Monday 8 March 2021

"LOS QUE FUERON FUSILADOS POR EL FRANQUISM0 SE LO MERECÍAN" Alcalde de Baralla.


Este señor, Manuel González Capón, que es regidor del pueblo gallego de Baralla, no ha hecho enaltecimiento del terrorismo en un twitter si no algo peor: justificó los asesinatos del régimen franquista en el pleno de un ayuntamiento democrático condenando de nuevo a muerte a las víctimas diciendo que "se lo merecían".
Imagínense por un momento que algún alcalde dijera lo mismo de las víctimas de ETA, "que se lo merecían" o lo que es lo mismo "que merecían ser asesinados". Estoy seguro que como es lógico hubiera sido destituido y probablemente encarcelado. 
En un escrito firmado por el fiscal jefe de la Secretaría Técnica de la Fiscalía y fechado el pasado 5 de agosto, al que tuvo acceso Efe, se comunica a la ARMH que no se han encontrado "elementos suficientes como para ejercer acciones penales o civiles" tras el análisis del informe que presentó la asociación recogiendo diversos recortes de prensa con declaraciones de políticos, entre ellos, el miserable alcalde del PP, González Capón, que falleció en el 2019.

¿Es esta la JUSTICIA del Estado de Derecho que tenemos?  

 
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Saturday 6 March 2021

OJOS NEGROS. (Relato completo) José M. Boix Fernández

                                                                                           

A sus cuarenta años el hombre se encuentra en la tercera planta de un viejo hospital provincial, postrado en una vetusta silla de ruedas. Más allá de la pequeña ventana que le comunica con el mundo observa el bullir de la gente de un lado para otro por la amplia avenida, y cómo se arremolina frente a los relucientes escaparates de los grandes almacenes. Todo está vistosamente engalanado con multitud de lucecitas coloreadas para una festiva tarde de Reyes.
La habitación continúa entristecida por el neón blanco y sus padres aguardan en silencio, como perdidos en un rincón de la pequeña estancia. En el ambiente flota una insoportable espera. Ella observa al hijo de soslayo y en sus pupilas brilla una indefinible mezcla de tristeza y reproche. Su padre tiene la mirada ausente, y en sus labios sólo habita el silencio y una mueca de eterna resignación. El hombre vuelve la cabeza para mirarles y el cuadro se le hace insufrible. El padre viste de gris y la madre de negro. Entonces les ruega que se marchen, que allí nada les queda por hacer. La madre rompe, entonces, en sollozos y lo hace sobre un pequeño pañuelo que arruga entre sus dedos. Después, arrastra penosamente sus pies y se acerca al hijo. Saca de su bolso algo envuelto y se lo ofrece:
––Es un rosco de Reyes –– le dice.
Él la mira sin sentimientos. La maligna enfermedad ha transformado sus ojos en horrendas y oscuras cuevas y sus pupilas están opacas y secas. La madre siente por unos momentos la necesidad de abrazar a su hijo con un grito de desesperación, pero algo oscuro en su interior la contiene. Algo que le dice que su hijo está recibiendo el justo castigo que merece una vida licenciosa y crapulenta. El hombre que habita la habitación conoce los pensamientos de la madre. Sabe que nunca le perdonará sus locos amoríos con la vida y las drogas, e intuye en ella una recóndita complacencia con esa extraña justicia divina que le llevará a la tumba.
Al fin se han ido.
Aún puede escuchar sus tristes pisadas alejarse por los solitarios pasillos. Sus murmullos le llegan como rezos distantes… Son sus padres pero piensa que lo hubieran podido ser de cualquiera.
Los pellejos y huesos que le restan por manos se aferran, crispados, sobre las ruedas de su silla, haciéndolas girar de nuevo a la ventana. Allí advierte el cielo gris azulón y la humedad de un anochecer que empaña los cristales, difuminando en fantasiosos colores el festival de luces que se extiende por la gran ciudad. Entonces desea que llueva. Siente un incontenible deseo de ver llover por última vez.
Las horas pasan lentas y con ellas retazos de recuerdos que ocupan, desordenados, su débil memoria como protagonistas de un tiempo que se acaba. Se detiene en uno de ellos, quizás el más querido y enigmático de todos. Aquel que, sin duda, hizo de su vida una quimera inalcanzable. Por entonces aún le quedaba lejana su pubertad en aquel largo viaje que un mes de septiembre hizo en compañía de sus padres. Era la primera vez que subía a un tren y la experiencia le impresionó mucho, tanto que, a pesar del tiempo transcurrido, aún recuerda con asombrosa nitidez el viejo y penoso vagón. Aún es capaz de percibir el espeso y grosero ambiente que en esos lejanos momentos le rodea; un ambiente infestado de carbonilla, olores a sufridas sobaqueras y alientos a huevo duro.
La gente se hacina como puede en el largo pasillo, en las plataformas, en los saturados compartimentos. Hay un revoltijo ensordecedor de palabras, gritos, llanto de niños soñolientos, risas destempladas y socarronas. A veces, cuando decae el fragor humano, se escucha a lo lejos el tímido gorgojeo de alguien que canta a la tristeza. Su lamento se pierde por los secos y luminosos paisajes de la vieja Andalucía. La mayoría es gente del sur que regresa a ese trabajo que habita al norte.
Sus padres van sentados en el pasillo sobre roñosas maletas de cartón reforzadas con cuerdas de esparto. Apenas hablan entre sí. Su padre mantiene la mirada perdida en algún rincón de su vida, mientras su madre distrae su soledad organizando el escaso fiambre que envuelve entre aceitosos papeles de estraza. Pero él es solo un niño y lo pasa bien con su trompo de madera al que busca espacio donde hacerlo bailar. Quizás aquel viaje sólo hubiera supuesto para él un recuerdo más de sus años de niñez; una experiencia digna de recordar como cuando descubrió por primera vez el mar y sintió como su inmensidad le ahogaba. Pero ella viajaba también en aquel vagón, agazapada en un oscuro recodo de su vida. Es una niña de su edad la que, sentada sobre una cestilla de mimbre, observa con avidez todos sus movimientos como si nada en el mundo le importase más. La gente que se agolpa en la plataforma apenas deja entrever el penumbroso rincón donde ella habita. En su regazo arrulla con frío movimiento una muñeca rota. Él se acerca a ella sin saber por qué. Se siente atrapado por sus negras pupilas de tal manera que no puede evitar en ningún momento dejar de mirarlas. Son instantes en los que todo cuanto le rodea parece desvanecerse misteriosamente. Ya no hay gente, ni vagón, ni cielo ni tierra. Sólo ella perdura en la inmensidad de un universo vacío y sin vida; ella y sus enormes ojos negros, abiertos como un imposible y gélido incendio en la oscuridad de una fría madrugada.
Cuando la negra locomotora de vapor hunde sus sombríos penachos de humo en las entrañas de la enorme estación de hierro, siente como su madre tira de él y le arranca para siempre de aquel extraño y arrebatador ensueño. El hombre recuerda en esos instantes la amarga sensación que sufrió en aquel despertar, como si de repente le hubiesen arrojado a un mundo al que ya no pertenecía; un mundo triste y lúgubre del que, presiente, será ya incapaz de evadirse. Señal de aquello fue mirar su fantástico trompo y descubrir que es solo un estúpido trozo de madera.
Al bajar del vagón sus ojos recorren con temor la sucia y monstruosa estación impregnada de olores insalubres y de gente que anda a prisa de un lado a otro entre una marejada de bultos y maletas. En esos momentos su agobiante obsesión es volverla a ver, y por eso gira la cabeza, una y otra vez, intentando avistarla entre el pasaje que abandona los vagones. Pero fue inútil porque  ella no bajó de aquel tren y si lo hizo, él no la pudo ver. Fue entonces cuando sus ojos se llenaron de amargas lágrimas.
En la soledad de la habitación, y frente al manto de la noche que se extiende por la ciudad, el hombre vuelve a llorar el recuerdo y lo hace con la misma desolación de entonces. Aquella niña le arrebató para siempre su inocencia y su corazón. En su congoja no advierte que alguien penetra con sigilo en la pequeña estancia y le habla.
––¿Estás enfermo?
La voz a su espalda le sobresalta y le hacer girar penosamente su silla para conocer al intruso. Es un niño el que le ha preguntado a bocajarro. Antes que el hombre pueda responder, el pequeño invasor deja sobre la cama una gran caja que sostiene entre sus manos y la destapa:
––¡Mira, tío, que tren mas chulo me han echado los Reyes! ––exclama. Es un crío encantador.
––Sí que es un tren de categoría ––le responde el hombre con un hilo de voz.
El niño se afana ahora en arrancar los plásticos que lo sujetan a la caja. Al fin lo consigue y se lo muestra, henchido de satisfacción:
––¡Mira! ¡Es un Talgo!
––Sí señor. El último grito en trenes.
––¡El que más corre! ––se apresura el chaval, lleno de vida.
Después lo deja sobre la cama dispuesto a jugar con él, y es entonces cuando se vuelve para mirarle de forma extraña.
––¿Sabes? Cuando sea mayor seré médico y te curaré –– le dice.
El hombre sonríe y asiente con la cabeza. El niño vuelve a preguntarle, sin mirarle, mientras saca las vías de la caja:
––¿Y tú cuando te pongas bueno qué vas a ser?
––Yo soy pintor.
––¿Y qué pintas?
El hombre titubea unos momentos. Luego su voz es fatigosa.
––Pinto niñas de hermosos ojos negros.
La mirada del niño recorre con aburrimiento el sobrio y frío habitáculo para detenerla de nuevo en la triste imagen que tiene enfrente. Entonces le pregunta:
––¿Es que no tienes amigos que jueguen contigo?
Aquello coge al hombre por sorpresa y le retira la mirada, avergonzado de su propia soledad. Al fin se repone y responde, forzando una mueca por sonrisa:
––Sí, sí que tengo muchos amigos, pero ya sabes lo que pasa. Ahora están ocupados porque esta noche es la gran noche mágica de los niños.
En aquel momento hubiera querido contarle la verdad, decirle que ya no tenía amigos porque los pocos que le quedaban huyeron de él y de su maldita enfermedad. Sin embargo, el niño sabe que le ha mentido. Quizás por eso se le acerca y deja el tren sobre su esquelético regazo mientras le dice:
––Juega un ratito mientras monto las vías sobre la cama para que lo veas funcionar.
Mientras ajusta las vías con destreza, el hombre no le quita la vista de encima. Si alguna vez hubiese deseado un hijo le hubiera gustado que fuera como aquel.  Después observa el precioso juguete y sus dedos se deslizan sobre sus redondeadas formas. Mientras lo hace, sus pensamientos vuelan y se recrean en aquella magnífica máquina de vapor que siempre soñó poseer cuando fue niño. Se le ocurre, entonces, la extraña idea de pedirle esa noche algo a los Reyes Magos. Una noche en la que pueden hacerse realidad todas las fantasías de la inocencia. Pero, ¿qué puede pedirles? ¿Acaso una nueva oportunidad de vivir? ¿O quizás aquella magnífica locomotora que nunca tuvo como último deseo de un moribundo? Pero pronto comprende que es inútil, porque su corazón ha perdido la inocencia para creer en sus propios deseos.
Alguien, entonces, entra  bruscamente en la habitación.
––¿Qué haces aquí? ––le grita al niño con voz desagradable ––¡Te ando buscando toda la tarde!
Es una mujer de mediana edad y rostro sofocado la que regaña al chaval de forma destemplada. El hombre la mira y se da cuenta que su imagen la ha horrorizado. Ella coge al niño por un brazo y lo saca de allí a trompicones. El niño entonces protesta:
––¡El tren, el tren…! ––señala donde está.
––¡Déjalo ahí! ––le ordena la mujer, tajante ––¡Ya te traerá otro los Reyes!
Antes de desaparecer, la madre fulmina con la mirada al solitario morador de la estancia. En sus ojos destella la irracional crueldad de una leona que ha sentido peligrar a su joven cachorro. Después la escucha espetar al chico mientras bajan las escaleras precipitadamente:
––No habrás tocado a ese enfermo, ¿verdad? ––son sus últimas palabras.
Aquello daña al hombre y le parece mentira que tal sentimiento le suceda  cuando ya se creía vacunado de tanto gesto, de tanta marginación…
El enfermero del  turno de noche acaba de entrar. Su figura le es tan familiar, que apenas percibe su presencia. Es como si formara parte del penoso decorado de su habitación. Como siempre, lleva largos guantes de goma y una mascarilla blanca que le cuelga del cuello. Le mira unos instantes y luego hace lo propio con el tren que aún anima entre sus dedos:
––¿Te han venido tempraneros los Reyes este año, eh? ––comenta jocoso.
Después retira las vías de la cama y la destapa con firmeza. Mientras lo hace canturrea una cancioncilla discorde de la que él sólo sabe. Sus movimientos son precisos y mecánicos, no hay nada personal en ellos. Por un momento, el hombre de la habitación le compara con alguno de aquellos embalsamadores egipcios que adecuaban la mortaja de su cliente para su gran encuentro con Horus, al otro lado del río de la muerte. El enfermero se ajusta la máscara y le coge en volandas con la misma facilidad que lo haría con una pluma de ave. El hombre cierra los ojos para no verse en sus brazos y luego siente como le posa, suavemente, sobre la cama y le arropa. Mientras lo hace hay en la mirada del cuidador un destello de compasión que el hombre detesta. Después le ruega que por esa noche le deje la luz de la habitación encendida, y el enfermero acepta con un esbozo de sonrisa y desaparece. Vuelve la soledad a la fría estancia. Boca arriba como está, sus ojos tropiezan otra vez con ese techo tan suyo y que durante tanto tiempo ha servido de pantalla a sus propios pensamientos. Sin embargo, ya no le quedan pensamientos, sólo una extraña espera.
Al exterior es noche cerrada, y en el silencio que le rodea escucha llover. Es una lluvia sorda y mansa. Sus vidriosos y resecos ojos se vuelven hacia la solitaria silla de ruedas que aguarda junto a la ventana. Algo le dice que ya nunca más volverá a sentarse sobre ella y eso le alegra. Desea entonces ser su último ocupante, la última víctima de aquella terrible enfermedad nacida al trote del amor y el abismo.
Como un funesto relámpago surgido de la más lóbrega de las simas, el hombre vislumbra por un instante el famoso lienzo de Turner donde la muerte, revestida de niebla, cabalga sobre un pálido caballo para sembrar el mundo con la más feroz y perversa de las pestes. El sida.
Algo le dice que si en esos momentos pudiese pintar aquel cuadro que nunca sus pinceles se atrevieron a plasmar, lo haría sin técnica ni estilo. No habría en él motivo alguno, ni mensaje. Sólo un oscuro caos; un caos impenetrable e irreconocible aunque tremendamente bello y seductor. Recuerda a Leoparde cuando escribió sobre el amor y la muerte como los dos acontecimientos mas hermosos de este mundo. Sin saber por qué, retornan las imagines de aquel lejano viaje en tren y los ojos de la desconocida niña. Aquellos ojos negros que le robaron el alma.
El tiempo en la habitación pasa lento y sin futuro. Los párpados del hombre se cierran cansados, sin apenas fuerza para mantenerlos en vigilia. Pero no quiere dormirse porque teme no estar consciente cuando llegue la hora, ese singular instante donde todo se torna noche y día al mismo tiempo. Su respiración es ahora dificultosa, cuajada de silbantes lamentos que afloran de su reseco pecho. Le falta el aire y esto le hace jadear continuamente a la búsqueda de una bocanada más de vida. Empapado en un sudor que pronto anega la cama, siente como su cuerpo se torna gélido y distante. Por unos momentos el sobresalto angustioso de una precipitada agonía embarga todo su ser y entonces siente el deseo de gritar, de contarle al mundo que se está muriendo…
Ya no llueve. Sólo los viejos canalones vomitan el agua de los tejados y aleros del añoso edificio. En el ambiente flota ahora un suave y agradable aroma a tierra mojada.
El hombre parece recuperar la calma y su mirada se relaja. Recorre, una vez más, la silenciosa estancia donde ha sufrido largos meses de cautiverio. Al hacerlo descubre la vistosa caja de cartón que contenía el tren que aún conserva entre sus manos. Casi maquinalmente se acerca el juguete al rostro y sus ojos se detienen en sus vivos colores, en su anagrama, en las ventanillas de plástico que traslucen su interior... Sus pupilas penetran en el vagón y todo le parece magnífico, la exquisita decoración, las luces tenues y unos pasajeros que se ordenan en largas filas, acomodados sobre mullidos y confortables asientos color rojo vino. Varios de ellos le saludan de manera amable y distinguida, mientras un revisor de hermosa gorra y revestido con la pompa de un general le indica cortésmente que se apresure, que el tren va a salir ya.
Ahora, el hombre camina de forma resuelta por el centro del largo y enmoquetado pasillo. A medida que avanza, una indescriptible sensación de bienestar embarga todo su ser. Todos le miran complacientes a su paso al tiempo que sus rostros irradian una misteriosa sonrisa de complicidad. Son todos los que viajarán esa noche con él...
Al final del pasillo reina una oscura penumbra. Una penumbra mágica y sin contornos.Un vacío infinito en un extraño universo sin luces ni sombras… Allí habita ella. Sus ojos negros  le arropan, eternos. 

Del libro "Ni Vivo, ni muerto, ni Zombi y otros Relatos."

 


                                                                                                     

 








Friday 5 March 2021

LA SOMBRA DE LA LOCURA. (1ºCAPÍTULO)


 

 

 CAPITULO I.- Jon conoce a Nihil.
 

 

Esa mañana de domingo de primeros de abril, el joven Jon Mester despertó con la inquietante resaca de un extraño sueño que no logró poner en pie por más que lo intentó. Un sueño en el que se vio así mismo paseando por el puerto en la oscuridad de la noche, acompañado de alguien que se esforzaba en explicarle algo, aunque de él sólo le llegaban palabras extrañas y sin sentido que le inspiraban desconfianza y temor. Aunque, sin saber la razón, aquel personaje del sueño al que en ningún momento logró verle el rostro lo identificó con un desconocido tío suyo llamado Araba, muerto antes de él nacer y del que sus padres nunca quisieron hablarle.
Con las reminiscencias del misterioso sueño rondándole la cabeza, Jon bajó las escaleras del viejo edificio y abandonó el estudio.
Jon Mester era aficionado a la pintura y en esta parte de la ciudad vieja tenía alquilado con su amigo Odón, también amante de estas artes, un pequeño ático donde solían trabajar con mayor o menor asiduidad los fines de semana. A Jon le gustaba quedarse a dormir los sábados en la pequeña buhardilla del ático, y de esta manera amanecer a la sombra del añoso barrio y despertar al amparo de sus evocadoras callejuelas.
En sus habituales paseos por el puerto, Jon buscaba siempre  el contacto con gente de todo pelaje y condición: pescadores, bohemios, borrachos o sencillamente personas que, como a él, el mar solía producirles una inexplicable y misteriosa adición.
Esa mañana Jon conoció a un individuo que desbordaba los perfiles habituales de este rol de pintorescos personajes a los que se había aficionado a tratar. Le divisó enseguida, sentado sobre la cubierta de un pequeño barco de estructura oscura, que fondeaba muy cerca de la taberna portuaria donde, Jon, acostumbraba a desayunar. En principio se sorprendió porque esa zona del puerto estaba reservada para embarcaciones de pesca y no de recreo, aunque aquel pequeño barco era difícilmente catalogable, al menos a primera vista.  
El hombre en cuestión se encontraba de espaldas al muelle y parecía entretenido con algo que sujetaba entre sus dedos. Vestía su torso con un suéter oscuro, quizás negro, de cuello vuelto que contrastaba, ostensiblemente, con unos largos cabellos rubios, casi blanquecinos, que descolgaban a media espalda sujetos a una coleta. Jon, dedujo que el  sujeto debía ser nórdico y no se equivocó al advertir el viejo y desgarrado pabellón que ondeaba a la popa de la embarcación y que procedía de Noruega.
Antes que Jon entrara en la cafetería, el individuo aquel giró la cabeza y le miró con unos ojos en los que, sorprendentemente, el joven no logró distinguir sus pupilas. Parecían los ojos quemados de un ciego. Una  irrefrenable curiosidad le hizo entonces intentar entablar conversación:
 ––¡Bonito barco el suyo! ––saludó en un inglés torpe.
El forastero continuó con el rostro vuelto hacia Jon, pero no dijo nada. Jon insistió sin dejar de sonreír:
––¿Noruego, verdad?
––Y del universo ––respondió en esta ocasión el desconocido en perfecto castellano.
El rostro de aquel hombre era de hermosas y angulosas facciones y poblaba una corta barba del mismo tono que sus claros cabellos dorados. El desconocido habitante de aquel barco se incorporó y, dejando en la cubierta lo que parecía una pequeña red de pesca, se acercó a la proa. El joven Jon pudo advertir entonces que las pupilas del extranjero apenas eran perceptibles al ser de un gris tan pálido como el que embargaba los cielos del puerto. Sin pensarlo y movido por el interés que le suscitaba aquel tipo, el joven tomó una decisión de la que luego se arrepentiría largamente.  
––Voy a desayunar, ¿me acompaña?
El noruego pareció titubear unos segundos y luego  respondió afirmativamente, acompañándose de una cordial sonrisa.
––Sí, tomaré un poco de té ––dijo.
El desconocido alcanzó el muelle de un poderoso salto y se acercó a Jon en un par de zancadas. Cuando estuvo a su altura, éste se sintió un tanto aturdido por la extraordinaria fuerza y personalidad que derrochaba aquel poderoso cuerpo. El noruego alargó su mano y se presentó sin más:
––Me llamo Nihil ––dijo, mostrando una dentadura blanca envidiable.
En los pocos metros que caminaron juntos hasta el Arantxa ––así se llamaba el establecimiento, muy conocido en la zona ––, Jon pudo comprobar la exultante envergadura de aquel individuo, que le sobrepasaba al menos un par de palmos. Indudablemente su humanidad rezumaba un poder ciertamente perturbador. Por unos instantes, Jon, intentó calcular la edad que podía tener su ocasional acompañante, pero fue incapaz de estimarla.
Una vez en el interior del establecimiento, el joven le invitó a compartir una mesa, sentándose uno frente al otro. Fue entonces cuando Jon se fijó en los detalles del rostro del desconocido y lo primero que  le llamó la atención fue que no estuviera quemado por el sol ni por la salinidad marina, algo por otro lado bastante raro en alguien que navega en un barco donde se le presupone excesivas exposiciones al sol y a la acción corrosiva del mar. Pero la piel de aquel sujeto lucía de un pálido nacarado difícilmente explicable en un marino; incluso era anormalmente fina, casi transparente, como si jamás hubiera estado a la intemperie de elementos de ningún tipo y, mucho menos, expuesta a la luz solar y a los vientos marítimos. Pero lo más sobresaliente era, sin duda, la fortaleza que emanaba de sus bien equilibradas facciones y, sobre todo, unos fríos y felinos ojos que habitaban al fondo de robustas y bien pobladas cejas. Tanto era así que, durante los primeros minutos, el joven Jon se sintió afectado por la acción perturbadora de aquellas pupilas grises cuya mirada recalaba en sus ojos como un aristoso iceberg repleto de insondables vivencias y misterios.
Los primeros tanteos de conversación fueron superfluos y banales. Los justos para coger algo de confianza, aunque a Jon le sorprendió bastante que el noruego le tratara desde el principio con gran familiaridad, como si le conociera de toda la vida.  Jon pronto se sintió acomplejado o, al menos, en notable desventaja ante un personaje que deslumbraba también por su singular y refinado verbo.
 El joven comenzó a hablarle de si mismo y de sus  inquietudes artísticas como pintor y de sus devaneos artísticos ante la creación y nuevas formas de expresión. Y era, sencillamente, admirable comprobar como aquel hombre no sólo mantenía el nivel de la conversación si no que le superaba en conocimientos sobre el mundo del arte y sus protagonistas. Era tal su erudición que en algunos momentos rayaba lo inverosímil. El noruego lo mismo hablaba de Chirico, de Turner, de Goya, de Miguel Ángel o de cualquier otro como si realmente los hubiera conocido en persona, y tal proceder desconcertaba enormemente a Jon porque, o se enrollaba de mala manera, inventándose todo aquel cúmulo de datos íntimos y desconocidos que no constaban ni en los mejores manuales, o bien había bebido de unas fuentes que el joven desconocía. Sin embargo, hubo un momento que lo que manifestó dejó a Jon totalmente descolocado:
––Aún recuerdo, gratamente, cuando posé de modelo para Caspar David Friedrich ––dijo el noruego sin inmutarse.
––¿Cómo? ––preguntó, Jon, sin dar credibilidad a lo que terminaba de escuchar.
––Sí. Hace ya bastantes años posé para ese empedernido pintor romántico alemán, amante de la naturaleza jupiterina y de la muerte ––prosiguió el noruego con pasmosa naturalidad ––. Ciertamente,  Caspar, era un personaje curioso, siempre obsesionado con lo trágico de la vida y el más allá. Recuerdo que un buen día, comiendo en su casa, me pidió que le sirviera de modelo para un nuevo cuadro que tenía en mente y que  luego recreó en su estudio, “El caminante en el mar de nubes” creo recordar que se llama la obra. Sí, un cuadro de gran belleza. El personaje que está de espalda soy yo. En verdad, siempre me fascinaron los románticos y su enfermiza atracción por la belleza sublime de la Naturaleza, que trasciende al hombre, y los misterios insondables que ofrece todo lo relacionado con la muerte... Sí.  La época de este hombre fue muy interesante. Recuerdo, incluso, que después de acabar el cuadro  hicimos un viaje juntos a las ruinas de Palmira. Si le hubieses visto palpando con sus manos desnudas aquellas piedras muertas, testigos de su esplendoroso pasado. Era como si pretendiera aprehender en ellas toda la exultante destrucción que un lejano día se abatió sobre la mítica ciudad.
Ni que decir tiene que de la sorpresa inicial, Jon pasó a un penoso escepticismo. Fue como un jarro de agua fría descubrir que aquel hombre no podía estar en sus cabales. ¡Caspar David  pintó ese cuadro en el año 1819!, retumbó el dato en su cabeza. Sin embargo, a pesar de aquella solemne barbaridad, Jon se mostró prudente y dejó que el sujeto continuara hablando porque, a pesar de todo y aún reconociendo que aquel tipo podía tratarse de un charlatán o un loco, no le cupo duda que, al menos, sobre arte e historia de la pintura lo sabía todo. Su erudición era sencillamente aplastante. Mientras le escuchaba, no paraba de preguntarse cómo un hombre con aquella enciclopédica cultura podía decir una tontería como la que terminaba de manifestar momentos antes. Aunque también cabía la posibilidad de que estuviera burlándose de él. Esto último hizo que Jon acariciara la idea de poner fin a la conversación, pero no lo hizo porque no se atrevió o porque, y a pesar de todo, aquel tipo continuaba fascinándole de manera inexplicable. Fue el noruego quien, minutos después y de manera intempestiva puso fin a la conversación, después de hacer el gesto de mirar la hora en su muñeca aunque en ella no se advirtió reloj alguno. Entonces se levantó de la mesa y, a modo de despedida,  le dio un mensaje a Jon que en ese instante careció de sentido para él:
––Tendrás que hacer un viaje importante para mi, Jon–– dijo sin más. Sin explicar el motivo.
Jon quedó perplejo. Antes que pudiera responder, Nihil desapareció del local, dejando al joven totalmente desconcertado. ¿Qué había querido decir con lo del viaje? se preguntó, aunque pronto se olvidó del asunto al considerar que, posiblemente, fuera una extravagancia más del peculiar sujeto aquel.
Cuando Jon abandonó el establecimiento observó con estupor que el barco del noruego había desaparecido de donde estaba fondeado. Se preguntó cómo podía suceder tal cosa en los escasos minutos transcurridos desde que el tipo aquel abandonara el local. Nadie en tan poco tiempo podía poner en marcha un trasto de aquellos y desaparecer por las buenas.
Jon, abandonó el puerto sobre el medio día para tomar rumbo a su domicilio. Puso la radio del coche y encendió un cigarrillo con los pensamientos centrados en el peculiar personaje que había conocido esa mañana. Poco después llegaba a la barriada donde vivía, advirtiendo que su amigo Odón le esperaba en la puerta de su domicilio. Le invitó a subir al apartamento y a que se quedara a comer.  Jon sabía que su amigo había venido en busca de compañía. Aún no había superado la dramática muerte de su compañera en un accidente de coche apenas un año antes. Luego le invitó a unas cervezas mientras se ocupó en hacer algo de comer. Sin embargo, pronto advirtió que su amigo estaba ese día más abatido que de costumbre. Entonces se interesó para que le contara lo que le ocurría.
––Anoche soñé con Anabel ––comentó, Odón.
Jon dejó lo que estaba haciendo y le miró sorprendido.
––¿Y eso es malo? Pues creo que debías alegrarte de soñar con ella y no poner esa cara.
––Sí, pero en esta ocasión, Anabel estaba triste y abatida...Me he pasado toda la noche jodido, Jon.
Jon se acercó entonces a su amigo y le cogió por los hombros.
––Con los sueños ya se sabe, Odón ––intentó reconfortarle –– . A veces no son agradables pero no por ello debes entristecerte. Por  la noche se sueña según el estado de ánimo que se haya tenido durante el día y tú tendrías ayer un mal día.
Dejó que se guisara el tomate para los espaguetis y abrió un nuevo par de cervezas para sentarse luego junto a Odón. Jon le apreciaba mucho y la muerte de Anabel le estaba afectando de manera que le preocupó su salud. Aquellos largos silencios en los que solía hundirse, no auguraban precisamente una mejoría de su estado de ánimo. Por eso meneó cariñosamente el hombro de su amigo y continuó hablándole:    
––Ya sé que no es fácil, incluso para mí mismo, decirte que tienes que seguir adelante y rehacer poco a poco tu futuro. Tú ya le distes lo mejor de tu vida mientras ella estuvo en este mundo. Ahora ya no está, querido amigo, y debes seguir viviendo. Incluso deberías pensar en volver a casarte.
––¿Qué dices? ––espetó, Odón, despertando de su letargo ––¿Casarme? ¿Cómo puedes tú decirme eso? Yo no podría querer a otra mujer y lo sabes.
Odón jugueteo por unos momentos con el vaso de cerveza que sostenía su mano y lo dejó sobre la mesa, para hundirse de nuevo en su apática tristeza. El silencio entre ambos se espesó de tal forma que Jon interpretó que no era producente continuar insistiendo sobre el doloroso tema, al menos en aquellos momentos. Cambió entonces el tercio de la conversación haciendo girar ésta sobre su suerte al conseguir ese mismo año una plaza de administrativo en el Ayuntamiento de la ciudad y que tal acontecimiento propiciara el alquiler del pequeño apartamento que le independizó de casa de sus padres, y la adquisición de su Wolkswagen Golf de color rojo que le tenía entusiasmado. Odón reconoció que, ciertamente, aquel año le había salido a Jon redondo. Luego hablaron de pintura y del tiempo que Odón no le daba a los pinceles, porque además de ser profesor de Historia en un instituto a las afueras de Donostia, también era un entusiasta del óleo. En su modestia solía  decir de sí mismo que no era más que un aficionado en ensuciar lienzos con pretensiones de arte, aunque en realidad y según Jon, lo hacía bastante bien. Éste le insistió en la oportunidad de seguir pintando, al menos como terapia. Odón pareció entonces animarse:
––Quizás tengas razón ––dijo –– Creo que me vendría bien volver a coger los pinceles en serio.
 ––Claro, es lo que debías hacer. Pintar ––aprovechó Jon ––. Creo que sería bueno para tu cabeza. Además, ya sabes la ilusión que le hacía a Anabel verte pintar. Ella decía que eras realmente bueno, cosa que comparto.
––Anabel era muy complaciente conmigo. Sí, quizás tengas razón ––asintió Odón, recuperando cierto ánimo ––. Además, ella no soportaría verme en esta situación. A pesar de su juventud, poseía una extraordinaria entereza a la hora de enfrentarse a cualquier desventura, fuera ésta la que fuese. Créeme, Jon, que a  veces cuando la observaba, creía adivinar más allá de su melancólica mirada la experiencia de alguien que ha vivido mucho y que nada de este mundo la coge ya por sorpresa. Bueno, qué te tengo que contar. Tú también la conociste y sabes que ella era muy especial, algo irrepetible y único.
Jon asintió con la cabeza y también con el corazón ."Claro que lo sabía, querido Odón” pensó para sus adentros con repentina amargura. Lo que nunca le dijo a su amigo es que él también necesitaba desesperadamente olvidarla. Bajó la cabeza con amargura.
Una vez comieron y ya en la sobremesa, Jon le comentó lo ocurrido esa mañana en el puerto y la extraña conversación que mantuvo con el noruego, Nihil.
––¿Y dices que sabía de pintura?
––Ese tío es una enciclopedia y mucho más. Algo impresionante, Odón.
––A lo mejor es verdad que estuvo posando para Caspar David —bromeó Odón, echándose a reír por la ocurrencia.
––¿Y lo que me dijo después, antes de despedirnos? ––continuó Jon, divertido.
––¿Que te dijo?
––Pues algo que no venía a cuento. Vino a decir, más o menos, que necesitaba que yo hiciera un viaje. Luego se fue sin que pudiera preguntarle por la clase de viaje. En fin, un despropósito.
Odón meneó la cabeza y echando la colilla al interior de la lata, banalizó:
––¡Bah! No te comas el coco con ese payaso. ¿Por qué no le pides que pose para ti?
Se echaron de nuevo a reír para despedirse luego con un abrazo.
Jon detestaba las tardes de los domingos porque las consideraba la antesala del fatídico lunes y esta aversión le venía de lejos pues desde edad muy temprana ya comenzó a odiarlas, cuando los lunes suponía la vuelta al colegio.
Sin saber qué hacer, dio una vuelta por el piso y revisó el pienso y el agua del viejo Iker, el gato que Jon se trajo de casa de sus padres para no encontrarse solo. El pobre animal estaba comido por la vejez. Había perdido dos colmillos y apenas le restaban fuerzas para maullar y andar por la casa. Lo descubrió, como siempre, durmiendo en su mantita mejicana tal y como lo dejara esa misma mañana. Al acariciarlo, el minino respondió con un gesto de puro compromiso.
Pasaban ya más de las seis y media  y Jon continuaba nervioso, sin hacerse a lo que restaba de domingo. La televisión daba fútbol y más fútbol por lo que obvió que existía tal aparatejo y decidió coger un libro con la pretensión de leer un poco, aunque pronto desestimó la idea, dejándolo de nuevo en la librería. En realidad se encontraba un tanto excitado y quizás el motivo fuera la visita de Odón y la conversación sobre Anabel. El hecho es que finalmente se sirvió una copa con la intención de relajarse recostado sobre el respaldar del sofá. Cómodamente instalado le apeteció darle vueltas a los acontecimientos de esa mañana, el paseo por el puerto y su encuentro con el  enigmático noruego. No pudo evitar una sonrisa al recordar aquella ocurrencia sobre Caspar David que parecía descalificarle como persona en sus cabales. Sin embargo, la impronta de aquel hombre le pareció tan grandiosa que difícilmente podía pensarse que estuviera desvariando o que, sencillamente, fuese un charlatán. En esos instantes no le cupo duda que el encuentro con aquel individuo, lejos de dejarle indiferente, le había despertado una salvaje curiosidad por saber más sobre él. ¿Qué hacía? ¿A qué se dedicaba? y sobre todo, lo más peliagudo: ¿cómo pudo posar para el famoso pintor alemán?
Faltaban pocos minutos para las nueve de la noche cuando Jon bajó a la cafetería del Catalán para comprar una cajetilla de tabaco. ¿Una cerveza? le preguntó el dueño del establecimiento, llenándole un vaso sin esperar respuesta. Jon se sentó  en un taburete de la barra y miró con apatía la televisión y el maldito fútbol, que seguía dominándolo todo. Con mirada perezosa persiguió, luego, todos los movimientos del Catalán a lo largo del mostrador. Le preguntó por su familia porque parte de ella aún la tenía viviendo en Barcelona. A esta pregunta el hombre siempre contestaba lo mismo: "Ya falta menos para que todos estemos en Donosti" En realidad, el Catalán era parco en palabras y tenía la virtud de ser un sujeto bastante reservado, cosa comprensible en alguien que regenta un establecimiento público. Aún así, bromeaba a veces con Jon sobre  cuestiones que ya consideraban rutina: “¿Cuándo va asentar la cabeza,  Jon? " “¿Ya hay algo por ahí?”... En esto, el Catalán se parecía a la mayoría de las madres del mundo. Jon no entendía esa obsesión de identificar el sentar la cabeza con el matrimonio. Por lo demás, tampoco pensaba casarse en la vida, por lo menos así lo decidió un lejano y fatídico domingo ante la fría y destrozada imagen de Anabel. De su Anabel querida y amada desde siempre en el silencio de su soledad...  
Con este recuerdo, rondándole de nuevo el ánimo, Jon abandonó la taberna y subió al piso. Después de prepararse una frugal cena, recibió la llamada de su madre para saber de él. Bueno, en realidad desde que Jon abandonó la vivienda familiar, ella le llamaba casi todos los días preguntándole lo de todas madres, si había comido, si se encontraba bien y cosas por el estilo. En realidad su madre aún no se había acostumbrado a la independencia del hijo, aunque Jon procuraba visitar a sus padres un par de veces a la semana y cenar con ellos. Su padre y su madre vivían solos puesto que Jon era hijo único y a ellos no les quedaba más familia.   
Cuando dieron las once de la noche decidió acostarse. Antes de hacerlo fijó su atención en un sonido sordo que llenaba el ambiente de la casa. Se asomó a la ventana y comprobó que el tiempo había cambiado y llovía con cierta fuerza. La primavera era así de variable y maravillosa en su amada Donosti.
Apagó las luces y se retiró a su alcoba. Ya en la oscuridad del lecho su mente recreó la conversación sostenida con Odón aquella misma tarde y fue entonces cuando las imagines de Anabel volvieron con más fuerza, frágiles y etéreas, como el dulce ensueño de un tiempo que ya no regresaría jamás. Eran aquellos lejanos días en que los tres eran aún amigos y salían juntos a divertirse; de cuando Anabel aún no se había decidido por ninguno de los dos. Lo recordaba como si fuera ayer mismo, aquella primera llamada de Odón, comunicándole que había conocido a una chica extraordinaria que le quería presentar... Poco a poco el sueño fue adueñándose de Jon hasta dejarle profundamente dormido.
Pero la noche no le fue tranquila porque una pesadilla le despertó, sobresaltándole bien entrada la madrugada. Soñó que estaba durmiendo y que le desvelaba el formidable sonido de la sirena de un barco. El puerto, además de ser pesquero, estaba relativamente lejos de donde vivía y era imposible que sonara tan cerca. En el sueño se incorporó para dirigirse a la ventana de la habitación y fue, al abrirla, cuando advirtió con pavor que su vivienda se encontraba en medio del mar y que impetuosas olas impactaban en la base de la ventana como en una furiosa galerna. Al levantar la mirada advirtió, entonces, la gigantesca sombra de un barco con todas sus luces apagadas que como un inmenso fantasma se abría paso en la niebla, enfilando su negra e imponente proa hacia donde él se encontraba. Se despertó, angustiado, resonándo aún en sus oídos la espantosa sirena del horrible navío. Después de tranquilizarse unos momentos se dirigió a la ventana y la abrió no sin cierto temor por lo que pudiera encontrar, comprobando con alivio que la calle estaba tranquila y que había dejado de llover. Por un instante y sin saber por qué, relacionó la pesadilla con el barco del noruego.
Esa mañana el zumbido del despertador sonó como siempre, a las siete y al despertar Jon se sintió muy cansado cosa que consideró normal porque la pesadilla aquella apenas  le permitió reconciliar el sueño.
La nueva semana transcurrió de lo más tediosa y sobre todo muy larga. El jueves le llamó Odón y quedaron en verse en el estudio el sábado por la tarde. Le escuchó muy animado con retomar los pinceles y Jon se alegró que al fin reaccionara y decidiera normalizar su vida. En esos momentos pensó que él también necesitaba recuperar el ritmo de trabajo pues ya tenía dos cuadros empezados y por terminar.
Ese viernes, al salir del trabajo, Jon, arrancó el coche y puso rumbo al puerto pues había decidido comer ese día en el Arantxa. Durante el camino pensó en invitar al noruego, si es que aún permanecía fondeado en el puerto. En verdad necesitaba verle y hablar con él, aunque tampoco supo explicarse la razón de esta necesidad.
Después de otear durante algunos minutos los horizontes del pequeño embarcadero, se convenció que el barco de Nihil no estaba. Algo desilusionado entró en el restaurante y pidió un plato de paella y un segundo de mero con patatas. Mientras le preparaban el menú se distrajo ojeando, sin interés, un periódico pasado de fecha. En esos momentos no había muchos clientes en el establecimiento.Pensó que debía haber invitado a su amigo Odón. Consideró que aún estaba a tiempo de hacerlo y lo llamó al móvil pero lo tenía apagado. Poco después, ya había concluido su primer plato, cuando escuchó la potente sirena de un buque y ¡le pareció la misma que escuchara en la pesadilla de la noche anterior! Tal acontecimiento le hizo levantarse y salir precipitadamente al porche del establecimiento donde vio acercarse, silencioso, el oscuro barco del noruego. Enseguida advirtió a Nihil en su proa, radiante y soberbio como un dios nórdico. Esperó, entonces, que atracara y el reencuentro fue muy agradable, incluso a Jon le pareció que el noruego mostraba alegría de verle de nuevo. Entraron en el restaurante y Jon le invitó a que se sentara en su mesa.  
––Pues me ha pillado comiendo ––se disculpó Jon –– . Me he asomado al escuchar la impresionante sirena que lleva su barco.
Quiso invitarle a comer pero el noruego rehusó, apuntándose de nuevo al té.  Jon ardía en ganas de preguntarle un montón de cosas en las que había estado reinando casi toda la semana, pero ahora que le tenía enfrente no acertaba a recordar prácticamente ninguna. Al fin, y después de comentar una tontería sobre el tiempo que hacía, le confesó su extrañeza por lo sucedido el domingo, cuando su barco desapareció casi de manera instantánea del puerto.
––¿Cómo pudo hacerlo en tan poco tiempo? ––le preguntó.
El noruego pareció querer obviar la pregunta y comenzó a recorrer su mirada por el establecimiento mientras sonreía, amablemente, a todo aquel que se cruzaba con sus ojos. Su actitud la consideró Jon como una evasiva que le molestó y de este modo volvió a insistir:
––Por favor Nihil, le he hecho una pregunta que me gustaría que respondiese.
Nihil revolvió entonces sus frías pupilas y sin perder la expresión cordial le respondió, mirándole fijamente a los ojos:
––Hay cosas que te sorprenderían aún mucho más, amigo Jon. Sin embargo, puedo tranquilizar tu curiosidad informándote que tengo un barco extremadamente eficiente y rápido –– dijo con enorme suficiencia.
La respuesta le supo a Jon aún peor. ¿Qué podía sorprenderle “aún mucho más” y por qué empleaba aquel críptico lenguaje?  Por unos segundos permaneció en silencio, terminándose el mero que tenía delante. En su cabeza bullían otras preguntas que necesitaban respuestas claras y reales, sin embargo, intuyó que el noruego no estaba por la labor de satisfacerle. Pensó entonces en la posibilidad de que aquel hombre le tomara por un estúpido o algo parecido o que se estuviera burlando, y esto era algo que no estaba dispuesto a soportar. Por eso, pertrechándose de valor, fijó la mirada sobre la de Nihil y le retó con desafío:
––Dice usted que puede sorprenderme aún mucho más, ¿no es así? Pues no se prive, Nihil, y hágalo. Sorpréndame aún más.
El noruego mantuvo la mirada sobre Jon como pensativo. Luego amplió sus finos labios con enigmática sonrisa y preguntó después:
––¿Estás seguro de lo que dices, amigo Jon?
––Completamente ––respondió, Jon, sin apearse del pulso aquel.
––Pero, ¿por qué antes no termina de comer? –– repuso, señalando el mero del segundo plato.
Instintivamente, Jon, miró el plato, advirtiendo con enorme estupor que estaba sin tocar. Allí estaba, intacto, el filete de mero al completo y también las patatas fritas. Pero aquello era totalmente imposible. ¡Estaba seguro de haber acabado de comer!
––Pero ¿qué clase de broma es esta? ––preguntó aturdido.
––Pues una broma sorprendente ––contestó, Nihil, de manera encantadora.
Jon permaneció boquiabierto, paseando sus incrédulos ojos por el plato que parecía recién servido. Con admiración levantó la mirada hacia el noruego. Ahora creyó tenerlo todo un poco más claro y exclamó festivo:
––¡Sí señor! Confieso que es el mejor truco de magia que he visto en mi vida. ¿Cómo lo ha hecho, Nihil?
––No es un truco de magia, amigo mío ––respondió el Noruego con semblante grandioso.
––¿Entonces cómo lo ha hecho? –– insistió Jon.
––Sería muy complicado explicártelo en estos momentos. Estoy seguro que al final lo descubrirás tú mismo.
––Pero yo necesito saberlo ahora ––repuso, Jon ––Primero me cuenta lo de Caspar David y ahora esto ––espetó ––.Venga, cuéntemelo. ¿Cómo ha logrado hacerlo?¿Tenía por ahí otro plato escondido por algún lado?
Nihil se echó a reír y Jon no supo si hacerlo también. Pero, ¿qué estaba  pasando? ¿Era un mago, un ilusionista...? Su incomodidad creció ante la posición de pardillo que estaba adquiriendo. ¿A qué jugaba el tipo aquel? Muy serio, decidió llamar al camarero para asegurarse si alguien había encargado otro plato de mero con patatas para aquella mesa. El mozo le confirmó que no. Cuando se alejó,  Jon revolvió su aturdida mirada a Nihil y apartando el plato aquel, dijo:  
––Quiero que me cuente ahora la verdad. Prometo no divulgar el truco. En serio.
––Te repito que no hay truco, Jon.
––¿Y piensa que soy tan estúpido que me voy a creer que ha sido un milagro? ¡No debería, usted, burlarse así de las personas!
Jon estaba tan excitado que Nihil consideró que debía calmarle y le puso amigablemente la mano en el hombro, intentando tranquilizarle:
––Eh, eh. No pasa nada ––dijo, con divina sonrisa ––. Nadie intenta burlarse. Eres tú el que te empeñas en no creer lo que te digo. No te he mentido cuando te comenté que serví de modelo para el "Caminante en un mar de nubes" del cuadro que pintó Caspar David y que tengo un barco eficiente y rápido, ni tampoco te miento ahora.
De repente la mirada de Nihil se tornó lejana. Como si muy al fondo de sus cristalinos ojos una niebla oscura se espesara, escondiendo todo un inabarcable océano de secretos. Jon quedó entonces atrapado como un pajarillo deslumbrado por una linterna en la oscuridad de la noche. No supo que decir ni que pensar, sólo se sentía con la angustiosa tribulación de un niño a expensas de un adulto tremendamente superior al que no alcanza a comprender. Después de una larga pausa, Nihil continuó hablando con cierta gravedad:
––Quizás no debí hacerlo ––dijo ––. No creas que voy por el mundo pregonando a los cuatro vientos mis, llamémosle, habilidades. Lo hago contigo, Jon, porque tú me caes bien y creo que he acertado al elegirte. Ninguno de los aquí presentes en este establecimiento se ha dado cuenta ni recuerda nada de lo acontecido. Ignoran que durante un escaso tiempo dejaron de existir y que ya no viven en la misma zona temporal. Tú, sin embargo, sí has sido consciente del antes y después porque recordaste haberte acabado el segundo plato y eso me confirma que tú eres el elegido para mi propósito. Créeme, Jon, si te digo que no soy ningún loco ni tampoco un chiflado y muy pronto lo irás comprobando.
Las palabras de Nihil, lejos de tranquilizar a Jon,  acuciaron más sus paranoias sobre aquel tipo. Si no estaba loco, si Nihil no era un chiflado ¿qué es lo que debía pensar? ¿Quién podía ser aquel tipo? ¿Un extraterrestre y su barco una nave interestelar? ¿Un extravagante y poderoso  mago que controlaba el tiempo o algo parecido? ¿Quizás el mismísimo Conde Saint Germain, reencarnado? Pero si debía de creer en la sinceridad de Nihil, ¿también debía asumir que es el personaje del cuadro que pintó Caspar David allá por el 1800? Pero eso era imposible.
––Lo siento, pero puedo creerme que posara para Caspar David. Es del todo infumable ––manifestó Jon, muy nervioso.
Nihil apuró el té del vaso y, recuperando su  sonrisa,  respondió:
––¿Has pensado que yo podía ser un reencarnado? Eso podía explicarlo. O un viajero de los planos paralelos, ¿no crees?
Al escucharle Jon se aturdía aún más. Él no creía en la reencarnación de las almas, ni en los viajeros del espacio ni en nada de esas historias, aunque sí aceptaba la inmortalidad del alma como así se lo enseñaron como creyente que era. Se mordió los labios sin saber que decir y así se lo expresó al extraño aquel:
 ––De verdad que estoy como noqueado —se disculpó mientras se rebanaba con la palma mano un repentino sudor que comenzaba a salpicar su frente. En realidad estaba deseando salir de aquel desagradable trance. Entonces, Nihil, le hizo una invitación:
––¿Por qué no me acompañas mañana a dar una vuelta en mi barco y hablamos? ¿Te parecería bien a las nueve de la noche?
La invitación cogió a Jon por sorpresa. No es que tuviera en mente hacer algo en especial ese sábado, pero en esos momentos le atemorizó la idea de acompañar al desconocido aquel y menos en su misterioso barco y de noche. Por eso intentó ser evasivo sin pecar de descortés:
––No sé, Nihil. Para mayor seguridad podía confirmárselo por teléfono mañana por la mañana... Podía darme su número.
––No tengo teléfono ––contestó el noruego.
La respuesta tampoco le encajaba.¿Cómo el tipo aquel podía ir navegando por esos mares sin un teléfono?
––¿Tampoco dispone de algún aparato transmisor en el barco, de esos que se llevan a bordo para no perderse?—preguntó, ya por curiosidad.
––No lo necesito.
Jon, decidió entonces no aceptar de ninguna de las maneras aquella invitación e, incluso, un repentino escalofrío le alertó de que no debía ver más al personaje aquel. De esta manera improvisó una excusa definitiva.
––Ahora recuerdo que he quedado con una amiga, precisamente mañana por la noche. Lo siento de veras, Nihil –– dijo, intentando ser convincente.
––¿Quizás con Raquel? –– preguntó el extraño.
Los ojos de Jon quedaron entonces fijos y espantados sobre aquel hombre. Una pregunta imposible revoloteó en su mente como un rayo. ¿Cómo diablos podía conocer la existencia de Raquel si nunca le habló de ella? Sin embargo, el comentario que a continuación hizo el misterioso personaje rebasó ampliamente el vaso de sus tribulaciones mentales.
––Lástima. Podíamos haber aprovechado el paseo para hablar de Anabel.
"¿De Anabel? Pero, ¿cómo podía saber él de Anabel?" Una chispa eléctrica no hubiera producido mayor estrago en la mente del joven, que en esta ocasión reaccionó presa de un irracional pánico:
––¿Quién es usted? ¡Dígame ahora mismo quién es y quién le ha hablado de Anabel! –– gritó fuera de sí. En realidad, un mortal y repentino terror se apoderó de Jon, nublando sus sentidos.
Nihil se incorporó de la mesa y lo que dijo, aún más le aterrorizó:
––Ya es tarde para escapar, amigo Jon. Tú viniste a mi y ahora tu destino está ligado al mío. Sé que mañana vendrás, aunque debes hacerlo solo ––respondió con una expresión que, en esos momentos se tornó arrogante y poderosa, como la de un ser que se sabe infinitamente superior al resto de los mortales.  
Jon estaba agarrotado, observando como momentos después, el noruego abandonaba el local. En verdad su mente parecía negarse a funcionar, a recuperar su ritmo; como si repentinamente todo hubiera dejado de fluir a su alrededor; como si el establecimiento hubiera enmudecido repentinamente y la vida se hubiese detenido como en una vieja foto perdida en el tiempo. Escuchó alejarse la amenazadora sirena como un largo aullido cargado de perversos augurios. Todo transcurrió en un tiempo incalculable, que lo mismo pudieron ser siglos o escasos segundos. Sin embargo, pronto regresó todo a la normalidad y el tiempo recuperó su pulso habitual. Jon salió entonces al exterior del establecimiento  a tiempo de ver alejarse la silenciosa embarcación de Nihil hacia la estrecha bocana, bajo un manto de oscuras y tenebrosas nubes. ¿Qué es lo que estaba pasando? ––se preguntó, totalmente aturdido.
Como un autómata insensible a la realidad que le rodeaba, cogió el coche y lo puso en marcha. La mente le latía totalmente desbocada, incapaz de concentrarse en nada. De esta manera llegó a su barrio, al Gros, aparcando junto a la taberna del Catalán. Sin tan siquiera proponérselo, entró en el local y pidió una cerveza. El dueño de la cafetería le comentó algo que en esos instantes fue incapaz de traducir. Como si le hubieran hablado en otra lengua. Después sonó la sintonía de su móvil varias veces antes que reaccionara. Al fin lo cogió y era Odón el que estaba al otro lado. Le dijo algo pero le escuchó bastante mal. Entonces Jon le informó donde se encontraba y colgó a continuación. Se bebió la cerveza casi de un tirón y  luego pidió otra.
––¿Qué le ocurre, Jon?--aprovechó el Catalán mientras le servia ––Tiene mal aspecto.
––Sí, debo tenerlo—zanjó el joven sin mirarle.
Fuera, la tarde amenazaba con ser lluviosa. La calle se iluminaba con intermitentes relámpagos de alguna tormenta que se acercaba. Al poco, vio entrar a Odón, escurriendo el agua de sus rizados cabellos con las manos. Pidió un vino y se acercó hacia donde Jon estaba. Debió verle bastante mal porque enseguida se interesó por lo que le ocurría. Jon le miró con una ansiedad que lo devoraba. Apenas lo dejó sentarse cuando le cogió fuertemente del brazo para preguntarle:
––¿Has hablado con Nihil? ¿Le has hablado al tipo ese de Anabel? Contéstame por favor.
––Me estás machacando el brazo, Jon ––protestó Odón ––¿Quién es ese Nihil?
––No me mientas, Odón. Tú has ido al puerto y le has hablado a Nihil de Anabel y también de Raquel. Él conoce a Anabel –– insistió,  Jon,  alocadamente.
––¿Te estás refiriendo a ese loco noruego que te dijo que había posado para Caspar David...? ¿El que conociste en el puerto?
––Exacto y no está loco –– repuso,  Jon ––Ese tipo sabe de Anabel, y el único modo de que esto suceda es que tú hayas hablado con él.
––Yo no he estado en el puerto ni he hablado con nadie –– aseguró Odón ––¿Por qué debía mentirte?
Jon soltó el brazo de su amigo y se abismó sobre sí mismo. Hubiera preferido que Odón le engañara, le mintiera. Hubiera sido todo más fácil. Ahora un miedo sin fondo penetraba lentamente en todo su ser como un desconocido fantasma, informe y aterrador...
––¿Qué ocurre,  Jon? ¿Has vuelto a ver a ese sujeto...? Me estás asustando.
Pero estaba claro que Odón no le había mentido. Sus ojos le observaban con desconcierto, esperando una respuesta a la angustiada actitud de su amigo.
––Dios mío, ese tipo no es de este mundo –– balbuceó,  Jon, totalmente abatido.
––¿Y dices que conoce a Anabel y a Raquel? ––insistió Odón.
––Sí –– repuso, Jon, arropado por oscuros y tenebrosos pensamientos.
––Lo mismo es un telépata y te ha leído el pensamiento ––sugirió Odón ––. Podía ser, ¿no? Quizás sea una especie de vidente o mago...
––No sé. Eso mismo llegué a pensar, pero hoy han sucedido cosas imposibles de explicar. Creo que termino de contactar con algo que escapa a nuestra imaginación. No sé lo que es ni quién es,  pero lo que sí te puedo afirmar es que esconde un poder inimaginable –– repuso Jon con amargura.
––¿Por qué dices eso? ¿Cuéntame qué ha pasado?
Sin muchas ganas y de forma aturrullada le contó a su amigo lo sucedido en el restaurante del puerto. Odón atendía con preocupación cada una de las  palabras de Jon, de sus gestos, mientras éste incidía una y otra vez en sus impresiones y en aquellas oscuras sospechas que sobresaltaban su ánimo de manera alarmante. Nihil ya no le ofrecía aquella extraordinaria sensación de relajación si no más bien todo lo contrario. Ahora su mirada, su expresión, cada una de sus palabras parecían esconder una amenaza terrible, inquietante y tenebrosa. Y lo que aún era peor: ahora sentía la vaga sensación de conocer a Nihil desde siempre.
––Créeme si te digo, Odón, que ese hombre o lo que sea ha estado presente gran parte de mi vida y me conoce –– comentó ––. Y lo más tremebundo es que creo conocerle yo también y eso me aterroriza.
Odón intentó sonreír para quitar hierro al dramatismo de las palabras de su amigo, pero sólo le salió el esbozo de una penosa mueca. Jon se dio cuenta entonces que él también estaba asustado y no era para menos. Odón conocía bien a su amigo y sabía que su carácter no era fácilmente impresionable por esta clase de historias, máxime si éstas no eran acompañadas de poderosas razones y evidencias.
Quedaron un tiempo en silencio, sin hablar; como abundando sobre lo que allí se había manifestado. Fuera la tarde empeoraba. Llovía densamente y los  truenos eran cada vez más cercanos y rotundos. El establecimiento se encontraba vacío de gente, sólo los dos amigos esperaban que la tormenta pasara.
––¿Irás el sábado?–– rompió, Odón el incómodo silencio.
––Bueno, no he quedado. Aunque él asegura que iré –– respondió Jon, jugueteando con un cigarrillo.
––Podría acompañarte.
––Tengo aún algunas cuantas horas por delante para decidirlo. Mañana estaré en el estudio. No sé. Podías venir y allí lo hablamos.
Poco después la tormenta cesaba y ambos amigos se despidieron. Jon se sentía muy cansado, con un día que le había parecido demasiado largo y agotador.
Cuando subió al piso encendió todas las luces y se sentó en el sofá, mirando a su alrededor con la desagradable sensación de no estar en su propia casa. En esos instantes su percepción de la realidad estaba como distorsionada y todo adquiría para él una lejanía extraña y confusa, que hacía desconocidos los objetos más cotidianos; como si éstos y él mismo pertenecieran a universos distintos. Entonces recordó que algo vagamente similar le ocurrió aquella infausta tarde, cuando regresó del tanatorio con la destrozada imagen de Anabel, aún viva en sus retinas. Pero por entonces él aún vivía en casa de sus padres...

EL ÚLTIMO QUE APAGUE LA LUZ. (Relato completo) José M. Boix Fernández

                                                                        


                                                                                             


                                      

 

Verdeguer era un municipio espléndido y no por su especial belleza, ni por sus fiestas patronales, ni por su riqueza. No, nada de eso. Verdeguer era el pueblo con los paisajes  más anodinos y rústicos que uno pueda imaginar. Pero, encerraba un extraordinario secreto que sus vecinos ––la mayoría jubilados y gente mayor –– guardaban celosamente. Porque en Verdeguer todos sus habitantes parecían burlar a la muerte, haciéndola esperar lo indecible. El que más joven moría lo hacía a los cien años, y había vecinos que cumplían los ciento veinte con una salud y energía que para sí quisieran muchos jóvenes de veinte. Nadie sabía explicar el fenómeno de aquella longevidad. Algunos aseguraban que el secreto estaba en el agua de los pozos, otros en las verduras que crecían en sus huertos, y los más bromistas aludían a que a la muerte le costaba encontrar aquel recóndito lugar perdido entre oteros y esteparios campos yermos abandonados.
Un día, bien entrado el otoño, los vecinos comprobaron que la vieja casa de la calle Del Ábrego ––calle llamada así por ser vía de entrada de los fríos y secanos vientos del sur procedente de la meseta ––, que había permanecido vacía durante mucho tiempo, ahora parecía tener ocupante. Alguien se había instalado en ella, pero desconocían al nuevo inquilino del que solo alertaba de su presencia un débil claror de luz que por las noches escapaba a través de las rendijas de las contraventanas...
                                                                                                                                                              

Pasaron los días y el pueblo andaba inquieto. Sus vecinos no sabían hablar de otra cosa que de la identidad del nuevo propietario al que continuaban sin conocer. Algunos consideraron, incluso, organizar un comité de bienvenida, pero la mayoría no lo tenía claro. Entonces comenzaron a correr fantasiosas historias sobre el nuevo vecino, y unos aseguraban que venía del sur y otros que huía de la justicia, buscando refugio en Verdeguer. Los más se debatieron en una soterrada inquietud por las ignoradas intenciones del forastero, aunque al final todos optaron por la cómoda resolución de dar tiempo al tiempo y dejar fluir los acontecimientos.
Pasaba más de un mes de este suceso cuando el vecino que vivía frente a la casa en cuestión y que se mantenía muy alerta a los posibles movimientos en ésta, vio salir de ella a un hombre desgarbado de gran estatura y viejo en años. Su oscura figura era repulsiva. De espalda extremadamente corva, su cabeza estaba devorada por unos hombros estrechos y enjutos de manera que daba la impresión de no tener cuello. Así, a primera impronta, su imagen quebrada parecía la de un sujeto que se ha pasado toda la vida acarreando sobre su espalda sabe Dios qué cosas. Aunque, sin duda, lo más llamativo era el enorme y singular sombrero de fieltro negro que portaba. De copa alta y redondeada, su ala era tan ancha  que apenas dejaba ver su rostro.
Después de repasar con la mirada la desconchada fachada de la casa, el forastero sacó de su interior una añosa silla de anea y la puso sobre la acera para luego sentarse, pacientemente, con las manos sobre sus rodillas. El vecino fisgón pensó entonces comentarle la noticia a su mujer, pero antes de llegar a hacerlo advirtió como el forastero miraba hacia la ventana donde él se agazapaba y elevaba ligeramente su enorme sombrero a modo de saludo. El vecino quedó tan sorprendido como perplejo al no comprender como pudo saber de su presencia, oculto como estaba tras gruesas y opacas cortinas. Una sensación desagradable hizo que se apartara bruscamente de la ventana.
Al anochecer, y después de cerciorarse de que el misterioso forastero se había retirado al interior de la casa, el vecino salió casi de forma furtiva para dirigirse a la Asociación de Vecinos con la intención de informar de lo sucedido a los que allí se encontraran en aquellos momentos.
––Hombre, Rafael –– le saludó el presidente, que junto al maestro del pueblo, organizaban en esos momentos las cuentas de las cuotas ––¿Vienes a echarnos una mano?
El tal Rafael dudó unos segundos y después, sin disimular los nervios, comunicó lo que iba a ser la noticia del día.
––Le he visto ––dijo al fin.
––¿A quién? ––preguntó el presidente sin levantar la mirada de unos recibos.
––Al forastero.
Los dos que estaban en el pequeño despacho levantaron la cabeza con repentino interés.
––Vaya. Ya era hora ––respondió el maestro, mostrando curiosidad ––. ¿Y que ha pasado? ¿Os habéis presentado? ¿Cómo se llama?
Rafael se pasó la mano por la cara con zozobra y luego relató de forma apresurada su experiencia. Se hizo un pequeño silencio donde todos se miraron con reserva.
––Pues vaya un tipo raro ––respiró al fin el presidente ––. Lo mismo te vio a través de las cortinas. Eres tan manirroto, Rafael.
––No, no ––se reafirmó Rafael ––. No pudo verme, de eso estoy seguro.
––Pues no hay otra explicación ––intervino el maestro ––. O te vio, o te estás montando una paranoia de las tuyas. Venga, os invito a una cerveza.
En esos instantes entró el alcalde y los cuatro se sentaron en una de las mesas del local sin dejar de abundar sobre la noticia.
––Lo digo como lo siento ––tornó a incidir Rafael ––. Ese tipo me da mal yuyo. No sé, tiene un aire a sepulturero o algo peor.
––Bueno, al menos ha salido de la casa y se ha sentado a la puerta ––incidió el maestro ––. De momento eso nos informa que el individuo en cuestión no es de ciudad. Los de ciudad no tienen por costumbre sentarse a las puertas de sus casas, eso sólo pasa en los pueblos.
––Sí, eso es cierto –– confirmó el alcalde ––. Ahora queda por saber de qué pueblo viene.
––Por la manera de vestir parece un hombre de la meseta, pero sus ropas me parecen muy anticuadas y el sombrero que lleva… ––repuso Rafael con muy mala cara.
––Está bien, compañeros. ¿Os parece bien que juguemos una partidita? ––cogió el presidente la caja con las fichas de dominó.
La noche había cerrado definitivamente sobre Verdeguer y un viento ralo, a veces ululante, serpeaba por sus solitarias calles, arrastrando remolinos de polvo y algunos rastrojos del campo próximo. Cuando los cuatro hombres abandonaron el local, Rafael se arropó el cuello con el cuerpo descompuesto. De pronto le ardía el estomago como si hubiera tragado lejía.
––¿Quieres que te acompañemos a casa? ––le preguntaron sus compañeros.
––No, no hace falta ––repuso éste ––. Algo he comido que me ha sentado mal. Me acostaré en cuanto llegue.
––Eso tienes que hacer. Ya verás como mañana estás nuevo –– le animó el alcalde palmeándole la espalda.
Rafael echó a andar mientras su cuerpo tiritaba y se empapaba en sudor. Pensó que quizás había cogido la gripe o alguno de esos raros virus modernos. En pocos minutos enfiló la calle Del Ábrego con el viento en cara y apresuró el paso. Una vez en el portal de su casa miró con temor la fachada de su misterioso vecino, advirtiendo la mortecina luz que se filtraba por sus contraventanas cerradas. Se preguntó qué estaría haciendo.
Al día siguiente era viernes y el pueblo despertó con los tañidos de la pequeña campana de la iglesia. Tocaba a muerto.
Rafael había fallecido esa noche y a todos sorprendió la noticia pues era un hombre relativamente joven y sin vicios conocidos que, además, se cuidaba hasta la exageración. Su óbito se convirtió en un verdadero acontecimiento pues las gentes de Verdeguer casi habían olvidado al último vecino que enterraron dos años atrás, una mujer que había sobrepasado ampliamente los ciento siete años. Y es que en este pueblo difícilmente uno se moría con menos de cien años por lo que la temprana muerte de Rafael a los cincuenta y siete suponía, en cierta manera, una inquietante ruptura con una larga tradición de vidas longevas.
Esa tarde, la calle Del Ábrego fue testigo del lúgubre séquito que, partiendo de la plaza de la iglesia,  acompañó a Rafael a su último destino. Decenas de personas pasaron por delante de la puerta del forastero camino del cementerio, mientras éste permanecía sentado e impávido en su silla, con el sombrero encajado en sus sienes y sus canijas manos agarrotadas sobre sus rodillas. Parecía divertirse. De pronto, el sujeto hizo un ademán como de levantarse y saludó con el sombrero a un joven matrimonio que pasaba por delante de él al que obsequió una sonrisa como si les conociera. La pareja advirtió el gesto y respondió por cortesía con un leve movimiento de cabeza. Muchos de la comitiva advirtieron el suceso y clavaron temerosas miradas sobre la lúgubre semblanza del nuevo vecino.
En el cementerio no se habló de otra cosa mientras duraron las exequias. La impronta del forastero había impresionado a todos de forma muy desagradable, sobre todo, el rostro que algunos pudieron contemplar durante los escasos segundos que estuvo al descubierto del sombrero. Unos comentaron su inquietante y horrorosa sonrisa y otros su reseca y anormal palidez. La mayoría coincidió en opinar que no era, precisamente, un personaje recomendable.
De regreso al pueblo la comitiva prefirió evitar la calle Del Ábrego, y casi todos coincidieron en reunirse en la Asociación para hablar sobre este  asunto. En verdad les embargaba un irracional temor alentado, sin duda, por el funeral y la intempestiva muerte de Rafael. El alcalde, que estaba presente, intentó sosegar a los vecinos que ya comentaban, incluso, la necesidad de echar del pueblo al forastero.
––No podemos hacer eso ––exhortó el regidor ––. Nosotros hemos sido siempre un pueblo hospitalario y me tengo en la obligación de recordaros que también muchos de nosotros fuimos un día forasteros en este municipio.
––¡Ese hombre no es como nosotros, alcalde! ¿Habéis visto cómo nos ha saludado a mi marido y a mi? Su sonrisa no me va a dejar dormir en mucho tiempo. Era como si no tuviese labios…¡Qué horror!
––Está bien, cálmate Cecilia ––prosiguió el alcalde ––. Mañana por la tarde iré a verle para que me cuente de donde viene y si piensa quedarse en el pueblo. Creo que saber algo sobre ese hombre nos tranquilizará a todos.
Cuando los vecinos abandonaron el local tuvieron que arroparse pues un viento repentino y frío racheaba a golpes, zarandeando las copas de los jóvenes árboles de la plazoleta donde se ubicaba la asociación. Algunos rezagados formaron corrillos para continuar hablando de lo sucedido, aunque la mayoría regresó a sus casas, incluida la joven pareja, Cecilia y su marido, que pensaban salir de viaje horas después, entrada la madrugada.
Esa noche, las luces de las rústicas viviendas de Verdeguer se apagaron pronto y sólo una casa de la calle Del Ábrego permaneció tristemente encendida. El viento arreciaba de una manera poco natural, como si quisiera advertir de algo espantoso a unos vecinos que, con desasosiego, intentaban capturar un sueño que esa noche pareció huir de Verdeguer. Una noche oscura donde las haya, plagada de lejanos y lastimeros ladridos y siniestros graznidos de aves desconocidas que sobrevolaban las techumbres de las casas.
A esas horas de la madrugada el coche de Cecilia, conducido por su marido, abandonaba su domicilio camino de la ciudad, y para ello debían pasar por la calle Del Ábrego. Pero al enfilarla la mujer advirtió a los lejos, bajo las mortecinas luces de las farolas, la sombra inmóvil del forastero sentado a la puerta de su casa. Ella dio entonces un grito que hizo frenar en seco a su marido.
––¡Echa para atrás, echa para atrás! ––gritó, muy nerviosa.
––Pero, por aquí se sale a la ciudad ––se quejó el marido –– No vamos a ir por ese otro camino de cabras que hay junto al arroyo. Es peligroso.
––No pases por delante de él, por Dios, Fernando. Da marcha atrás y vayamos por otro sitio.
Fernando quedó unos momentos dudando qué hacer mientras sus ojos se clavaban en la tenebrosa figura apostada al final de la calle. Pensó entonces que no era nada natural que el individuo aquel estuviese allí sentado a esas horas, y en una noche tan desapacible como aquella.
––Está bien, iremos por el otro sitio –– decidió al fin dando marcha atrás.
Pocos minutos después una repentina tormenta asoló el pueblo de manera que muchos vecinos tuvieron que levantarse, sobresaltados, viendo las calles y sus casas anegadas de agua y barro. Los naturales del lugar apenas recordaban haber visto llover de aquella manera, y sintieron un miedo que fue más allá de lo racional. Sin embargo, la tragedia de esa noche no se quedó ahí porque al amanecer alguien avisó de que el arroyo estaba totalmente desbordado y que un coche se hallaba hundido en su cauce con los ocupantes muertos. Enseguida se corrió la voz de que los fallecidos eran la joven Cecilia y su marido Fernando. El pánico se desató en Verdeguer de tal manera que el alcalde tuvo que reunir a los vecinos en la casa Consistorial para intentar calmarles. La conclusión de que aquellas muertes estaban relacionadas con el misterioso forastero y sus extraños saludos de sombrero se adueñó de todos, de tal manera que los ánimos se alborotaron y muchos pidieron que se le expulsase del pueblo de inmediato. Pero entre los asistentes pronto surgió la fatal pregunta:
––¿Y quién va a ser el valiente que le va a comunicar que se vaya?
Todos se acobardaron y bajaron la cabeza con frustración. Ciertamente el que fuera se arriesgaba a que el forastero le saludara como había hecho con el pobre Rafael y después con la joven pareja. Entonces le exigieron al alcalde que fuera él, que para eso era la máxima autoridad del pueblo. Benito, que así se llamaba el regidor, tragó saliva y aceptó con valentía el peligroso mandato popular. Aunque era hombre ilustrado y poco dado a las supersticiones, no las tenía del todo consigo y el propio miedo le hizo actuar sin dilación, decidiendo dar la noticia al forastero en ese mismo momento. Con paso firme abandonó el Consistorio y se dirigió a la calle Del Ábrego seguido a prudencial distancia por los temerosos vecinos. La calle estaba totalmente embarrada y todas las casas aparentaban estar vacías, muchas de ellas con las puertas abiertas y con el interior hecho un barrizal. Cuando llevaba recorrido más de media calzada, el alcalde vio como el forastero le salía al paso y se sentaba lentamente a la puerta de su casa para recibirle. El corazón comenzó, entonces, a latirle con fuerza, bombeando de manera dramática su sangre, aunque continuó adelante sabiéndose observado por los vecinos que se mantenían apostados en la otra punta de la calle. Cuando estuvo a la altura del forastero se detuvo. Éste pareció ignorar su presencia. El alcalde tuvo entonces la oportunidad de fijarse en el negruzco y roído ropaje de aquel hombre, que vestía como un buhonero del siglo diecinueve y que despedía un revulsivo hedor semejante al de un pútrido marjal. Haciendo un esfuerzo sobrehumano el edil carraspeó para hacer notar su presencia y fue entonces cuando el desconocido giró lentamente su cabeza, al tiempo que la elevó para obsequiarle una abominable y descarnada sonrisa que heló el corazón del alcalde. Antes que éste pudiera reaccionar, el forastero se descubrió y saludó con voz fangosa:
––Descanse en paz, señor alcalde ––sentenció.
Totalmente espantado, el regidor dio media vuelta y quiso huir, pero tras balbucear unos pasos, desorbitó sus ojos y cayó sin vida sobre el fangal de la calle. Los vecinos, que lo vieron todo, huyeron a sus casas despavoridos.
Esa misma tarde los habitantes de Verdeguer acudieron en tropel a la asociación para tomar algún tipo de solución frente a lo que estaba ocurriendo. En verdad estaban todos aterrorizados y se hablaba, incluso, de linchar al forastero.
––Es mejor quemarle la casa con él dentro ––gritó uno fuera de sí.
––¡Lo quemaremos sin que le demos oportunidad a saludarnos con el sombrero!
––¡¡Eso, eso!! ––gritaron, exaltados, la mayoría.
En esta ocasión no estaba el alcalde para calmar los ánimos y detener el desquiciado crimen que estaba a punto de cometerse en el apacible pueblo de Verdeguer.
Algunos ya se levantaron dispuestos a hacerse con algunas latas de gasolina cuando las ventanas del local se abrieron con gran estrépito y un intenso frío congeló, repentinamente, el ambiente. Todos miraron, sobrecogidos, hacía la puerta, que también se había abierto. Bajo su dintel advirtieron, horrorizados, la enjuta y oscura figura del forastero. Con la cabeza hundida sobre sus hombros, desplegó su boca con repulsiva mueca.
––Buenas tardes tengan los señores –– saludó de manera ostensible a los presentes, elevando su sombrero.
Todos se sintieron muertos.
Transcurrió más de un mes de aquel horrible acontecimiento cuando los fríos días del invierno se arrastraron, perezosos, por las desoladas calles de Verdeguer ahora solitarias y sin vida. Era como un pueblo fantasma arrasado por alguna clase de horrenda y mortífera maldición. Los cuerpos de los vecinos se descomponían en masa, desparramados por los suelos de la asociación, mientras la calle Del Ábrego yacía salpicada de innumerables cadáveres de animales. Perros, gatos y aves caídas del cielo dormitaban la vida eterna sobre el barro aún húmedo y junto al cuerpo descompuesto del alcalde. En medio de esta inmensa soledad de muerte, persistía la presencia fúnebre de aquel oscuro y temible centinela sentado a la puerta de su casa, inmóvil y con las manos aferradas sobre sus rodillas. Todo cuanto le rodeaba estaba muerto, incluso los campos que circundaban el pueblo se mostraban totalmente yermos y sus árboles secos y sin señal de vida.
Fue en uno de estos atardeceres de finales de noviembre, y en los momentos en que el día daba sus últimos suspiros entre fúnebres jirones de nubes cuando el forastero se incorporó de manera solemne y contempló las postreras luces de un tristísimo crepúsculo. Antes que el último rayo de sol desapareciera entre los oteros el forastero saludó con su sombrero al astro rey para luego alejarse lentamente hacia el sur, arrastrando los pies y la silla que portaba en su mano.
Nunca más se supo de un nuevo amanecer en Verdeguer. 

 

Relato sacado del libro NI VIVO, NI MUERTO, NI ZOMBI Y OTROS RELATOS.