avaro.
––No
hace falta ––repuso Pitti –– Si al señor Schwarzkopz le ha
parecido bien, no hay más que hablar.
––Muy
bien ––sacó el señor Krüger un contrato de arrendamiento ––
Firme aquí y ya puede disponer del apartamento. No le voy a cobrar
fianza por venir con quien viene.
Pitti
cogió el contrato y mientras lo firmaba se fijó en la cantidad que
ponía de alquiler y le cayó el alma a los pies. ¡Dos mil
quinientos dólares mensuales! Su boca estaba seca cuando le devolvió
el documento firmado al tipo aquel. El señor Schwarzkopz insinuó un
gesto de satisfacción y luego invitó a Pitti a una lujosa
cafetería, y allí le hizo sentar en uno de los veladores. A Pitti
no le gustó la cara de circunstancias que ponía su jefe y que
manifestaba, sin duda, que algo importante tenía que decirle.
––Me
temo, señor Pitti que la boda no será tal y como la planeamos. He
hablado con mi sobrina y quiere un acto sencillo y familiar. Nada de
boato. He pensado, incluso, que podemos hacerla en el jardín de mi
casa.
Aquello
fue un shock para Pitti. Tal y como en un principio habían acordado,
la boda debía suponer un acto social donde asistieran los personajes
más influyentes de la ciudad y a Pitti le interesaba precisamente
eso. Darse a conocer como miembro de la influyente familia de los
Schwarzkopz, y aprovechar para hacer su puesta de largo entre las
fortunas más importantes de Chicago. Lo que ahora le proponía el
señor Schwarzkopz era una boda casi a escondidas y en el más puro
anonimato.
––Pero...
¿Y la promoción de la empresa? –– protestó con timidez ––
Le recuerdo que fue usted quien dijo que aprovecharíamos el evento
para realizar negocios y publicitar Schwarzkopz & Schwarzkopz.
––Bueno,
tampoco es para tanto –– repuso el empresario alemán––. La
mayoría de los invitados sólo vienen a comer y beber gratis y a
fanfarronear de sus negocios y del dinero que tienen. Creo que Berta
tiene razón. Además, solo hace poco más de un año que se quedó
viuda y tampoco es muy decoroso que digamos una boda con tanta
fanfarria.
––Entonces,
¿qué invitados vendrían? ––preguntó un Pitti totalmente
desinflado.
––Bueno,
mi familia y la suya, si es que tiene usted familia ––repuso
Henry Schwarzkopz, terminándose la copa.
Pitti
quedó solo en la mesa. Algo no iba bien en todo aquel asunto. Pidió
otra copa y estuvo un buen rato allí sentado, imbuido en tremebundos
pensamientos. Por un momento se preguntó lo que hacía allí a esas
horas en vez de estar en su mesa de trabajo. Su vida se la estaba
jugado como esa moneda que se lanza a cara o cruz, esperando la
suerte. Sintió el vértigo del vacío, de estar en el aire sin saber
aún cual sería su suerte.
Cuando
abandonó el local lo hizo sin saber qué hacer o donde ir. Entonces
pensó en subir a ver el apartamento y pidió las llaves al portero
de la finca. Éste le informó entonces que Berta Kauffman y su hija
estaban arriba.
––¿Qué
están en el apartamento? ––preguntó, incrédulo.
––Sí,
hace veinte minutos que han llegado, señor Pitti.
El
recibimiento fue desolador.
––Siempre
llegas tarde, Pitti.
––Tienes
cara de tonto.
––¡Guau,
guá!... ¡Jiiijiji!
Allí
estaban Berta, Bertolina y Chevalier con sus Rayban. Todos sentados
en un espacioso sofá y mirándole de forma burlona.
––¿Tarde?
–– preguntó Pitti sin comprender.
––Sí,
tarde. ¿No te ha dicho mi tío que nos vamos de compras?
Pitti
ni tan siquiera se atrevió a traspasar el umbral del salón. Se
quedó allí de pie, mirando, espantado, la que iba a ser su futura
familia.
––Venga.
Llama a un taxi porque en la porquería de coche que tienes no
cabemos ––dijo Berta incorporándose como un enorme búfalo rubio
––. Tendrás que comprar un nuevo coche que quepamos todos.
––Yo
quiero un Bugatti ––exclamó Bertolina, saltando como una pelota
peluda sobre el sofá.
––Pero,
¿qué es lo que vamos a comprar? ––se atrevió a preguntar.
––Tú,
nada ––repuso Berta con autoridad, embadurnándose sus
voluminosos labios –– Tú te quedas con Chevalier y nosotras nos
iremos. Lo que tienes que hacer es darme dinero.
––¿Dinero?
––se echó Pitti mano a la cartera.
––Sí,
dinero.
––¿Mil
dólares será suficiente?
––¿Mil
dólares, imbécil? ––se revolvió Berta, enfurecida ––
¿Crees que para mi boda me voy a comprar un vestido de mil dólares?
En
dos zancadas la Kauffman se acercó a Pitti y le cogió la cartera.
––A
ver que tienes aquí... ¿Cuatro mil dólares sólo?
––Bueno,
es que yo no sabía...
––¡Además
de un italiano estúpido eres un pobretón! A ver que me compro yo y
la niña con este dinero... Bueno, si me falta ya lo pagarás tú.
Pitti
se sentía insignificante frente a aquella mujer. En realidad le daba
miedo y por un momento quiso olvidarse de todo y echar a correr. Pero
se sentía atrapado en un callejón sin salida.
––Venga,
dame las llaves de tu coche ––le conminó Berta.
––¿Las
llaves...? Pero,¿no ibas a llamar un taxi?
¡Las
llaves de su amado BMW! Pitti se echó a temblar pensando que aquel
animal lo haría polvo.
––No
conoces el coche y podrías tener problemas ––intentó Pitti
quitarle la idea.
––¡Las
llaves!–– extendió su enorme mano de manera impaciente.
––Aquí
están ––se las puso en la palma –– Os acompañaré.
––No.
Tu coche es de dos plazas ––repuso Berta –– Tendrás que
comprar cuanto antes un coche familiar si quieres que vayamos todos
juntos.
Antes
salir, la Kauffman se acercó a Chevalier y levantó una de sus
orejas para cuchichearle algo. Luego desapareció con Bertolina.
Pitti
miró al perro que a su vez le observaba tras sus oscuras Rayban de
montura de oro y lentes verdosas. Aquel perro era muy extraño. Pitti
odiaba por naturaleza a los animales, pero a Chevalier le tenía
especial inquina.
––Bueno.
Ahora devuélveme de una vez mis gafas, perrucho asqueroso––
alargó la mano para quitárselas.
––¡¡Ñaaac!!
––¡Ahhh!
¡El muy...! ¡Me has mordido!
––Jijijiji
––¿Encima
te ríes? –– se enfureció Pitti –– Ahora verás ––se
quitó la correa del pantalón para atizarle con ella.
El
perro, repanchingado como estaba en el sillón, se alzó de un salto
a cuatro patas e irguió la cabeza desafiante. Cuando Pitti levantó
su brazo para asestarle un correazo, el chucho mostró su artillería
con un gruñido de lo mas salvaje. Jamás Pitti había visto tal
cosa. Aquello no era un perro si no una mortal dentadura con patas.
––¡¡Grrr!!
––¡Quieto,
amigo, quieto! No pasa nada ––tiró el cinturón al suelo ––
Es que me apretaba demasiado –– disimuló, atemorizado ante el
porte violento del perro.
Pitti
marchó a la cocina y se enjugó la sangre de la mano. El maldito
perro le había asestado una buena clavada de colmillos. El joven
pensó que debía deshacerse de Chevalier, porque sin duda, estaba
poseído por el espíritu del difunto marido de Berta, el haitiano.
¿Pero cómo hacerlo con aquel collar chivato controlado por
Bertolina? Si al menos pudiera destruir el chip que llevaba. Se asomó
al salón para ver lo que hacía el perro, y este continuaba sentado
en el sofá con las gafas puestas, viendo dibujos animados. Pitti
pensó que unos alicates bastarían para destruir el chip, y hacerlo
cuando estuviera durmiendo. Pero en el apartamento no habían
herramientas. Pensó, entonces, que el conserje del edificio debía
tener y decidió bajar. Con sumo sigilo abrió la puerta del
apartamento y la dejó entornada. Chevalier continuaba absorto con la
televisión cuando Pitti regresó con unas tenacillas. Ahora sólo
faltaba que aquella fiera se durmiera. Sin embargo, con las gafas
oscuras que llevaba puestas iba a ser difícil comprobar cuando
sucedería tal cosa.
Miró
la hora y pasaban de las dos de la tarde. Pitti estaba hecho polvo.
Le estaba entrando hambre y en el apartamento no había comida.
Tampoco se atrevía a bajar y dejar al perro solo. Se sentó en la
cocina y de cuando se levantaba para echar un vistazo a Chevalier,
que seguía en la misma posición, como una esfinge frente a la
televisión, aunque ya había terminado el programa de dibujos
animados. Así llevaba dos horas. Aburrido y sin saber que hacer,
Pitti comenzó a recorrer el apartamento para conocerlo. Cuando llegó
al dormitorio de matrimonio advirtió sobre una de las mesillas de
noche, una fotografía con la imagen de Berta acompañada de un
sujeto menudo de aspecto cetrino y siniestro, que portaba perilla y
una negra y desaliñada cabellera. Enseguida le recordó a Bertolina
por lo que dedujo que se trataba del padre, el difunto Chevalier
marido de Berta. Se acercó la fotografía para examinarla mejor, y
la mirada penetrante de aquel individuo le mareó hasta el punto de
obligarle a sentarse en la cama. Cuando abandonó la habitación supo
que algo andaba muy mal en todo aquel asunto. En esos instantes llegó
a arrepentirse de haber aceptado aquel extraño trato, que ahora
intuía no iba a salir nada bien.
Con
un enorme pesimismo marchó al salón y encontró a Chevalier de la
misma postura, sentado frente al televisor aunque ya no echaban
dibujos animados si no un concurso para tías marías. Pitti comenzó
a sospechar y se acercó al perro sigilosamente. Al ver que este no
se movía, le quitó con mucha precaución las gafas y para su
sorpresa advirtió que tenía los ojos cerrados, que estaba
durmiendo.
––¡Será
el muy hijo de...! ––exclamó Pitti para sus adentros.
Entonces
decidió que esa era la ocasión. Cogió los alicates y con mucho
cuidado capturó entre sus pinzas el chip para luego apretarlo
despacio hasta que sintió crujir el artilugio. Un suspiro de alivio
relajó, entonces, sus nervios. El maldito perro estaba, al fin,
desconectado. Ahora el plan que pretendía era más fácil de llevar
a cabo. Y ese plan no era otro que librarse de aquel animal embrujado
o lo que fuera. Con el mismo cuidado, le enganchó la correa de paseo
y después dio un leve tirón para que se despertara. Chevalier se
despertó, y al verse sujeto por la correa se quiso revolver,
enfurecido. Pero Pitti lo calmó:
––Tranquilo,
perrito. Vamos a bajar a comer algo y de camino te compro una
hamburguesa y damos un paseo. Ya verás que bien.
El
perro le miró con desconfianza pero al final le sedujo la idea.
También tenía hambre. Antes de bajarse del sofá levantó una de
sus patas delanteras como señalándose los ojos. Pitti le entendió
a la primera pero se negó:
––No.
Ahora déjame un ratito que lleve yo las gafas. Cuando subamos al
apartamento te las devuelvo.
Una
vez en la calle fue hasta la cafetería en la que había estado esa
misma mañana con el señor Schwarzkopz, y se detuvo en un puesto de
“perritos calientes” que había cerca. Allí compró un
par y luego se sentó en uno de los veladores y en principio pidió
una Coca cola ¡cómo no!, pero ante la insistencia de Chevalier tuvo
que pedir otra para él. Mientras Pitti bebía y comía aquellas
porquerías, su cabeza no paraba en la manera de deshacerse del
perro. Miró la correa y pensó por un momento ahorcarlo, pero
¿dónde? No podía hacerlo en uno de los árboles que había en la
vía pública, a la vista de todo el mundo. Si al menos dispusiera de
su coche se lo llevaría a la otra punta de la ciudad y allí lo
soltaría. Pero el problema era que los perros disponían de un
excelente olfato y siempre cabía la posibilidad que regresara.
Chevalier, mientras tanto, no hacía más que ladrar y empujarle la
silla con las patas porque quería otro perrito de aquellos.
––No,
ya no más –– repuso Pitti ––. Ahora vamos a dar un paseo
para estirar las piernas y puedas hacer tus necesidades.
El
perro se echó a reír de aquella manera.
––¿Qué
pasa ahora? ¿He dicho algo gracioso?
––¡¡Ji,ji,ji!!
–– se carcajeó, pensando en el maloliente montón de
cagarruteras que ya había aliviado en el apartamento, junto al sofá.
Pitti
echaba chispas, pensando como deshacerse de Chevalier. Al revolver la
esquina vio una furgoneta y una persona que la estaba cargando con
cajas vacías de refrescos. De repente le entró una luminosa idea y
se acercó al hombre. Sacó cincuenta dólares y le dijo que se los
daba si se llevaba al perro.
––¿Y
qué hago con él? ––repuso el mozo –– Yo no quiero perros.
––Haga
usted lo que quiera con él, pero que no vuelva ––repuso Pitti,
poniéndole en la mano el billete y la correa de Chevalier.
Cuando
regresó al apartamento se sintió muy contento. Haberse librado de
aquel engendro ya era cosa importante. Se sentó en el sofá y miró
la hora. Había transcurrido más de cuatro horas. Pensó en llamar a
Berta pero entonces se percató que no tenía el número de su móvil.
A Pitti no le preocupaba donde podían estar o si tardarían mucho en
regresar. Le preocupaba su coche en manos de aquel monstruo. Intentó
dar una cabezadita para no pensar, pero el hedor a mierda que había
en el apartamento era insufrible. Chevalier había dejado un
esplendoroso recuerdo junto al sofá. Pitti se levantó entonces y se
fue al dormitorio. Tras cerrar la puerta se echó en la cama y pronto
quedó profundamente dormido. El reloj de la mesilla marcaban las
siete de la tarde cuando...
––¡¡Ñaaac!!
––¡¡Ay,
ay!!
Pitti
abrió los ojos con un dolor espantoso en el tobillo. Allí, a los
pies de la cama, estaba Chevalier, mirándole fijo a través de las
Rayban. Pitti pensó que estaba sufriendo una pesadilla y cerró de
nuevo los ojos con fuerza...
––¡¡Naaac!!
––¡Aaahhh!
¡Asesino!
––¡Jijiji!
Pitti
saltó de la cama con el tobillo chorreando de sangre. No estaba
soñando. El maldito perro estaba en la casa. Cojeando busco los
zapatos en el momento que escuchó acercarse las voces, más bien
berridos, de Berta acompañados por los gruñidos de Bertolina. De
pronto, ambas aparecieron bajo el marco de la puerta y le miraron de
manera amenazadora.
––Hemos
encontrado a Chevalier en la calle. ¿Nos lo puedes explicar?
Pitti
comenzó a tartamudear como siempre hacía en situaciones
embarazosas. Luego intentó contar la historia a su manera:
––Bajamos
a comer algo y se escapó.
––¿Y
el chip del collar? ¿Quién lo ha destrozado?––interrogó
Bertolina.
––No
sé. Habrá sido alguien de la calle.
––¡¡Ñaaac!!
––le arreó el perro otro mordisco, en esta ocasión en la
pantorrilla.
––¡Estás
mintiendo! ––se enfureció la niña –– Por eso Chevalier te
ha mordido.
––Déjalo,
niña ––intervino la Kauffman, frunciendo los morros –– No me
lo asustes demasiado que pasado mañana nos casamos.
––¿Pasado
mañana? Pero, tu tío me dijo que...
––Me
caso yo, no mi tío. Pasado mañana he dicho y punto ––repuso
Berta con autoridad.
Ambas
dieron media vuelta y regresaron al salón acompañadas del perro.
Mientras lo hacían, Berta le gritó:
––Ah,
y limpia la mierda que hay junto al sofá.
––¡Ji,ji,ji...!
[jodida risita de Chevalier]
Los
dientes de Pitti rechinaron con rabia. Aquello parecía cada vez más
una trampa perfecta. Aunque lo suyo fuera un matrimonio de
conveniencia, estaba seguro que también lo era para Berta, aunque
ignorara el motivo y eso era lo que más le preocupaba. Sin embargo,
el trato humillante que recibía no era en modo alguno aceptable.
Incluso el perro tenía más ascendencia hasta el punto de tener que
recogerle las mierdas. Las señales de alerta no sólo se encendian
en la cabeza de Pitti, si no que ahora se mostraban como calaveras
rojas parpadeantes que abrían y cerraban sus mandíbulas con
horrendo chasquido. Su situación era realmente de pánico. Maldijo
entonces su mala fortuna en aquella maldita apuesta, aunque no se
arrepintió de su mezquino proceder. De todas formas no había tenido
otra alternativa. Si hubiera dicho que no a aquella boda, también en
esos momentos estaría en la calle. La única esperanza que le
restaba era que los Schwarzkopz cumplieran su promesa y le hicieran
consejero de la empresa.
Cuando
salió al salón, allí estaban repanchingados todos, viendo una
película de terror. Chevalier ocupaba uno de los sillones y
Bertolina el otro. Berta descansaba su enorme y desgarbada humanidad
recostada a todo lo largo en el sofá. Pitti se fijó en Chevalier,
advirtiendo que se estaba fumando un puro de esos habanos. Consideró,
entonces, que aquel perro no era normal. O estaba embrujado o...
––Cuando
termines de limpiar la caca de Chevalier, vete a que le pongan el
nuevo collar que le hemos encargado. Bertolina te acompañará ––
dijo Berta, nada más advertir la presencia de Pitti.
––¡Yo
quiero ver la película! ––repuso Bertolina mientras contemplaba
extasiada como un vampiro le chupaba la sangre a media docena de
neoyorquinos.
––¿Dónde
tengo que ir? –– preguntó, Pitti.
––A
la tienda de animales Towdog, en Long Street.
La
calle Long Street estaba bastante lejos de allí. Pitti limpió los
excrementos y luego se puso la chaqueta. Al ir a colocarle la correa
al perro, Bertolina le amenazó:
––Procura
por tu bien que esta vez no se pierda.
Pitti
pidió a Berta las llaves de su coche con un pálpito. Ella se sacó
las llaves de uno de los bolsillos de su enorme pantalón bombacho y
se las dio sin mirarle. Después quiso quitarle las gafas al perro y
recibió como respuesta un mordisco en el miñique. ––Está bien,
está bien ––aguantó el dolor de aquella dentellada que casi le
cercena el dedo miñique.
Pitti
tenía decidido acabar con aquel monstruo de la manera que fuera.
Para ello había pensado llevarlo a donde vivía su madre. De esta
manera ella sabría que hacer con él.
Cuando
llegó al garaje y vio su BMW por poco le da un síncope. El coche
estaba abollado por todos los sitios, como si lo hubieran conducido
por una pista de coches de choque, de esas que instalan en las
ferias.
––¡Ji,ji,ji!
––¡Hijo
de mala perra! Riéte a ver quien ríe el último ––subió al
vehículo y Chevalier saltó al asiento del copiloto como ya era
habitual.
Luego
abandonó de estampida el garaje y marchó por la ciudad a toda
velocidad, aunque pronto se dio cuenta que el embrague también lo
tenía hecho polvo.
––¡Maldita
sea! Me ha destrozado el coche.
A
trancas y barrancas llegó a Lostsky,
y se detuvo en la vieja gasolinera del viejo Louis. Allí encontró a
su madre bebiéndose un vaso de ron.
Bajó
del coche pero el perro no quiso hacerlo por más que Pitti insistió.
Entró en el pequeño bar.
––Hombre,
señorito Pitti, qué alegría de verlo ––exclamó Louis.
––Vaya.
Seguro que viene a que le solucione algo ––dijo la madre, dándole
al ron.
––Necesito
vuestra ayuda.
––¿No
te digo? ¿Qué tripa se te a roto ahora?
––Traigo
el perro del que os hablé –– repuso Pitti.
––¿Dónde
está? ––inquirió el viejo Louis.
––En
el coche. No ha querido apearse.
La
vieja miró por la ventana y observó a Chevalier.
––¿Y
qué quieres que haga? ––preguntó después a Pitti.
––Quiero
que te lo cargues. Échale un maleficio de los tuyos
La
madre se encrespó con Pitti.
––¿Pero
tú que te has creído? Si el perro está poseído por el espíritu
de ese haitiano que me contaste puede resultar muy peligroso. Yo no
tengo brebajes para perros poseídos.
––Tu
madre tiene razón ––intervino Louis –– ¿Por qué no pruebas
a emborracharlo? A los haitianos les encanta el ron. Una vez borracho
te puedes deshacer de él más fácilmente.
Pitti
no vio mal la idea e incluso le entusiasmó. Pidió a Louis un
recipiente lleno de ron.
––La
idea y el ron cuesta un dólar y medio ––advirtió, Louis.
––Vale,
vale –– repuso Pitti –– Si sale bien, te daré cinco dólares.
Pitti
se acercó al coche con la vasija de ron y se la ofreció al perro.
––Mira
que ron tan chupi te traigo, Chevalier ––la depositó en el
suelo, junto al automóvil.
El
perro se volvió como loco. De un salto bajó del vehículo y empotró
su cabeza
en la vasija.
––¡Chups,
chups, glub, glub...!
Louis
y la madre de Pitti salieron a verlo.
––¡Menudo
borracho debió ser el fulano! –– susurró la vieja.
En
menos de cinco minutos, Chevalier, acabó con el medio litro de ron y
pidió más.
––¡¡Guá,
guá...guarrrff!
––Échale
el que queda de la botella, Louis –– pidió Pitti.
––`Joper
con el perro. Va ha coger una cogorza... –– trajo la botella y la
vació en el recipiente bajo la ansiosa mirada del chucho.
––¡Chups,
chups, club, club...!
En
nada se lo acabó y pidió más, enseñando los colmillos. Las Rayban
las llevaba torcidas y dejaban ver un ojo.
––Fíjate
como tiene los ojos de rojos el muy condenado. Este nos deja sin ron
para la semana.
Pitti
empezó a preocuparse. Si la idea no funcionaba ya no sabría lo que
hacer.
––No
preocuparse porque el chucho va ha caer redondo –– dijo Louis,
marchando al interior del establecimiento para regresar al poco con
otra botella –– Esto es tequila de garrafa. Si no explota con
esto ya no hay fuerza en el mundo que acabe con este animal.
Vació
media botella en el cuenco ante la mirada impaciente de Chevalier.
Luego siguió bebiendo como si fuese acabarse el mundo. Una vez se
terminó el tequila, miró a los presentes de manera rara y eructó
como un salvaje.
––Mira.
Parece que sus patas comienzan a flaquear––advirtió, Louis.
––Bueno,
¿y ahora qué hacemos?
––Pues
quemarlo ––repuso la madre de Pitti sin inmutarse.
––¿Quemarlo?
No me gustan los animales, ¿pero, quemarlo...?–– repuso Pitti,
repugnándole la idea.
––Claro
que hay que quemarlo ––insistió, Louis –– .Si está poseído
es la única manera de acabar con el espíritu que lleva dentro.
Además, con el alcohol que almacena en su tripa solo bastará
arrimarle una cerilla.
Pitti
cogió las gafas que aún llevaba puestas Chevalier y se las guardó
en el bolsillo de la chaqueta. Luego, muy nervioso, miró a su madre
y al negro.
––Yo
no quiero verlo –– dijo, refugiándose en el interior de la casa.
El
viejo Louis siguió a Pitti con la mirada mientras encendía una
cerilla y la arrimaba a la abundante pelambrera del perro en el
preciso instante que Pitti recibía una llamada del móvil. Era
Berta.
––¿Aún
no le has puesto el collar a Chevalier?
Pitti
comenzó entonces a tartamudear.
––Es
que, es que... Se me ha vuelto a escapar –– improvisó.
––¡¡¿Queeeé?!!
––Sí,
en un semáforo. Ha saltado desde el asiento de copiloto.
––¡Escucha,
imbécil! ¡Busca al perro porque como no me lo traigas no habrá
boda
y mi tío te despedirá mañana mismo
de una patada! ¿Has escuchado bien, espagueti de mierda?
A
través de la cristalera del local Pitti advirtió con espanto que
Chevalier ya era una bola de fuego.
––Sí,
sí. Ahora mismo lo busco ––cerró la comunicación
apresuradamente.
Aterrorizado
por la amenaza, y corriendo si tenía que correr cogió un viejo
mantel a cuadros de una de las mesas y salió del local para envolver
al perro con la intención de apagar el fuego.
––Pero...
¿Qué haces? ––le gritó el viejo ––¡Con todo el alcohol
que lleva dentro puede explotar de un momento a otro!
––¡Hay
que apagar el fuego! ––gritó Pitti.
El
viejo Louis cogió, entonces, una manguera que tenia enchufada a una
toma de agua y lanzó un chorro sobre el perro, apagando las llamas.
Pitti retiró entonces la manta con suavidad. La madre de Pitti y el
viejo Louis se santiguaron al ver aquello.
––¡Dios
mío, parece un conejo frito!
Chevalier
aún echaba humo. La mayor parte del pelo se le había quemado y sólo
le restaban algunos mechones en los hocicos y cabeza que le daban un
aspecto horrible. A primera vista parecía que estaba muerto. La
madre de Pitti se acercó entonces y lo movió con el pie. El perro
resopló y continuó como estaba.
––¿Está,
está...? ––balbuceó Pitti.
––Está
durmiendo la borrachera el muy bribón ––dijo el viejo Louis ––.
Con lo que ha bebido ni se ha enterado de lo que ha pasado.
Los
marrones se multiplicaban para Pitti. ¿Qué iba a decirle a Berta?
Se preguntó angustiado. Miró la hora y luego miró al perro. Si
lograba despertarlo aún llegarían a tiempo de ponerle el collar en
la tienda de Towdog.
––Bueno,
y porque no lo llevas así en el coche ––apuntó el viejo Louis
–– Te dará menos problemas, No sabemos con la resaca que
despertará.
Pitti
consideró la idea y pidió algo con que cubrir el asiento del
copiloto.
––Aunque
sea una manta vieja o un trapo –– dijo–– Porque si lo llevo
así me va a poner perdido el asiento de hollín y pelos quemados.
––¿Qué
le ha pasado al coche? Con lo bonito que era –– comentó el viejo
Louis.
Después
trajo un trozo de una vieja cortina y con ella cubrieron el asiento.
Ahora venía lo peor. Coger al perro.
––¿Y
si me muerde?
––Venga,
Pitti. ¿No ves que está durmiendo? ––repuso la madre.
Con
cara de repugnancia, Pitti cogió como pudo al animal y lo llevó al
coche. Apestaba a cuerno quemado mezclado con efluvios a borrachera
indecente. Después lo depositó con mucho cuidado sobre el asiento,
buscó las Rayban en su bolsillo y se las puso. Pensó que cuando
despertara, si es que llegaba a despertarse, se sentiría contento de
llevarlas.
––Cómo
tienes el coche, hijo –– comentó la madre, observando las
cuantiosas bolladuras ––¿Qué has ido, chocándote con todo el
mundo?
Pitti,
que tenía los nervios a flor de piel, rompió a llorar
desconsoladamente.
––Ha
sido ella, mamá. Ese, ese monstruo.
––¿Y
con ese monstruo dices que te vas a casar? ¡Huye, hijo! ¡Huye antes
que sea demasiado tarde!
––¡Buahhh...!
¡No puedo, mamá!... ¡No puedo...! ––subió al coche y lo
arrancó hecho un mar de lágrimas.
––Tenga
cuidado con el perro, señorito ––advirtió a voces el viejo
Louis mientras se alejaba –– Lo mismo el espíritu ese que lleva
tiene mala borrachera.
Pitti
abandonó Lostsky, sorteando todos los baches que pudo para no
incomodar a Chevalier. Ya en la autopista condujo a golpes. Lo mismo
aceleraba, que frenaba, que brincaba... Berta le había destrozado la
caja de cambio y las marchas saltaban a su aire de tal manera que
temió quedarse en la carretera. Esta situación aún le produçia
más lloros. ¿Por qué aquella mala suerte? ¿Por qué Berta no
puedo ser una joven normal, con una hija normal, con un perro normal?
Pensó que tampoco pedía tanto. La mayoría de la gente eran
normales. Feas, guapas, tontas, listas pero, sobre todo, normales. Él
sin embargo iba a entrar a formar parte de una familia de monstruos
aderezada con espíritus malignos.
En
estos pensamientos no se dio cuenta que Chevalier había despertado e
iba sentado con sus gafas como si tal. Pitti lo miró unos instantes.
Estaba horrible. Con la cabeza calva de pelo y aquellos penachos
pocos y arruinados cayéndole sobre los ojos... El perro también
giró la cabeza para mirarle y entonces se dio cuenta que el fuego le
había descarnado parte de los labios y los hocicos. Ahora su
dentadura se mostraba al aire, dándole un aspecto demoníacamente
enfurecido. Aterrorizado, Pitti intentó disculparse:
––Yo
no he sido, Chevalier. Ha sido un accidente. Te emborrachaste y te
caíste en unas brasas...
El
perro pareció ignorar la burda disculpa y tornó a poner su atención
en la carretera. Pitti suspiró algo aliviado. Al menos no le había
mordido, y hubiera sido lo normal porque en esta ocasión tenía
suficientes razones para hacerlo.
Sobre
las siete y cuarto de la tarde llegaron a Towdog. Aquello era un
lujazo de tienda para perros. Cuando Pitti entró acompañado de
Chevalier, algunas azafatas se echaron las manos a la cara de horror.
––¿Qué
le ha pasado al pobrecito?
––Pues
que se escapó y algunos desalmados intentaron quemarlo ––
improvisó, Pitti.
Se
acercó, entonces, la dueña del establecimiento.
––Ay,
pobre Chevalier. Cuando lo vea la señora Kauffman le va a dar algo
––se llevó al perro al interior del establecimiento.
Aquello
estaba lleno de perros de todas las razas, tamaños y colores. Pitti
se sentó en una silla y esperó que arreglaran un poco a Chevalier y
le pusieran el collar. Un gran danés se puso a su lado,
olisqueándole continuamente. No se atrevió a moverse ante aquel
dinosaurio que sobrepasaba ampliamente su estatura. Maldijo una y
otra vez a los perros. A los diez minutos sonó su móvil. Era
Berta, y entonces pensó que la dueña del local ya la habría
llamado para contarle el estropicio. No se atrevió a responder y lo
apagó.
Una
hora después sacaban a Chevalier vestido con una especie de
esquijama para perros, de color rojo, un pasamontañas del mismo
color y las inseparables Rayban, claro está. Parecía el perro de un
maligno delincuente del Bronx.
––Le
hemos puesto esta ropita, la última moda para perros con problemas,
para disimular el estado tan lamentable en que se encuentra el
pobrecito. El collar con el chip también lo lleva puesto.
Pitti
cogió la correa dispuesto a salir del establecimiento cuando una
azafata le salió al paso.
––Caballero.
Son mil setecientos dólares ––le entregó un ticket.
Pitti
paró en seco.
––¿Mil
setecientos...? Perdone, pero eso lo paga la señora Kauffman, la
dueña del perro.
––La
señora Kauffman me ha dicho que le pase a usted la factura
––insistió la joven.
––Pero
yo no llevo en estos momentos...
––¡Ji
,ji, ji...!
––¿Qué
ocurre, Carlota? ––intervino la dueña del establecimiento desde
el pequeño mostrador.
––Este
señor, que no quiere pagar la factura –– repuso la azafata a
voces.
Los
cursilones clientes que había en esos momentos en la tienda lanzaron
miradas de censura contra Pitti.
––Oiga,
yo no he dicho que no quiera pagar... ––protestó Pitti,
avergonzado.
––Está
bien. Ya hablaré con la señora Kauffman. Déjalo salir ––resolvió
la dueña, gesticulando de manera que parecía perdonarle la vida.
Pitti
salió de allí con el perro atado a la correa. La noche había caído
sobre la gran ciudad cuando arrancó su malogrado vehículo. Le entró
ganas de darle una patada a Chevalier y poner rumbo a su apartamento
para olvidarse de todo. Pero la voz metálica de Berta resonó en
esos momentos a través del chip, y de manera que no lo había hecho
antes.
––Pitti.
mi amor. Vente a casa con Chevalier. No cenaremos hasta que tú no
llegues.
Pitti
quedó pasmado. Era la primera vez que Berta le hablaba de aquella
manera tan cariñosa. Le había llamado “amor”. Miró a
continuación a Chevalier y éste le meneó lo que le restaba de
cola, total un ennegrecido espárrago, como señal de afecto.
¿Qué
estaba ocurriendo? Se preguntó no sin cierta esperanza. Al fin se
revelaba algo de humanidad en aquella familia.
––Bueno.
Pues volvamos a casa, Chevalier. La familia nos reclama ––
resolvió, poniendo rumbo al nuevo apartamento.
Sin
embargo, durante todo el camino el chucho no dejó de darle a la
risita maligna como si estuviera tramando algún perverso plan. Este
hecho mosqueaba a Pitti. Achicharrado como estaba, ¿cómo aún tenía
ganas de reír?, se preguntaba.
Al
fin llegaron, no sin ciertas dificultades a causa del malogrado
coche, al apartamento.
Allí
estaban Berta y Bertolina de pie, ansiosas. Cuando entró Chevalier,
las dos se avalanzaron sobre él y lo cogieron entre arrullos y
besos. Bertolina gritaba:
––¡Papá,
papá...! ¿Qué te han hecho?
––¡Ay,
mi Petit! ¡Ya estás en casa! –– exclamaba, Berta, mientras
besuqueaba el pasamontañas que cubría la cabeza del perro.
Pitti
quedó petrificado. Ya no cabía ninguna dudas. El perro era el
espíritu reencarnado de Petit Chevalier, el padre de Bartolina y
marido de Berta. Con disimulo dio unos pasos atrás buscando la
puerta. Tenía claro que tenía que huir de allí. Pero en esos
instantes los ojos de Berta se clavaron en él con fiereza. A pesar
de ello, le habló con amabilidad:
––No
te quedes ahí –– dijo desplegando sus voluminosos labios con una
sonrisa ––. Tenemos preparada una cena estupenda, querido Pitti.
Pitti
le devolvió la sonrisa aunque de manera forzada. De pronto se había
encontrado con la siniestra y amenazadora mirada de Bertolina, que se
retiraba a su cuarto con el perro a cuestas.
––Siéntate,
Pitti. He cocinado yo.
Pitti
se sentó en la mesa de la cocina mientras Berta meneaba unos
macarrones con tal violencia que muchos salían despedidos de la
olla, desparramándose por la encimera.
––Como
eres italiano he pensado que los macarrones te irían bien. Es la
primera vez que guiso, ¿sabes?
No
hacía falta que lo jurara, pensó Pitti ante la amarga cena que le
esperaba. Berta continuó hablando:
––He
llamado a mis tíos esta tarde para que adelantemos la boda para
mañana a las doce.
––¿Mañana?
––Sí,
mañana. La realizaremos aquí mismo. En un cuarto de hora ya
estaremos casados.
Le
puso el plato de macarrones.
––Pero...
¿Por qué así, con tanta prisa? Aún tengo que comprarme el traje,
los anillos...
––Mañana
a primera hora puedes hacerlo. Quiero quedarme embarazada cuanto
antes ––repuso Berta ––.Venga, y ahora come que te quiero
fuerte para mañana por la noche.
Pitti
agachó la cabeza sin saber que contestar y pinchó con el tenedor un
par de pálidos macarrones. Aquello no sabía a nada. Ni tan siquiera
tenían sal.
––Esto
no tiene sal ––se atrevió a decir no sin cierto temor.
––La
sal me la ha prohibido el médico ––se cruzó de brazos para
verle comer –– Venga a comértelos todos sin dejar ni uno, que
para eso me he pasado toda la tarde guisando.
¿Toda
la tarde guisando? ¡Pero si los acababa de hacer delante de sus
narices! Cerró los ojos e intentó tragarlos a pique de ahogarse. i
––Venga.
No te vas a dejar ahora esos dos en el plato...
––No,
no... ––los pinchó y se los llevó como pudo a la boca. Tenía
unas ganas horrorosas de vomitar.
––¿Y
tú no cenas? ––preguntó para evitar el incómodo silencio.
––No.
La niña y yo hemos comido muy bien en Belfos. Las cigalas estaban
fresquísimas. Además, no querrás que coma esas porquerías que
coméis los italianos.
Mientras
esta conversación transcurría, unos espantosos gruñidos se
escuchaban en la casa.
––¡¡Aaarrrhg!!
––¡¡Grrrrrrrr...!
¡¡Uarff!!
Pitti
giró la cabeza para observar con temor la habitación donde se
habían encerrado Bertolina y Chevalier.
––¿Qué
les pasa? ––preguntó, volviéndose a Berta.
––Bah,
nada. Están hablando de sus cosas ––repuso esta sin darle la
menor importancia.
Pitti
pensó que quizás el perro le estaba contando lo sucedido esa tarde
y entonces optó por quitarse de en medio.
––Bueno,
me voy a mi casa.
Ya
se había dado media vuelta cuando Berta lo enganchó por le cuello y
tiró de él.
––Mañana
te quiero aquí a las once ni un minuto más tarde ––le advirtió
con ojos saltones.
––Claro,
claro. A las once.
Cuando
abandonó el portal del lujoso edificio, Pitti agradeció la bocanada
de aire fresco de una noche plagada de rutilantes estrellas. Se
encontraba medio mareado e incapaz de situarse en esos momentos y
menos de pensar. Todo se precipitada de manera que había perdido el
control de lo que estaba haciendo. Se dirigió al coche, que
continuaba aparcado bajo una farola, y su imagen le hizo llorar con
arrebatador sentimiento. Su coche, su precioso coche parecía sacado
de un mugriento desguace, y aún le faltaba por pagar un par de años.
En esos momentos recriminó al destino su mala estrella, su pésima
suerte. Pitti continuaba sin asumir que de aquella fatal situación
sólo él era el único responsable por su particular y desmedida
ambición, por su forma egoísta de entender la vida. Pero hay
personas que viven y mueren lamentándose de que todo le ha ido mal
pero sin reconocer nunca los errores que le han conducido a su vida
desgraciada. Son gente que nunca se mira al espejo para reconocer la
propia fealdad de sus actos.
Cuando
dio el encendido al motor comprobó que el coche estaba muerto. En un
día, Berta se lo había cargado. Cabizbajo y sin dejar de gimotear,
Pitti, paró un taxi que lo llevó a casa. Allí se dejó caer sobre
el sofá mientras la cabeza continuaba dándole vueltas al atolladero
aquel. No entendía la premura de Berta por casarse de aquella
manera, y lo que tenía claro era que aquellas ansías no se
correspondía con ninguna clase de amor hacía su persona. Es más,
estaba seguro que ella le detestaba. ¿Entonces por qué aquel
matrimonio casi a escondidas?
Al
rato se levantó y se preparó unas hierbas antes de dormir. El día
siguiente iba a resultar muy complicado. Tenía que ir al banco para
sacar dinero y comprarse un traje para la boda, todas estas gestiones
debía hacerlas en el intérvalo de las nueve a las once porque a las
doce debía estar en el nuevo apartamento para la boda. ¡Su boda!
Sobre
las diez y media Pitti puso el despertador a las ocho de la mañana y
se imbuyó en su pijama. Momentos después ya estaba acostado. Sin
embargo, la noche no fue sosegada y dio vueltas y más vueltas hasta
que un estrépito a vajilla rota le hizo incorporarse, sobresaltado.
El estruendo había sido en la cocina. Se calzó las zapatillas y al
salir de la habitación advirtió con extrañeza que la luz de la
cocina estaba encendida. Con el sigilo de un gato se asomó y
advirtió a un hombre de espalda que estaba sirviéndose una copa de
su preciado Brandy. El tipo era menudo y muy flaco.
––¿Qué
hace usted en mi casa? Voy a llamar a la policía –– le espetó,
Pitti, con el miedo en el cuerpo.
El
individuo aquel se volvió y fue entonces cuando Pitti creyó
reconocerle.
––Yo
a usted le he visto en alguna parte.
––¿En
alguna parte, espagueti?
Los
ojos negros y chispeantes del intruso le hizo recordar la fotografía
que Berta tenía en su mesilla de noche.
––Ese
bigote, esos pelos... ¿Chevalier...?
––El
señor Chevalier, espagueti –– silabeó la aparición aquella ––.
Siempre han habido clases.
––¿Pero
usted no estaba muerto?
––Bueno.
Muerto lo que se dice muerto... Algo chamuscado quizás.
Pitti
no salía de su asombro. El personaje parecía de carne y hueso.
––¿A
qué ha venido? ¿Cómo ha entrado? ––continuó interrogándole.
Chevalier
aleló su oscura mirada de zombi y sonrió de manera espantosa. Luego
exclamó con voz ronca y casposa:
––He
venido a conocer a mi padre –– soltó una carcajada.
En
ese instante, Pitti se incorporó de la cama totalmente encharcado en
sudor y resonándole aún aquella risotada en los oídos. Creyó
entonces que había sufrido una pesadilla. Con la boca seca, se puso
las zapatillas y marchó a la cocina por un vaso de agua. Pero al
salir de la habitación se alarmó al comprobar que la luz estaba
encendida. Entonces se desvió al salón y cogió el atizador de la
falsa chimenea por si acaso. Sin embargo comprobó instantes después
que en la cocina no había nadie aunque pudo observar, aterrado, la
copa sin terminar de Brandy sobre la mesa. Comprendió entonces que
no había sido una pesadilla, y que realmente el padre de Bertolina
había estado allí. Las piernas le flaquearon de tal modo que tuvo
que sentarse. Sus ojos continuaban clavados en la solitaria copa, y
así se mantuvo un buen rato sumido en tremebundos pensamientos.
Pasaban de las tres de la madrugada cuando miró su reloj. Pero en
las condiciones que se encontraba era impensable recuperar sueño
alguno. Entonces marchó a por la botella de Brandy para regresar de
nuevo a la cocina y sentarse frente a la solitaria copa. Se llenó la
suya casi de forma maquinal y la bebió casi de un trago. Se sirvió
otra mientras sus pensamientos se agitaban en un mar de alocadas
preguntas.
––¿A
conocer a tu padre? ¿Dices que has venido a conocer a tu padre ? ––
interrogó a la copa –– Pues aquí no está. Le comprendo porque
yo tampoco conocí al mío ––dijo después con repentino
sentimiento.
La
copa, entonces , comenzó a moverse lentamente hasta situarse junto a
la suya. Pitti se echó hacia atrás. Aquello eran cosas de brujería,
se alarmó con el pánico en el cuerpo. De un manotazo tiró las dos
copas y salió de la cocina. Estaba temblando si tenía que temblar.
Encendió la televisión para acompañarse un poco, pero le salió en
la pantalla un primer plano de Chevalier, observándole tras sus
gafas de sol. Pero aquello no podía ser, pensó que estaba
alucinando. Pero por más que cambió de canales allí estaba el
odiado can, con sus colmillos inferiores remontándole por entre sus
largos y chamuscados bigotes.
Aquello
era demasiado y Pitti abandonó el apartamento a todo correr. Al
llegar al portal no supo donde ir yendo como iba con el pijama
puesto. Escuchó entonces los amenazadores ladridos de Chevalier que
le llegaban del apartamento. Atemorizado por la situación se
acurrucó en un rincón, junto al ascensor y pasaron las horas...
Una
voz chillona le despertó:
––¿Pero,
qué hace aquí en pijama? ¿Qué clase de indecentes juergas lleva
usted, jovencito? ¿Es un violador?
Pitti
abrió los ojos y la rechoncha figura de la impertinente vecina
cubrió su campo visual. Enseguida miró el reloj. Eran más de la
nueve y media de la mañana. De un brinco saltó de donde estaba y
sin hacer caso a los comentarios de la señora Davis echó escaleras
arriba.
––La
próxima que le vea en paños menores en la escalera, llamaré a la
policía ––le gritó la señora Davis .
En
su huida se había dejado la puerta abierta del apartamento, cosa que
agradeció pues no llevaba las llaves encima. De manera atropellada
se vistió y abandonó la casa con la corbata medio hacer. También
el tiempo parecía confabularse contra él, había que ver como
corrían las manecillas del reloj esa mañana. Se encontró en la
calle a la búsqueda de un taxi, y se abalanzó sobre el primero que
vio libre de manera que el conductor tuvo que frenar en seco a pique
de atropellarle.
––¡Está
loco!
Se
subió y conminó al taxista que le llevara a la (calle en inglés)
donde estaba el banco. Debía sacar dinero para comprarse el traje de
boda.
––¡De
prisa, de prisa! Le pagaré un suplemento de diez dólares si
llegamos en diez minutos.
––Ajústese
bien el cinturón que por diez dólares vuelo ––repuso el cubano,
encendiendo un miserable resto de puro que mantenía entre sus
labios.
El
viejo Chervolet dio un salto en un acelerón que clavó la espalda de
Pitti en el respaldar del asiento. Era verdad, aquello volaba.
––¡Si
nos para la poli hágase el muerto! ––le gritó el enloquecido
taxista.
––¿El
muerto?
––Bueno,
el agonizante al menos.
La
gente corría despavorida ante los bocinazos del taxi que no
respetaba aceras, semáforos ni demás señales de tráfico.
Enseguida una motocicleta de la guardia urbana puso a todo gas su
sirena y se lanzó en su persecución. Pronto alcanzó la altura del
taxi y conminó al conductor a detenerse.
––¡Llevo
a un pasajero que se está muriendo, agente!
El
policía miró al interior y vio a Pitti revolcándose en el asiento
de atrás con espantosas y dramáticas muecas. El policía ordenó
entonces al taxista:
––Le
abriré paso. Sígame.
El
agente puso de nuevo la sirena y lanzó su potente moto a todo gas.
El taxista se emocionó con lo que consideró una carrera entre su
viejo Chervolet y la poderosa Harley del agente.
––¡A
mi no me dejas atrás! ––bramó.
La
cosa comenzaba a vislumbrarse como una indecente competición en la
que todo estaba permitido. En uno de los momentos la motocicleta giró
para tomar por un callejón bastante estrecho por el que apenas cabía
el robusto coche, pero el taxista no se arredró y continuó a toda
marcha sin importarle el mar de chispas que arrancaban los laterales
del vehículo al rozarse con las paredes de la calleja. Pitti estaba
realmente asustado, además de comprobar que aquel itinerario no les
llevaba al banco si no al hospital.
––Oiga,
que yo quiero ir al Banco no al hospital ––le gritó al chófer.
––Lo
siento, amigo ––repuso éste, agazapado sobre el volante y sin
perder velocidad –– Pero a mi ese policía no me gana la carrera.
––Está
bien. Le daré diez dólares más de lo prometido si la abandona.
––Por
diez dólares abandono al policía, a mi mujer y a mis tres hijos
––asintió el conductor dando un terrible frenazo seguido de un
magistral giro de ciento ochenta grados que arrancó el aplauso
general de los viandantes que pasaban por allí y que creyeron que
estaban rodando una película de policías y gansters.
Cuando
Pitti llegó al banco dijo al conductor que le esperara.
––Pero
aquí no puedo aparcar, ¿no lo comprende? No se puede ir por ahí
aparcando por donde a uno le viene en gana. Hay unas normas, unas
leyes... ––protestó el taxista.
––Está
bien, está bien. Le daré diez dólares más por encima de lo
acordado.
––Por
diez dólares le dejo delante de la ventanilla del banco ––aceleró
las revoluciones del Chevrolet, echándole medidas al portal del
lujoso edificio.
––Calma,
calma ––se apresuró Pitti viendo que el tipo ya se agazapaba
dispuesto a meter el taxi al interior del Banco ––. Usted
espéreme en la calle, ¿vale?
Poco
después Pitti salió del banco despotricando. Apenas había
transcurrido veinticuatro horas de la concesión de aquella especie
de póliza y ya le habían cobrado doscientos dólares de comisión.
Pensó entonces que a perro flaco todo son pulgas. En estos
pensamientos tropezó materialmente con el taxi que había aparcado
sobre la acera y de manera que el morro obstaculizaba no solo el paso
de los viandantes si no la propia la salida del establecimiento
financiero. Resolvió entonces que aquel taxista era un auténtico
peligro y prefirió pagarle y prescindir de sus servicios. Ya tenía
bastantes complicaciones como para seguir jugándosela con aquel
taxista loco. Miró la hora y el tiempo apremiaba. Aún le quedaba
comprarse el traje para la boda. Anduvo por la calle en busca de un
comercio donde vendieran trajes de caballero y se metió en el
primero que vio. Era tal las prisas que llevaba que no se fijó que
la tienda era de trajes de época. Sin embargo había algunos que le
hacían tilín y parecían elegantes.
––Uno
idéntico a éste llevaba el gran Frank Nitti –– le sacó el
dependiente un traje de color negro con finas rayas grises y chaqueta
cruzada de amplias solapas con sombrero de época a juego.
––Desde
luego es elegante.
––También
tenemos complementos para este modelo. Unos zapatos bicolor
acharolados de auténtico lujo.
––¿Me
lo puedo probar todo?
––Como
no, caballero. Ahí tiene el probador. Llévese también el sombrero.
Cuando
Pitti salió del probador parecía un Lucky Luciano de juguete. Sólo
le faltaba la temible Thompson bajo el brazo. Los pantalones le
venían algo grandes.
––Perfecto,
sí señor. Auténtico estilo italiano ––aplaudió el vendedor,
que era un lince en endosar barbaridades.
––Sí,
pero el pantalón...
––Eso
se lo arreglo en un periquete con unas puntadas...
Apenas
restaban quince minutos para la cita cuando abandonó la tienda con
aquellas pintas. La gente se le quedaba mirando por si era una
anunciante de alguna película de gansters, aunque había quien le
miraba con recelo. Con el sombrero calado hasta las cejas, Pitti
creyó que aquella expectación la producía su elegante porte. Cogió
un taxi no sin antes cerciorarse que no era el anterior y llegó a su
nuevo domicilio marital a las once y seis minutos. Poco después
abandonaba el lujoso ascensor y antes de llamar al timbre de la
puerta acercó su oreja porque se escuchaba como cánticos extraños
en el interior entre los que sobresalía aullidos de Chevalier que
asemejaban gorgojeos humanos, una especie de flamenco espantoso.
Con
el corazón en un pálpito pulsó el timbre y, casi de inmediato, se
encontró con la vieja y corpulenta figura de Horts Schwarzkopz, que
le hizo pasar. A Pitti le dio un revés encontrarse con el
apartamento a oscuras. Las ventanas del amplio salón estaban
cerradas y sus cortinas echadas, y un montón de velas negras se
repartían por el lugar, amontonándose aquí y allí de manera
anárquica. El ambiente era irrespirable. Berta y Bertolina estaban
sentadas en el sofá junto a un extraño individuo de aspecto
ahuesado y macilentas carnes que enseguida levantó su amarillenta
mirada para observar al recién llegado. Así al pronto a Pitti le
pareció que era el cura porque portaba una especie de sotana negra,
aunque le extrañó la casulla que cubría su torso, estampada con
grotescos floripondios de colores chillones. En otro sillón parecía
dormitar Henry Schwarzkopz.
––Bu,
bu, buenas. Ya estoy aquí ––saludó, Pitti, apenas con un hilo
de voz.
––Ya
era hora, imbécil ––repuso Berta, abriendo sus saltones ojos
azules.
––Eres
tonto ––acompañó Bertolina al saludo, escondida tras sus
grasientos pelos.
––Ha
llegado nueve minutos tarde, señor Pitti. Se lo descontaré del
sueldo –– remató el señor Henry Schwarzkopz sin tan siquiera
abrir los ojos.
El
ambiente era espeso y olía mal, y no era la cera que se quemaba.
Allí en medio, sin saber que hacer Pitti intentó desajustarse la
corbata que le oprimía el cuello mientras pensaba en la clase de
ceremonia de boda que era aquella. De fondo se escuchaba un continúo
e inquietante ulular y no era precisamente el viento. Chevalier era
el causante de aquel lúgubre fondo musical. Sentado sobre sus patas
traseras y con la cabeza levantada como los lobos hacia la luna,
parecía practicar un ritual frente a un cuenco de barro humeante
donde se quemaban trocitos putrefactos de madera procedente de un
negruzco ataúd. El viejo Horst se le acercó entonces y con una
palmadita en la espalda lo sacó de su estupor al tiempo que le
ofreció una enorme copa a rebosar de lo que parecía un licor de
coco.
––Beba,
señor Pitti. Hoy es un día felíz para la familía Schwarzkopz.
––Sí,
sí, señor ––apuró un par de sorbos y su boca se convirtió en
un infierno.
––¡Ah,
ah, ah...! Está muy... Me quemo ––se echó las manos a la
garganta.
––Beba,
señor Pitti... Todo, todo...
Pitti
obedeció y comenzó a tragar y tragar aquel abominable y espeso
líquido al tiempo que sus ojos se desorbitaban, pareciendo escapar
de sus órbitas.
––¡¡Aaaaaa!!
––¿Aaaaaaa
qué, señor Pitti?
––¡¡Aaagua!!
––No.
Agua no, señor Pitti. No le haría efecto el brebaje.
¡Le
habían dado un brebaje! Apenas pudo pensar más cuando una intensa
sensación de calor arrasó su cuerpo de los pies a las orejas y toda
la habitación comenzó a dar vueltas alrededor suya como un
enloquecido tiovivo. Pitti ya estaba en trámite de desmayarse cuando
vio a Chevalier tocando la flauta a igual que un horrendo fauno
chamuscado salido del Averno. Vió a Berta, Bertolina y a los
hermanos Schwarzkopz agarrados de las manos y bailar en corro con
rostros babeantes y los ojos en blanco.
––¡Oh,
my God! [Oh, Dios mío]
A
Pitti le fallaron
las piernas y cayó al suelo en medio de unas asquerosas babas color
café que borbotaban
en sus labios con abundante espuma. Su cuerpo convulso había quedado
boca arriba junto al apestoso féretro
semi abierto que dominaba el centro del salón y Pitti volvió la
cabeza para mirar al interior y lo que vio lo desmayó.
Cuando
despertó apenas sabía donde se encontraba. Era de noche y estaba en
una cama. Quiso moverse pero un fuerte dolor en sus genitales le
alarmó. ¿Qué pasaba, qué hacía en aquella cama? Pitti no lograba
acordarse de nada.
A
punto de levantarse se abrió la puerta de la habitación y apareció
la inmensidad de Berta imbuida en un enorme camisón y con una taza
humeante en la mano. Pitti se encogió hasta aplastar su espalda
contra el cabecero de la cama pensando que aquello era otro diabólico
brebaje.
––¿Qué
es eso? ¿Qué ha pasado? ––preguntó atropelladamente.
––¡Pues
que ya era hora que despertaras, estúpido italiano! Te has perdido
tu propia boda ––dió un enorme sorbo al líquido de la taza.
––¿Mi
boda? ¿Qué boda?
––No
te hagas el loco. Hemos tenido una noche de bodas de tres días,
pillín ––se echó ella a reir de manera grosera, pellizcando a
Pitti en sus partes por encima del pijama.
––¿Tres
días? ––abrió, Pitti los ojos, espantado.
––Sí,
pero no creas que es mérito tuyo. Simplemente que el brebaje de
Yulay ha funcionado. No has parado en los tres días con sus noches
de hacerme el amor.
La
cabeza de Pitti parecía estallar y no apartaba los ojos de aquel
repugnante rostro enrojecido que le miraba con ojos burlones. No
recordaba nada
––Ah,
y no sabes lo mejor.
––¿Lo
mejor? ––preguntó Pitti.
––Creo
que me has dejado embarazada.
––¿Embarazada?
Pero eso aún no lo puedes saber.
––Presiento
un embarazo prodigioso,
Ûnico. Mi Bertolina
me
ha avisado.
En
eso entró el señor Horts Schwarzkopz
con sonrisa amplia.
––Hombre,
señor Pitti. Me he enterado de su hazaña...
––Ha
sido el brebaje de Yulay, no él ––afirmó Berta, su sobrina.
Bueno,
bueno... El caso es que vamos a tener pronto un bautizo.
––Él
ya está bautizado, tío. ¿O es que no sabes aún esta historia de
qué va?
––Ah
sí, sobrina. Perdona pero hoy no estoy como debiera. Es todo tan
fantástico.
Aunque sigo pensando que aquel haitiano no te merecía por mucho
dinero que tuviera.
––Tenía
mucho, querido tío, mucho y se fue sin dejarme un dólar antes de
morir, el muy desgraciado.
––Bueno.
Ahora que volverá a nacer tendremos la oportunidad de que nos cuente
cosas sobre el dinero. Y si no habla, le aplicaré una tortura
infalible que empleaba en mis tiempos de la Gestapo.
––Deja,
deja. De eso ya me encargaré yo –– afirmó Berta, manoseandose
la barriga.
Pitty
se habia vestido y buscaba una oportunidad de salir de allí.
––Me
voy al estudio y así adelanto cosas pendientes––dijo.
––No
hace falta, señor Pitti. Allí está ahora el señor Lobby
reemplazándole. Por cierto. Es un chico
que promete.Ya ha resuelto el diseño
de zapatos que a usted se le había atragantado.
––Bueno
yo... Le traje un layout
con
un lema, ¿no se acuerda?
Pero
el señor Schwarzkopz
no hizo aprecio a las palabras de Pitti y continuó.
––Creo
que tendremos que hacerlo fijo
en la empresa. Me gusta ese muchacho.
En
este momento Pitti se sintió despedido y consideró lo estúpido que
había sido creyéndose las promesas de aquellos monstruos. Solo lo
habían utilizado para un siniestro plan, que en verdad era una
locura. Berta le dijo a Pitti que saliera de la habitación, que
tenía que hablar con su
tio.
Pitti
abandonó la estancia. En la casa no había nadie más. La niña y el
señor Horts habían salido y el perro dormía en un rincón del
salón. Oyó voces en la habitación y Pitti apegó la oreja en la
puerta y escuchó a Berta que le decía a su tío.
––Hay
que eliminar al italiano. Nadie debe saber lo que aquí ha
pasado.¿Entiendes lo que te quiero decir?.
––Bueno.
Yo pensaba despedirlo de la empresa...
––No,
no ––repuso Berta––. Hay que matarlo sin más. No quiero
testigos.
––Bueno.
Conozco a quién lo puede hacer por mil dolares.
Bien.
Pues cuando nazca mi Chevalier nos cargarmos al italiano y al perro.
Ahora no podemos por si nos fallara el nacimiento y tuvieramos que
repetir la operación.
Bueno,
pues ya me dirás cuando, sobrina.
Aterrorizado,
Pitti se retiró de la puerta y corrió a esconderse en el servicio.
Planeaban matarlo y el problema era huir de allí lo antes
posible.Pero ¿cómo y a dónde? Tampoco tenía dinero. A no ser que
retirara del banco lo que restaba de póliza Pero debía esperar al
día siguiente. Ahora tenía que inventarse una excusa y salir de
allí y visitar a su madre para
conseguir ayuda.
Intentando
dominar sus nervios, abandonó el servicio y se dio de bruces con el
señor Horst, que paseaba en el salón.
––Hombre,
señor Pitti ––exclamó al verlo ––Me viene usted de perilla.
¿Podía ir al establecimiento que hay al final de la calle y
comprarme un par de cajas de puros? Ya sabe. De los cubanos que yo
fumo. Dígale que son para mi.
––Sí,
si, señor Schwarzkopz.
Ahora mismo voy.
En
ese momento, Chevalier se incorporó de donde estaba durmiendo y miró
a Pitti, meneando la cola. Con la mirada parecía
suplicar
que lo llevara con él. El joven pensó entonces que el espiritu del
haitiano había abandonado el perro y ahora el chucho se mostraba
amigable a la vez que temeroso.
––De
camino daré un paseo a Chevalier ––dijo Pitti.
El
señor Schwarzkopz. miró al perro y luego a Pitti y dudó unos
instantes.
––Si
te lo llevas procura que no se escape.
Ponle la correa.
El
perro corrió a donde Pitti y puso el cuello con manifiesta alegria.
Poco después bajaban la escalera al trote no fuera a ser que el
señor Schwarzkopz se arrepintiera. Cuando salieron a la calle
buscaron un taxi.
––No.
El perro no–– dijo el taxista.
––Por
favor. No puedo dejarlo––suplicó Pitti––, le daré diez
dólares más por
la carrera.
––Veinte
––repuso el taxista.
––Trato
hecho.
Los
dos se sentaron en la parte de atrás. Pitti miró al perro y se
lamentó.
––Quieren
matarnos a los dos.Tenemos que huir y escondernos.
El
perro comenzó a rascarse el cuello. Una de las quemaduras le
sangraba.Pitti cogió el pañuelo que llevaba en el bolsillo y como
pudo limpió la herida. El animal aulló de dolor.
––No
te preocupes. Ahora cuando lleguemos te curaremos.
––¡Que
pasa ahí detras! se inquietó el taxista.
Llegaron
a Lostsky y Pitti mandó a parar frente a la gasolinera. Pagó al
taxista y cogió al perro en brazos. El animal reconoció el lugar y
se inquietó, intentando zafarse de los brazos del joven.
––Tranquilo,
amigo ––lo acarició––. Esta vez no te vamos a dar ron ni te
vamos a prender fuego.Tú no eres Chevalier.
Entraron
en el establecimiento.
––¿Qué
va a ser?––preguntó sin mirar el viejo Louis, que estaba de
espaldas. Cuando se giró reconoció a Pitti.
––¡Muchacho!
Tu madre y yo estábamos muy preocupados por tí.
––Necesito
con urgencia vuestra ayuda –– dijo Pitti, dejando al perro en el
suelo.
––¿Pero,
ese no era el perro poseido?
––Sí,
pero... En fin es largo de contar. ¿Y mi madre?
––Pues
estará al llegar. Ha ido un momento a su casa.
Pitti
estaba notablemente nervioso y miraba los estantes del precario
estableciiento. El viejo Louis le preguntó si buscaba algo.En eso
llegó la madre y se extrañó ver allí a su hijo y al perro echado
a su pies.
––Pero,
¿otra vez traes aquí a ese bribón de perro?––se santiguó la
mujer.
––No,
mamá. El pobre ya no está poseido.
La
vieja miró fijamente al animal que dormía placidamente.
––¿Y
tú como lo sabes?
Pitti
reunió a los dos y les contó todo lo sucedido con la ceremonia del
casamiento y los dias que se pasó cohabitando con la Kaufman.
––Esta
mañana me aseguró que se había quedado embarazada
y yo no me lo creí, pero luego observé al perro que ya no se
comportaba como antes. había cambiado totalmente.
La
madre de Pitti miró al perro.
––Sí.
Se ve que el animal lo ha pasado muy mal con el demonio que llevaba
dentro.
––¿Un
demonio?–– Se santiguó,el viejo Louis.
––Desde
luego ese Chevalier en vida tenía una cara poco recomendable. A mi
me inspiró mucho miedo la noche que se me apareció en la cocina.
––¿Que
se te apareció, dices?¿Y que te dijo?––preguntó la madre muy
preocupada.
––Pues
se burló de mi situación. Me dijo que venía a conocer a su padre.
O sea a mí y se carcajeó.
––Esto
pinta muy mal. Tienes que alejarte de esa familia, Pitti.
––Sí.
Quieren matarme una vez nazca ese monstruo, demonio o lo que sea. Les
he escuchado que contratarán un ganster que ellos conocen para que
me liquide.Tengo
que huir del país.Pero, ¿a dónde voy?
Louis
y la madre de Pitti se miraron. Aquello era un problema.
––Podías
esconderlo aquí durante un tiempo,¿no Louis? ––dijo la mujer.
––Uf.
Eso es muy arriesgado. El hampa de Chicago está en todas partes.
Incluso en Lostsky.
––Eso
es verdad. Habrá que pensar otra cosa ––repuso la madre con
preocupación.
––Tendrá
que irse del país––sentenció Louis con rotundidad ––Se
podía probar con Cuba. Yo conozco a alguien...
––¿Has
dicho Cuba? ¿A un país comunista...?Allí me moriré de hambre.
––Y
aquí de un balazo si te quedas, muchacho.
Durante
algunos segundos se hizo un silencio que rompió la madre de Pitti.
Creo
que Louis tiene razón, Pitti. A Cuba no irán a buscarte, dijo. Y no
digas tonterías de que allí te morirás de hambre. En la isla es
cierto que no hay lujos, pero nadie se queda sin comer. Yo estuve
hace algunos años por irme allá y olvidarme de estos gringos de
mierda.
––Sí,
Pitti. La solución es Cuba–– reafirmó el viejo Louis.
La
madre de Pitti cogió una botella de guisqui de garrafón y lo sirvió
en unos vasitos que previamente enjuagó. Después levantó
la mano y brindó:
––¡Por
Cuba! ¡Por Fidel!––brindó entusiasmada...
...//continua en el libro de Amazón "SUCEDIÓ EN CHICAGO"