Thursday 21 April 2011

CURRÍCULUM VITAE (Relato)

Este relato lo escribí hace años, allá por la época que se puso de moda en España tal formula para buscar trabajo. Era finales de los ochenta, cuando el socialista Felipe González impulsó de la noche a la mañana la apertura total de nuestro país al neoliberalismo económico. Aún recuerdo al ministro económico, Solchaga, jactarse de que el que no se hacía rico en España es que era tonto o algo parecido. Es la "belle époque"de los socialistas, que pronto se convierten en los nuevos ricos del país, y que buscan el anhelado y rápido enriquecimiento a través del chanchullo y el pelotazo. La apertura sin condiciones a esta vandálica opción económica de "progreso" produce un cataclismo laboral y económico de aquí te espero, y cierran multitud de fábricas que no pueden competir con los productos que entran de los países asiáticos. Esta acción desemboca en un gigantesco paro y recortes sociales a "gogó" en las prestaciones sociales. Como siempre sucede en tales ocasiones, las degracias se abaten sobre los "poca ropa", tal y como hoy lo estamos sufriendo de nuevo. Fue por entonces cuando entró en vigor el cursi "curriculum vitae", palabreja hasta entonces desconocida por la clase trabajadora en general. 


      Aquel domingo de marzo, Severino  encontró entre las páginas de un conocido dominical un anuncio de oferta de trabajo que le venía como anillo al dedo con su profesión. Porque Severino siempre trabajó desde edad muy temprana como peón albañil, allá por los sobrios y mágicos peñascos de las tierras de Cuenca.
Empujado por la desolación laboral en aquellas tierras, vino a la ciudad del Túria a la búsqueda de mejores perspectivas con las que poder continuar manteniendo a su mujer y a sus tres hijos.
––¡Mira, Leocadia! Aquí en el periódico viene una importante empresa que necesita peones.
––¿Cuando vas a ir, marido?
––Mañana bien temprano. No vaya a ser que se me adelante algún listo de esos.
La mujer  dejó sobre la mesa el tazón de café con leche para mirar a continuación a su hombre con preocupación y luego comentó:
––Dios quiera que te den el trabajo porque apenas nos queda dinero del que trajimos…
––¡Que sí, mujer! ¡Claro que me lo darán! Ya verás cuando les enseñe estas manos encallecidas por el pico y el cemento como dirán: ¡este si que es un buen peón!
––¿Qué empresa es esa?––preguntó la mujer.
––Pues nada menos que Destrucciones y Contratas, S.A. Seguro que ahí me darán de alta en la Seguridad Social y trabajo hasta que me jubile.
––¡Ay, Severino! ––suspiró la mujer –– Que san Pancracio lo quiera así porque de lo contrario no se que va a pasar con los hijos que nos quedan por criar.
A la mañana siguiente marchó Severino muy temprano, a las oficinas principales de la  empresa. Una vez encontró la calle donde se domiciliaba, se dio de bruces con una impresionante cola de más de trescientas personas, que se extendía a lo largo de la vía como una especie de tumulto. Sin tan siquiera suponer que aquella muchedumbre tuviera algo que ver con lo del anuncio, Severino sobrepasó la serpiente humana e intentó entrar en el local de la empresa. Entonces un inmenso griterío le frenó en seco:
––¡¡A la cola, tío listo!!
––¡¡Cateto, guarda la vez!!...
Y un montón más de improperios  que no vienen a cuento narrar aquí. Severino se volvió, entonces, totalmente abochornado:
––Es que yo sólo vengo a por el puesto de peón…
––¡Claro, idiota!–– le respondió el que ocupaba el puesto tercero de la cola ––¡Todos venimos a por lo mismo!
A Severino le cayó el mundo encima. No se lo podía creer, y por eso  intentó cerciorarse mejor:
––Pero, ¿están seguros que todo es para lo mismo?
––¡¡Qué sí, hombre!! ––berreo a coro el primer centenar de aspirantes.
Severino volvió a recorrer la cola, esta vez hacia abajo para ocupar el último lugar. A medida que lo hizo fue observando a los que allí andaban, extrañándole el hecho de que hubiera gente de todas clases y semblanzas, incluso señores encorbatados como los que trabajan en los bancos. Una vez en su sitio preguntó al de delante si habían ofertado más de un puesto de trabajo. El otro le miró con expresión bobalicona y se encogió de hombros sin responder. Muy desanimado por  el sombrío panorama, Severino intentó entablar conversación con el mismo sujeto, contándole pronto su vida y que había venido de Cuenca en busca de trabajo. También le manifestó, con notable nerviosismo, que tenía un chico de veinte años recién licenciado de la mili, y que también se encontraba sin faena:
––¡Para llamarlo al ejército sí que se acuerdan de que existe, pero lo que es para darle trabajo…! ¡Es como si después de hacer la mili te murieras! ¡A ellos qué más les da! ––se  alteró, Severino.
El otro hombre seguía con estúpida atención lo que decía nuestro peón de Cuenca, y de cuando en cuando meneaba la cabeza de tal forma que no se sabía bien si asentía o sencillamente espantaba las moscas. Sin embargo otro individuo de aspecto enjuto y resabiado, que ocupaba el antepenúltimo lugar, se volvió descaradamente para darle ostensiblemente la razón al conquense:
––¡Dice usted más verdad que un santo, oiga!
––¡Faltaba más! ––se reafirmó, Severino, ante la inesperada adhesión.
El individuo enjuto, que llevaba unas enormes gafas como de haber leído mucho en esta vida, se le acercó, y con voz tildada de pretensión de saber más que nadie, dijo:
––Vivimos en un monstruoso mercado de baratijas al que eufemísticamente llamamos civilización, ¿comprende usted?
––Perdone usted pero ahora mismo no caigo…––zozobró Severino.
Condescendiente con la ignorancia de su improvisado interlocutor, el individuo aquel abrió sus aletas nasales de tal forma que pareció como si pretendiera dejar al mundo sin aire. Luego continuó expresándose y en esta ocasión más despacio, casi silabeando:
––Quiero decir, señor mío, que el ser humano ha pasado a ser un abalorio más de los que se quedan sin salida en este descomunal mercado. ¿Lo entiende ahora? Los trabajadores somos una mercancía con mucho estocaje. ¿No está usted viendo esta vergonzosa cola?
––No, si yo la cola la veo muy bien. Afortunadamente, y gracias a Dios, tengo una vista de gato.
El hombre enjuto y de aspecto resabiado no insistió más. Con un extraño mohín en sus labios regresó a su antepenúltimo lugar, meneando la cabeza con desolación.
Después de más de tres horas a la intemperie, a Severino le llegó el turno. Una señorita remilgada y de culo alto le atendió, por fin, a través de una tronera con pretensiones de ventanilla, y le dijo:
––Ahora tiene usted que presentarse a la dirección que le pongo en este papelito, y llevar su currículum vitae junto con dos fotografías recientes.
––¿Entonces? ¿Pero no es esto Destrucciones y Contratas, S.A.? ––preguntó Severino totalmente desconcertado.
––Sí, esto es Destrucciones y Contratas pero la selección de personal se hace en la empresa de recursos humanos que le indico en el papelito.
Severino salió de allí sin entender nada. Él sólo quería trabajar, y se consideraba un buen peón albañil, ¿qué era eso del currinosequé que debía presentar ahora? Nunca hasta ese momento había oído aquella extraña palabreja que más bien le pareció un trabalenguas.
Al llegar a su casa, su mujer le esperaba para comer. Sobre la mesa lucían, solitarios, dos humeantes platos de cascotes con acelgas sobre un viejo y limpio mantel de bordes apuntillados.
––¿Qué ha pasado, Seve? ¿Estás trabajando ya? ––preguntó ella con una ansiedad que se la comía.
––¡Qué va, mujer, qué va! ––respondió el hombre, sentándose a la mesa con hambre ––¿Los chicos han comido ya? ––preguntó a su vez.
Ella asintió con la cabeza.
––¿Sabes? ––continuó hablando, Severino –– Me he pasado toda la mañana en una maldita cola. Como lo oyes, Leocadia.
––¿En una cola? ¿Y para qué? ––inquirió la mujer con curiosidad, sentándose también a la mesa.
––Pues si quieres que te diga…
Después de varios cuchareos, Severino continuó explicándose:
––¡Fíjate tú! Ahora resulta que tengo que ir a una nueva dirección que me han dado ––le enseñó el papelito ––, y llevar una especie de documento con esa palabreja que pone ahí  además de dos fotografías.
Ella lo leyó con dificultad:
––Curri-cu-lum vi- ta e. ¡Jesús! ¿Y eso qué es, Seve?
––¡Y yo qué se! ––contestó el hombre con visible malhumor.
Continuaron comiendo en silencio. El telediario de las tres daba algunas noticias sobre el paro por boca del ministro:
“…Y sólo se han perdido en los últimos meses cien mil puestos de trabajo, un diez por ciento menos que por las mismas fechas del año anterior, lo cual nos hace ser moderadamente optimistas…”
––¡Ese sinvergüenza no se ha pasado la mañana en una cola!–– exclamó Severino, atragantándosele los cascotes.
Para realizar el currículum, Severino tuvo que acudir a los servicios de una gestoría, y al no haber hecho en esta vida otra cosa que trabajar como peón albañil en la colla del tío Feliciano, poco pudo engordar el apartado de experiencias laborales y no digamos el de las referencias a estudios, titulaciones, idiomas, y demás etcéteras.
––Aquí tiene su currículum vitae, caballero. Son cinco mil pesetas.
––¿Cinco mil? –– se escandalizó Severino, echando mano de los billetes que le restaban en su vieja y despuntada cartera de plástico.
––¡Cinco mil pesetas me ha costado el papelejo, Leocadia –– dijo con enfado a su mujer nada más llegar.
––¡Jesús! Lo que hay que hacer para poder trabajar.
Severino se quitó la chaqueta y comentó con resignación:
––Habrá que darlas por buenas si entro en Destrucciones y Contratas.
––Sí, pero el tío Feliciano no te hacia comprar ningún papel para trabajar en su colla ––dijo la mujer, preocupada.
––¡Bueno, mujer, vamos a dejarlo! Al fin y al cabo los tiempos cambian, y no es lo mismo trabajar para el tío Feliciano que para Destrucciones y Contratas. Además, en estas cuestiones hay que darle la vuelta al asunto y sacarle su ventaja. Piensa que por cinco mil peseticas voy a trabajar asegurado en una empresa de categoría hasta que me jubile.
––Visto de la manera que lo cuentas –– dijo la mujer ––… Pero te sigo diciendo que tío Feliciano nunca te hizo comprar ningún papel para trabajar con él, y siempre fue muy cumplidor con tu jornal.
––Sí, en eso tienes razón –– contemporizó el hombre con nostalgia –– Tío Feliciano era un hombre recto y de palabra como pocos quedan ya. Y tenía un corazón muy grande a la hora de echarle una mano a cualquiera que lo necesitara. Lástima que dejara la cuadrilla.
––La vejez no perdona a nadie, Seve. También nosotros nos estamos haciendo viejos –– la mujer hizo aquí una pausa y miró al marido con tristeza. Luego le tembló la voz –– El invierno es malo y cruel con los que no tienen con que arroparse.

A las nueve de la mañana del día siguiente, Severino se presentó con su currículum en los locales de la empresa de recursos humanos “Los mejores y Cía”.
––Pase usted y siéntese que en unos momentos le atenderá el señor Martínez–– le informó una señorita de vistoso porte.
Transcurridos quince largos minutos, la misma señorita le hizo pasar a un pequeño despacho, muy coqueto y empapelado con variopintos diplomas.
––Siéntese usted ––le conminó secamente el señor Martínez, que por más señas era pelirrojo, y portaba un pequeño y retorcido bigotillo al más puro estilo prusiano. Severino, entonces, se apresuró en enseñarle sus manos.
––Míre, señor Martínez : yo soy un buen peón de albañil y …
––¿Trae el currículum con las dos fotografías?–– le atajó el otro sin apenas mirarle.
––Sí, señor ––buscó el sobre en el bolsillo de su chaqueta –– Aquí lo traigo todo.
El señor Martínez ojeó el documento durante unos segundos que a Severino le parecieron siglos. Después, recostándose sobre el alto respaldar de su sillón negro, miró fijamente al aspirante:
––¿Sabe usted, Severino, lo que significa currículum vitae?
––Pues mire usted, ahora que lo dice. Debe ser algo muy importante porque me han cobrado cinco mil pesetas por el papel ese.
El señor Martínez se retorció hacia arriba las punteras de su impertinente bigote al tiempo que sus ojillos color miel se clavaron, prepotentes, sobre la asustadiza mirada de Severino. Luego se recreó en humillarle:
––Es evidente que no lo sabe –– confirmó –– Lo suyo es tan deplorable como hablar de los ríos de España sin saber lo que es un río.
Severino se revolvió entonces en aquella incómoda silla que le hacía resbalar el culo hacia abajo. Por lo demás, no entendía muy bien de lo que le estaban hablando:
––Míre, señor Martínez: yo he sido siempre un buen peón de albañil allá donde me pongan –– insistió en enseñarle sus encallecidas manos ––. Me he pasado toda la vida, desde los catorce años, trabajando como un negro para llevar un jornal a casa, ¿sabe usted?
El señor Martínez le escuchaba como si oyese llover. Lejos de poner atención, miraba al techo y hacía girar su sillón con impaciencia. Al fin le interrumpió sin miramiento con otra pregunta:
––¿Sabe usted, Severino, cuál es el lema de esta empresa que dirijo?
––Pues mire usted por  donde, ahora que lo dice ––volvió Severino a zozobrar.
––No se preocupe que yo se lo diré. Nuestro lema ha sido siempre “el mejor trabajador para la mejor empresa”. ¿Qué le parece, Severino? ¿Le gusta?
––¡Hombre, yo…! Le repito que peón tan bueno y honrado como yo…
––¡Bueno y honrado! ¡Todos dicen lo mismo! ––se alteró el señor Martínez –– ¿Sabe que su currículum es de pena? Cualquiera de estos que tengo sobre la mesa es mucho mejor que el suyo. ¡Este mismo! ¿Lo está viendo? Pues bien, este señor que compite con usted para el mismo trabajo,  dice que es licenciado en historia del arte, y además le gusta jugar al tenis y escuchar música de Mozart. Como si esto fuera poco, tiene conocimientos de inglés y es mucho más joven que usted. ¿Qué me dice a esto, Severino?
Severino comenzó a ponerse nervioso. Había pagado cinco mil pesetas por aquel papel y sin embargo no contemplaba  el trabajo seguro.
––Bueno, en mi humilde opinión creo que para abrir una zanja o levantar un tabique tampoco hace falta tanto.
––Se equivoca, Severino ––aseveró el de recursos humanos con forzada calma ––. Dentro de unos momentos le haré un razonamiento, y comprenderá mejor lo que quiero que entienda. Pero sigamos con los currículum que tengo sobre la mesa… ¡Mire este otro! Este aspirante al mismo puesto de peón es geólogo y tiene treinta años. Además de disfrutar de un agradable físico, mide ciento ochenta y seis centímetros, practica la natación y otros deportes. A propósito, Severino, ¿Sabe usted lo qué es un geólogo?
Severino volvió entonces a retorcerse en aquella silla maldita, incapaz de contestar. El señor Martínez, que no termina de acosarle, menea la cabeza y chasquea la lengua con notorio disgusto:
––¡Ay, señor! ––exclamó, insufrible ––Usted cuando abre una zanja que es lo que ve ––insistió.
––Pues tierra. ¿Qué quiere usted qué vea?
––Pero, ¿sabe usted diferenciar un suelo calcáreo de otro granítico o basáltico? ¿Lo sabe?
––¡Hombre! Yo sé cuando hay alquitrán o roca.
El señor Martínez tamborileó sus dedos sobre la mesa para luego bajar la cabeza y soltar un sonoro resoplido.
––Está bien, dejémoslo ––concluyó con forzada resignación ––. Es imposible continuar cuando no hay base común de diálogo entre usted y yo. De todas formas voy a exponerle a continuación un ejemplo práctico, que de seguro le ayudará fácilmente a comprender lo que trato de explicarle, hasta ahora sin éxito: Imaginemos por un momento que usted necesita comprar un kilo de manzanas, y busca para ello la mejor oferta del mercado. Después de recorrer varias tiendas encuentra un establecimiento que las vende con una calidad que usted considera óptima y al mejor precio de los que hasta el momento ha comparado. ¿Me sigue?
––Sí, que le sigo, señor Martínez ––se apresuró Severino, más animado.
––Pues bien: usted ya se dispone a efectuar su compra cuando descubre otro establecimiento, que por el mismo precio y calidad, le ofrece ese kilo de manzanas dentro de una preciosa cestita de mimbre con un hermoso lazo de raso verde en su asa. Y ahora le pregunto: ¿qué manzanas compraría usted?
––¡Hombre! ¡Eso es de cajón, oiga! Compraría las de la cestita ––contestó, Severino, satisfecho en la seguridad de acertar en la respuesta.
El señor Martínez apenas pudo disimular una mueca de triunfo cuando reafirmó con sus dedos las puntas de su bigote.
––Pues si quiere que le diga ––prosiguió el de recursos humanos ––, yo no lo considero tan de cajón. Si lo que usted necesita son manzanas ¿Por qué su interés en la cestita? ¿O es que también se la iba a comer?
––¡No señor! ¡Faltaba más! ––contestó el aspirante, perdiendo de nuevo el penoso hilo de la conversación con aquel tipo.
––Aunque fácilmente puedo imaginar ––continuó el señor Martínez sin dar cuartel –– que usted ha preferido a igual calidad y precio, elegir las manzanas de la cestita por una simple cuestión de imagen o porque pagando el mismo dinero ha considerado que obtiene algo más a lo que puede dar alguna utilidad. ¿Me equivoco?
Severino volvió a respirar de nuevo.
––No se equivoca, señor Martínez. A mi mujer le gustan las ofertas así porque le busca apaño a todo.
––Eso esta bien porque intuyo que su señora es una persona inteligente.
––Sobre todo es muy buena madre y procura lo mejor para la familia, señor Martínez. Si usted conociera a mi Leo…
––Bueno, bueno ––atajó el señor Martínez––. ¿Le ha quedado claro el mensaje del ejemplo ilustrativo que le he puesto?
––¡Como el agua, señor Martínez! Yo compraría las manzanas de la cestita –– dijo Severino con alegría, pensando que por fin encarrilaba de forma positiva la maldita entrevista.
El señor Martínez entró ahora a matar:
––Pues me alegro por usted porque así comprenderá mejor que Destrucciones y Contratas, S.A. contrate por el mismo salario a una persona más culta, más joven y ¡por qué no decirlo!, a alguien más presentable y con menos tripa que usted.
Las palabras del señor Martínez cayeron como un jarro de agua helada sobre el pobre Severino, que se lamentó de su estupidez al cavarse el mismo su tumba con las dichosas manzanitas. De pronto la desesperación hizo presa de su ánimo:
––¿Y mi experiencia, señor Martínez? ¿Acaso mi experiencia no cuenta?
––También los dinosaurios tenían millones de años de experiencia y, sin embargo, su falta de adaptación los llevó a su extinción.
El señor Martínez se tomó ahora una prolongada pausa y después continuó machacando sin miramiento alguno al derrotado aspirante:
––Créame si le digo, que las personas como usted, que no han tenido visión de futuro, que no han sabido o querido adaptarse a las nuevas exigencias del mercado, están condenadas a desaparecer. Usted y las personas como usted ya no tienen cabida en una sociedad donde la imagen y la preparación a todos los niveles son factores tan importantes a considerar como la productividad o más.
Severino arrastró la vista por el suelo con desolación. Se sentía muy mal porque lo vio todo perdido y por eso, en esta ocasión, suplicó con las lágrimas desbordando sus ojos:
––¡Tengo tres hijos y una mujer que alimentar, y apenas me queda dinero ni para pagar el alquiler de la casa…! ¡Necesito ese trabajo, Señor Martínez!
––¡Cállese, hombre, cállese! –– espetó de mala manera el señor Martínez –– ¡Que para atender miserias están las casas de caridad y no las empresas de recursos humanos! Afortunadamente, y para bien del progreso de nuestra pujante y moderna sociedad, se acabaron para siempre las empresas paternalistas que se compadecían del primer pelagatos que le contaba su vida. Estamos en Europa, Severino, y dentro de una economía altamente competitiva que nada quiere saber de miserias y fracasos. ¿Sabía usted que antiguamente la gente huía de los apestados? Pues bien, en los albores del siglo veintiuno la gente huye de la pobreza y de la gente, que como usted, la pregona. La pobreza es la peste del nuevo milenio y usted es un apestado, amigo mío. Pero ese es su problema no el mío.
Se hizo un largo y desgraciado silencio. El rostro sanguíneo del señor Martínez rezumaba satisfacción por todos sus poros. Severino pensó en Leocadia y en sus hijos, en su lejano pueblo y en los días felices que ya nunca volverían. Mientras tanto, el señor Martínez le observaba con terrible indolencia.
––¿Y qué voy a hacer yo ahora a mis cincuenta años? ¿Dónde podré ganarme mi pan y el de los míos? Yo ya no tengo ni edad ni tiempo para estudiar –– adujo Severino con voz temblona y arrostrada por la desesperación.
––Le repito que ese no es mi problema, señor mío ––respondió el señor Martínez ordenando los papeles de su mesa ––. En todo caso puede regresar a Cuenca y buscar a ese tal Feliciano. Siempre quedará alguna chapuza que hacer por aquellas tierras. A las grandes empresas ya no les interesa personas como usted, habiendo tanto donde elegir.
Severino miró entonces a aquel hombre con rabia contenida. Por un momento sintió una necesidad imperiosa de golpear su malévolo rostro y romper para siempre su cínica y cruel sonrisa. Pero se contuvo porque no quiso crearse más problemas de los que ya tenía. Su voz derrotada apenas fue perceptible cuando dijo:
––Entonces está claro que no me va a dar el puesto de peón, ¿no es así? ––
––Así es, Severino –– respondió el señor Martínez sin ceder en un ápice su fría sonrisa.
––Devuélvame entonces el papel que le he dado y también las fotografías.
––Eso es imposible. Me lo he de quedar para justificar el tiempo que he perdido con usted. ¿O acaso cree que trabajo gratis?
Severino abandonó la empresa de recursos humanos tremendamente afectado. El sol del mediodía era de lo más luminoso, pero para él todo estaba más negro que el azabache. Caminaba como sonámbulo por el centro de la gran ciudad, envuelto en el ir y venir de gente anónima imbuida en ropas caras, y saturada de esos perfumes de moda que suelen despacharse en los selectos almacenes. Todos pasaban a su alrededor dejando tras sí un rosario de retazos de conversaciones banales, risas despreocupadas, gestos y miradas fortuitas e indolentes… Con los ojos apagados por la tristeza, Severino, observó pasar aquellos espléndidos mercedes de imponente eslora con soberbios y suficientes conductores, que de seguro, no dudarían en atropellarle porque él era un dinosaurio a extinguir, un apestado a eliminar.
Severino se sintió, entonces, solo y perdido en un mundo que le era desconocido y hostil, y donde todos parecían vivir bien menos él. En esos instantes añoró con infinita nostalgia al tío Feliciano y su colla de Cuenca; echó de menos el botijo a pie de tajo y la navaja con el trozo de queso duro entre los dedos. Pero ya no había posibilidad de una vuelta atrás porque lo vendió todo para venir a la gran ciudad.
Cuando Severino arribó a su casa, dos platos de humeantes lentejas posaban sobre un denostado mantel de a cuadros azulones.

Saturday 16 April 2011

AL AMANECER (Relato)


CASARSE POR LA IGLESIA ES UN PELIGROSO ASUNTO MIENTRAS PERSISTA EN SU RITUAL ESO DE "HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE". 


María regresa a casa después de su trabajo como empleada de hogar en casa de doña Remedios, que vive en una de las barriadas más lujosas de la ciudad. En el autobús conversa animadamente con una compañera de oficio con la que a menudo coincide en su regreso diario a su hogar. Mientras lo hace, se olvida de ella misma y de esa morada que le espera, sórdida y sin futuro.
María tiene un carácter alegre, repleto de vida. Nadie que no la conozca puede llegar a intuir siquiera que por esa vida sólo caminó el desencanto y la desdicha. Tuvo un hijo que la droga envió al cementerio y una hija que casó muy joven y de la que apenas le llegan noticias. Pero María aún tiene ganas y voluntad de vivir.
Son más de las seis y la casa está oscurecida. Sólo la habitación de su madre está encendida. La cuidadora social sale de ella con el chaquetón puesto, deseosa de abandonar el lugar. María le pregunta por su madre, si esta vez le ha dado mucha guerra. La joven sonríe y se despide hasta el lunes. La madre de María está postrada en una cama desde hace algunos años. Además de vejez, tiene perdida la cabeza y de cuando en cuando llama a sus muertos en medio de terribles alaridos. La vieja dice que se encuentran todos en la habitación.
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María se ha desvestido de sus ropas de calle y se pone la bata dispuesta a prepararle la cena a Antonio. Es viernes y sabe que tardará algo más en regresar del tajo porque, como siempre hace, pasará antes por el bar. Ella está harta de él y de ese como siempre suyo, sin futuro y sin esperanza. María, a sus cincuenta y dos años, se siente aún joven y se sabe de buen ver porque algunos hombres aún resbalan deseosas miradas por su cuerpo. El portero de la finca donde vive doña Remedios parece muy interesado por María. Es viudo y tiene un piso en la capital y un apartamento en la playa y se los ha ofrecido en numerosas ocasiones a María. Algunas veces la ha invitado a tomar café a la salida de su trabajo con doña Remedios. En ocasiones ella deja volar su imaginación en la dicha de poder ser aún feliz y ser amada como ella desea, pero tiene a su madre como está y luego Antonio…

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Antonio ha cambiado mucho en aquellos treinta años de convivencia juntos. María piensa que ya no es lo que era o lo que es peor, que en realidad nunca fue lo que ella pensó. Por eso se siente engañada por la vida y también por ella misma en su ingenua pretensión de alcanzar esa maravillosa quimera que sólo encontró en las novelas y cuentos de hadas. Cuando fue joven siempre esperó ese príncipe azul que, agazapado en algún recóndito lugar de su destino, saldría a su encuentro para amarla y protegerla siempre. Y todavía continúa esperándolo.
María pertenece a esa raza de mujeres que sonríen mientras lloran, y que ahogan sus penas con una extraña alegría tan admirable como incomprensible para aquellos que saben de su desdichada vida. Sin embargo su corazón está al límite de una desesperación que ahonda cada día que pasa. Necesita irse muy lejos, huir del funesto y desolador escenario que sin tregua ni cuartel la atenaza y que pugna por destruirla.

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En la calle batea un viento molesto que sacude las raquíticas copas de los árboles que salpican la barriada obrera. Quizás llueva esa noche, piensa María bajando la persiana que protege la ventana de la cocina. Sus pensamientos se rompen cuando los chillidos de la vieja la reclaman con insistencia. Quizás tenga que lavarla otra vez. Y así un día tras otro.
El día anterior recibió una carta de su hija. En ella le dice que están pasándolo muy mal, que su compañero se ha quedado parado y que no saben como van a continuar pagando el alquiler del piso. Sólo escribe para darle malas noticias. Tiene una nieta a la que sólo vio una vez y que conserva en una fotografía que guarda en su monedero. A veces la mira detenidamente, deseándole todo cuanto ella no tuvo. Cuando lo hace, un sentimiento terrible oprime su garganta y sus ojos se nublan de silenciosas lágrimas. Quizás tampoco ella encuentre ese príncipe azul que se merece, quizás el príncipe azul no exista, quizás sólo los Antonio existan también para ella.

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María es muy querida por la gente del barrio. Dicen que ha tenido mala suerte y los cuchicheos rondan alguna que otra tragedia para ella porque su hombre es peligroso. Antonio es rudo y silencioso. Nadie apenas sabe de él, sólo que trabaja en los tajos donde allí se presentan. Antonio posee una poderosa humanidad corporal y tiene unas manos que dan miedo. En los bares suele beber solo y apenas se relaciona. Cuando lo hace, sus intervenciones son ásperas y amenazadoras. Tiene un talante maldiciente y chasquea la lengua a modo de mortal aviso para el osado que se cruza en su camino. Cuentan que una vez destrozó la mandíbula de un capataz de un solo golpe.
Allá por la juventud, a María le sedujo la primitiva personalidad de Antonio; su fortaleza, su cuerpo, su carácter dominante. Era lo que daba la época y María soñó con Antonio. Él podía ser su príncipe azul, su hombre que la defendiera de todos los acechos del mundo. Tendrían hijos, prosperarían y Antonio sería alguien importante. Pero el tiempo pasó y aquellos deseos se tornaron en simples ensoñaciones que, como inútiles volutas de humo, nunca cuajaron. Ahora Antonio es su más pesada y penosa cadena, el más sórdido y sombrío futuro que le ofrece la vida. Yacer con él en el lecho, respirar sus repugnantes efluvios mezclados de alcohol, soportar su grasiento y voluminoso vientre contra el suyo se ha tornado para ella en la peor de las torturas.
Antonio sospecha de los pensamientos de María porque un día la advirtió que sólo la muerte les separaría. Aquello la golpeó como una sentencia, como un claro aviso que vetaba cualquier opción que no fuera sucumbir al destino que un lejano día, un cura la atara a aquel hombre.

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El viento parece crecer en intensidad, haciendo estremecer la persiana de la ventana de la cocina. También se le escucha pulular por las rendijas del resto de la casa que ahora está en silencio. Es un viento extraño y silbante que produce en María cierto temor. Ella calcula el tiempo y pone una olla de agua a calentar para los pies de su hombre. Antonio tiene los pies destrozados desde hace tiempo. Cuando camina lo hace de forma sufriente y grotesca. Algunos cuchichean a su paso porque parece que va pisando huevos. La mala circulación le ha producido descarnadas y purulentas llagas que limpia todas las noches con agua caliente mezclada con sal y yodo.
María reza para que esa noche venga tan borracho que sea incapaz de cohabitar con ella. No cree soportarlo una vez más. En pocos minutos escucha como la llave titubea varias veces ante la ranura de la cerradura de la puerta hasta que la penetra con firmeza. Antonio se recorta, entonces, bajo el dintel de la cocina y mira a María con ojos de animal herido. El trabajo ha sido duro ese día y los pies le producen un lacerante dolor. Deja sobre la mesa el sobre con el jornal de la semana y se retira a continuación para sentarse pesadamente en el penumbroso saloncito a esperar. Ella le escucha respirar y murmurar, maldiciente, mientras se quita los zapatos y los calcetines. Pronto su mal le impedirá trabajar en el peonaje.
Cuando llega María con la jofaina, Antonio no la mira. Ella tampoco le pregunta por el día ni por sus pies. Hace tiempo que María y Antonio dejaron de preguntarse, de interesarse el uno por el otro. Antonio exhala un terrible hedor a alcohol que a ella le produce profundas náuseas. El hombre introduce los pies en la palangana con un rugido de alivio y María regresa a la cocina para terminar de prepararle la cena. Desde allí escucha clamar a la vieja en la habitación aunque nadie parece escucharla. María la atenderá cuando hayan terminado de cenar, aunque ella lo hará en la cocina. Evita en lo posible sentarse con Antonio.
Pero esa noche no es igual a otras noches porque algo siniestro flota en el ambiente, algo que a María le da miedo. Hay mucho silencio; un silencio solemne roto sólo por las ululantes ráfagas de viento y la vieja. Antonio deja de mirarse los pies y revuelve sus ojos para posarlos en los movimientos de María que trasiega en la cocina. En ellos hay una extraña fijación, como una sobrecogedora determinación. Después la llama:
––El otro día te vi andando con ese portero –– le dice, mirándola directamente a la cara.
Ella no contesta y regresa a la cocina. No quiere discutir aunque presiente que algo malo está a punto de suceder. Su mente revolotea buscando el momento en que Antonio la pudo ver. Ella sólo ha tomado café con el portero un par de veces, quizás tres. La última fue al principio de esa semana. Ambos estuvieron sentados en un velador de la cafetería de la esquina donde María trabaja. Fue en esa ocasión cuando el portero la tentó para que abandonara a Antonio y se fuera a vivir con él. Sí, quizás la viera el lunes, quizás Antonio fue a espiarla ese día. En su tribulación, la mujer pensó que su situación no podía mantenerla por más tiempo y se rearmó de valor dispuesta a enfrentarse a Antonio. Entonces el hombre volvió a llamarla con voz ronca:
––¡Qué quieres ahora! –– le espetó María con firmeza.
––Quiero que me digas lo que te traes con ese hombre ––respondió Antonio, esta vez sin mirarla.
––¿Qué me tengo que traer? Ni con ese hombre ni contigo.
Antonio chasqueó la lengua y meneó la cabeza como mostrando infinita paciencia. A pesar de la brutalidad que emanaba su imagen, él nunca pegó a María. Luego volvió a sentenciar con estudiada calma:
––Juntos hasta que la muerte nos separe, María. Lo dijo el cura.
Sus palabras le sonaron a María como una amenaza. Sin embargo no se amedrentó. Algo le decía que en esa noche debía terminar su suplicio. En esta ocasión las palabras salieron de su boca tal cual, sin miedo, como lo sentía en aquellos instantes:
––Tú te has equivocado de mujer, Antonio. Yo no estoy aquí sólo para hacerte de comer y abrirme de piernas cuando se te antoja. Eso tiene que terminar y va a terminar.
Al escucharla, el hombre resbala su mirada por el cuerpo de la mujer y lo hace con asco. Luego baja los ojos y seca sus pies mientras escupe terribles palabras de reproche y desengaño:
––¿No eras tú la que siempre esperabas, ansiosa, a que yo llegara, puta zorra? ¿Ahora quieres probar la de ese portero?
Los ojos de María explotan repentinamente en lágrimas. Toda su vida pasa ahora por su mente como un espantoso torbellino de desdichas. Piensa en su hija y en aquel pobre hijo suyo que se han comido los gusanos. A María le cambia entonces la cara. Hay algo en su interior que atenaza violentamente su pecho como una inmensa vorágine que pugna por salir y que le grita que termine de una maldita vez con la pesadilla que la consume. Sus lágrimas se secan repentinamente para dar paso a una gélida mirada cuando sentencia:
––Quiero que te vayas de esta casa para siempre, Antonio.

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Por un instante el hombre acusa el impacto y queda inmóvil. Después continúa con lo que está haciendo y se ajusta con cuidado los calcetines sobre sus llagados pies, haciendo a continuación lo propio con los polvorientos zapatos. La firmeza con que ata los cordones da espanto. Son momentos muy angustiosos para María que conoce bien a Antonio. El silencio arropa la escena de manera agobiante. El viento ha huido de la casa y la vieja parece contener la respiración allá al fondo, en su habitación.
Cuando Antonio gira la cabeza para mirar a la mujer, sus ojos están encendidos. Ella nunca le ha visto así y comienza a tener miedo, un miedo terrible a lo que pueda sucederle. Sin embargo, Antonio, baja pronto la mirada y parece contentarse con arrimar la silla a la mesa de un brutal golpetazo. Con los ojos perdidos en un punto de la habitación, el hombre le pide a María de cenar mientras balancea misteriosamente la cabeza como reafirmándose en algo de lo que él solo sabe.
María marcha presurosa a la cocina. De repente le ha abandonado el valor y el menaje le tiembla entre las manos. Está arrepentida de lo que ha dicho y tiene miedo a la represalia de Antonio. Pero aún así no piensa pedirle perdón porque, entre otras cosas, de nada serviría hacerlo con un hombre como aquel. Porque Antonio no es como los demás, Antonio no es humano. María recuerda que ni tan siquiera fue a despedir al hijo al cementerio, ni le visitó los meses que estuvo hospitalizado. Cuando supo que tenía sida, el hijo acabó para él.
Le sirve la cena y marcha después a la habitación de la madre. Cuando María entra, la vieja se cubre el rostro y comienza a gritar. La hija la destapa entonces con firmeza y observa que los ojos de la madre están espantados, como si hubieran visto algo que la ha aterrorizado. La vieja continúa gritando mientras María la despoja del camisón para hacerle la limpieza. En ese instante la mujer siente como algo enorme y tosco le atrapa el cuello por la espalda. Es la inmensa mano de Antonio que se cierra implacable sobre su garganta dejándola sin voz ni aliento. Ante la asfixia de la muerte, ella intenta girarse, intenta pelear desesperadamente por su vida, pero la terrible tenaza no da cuartel y ella pierde el sentido. Antonio, entonces, no ceja en estrujar más y más aquel cuello hasta que escucha crujir sus vértebras. Antonio siempre termina concienzudamente cualquier trabajo que comienza.
La vieja ha dejado de gritar y ahora duerme plácidamente. El hombre coge a María en brazos y la lleva a la habitación para recostar su cuerpo en la cama conyugal. Luego se desnuda despacio, como lo hace siempre y se deja caer a plomo a su lado. Piensa levantarse al día siguiente muy temprano, al amanecer…

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Con los primeros clarores del alba Antonio se incorpora y mira a María. Su mano tiembla al acariciar el rostro frío de la mujer, que aún mantiene los ojos abiertos. Sin apartar la mirada del cadáver, se viste tan lentamente como se desnudó la noche anterior y abandona poco después la casa. Su enorme figura camina penosamente, como sombra maldita, por las solitarias calles del barrio. La obra donde trabaja está cerrada pero la penetra, violentando la débil portezuela de la valla metálica. Sin detenerse sube despacio hasta alcanzar la quinta planta del edificio en construcción y allí contempla, con ojos perdidos, los tímidos rayos de sol que clarean el nuevo día y exclama:
––¡Hasta que la muerte nos separe, María!
Después cae al vacío como un descomunal fardo.

Fin