Friday, 17 January 2025

SUCEDIÓ EN CHICAGO.(Próxima novela)

 

 


 




Chicago amaneció tan insoportable como siempre, llena de contaminación, de atascos y de gente presurosa que corre hacinada en los metros, en los coches, por las calles... Todas parecen tener algo que hacer y a un sitio donde ir, aunque bien es cierto que en su inmensa mayoría acuden a ese trabajo que ayuda a sobrevivir y poco más. En realidad visto desde las alturas es como ese hormiguero que a veces observamos con curiosidad donde miles de individuos van de un lado a otro, se entrecruzan, tropiezan o se saludan y continúan adelante con algún tipo de ignorado propósito. Aunque es fácil deducir que, a igual que los humanos, también estos bichitos tan bien organizados van a currarse el pan de cada día, aunque eso sí, suponemos que, para su bien, sin ese corrosivo miedo al despido o a no encontrar ese empleo que angustia a nuestra brillante y competitiva sociedad.

Perdido en la inmensa marejada de coches que chorrea de la autopista a la ciudad, viaja un precioso BMW descapotable color azul metalizado, pilotado por un joven de pequeña estatura y rostro agobiado que tamborilea con impaciencia sus dedos sobre el volante. Se llama Pitti, Frank Pitti. Su apellido le fue donado por su madre italiana ya que el padre sólo existió en un lejano encuentro en la oscuridad de una sórdida portería.

A sus treinta y cinco años, Pitti está orgulloso de sí mismo porque viniendo de la nada ha sido capaz de encarrilar con buen pie el llamado “sueño americano”.

Y esto es así porque Pitti sacrificó su desgraciada infancia garabateando todo lo que caía entre sus manos. Paredes, puertas, tapaderas de váter y hasta un pequeño gato al que previamente rapó al cero para pintarle las fieras rayas de un tigre. Todo esto le sirvió para despertar su creatividad y disfrutar hoy de un modesto puesto de diseñador en una mediana agencia de publicidad.

A medida que la culebra de coches alcanza el centro de la gran ciudad, el tráfico se ralentiza aún más y se hace insoportablemente denso .Pitti agoniza pensando en el odioso reloj que tiraniza la asistencia y la puntualidad de los empleados de H.H.&Schwarzkopf. En realidad y a pesar del dulce ensueño americano, Pitti vive inmerso en una continua pesadilla con sobresaltos de infelicidad porque conoce bien la selva donde se mueve. Sabe que su puesto de trabajo, conseguido con tanto esfuerzo, siempre estará en peligro y asediado por advenedizos y trepas sin escrúpulos que querrán arrebatárselo de la peor manera, y esto lo sabe muy bien porque él mismo escaló su éxito profesional empleando la zancadilla oportuna, la puñalada trapera y otras innobles artimañas de superación en la vida. En esta, su agónica lucha por ser un triunfador, le asaltan continuos miedos a ser desalojado de su modesto podio profesional. A pesar de su juventud, tal situación ha hecho del joven Pitti una persona mezquina y desconfiada, además de un solitario empedernido que sólo vive para defender con uñas y dientes un trabajo que le permite disfrutar de ese coche de cincuenta mil dólares que conduce y de un apartamento de unos pocos metros alquilado a las afueras de Chicago, en una digna urbanización de clase media.

Pitti. apenas tiene familia, sólo su madre que malvive en una zona mísera al sur de la ciudad a la que visita de tarde en tarde. Tampoco tiene amigos. A veces, cuando con los compañeros de trabajo sale a relucir lo importante que es la amistad y tener amigos, Pitti calla y no opina; se hace incluso el loco y mira a otro lado para evitar que le pidan su opinión. Amigos para qué, se pregunta entonces. Porque para él no hay más amigo que su coche, al que cuida y mima hasta lo ridículo. En cierta ocasión alguien le puso en el compromiso de opinar sobre este asunto y Pitti contestó con algo que en una ocasión leyó en algún sitio y que desde entonces había asumido como un mantra a seguir al pie de la letra:

––Mi mejor amigo soy yo mismo ––respondía muy puesto.

Y con las mujeres, pues tampoco las trataba más allá del oportuno alivio por miedo a involucrarse demasiado con ellas. El matrimonio era lo menos que podía interesarle en cuanto era consciente de la atadura de gastos de todo tipo que conllevaba además de la pérdida de libertad de movimientos necesaria en su carrera al éxito.

Años atrás conoció a Alicia, una preciosa joven que ciertamente le hizo tilín y con la que anduvo unos meses. La pobre tuvo que soportar las neuras y desplantes de un Pitti obsesionado por mantener su triste soledad hasta que un buen día, ella le confesó que iba a tener un hijo y él salió en estampida y no paró de correr hasta llegar a su trabajo. De la chica nunca más llegó a saber ni él tampoco se preocupó.

Apenas faltaban un par de minutos para las nueve cuando nuestro joven triunfador fichó en el reloj empotrado a la entrada de la empresa. Luego, como hacía todos los días cogió las llaves del estudio, que colgaban entre la de otros despachos, y al poco se encontró frente a su mesa inundada de fotos y algunos bocetos de diseños. Comenzó a ojearlos de nuevo, dándole vueltas y más vueltas sin que aflorara la chispa necesaria para una importante campaña de lanzamiento de zapatos especiales para señoras de más de noventa kilos. Ciertamente el mundo del diseño y la publicidad es bastante duro porque en ocasiones y cuando más lo necesitas, se le seca a uno la sesera de tal forma que no eres capaz de discurrir ni sobre un espárrago vestido de flamenca, por lo demás cosa bastante fácil como todo el mundo sabe. Pero el diseño de esta nueva campaña había atragantado a Pitti de tal manera que el trabajo le estaba costando más tiempo de lo aconsejable en estos ambientes profesionales. Y lo terrible del asunto era que te llamaran al despacho de los jefes y que no tuvieras nada nuevo que presentarles ese día. ¡Buenos eran los hermanos Schwarzkopf para comprender y mucho menos asumir que Pitti podía estar pasando por un periodo de sequía imaginativa!

Esa mañana Pitti ni se atrevió a bajar a la cafetería para desayunar por el temor a encontrarse con alguno de sus jefes y que éste le preguntara por el trabajo, pero a pesar de sus cautelas no consiguió apurar la jornada sin escapar al sobresalto de una llamada telefónica que le ordenaba presentarse inmediatamente en el despacho de los jefazos. Con el rostro descompuesto, Pitti acudió presuroso y recorrió el largo pasillo franqueado por pequeños departamentos con la mirada fija en la puerta del final. Con la mierda en el culo llamó y pidió permiso. Al entrar se encontró con Henry Schwarzkopz que observaba un calendario de mesa. El hecho de que allí no se encontrara su hermano Horst, el más viejo de los dos, le tranquilizó aunque no mucho. Henry levantó la cabeza y preguntó sin más rodeos:

––¿Tiene algo nuevo que enseñarme sobre la campaña de zapatos?

Aquella era la pregunta fatal de esa mañana. Para evitarla había incluso renunciado a desayunar. Pero no había logrado escapar.

––Estoy terminando de perfilar una idea... ––apenas respondió, Pitti, tartamudeando.

––Pues no se duerma que el viernes viene el cliente y habrá que enseñarle algo. Mañana y antes que finalice la jornada quiero sobre mi mesa al menos un par de layout sobre este asunto ¿entendido, señor Pitti?

––Sí, si, señor Schwarzkopz ––hizo un par de ridículas reverencias.

––Y otra cosa más ––añadió Henry Schwarzkopz ––He pensado que usted necesitaría a alguien más en el estudio para que aprendiese el oficio y le ayude. Tengo a un joven, hijo de un banquero amigo mío, que parece que dibuja bastante bien. Le he dicho que se incorpore mañana y lo probaremos. ¿Le parece bien, señor Pitti?

Pitti estuvo a punto de gritar que no necesitaba ayuda, que se bastaba él sólo en su trabajo. Aunque su respuesta fue pobre y temerosa.

––Bueno, yo...

––Me alegro que estemos de acuerdo, señor Pitti. Puede retirarse.

Pero Pitti no estaba de ninguna de las maneras de acuerdo, ¿cómo iba a estarlo? Le terminaban de colar un peligroso caballo de Troya, un miserable enchufado y nada menos que al hijo del banquero donde los Schwarzkopz disponían de sus cuentas corrientes y créditos. En esos instantes se sintió más perdido que un indigente en el Sheraton y miró a su jefe con cara de conejo degollado, quizás con la pretensión de inspirarle lastima. Pero más lejos de que esto ocurriera, Henry Schwarzkopf le devolvió la mirada con su habitual frialdad germana y se limitó a ordenar:

––Cierre la puerta al salir, señor Pitti.

El joven abandonó el despacho y recorrió en sentido contrario aquellos cincuenta metros de pasillo, más abatido que un jubilado sin paga. Algunos compañeros de los despachos contiguos le observaron a través de las cristaleras y comenzaron a montarse una sordo pitorreo a su costa. En realidad la mayoría de ellos dispensaba a Pitti cierta inquina –– digamos que más bien cochina envidia ––por sus innegables dotes de trepa y peloteo, virtudes, por lo demás, muy cotizadas entre las nuevas castas de jóvenes irreversiblemente podridos por el sistema, que agonizan día a día por salir del charco de la mediocridad al precio que sea. En realidad casi todo el mundo en Schwarzkopf intentaban imitar las malas artes de Pitti, pero les faltaba su chispa, ese arte genuino e intransferible que disponía Pitti para enmascarar sus perversas maniobras sin perder por ello su aire inocente de chico bueno, sobre todo, ante sus jefes.

Cuando Pitti llegó a su departamento, cerró la puerta y colgó el habitual y pomposo cartelito en la puerta de “No molestar. Genio pensando” y corrió las cortinillas de las cristaleras para no ser observado por el resto de compañeros. Después se sentó en la soledad de su pequeño y desgastado sillón giratorio con la mente absorbida por la temible noticia que le terminaban de dar. El caso era que eliminar al nuevo competidor no iba a ser de ninguna de las maneras tarea fácil y máxime con el currículum de familia que portaba el afortunado bajo el brazo. Se lamentó de aquella clase de injusticia que permitía el disfrute de una vida fácil y exitosa simplemente con el garante de un buen sello de nacimiento. Unos venían al mundo en cajas de cartón y otros en cunas de artesonado dosel con preciosos brocados, y bajo la bonachona y complaciente sonrisa del propio Dios. Y si este Dios consentía estas fragantes injusticias, unos tanto y otros tan poco, ¿quién podía censurarle a él armarse de los medios necesarios para intentar defenderse y evitarlas, fuesen éstos los más ruines del universo? ¿Quién podía exigirle que fuera más honrado y ético de lo que el mismo Dios lo era?

Estos dislocados razonamientos entre otros menos trascendentales y algo más domésticos, ayudaban a Pitti a mantener alejados sus escasos escrúpulos a la hora de procurarle la ruina al primer semejante que se le pusiera a tiro, siempre que él fuera el beneficiario universal de su desgracia. ¿Acaso no cumplía así con la ley natural de una selva de la que nadie escapaba?

Pitti tornó a darle vueltas y más vueltas a los bocetos de la odiosa campaña de zapatos de tacón para señoras gordas, y desesperó ante la basura de diseños que había realizado. Pero continuaba completamente embotado, incapaz de parir una mierda pinchada en un palo y que además fuera vendible. Luego se atormentó más aún, al considerar que el niñato enchufado del banquero pudiera parir alguna idea que gustara a Henry Schwarzkopf. Si esto llegaba a suceder, adiós a su anhelada pretensión de conseguir subir en el escalafón y culminar su meta profesional como Director de Cuentas de la empresa y ¡quién sabe!, si incluso podía dar con sus huesos en la calle. Entonces tuvo claro que debía llevarse el trabajo a casa y conseguir resultados aunque toda la noche tuviera que pasarla en vela.

Cuando terminó la jornada laboral, marchó al garaje y cogió el coche, abandonando el lugar a toda máquina. Las colas y atascos a esas horas de la tarde eran más o menos los mismos de por la mañana y por tanto con más paradas que la de un autobús suburbano. En esta ocasión Pitti no encendió la radio porque su cabeza continuaba obsesionada en cómo librarse del nuevo recomendado. Lo que más le preocupaba era que, además de rico, el chaval fuese inteligente y con mejores ideas que él. Pero, ¿qué podía hacer? De pronto se le ocurrió visitar a su madre esa misma tarde y pedirle consejo. La madre no es que, precisamente, diera buenos consejos, porque además de borracha, era aficionada a la brujería, y en ocasiones, le daba a los hechizos, casi siempre por dinero y para perjudicar al prójimo. Ésta vivía en el extrarradio de la ciudad, en una barriada marginal y polvorienta, denominada eufemísticamente Lostskay, ––cielo perdido ––donde se levantaban decrépitas e insalubres viviendas de madera y algunas autocaravanas aparcadas en el lugar de por vida, incapaces de ir a ningún sitio que no fuera al desguace. Ni que mentar tiene que los habitantes de tan desgraciado lugar lo componían en su gran mayoría gente pobrísima, emigrantes sin papeles, drogadictos y personas olvidadas de cualquier clase de fortuna. Pitti llegó a Lostskay al anochecer. Un viento terral soplaba en esos momentos en las sucias calles de la barriada, llevándose por delante papeles, latas vacías de cerveza, y toda clase de inmundicias habidas y por haber. Porque Lostskay era un lugar inmundo donde apenas se conocía la existencia de servicio de limpieza alguno. La casucha de su madre se encontraba unos cincuenta metros alejada de las últimas viviendas y el sedán de Pitti aparcó con seco frenazo frente al desvencijado porche donde colgaba una mortecina bombilla.

––¡Mamá, mamá...! ¡Soy yo, soy Pitti! ––gritó el joven desde la puerta, dudando entrar.

Segundos después la puerta se entreabrió con un chirrido de película de miedo y una cabeza vieja y desgreñada con una colilla en la boca asomó y escudriñó al recién llegado.

––Pero, ¿es que ya no conoces ni a tu hijo? ––se quejó Pitti.

––¡Ah, yo que sé! ¡Hace tanto tiempo que no vienes por aquí!

––Bueno, ya sabes que el trabajo...

––Venga, pasa. A veces pienso que te avergüenzas de tu propia madre.

––Las cosas que dices ––penetró Pitti al interior de la repugnante choza donde pasó gran parte de su infancia. El hedor que flotaba en el ambiente era aún más insoportable que la última vez que la visitó.

––¡Qué peste hace aquí! ––exclamó ––¿Es que no limpias nunca?

––¡Mira el señorito! ¡Págame tú una asistenta! ––espetó la vieja, sentándose en una apedazada hamaca repleta de lamparones–– Aún estoy esperando que cumplas la promesa que me hiciste de arreglarme el tejado. Cuando llueve, no doy abasto en achicar agua. Esto parece un barco a pique... Bueno, ¿me has traído algo?

Pitti sacó de la bolsa de deporte que llevaba, una botella de ron del más barato y un par de cajetillas de tabaco rubio.

––Claro, mamá. Tú sabes que siempre me acuerdo de ti ––se lo dio a la vieja con una amplia sonrisa.

––¡Ah, bergante! ¡Cómo sabes lo que me gusta! –– se mostró la vieja feliz, ampliando una sonrisa flanqueada por un par de ruinosos caninos.

––Sí, pero sabes que todo esto te matará.

––Bah, tonterías. De algo hay que morir. Bueno, siéntate y dime a qué has venido, porque a verme seguro que no.

Pitti agarró la silla menos podrida para sentarse. Con un brusco meneo desalojó al felino que allí dormitaba y se sentó, dispuesto a explicarle a su madre el asunto que le traía.

––Necesito que me ayudes ––dijo el joven –– Hay alguien que puede hacer peligrar mi trabajo, madre. Quiero que me des algo...En fin, ya sabes, algún potingue de esos tuyos.

Un ronquido profundo hizo, entonces, que Pitti revolviera sus pupilas al suelo y allí encontró al gato negro aquel, que había desalojado de la silla, mirándole fijamente. Sus orejas estaban replegadas hacia atrás como en posición de ataque.

––¿Qué le pasa al gato este? ––se inquietó, Pitti.

––No le eches cuenta. Te prepararé una pócima infalible, pero esta vez te costará el dinero.

––¿Le vas a cobrar a tu hijo...?

Los gruñidos del gato se hicieron insoportables. Tanto que protestó Pitti:

––¡Pero, bueno con el bicho este...!

––¡Largo de aquí, Malatesta! ––reaccionó la vieja pegándole un puntapié al animal ––¡Si de humano era insoportable, de gato lo es aún más!

Pitti era muy impresionable y se asustó con las palabras de la madre.

––¿Qui...,quieres decir que has convertido en gato a... a una persona?

––No digas tonterías, hijo. ¡Ojalá tuviera yo ese poder! Malatesta era un borracho y un rufián que estuvo un tiempo viviendo conmigo y luego ¡bluff!, se murió, y estoy segura que su miserable alma pasó al gato. Mira, mira como le gusta al bandido el ron que has traído... ––chorreó un poco de la botella en el suelo y el gato corrió como un loco a lamer el líquido ante el estupor de Pitti ––¿Ves? Antes el gato era abstemio. Comenzó a beber a partir de la muerte de mi pobre Malatesta, que el diablo lo tenga en su seno.

Pitti quedó con los ojos fijos en el animal y luego su cuerpo se sacudió estremecido. La verdad es que al joven le daba mal yuyo esas historias y creía a su madre capaz de cualquier barbaridad. Pero pronto olvidó tan desagradable asunto y se centró en el motivo de la visita:

––Bueno, ¿me vas a ayudar o no?

––Sí, pero te costará diez dólares ––repuso la vieja.

––Está bien, está bien ––sacó Pitti dinero del bolsillo ––¿Qué es lo que me vas a dar? ––preguntó.

––Te voy a dar algo que termino de inventar ––dijo la madre, incorporándose de la hamaca para dirigirse a una nauseabunda alacena. Después de rebuscar allí con mucho misterio, cogió un pequeño frasco y se lo dio al hijo entre sordas y malevolentes risitas.

––¿Qué es esto? ––se interesó Pitti, observando el líquido incoloro que contenía el frasco.

––Lo llamo la pócima de las siete cosas ––contestó ella con retranca, sin abandonar el misterio.

Pitti quedó pensativo, y como no se fiaba demasiado de su madre intentó cerciorarse de que aquello no fuera un veneno que causase la muerte.

––Te advierto que yo sólo quiero que ese enchufado fracase, no quiero hacerle daño...

La vieja se frotó las manos mientras el hijo depositaba los diez dólares en la mesa. Luego, enseñando sus roñosos colmillos lo tranquilizó.

––No te preocupes que el hechizo no le hará daño. Sólo funcionará en el trabajo.

––¿Y cómo lo hará?

El gato, que no había parado de observar a Pitti desde un rincón, saltó en esos momentos con fuerte gruñido sobre su espalda y trepó como el rayo hasta la cabeza. Allí, y en posición se meó tranquilamente, poniendo cara de un gustazo paradisíaco.

––¡Caray con el gato éste! ¿Pero, qué...? ¿Qué hace ahora el muy...?

La vieja se echó a reír.

––El hijo de su madre es igualito que mi Malatesta ––exclamó, sin dejar de mofarse de la situación ––. En cuanto bebía un poco, al pobre le entraba la angurría y se meaba sobre cualquier maceta!

––¡¡Aaagg!! ¡Qué asco! ––se lo quitó de encima de un manotazo ––Ahora lo mismo se me cae el pelo, maldito gato.

––Tienes algo que provoca a los animales, Pitti. Sí, creo que no les caes bien y tendrás que cuidarte de ellos en el futuro.

––¡Déjate de historias, mamá y dame algo para lavarme la cabeza ––apremió Pitti mientras el orín pestilente resbalaba a través de su frente y orejas. La vieja se levantó, y tras coger una palangana, salió al porche para llenarla de agua mientras Pitti se limpiaba entre improperios el maloliente líquido con un pañuelo. Lo malo es que su espíritu supersticioso conectó la imperdonable acción del gato con el hijo del banquero que iba a tener de compañero. Ahora estaba seguro de que aquello era una pésima señal y que, como el gatucho aquel, éste también venía a meársele encima.

––Toma. Quítate la camisa y lávate bien porque este gato tiene de todo menos buena salud ––advirtió la vieja que no paraba de dar masaje a una fea y voluminosa verruga que le bailaba en el labio inferior

Pitti, sintió que se mareaba. El hedor de la casa mezclado con la pestilencia de aquellos asquerosos orines era demasiado para un joven que, afortunadamente, ya había olvidado que un día vivió en aquella pocilga. La madre rebuscó de nuevo en la alacena y en esta ocasión cogió un frasco de plástico con un líquido color sucio que le dio al hijo.

––Échatelo en la cabeza ––le conminó –– . Es un invento mío para conservar el pelo, aunque aún no sé si funciona.

Por un momento, Pitti, se fijó en la colección de viejas fotografías de individuos que colgaban en la pared, todos ellos con pésimo aspecto y más calvos. que una bola de billar. Entonces preguntó a su madre por la identidad de aquellos tipos.

––Sí, han sido novios míos que ya han fallecido –– respondió la vieja con pretendido gesto de tristeza –– El último de la derecha era mi pobre Malatesta, que el diablo lo tenga en los infiernos.

Pitti revolvió con desconfianza la mirada sobre el pote y al ir a oler su contenido, una peste a sapos podridos reventó su pituitaria. Decidió entonces que lo más prudente era lavarse sólo con agua si quería conservar el cabello. A la madre no le gustó la actitud del hijo.

––¿Acaso desconfías de mis potingues?

Pitti esbozó una forzada sonrisa y respondió:

––Esto lo debes de tener caducado. No te preocupes porque ahora cuando llegue a mi casa me ducharé y terminaré de restregarme bien el pelo.

––Bueno, bueno. Tú allá ––se desentendió la vieja.

Poco después, Pitti, abandonó la casa no sin antes prometerle a su madre que un día de aquellos arreglaría el techo.

––Me moriré antes de verlo.

––Qué sí, mamá. A ver si junto algo de dinero. Cuídate y adiós.

El BMW de Pitti salió lanzado, abandonando pronto los miserables límites de Lostskay. Ya en la autopista, un horizonte nebuloso por la fina llovizna hacía resplandecer la ciudad como si se tratara de un escenario irreal, como una lejana y fulgurante feria de fantasmagóricos colores. Pitti se sintió aliviado pensando que pronto podría ducharse en su confortable apartamento y quitarse de encima la asquerosa pestilencia que llevaba encima. Se palpó el bolsillo asegurándose de que la pócima que le había costado diez dólares viajaba segura. Ciertamente, su madre, podía tener todos los defectos del mundo, ¡y vaya si los tenía! pero en lo que se refería a pócimas, sortilegios y maldiciones fulminantes era de lo más experta y virtuosa. Pitti sonrió cuando recordó que en cierta ocasión, borracha como una cuba, hizo cantar a un pollo a lo Mario Lanza ante el asombro de algunos vecinos de Lostskay. Desde luego aquello fue de lo más apoteósico.

Una hora después su coche alcanzó la tranquila barriada residencial, aparcándolo frente a la puerta del edificio donde vivía. Pitti rescató del maletero su carpeta de trabajo y al coger el ascensor se topó con la señora Davis, una setentona alcahueta cuyo único cometido en la vida era el chismorreo y la vigilancia exhaustiva sobre todos los que vivían en la finca. Ella se ubicaba un apartamento más arriba que él y en el trayecto machacó a Pitti:

––Vaya, de fiesta, ¿no?... Hoy regresa más tarde que de costumbre... ¿Se ha peleado con su pelo, joven? Tiene pelos por todas partes...

––¿Pelos? ¿Dónde tengo pelos?

––En los hombros, en la espalda... Al parecer se le cae el pelo a puñados... Qué lástima, tan joven...

Cuando el ascensor se detuvo, Pitti lo abandonó totalmente alarmado. Enseguida que entró en su vivienda corrió al tocador para observarse y luego se quitó la chaqueta, comprobando con alivio que la señora Davis había magnificado los cuatro pelos que, ciertamente, localizó en los hombros. Después de ducharse y lavar bien su cabellera con un champú especial, se puso el pijama y se hizo algo de cenar. El apartamento era pequeño pero muy coqueto, y el angosto salón lo utilizaba Pitti como estudio, con una mesa de tablero giroscópico donde realizaba trabajos que adelantaba en casa. Mientras se hacía la sopa, abrió la carpeta de originales y comenzó a darle vueltas a los diferentes diseños que hasta el momento había realizado sobre la dichosa campaña de zapatos. Tuvo claro que aquel trabajo se le había atragantado después de estrellarse media docena de veces en la intentona de sacar algo bueno o al menos aceptable. El caso es que ya le había cogido asco al asunto. Se preguntó por qué debían de existir mujeres gordas en el mundo e incluso, cómo podía permitirse tal obscenidad. ¡Gordas, gordas, gordas...! [maldijo a voces].

Con los ojos fijos en los bocetos, escuchó el silbido de la sopera y marchó de nuevo a la cocina. Se sirvió un verdoso caldo de espinacas en un plato y lo llevó a la pequeña mesa del salón. Sorbió las cucharadas con desgana, remirando las fotografías de zapatos que le había dejado el cliente. Y por más que le dio vueltas y más vueltas sólo consiguió marearse antes de conseguir sacar un mensaje aceptable de aquellas grotescas plataformas con vigas de hierro por tacón. Pitti se acordó, entonces, de la madre que parió al diseñador de zapatos que ideo tal monstruosidad.

De vuelta al salón, se sentó y cogió un lápiz y garabateó un par de estúpidas frases: “Un zapato fuerte para una mujer fuerte” “Los mejores pilares para una mujer de peso”... Al final estrelló el lápiz contra la pared y tornó a exclamar con desesperación: “¡Zapatos para gordas y bien gordas!” Pitti estaba derrumbado y con el ánimo hecho cisco. En su desesperación comenzó a carcajearse como un poseso mientras murmuraba: “¡Cuando jovencitas, todas sois finitas, pero cuando envejecéis todas os volveis unas gordas pedorras! ¡No me casaré jamás de los jamases!”

Sin embargo, en esos momentos, la violencia de tono de Pitti contra las mujeres obedecía, sin duda, al terror que le producía sucumbir ante la estúpida campaña. De pronto comprendió que lo que necesitaba era la opinión de una posible usuaria de aquellos zapatos. Enseguida pensó en la vecina del segundo que estaba como una foca. Miró la hora y consideró que aún era temprano para hacerle un visita. El marido le abrió lla puerta.

––¿Sí?

––¿Está su señora?

––¿No cree que es un poco tarde para vender?

––No, soy vendedor, soy Frank Pitti, su vecino del cuarto.

––¿Quién es? ––salió la mujer.

––Buenas noches, señora. Soy Frank Pitti, el vecino del cuarto.

––Ah, sí.

Pitti les explicó por encima que era publicista y necesitaba saber la opinión de ella sobre los zapatos. Le enseñó las fotografías. El matrimonio miró al intruso con cierto recelo.

––Bueno, y qué quiere que le diga. Así, a simple vista no me gustan-- dijo la mujer

––¿Y qué tipo de zapato le gusta a usted?

––Sobre todo que sea cómodo.

––¿No le gustan los tacones altos?

––Claro que me gustan. Pero ese tiempo pasó para mi, joven.

––¿Lo dice porque está usted, digamos, demasiado rellenita? ––incidió Pitti con enorme imprudencia ––Estos tacones aguantan más de ciento veinte kilos de peso.

––¡Es usted un grosero!

––¡Largo de aquí! –espetó el marido –– ¡Cómo se atreve a venir a mi casa a estas horas de la noche para decirle gorda a mi mujer!

Pitti ni tan siquiera esperó el ascensor y echó escaleras arriba. Estaba claro que no había nada que hacer con gente tan poco colaboradora. Rebobinó el comentario de la vecina cuando dijo que prefería zapatos cómodos, y miró de nuevo las fotografías después de cerrar la puerta de su casa. “La comodidad también es bella”, se le ocurrió la frase así de golpe y decidió que ese podía ser un buen eslogan. Pero había que tener mucha imaginación para descubrir algún tipo de belleza en aquellos grotescos zapatos. Pitti se sentó de nuevo frente a la mesa de estudio, convencido de que la publicidad hacía milagros y comenzó a desarrollar unlayout” con aquel mensaje. Una vez finalizado, se felicitó porque el expositor no quedaba del todo mal. Eran las dos de la madrugada cuando decidió festejar con un whisky bien servido el fin de su sequía de ideas.

A la mañana siguiente Pitti se despertó tarde, porque la alarma de su reloj no funcionó. Saltó de la cama y comenzó a asearse y vestirse de manera alocada. Su hora de entrada al trabajo era a las ocho de la mañana y ese día iba a llegar más allá de las diez, después de cruzar Chicago. Maldijo el despertador y su mala suerte al quedarse, precisamente, dormido ese día, cuando llegaba el niñato enchufado del jefe. Una vez arribó a la empresa, intentó pasar desapercibido y casi gateando por el pasillo llegó al estudio. Cuando abrió la puerta se dio de bruces con un joven pelirrojo que le miró con indolencia, rascándose un tímido bigote también de color pelirrojo. Pitti se incorporó de inmediato y carraspeó para librarse del ridículo.

––¿Usted es Pitti? –– preguntó aquel.

––Sí, ¿cómo lo sabe?

––El señor Schwarzkopf lo anda buscando toda la mañana.

A Pitti le dio un vuelco el corazón.

––¿Qué le ha dicho?

––Eso. Que lo anda buscando...

––Sí, eso ya me lo ha dicho y no hace falta que lo repita –– protestó Pitti ante aquel buitre pelirrojo que parecía disfrutar haciendo sangre con eso de toda la mañana –– ¿Le ha dicho algo más?

––Pues sí. Que acuda a su despacho inmediatamente.

Pitti se descompuso. Cogió a toda prisa el layout que guardaba en la enorme carpeta y volvió a recorrer aquel pasillo de pesadilla hasta quedarse pegado ante la puerta del jefe.

––¿Se puede?

––Una falta de puntualidad memorable la suya, señor Pitti –- le espetó el señor Schwarzkopf nada más verle

––Lo siento mucho, señor. Anoche me quedé hasta muy tarde para solucionar la idea del expositor de la campaña de zapatos ––se apresuró a justificarse, enseñándole el boceto.

––Pues el trabajo ya lo tengo resuelto. El joven del que le hablé y que habrá conocido en el estudio me ha hecho un soberbio boceto en un abrir y cerrar de ojos mientras usted dormía a pata suelta en su casa. Es buenísimo.

A Pitti le cayó el mundo encima. Lo que temía había sucedido. Se había retrasado apenas dos horas y en ese tiempo el intruso había dado el pelotazo. Durante algo más de cinco segundos tragó saliva, esperando lo peor del señor Henry Schwarzkopz. Quizás, incluso, un despido fulminante. Pero, no fue así. Muy por el contrario éste se mostró amable hasta el punto de hacerle sentar y ofrecerle un puro habano.

––Fume. Fume usted, señor Pitti. Son auténticos cubanos de dos dólares el cigarro–– le encendió el enorme cigarro con una sonrisa de oreja a oreja.

Aunque no fumaba, lo aceptó. Pitti estaba estupefacto con aquel tratamiento. ¿Qué pasaba, qué sucedía?, se preguntó sin comprender. El señor Schwarzkopf le miró largamente y luego preguntó:

––¿Cuándo piensa usted casarse, señor Pitti?

––¿Có..., cómo dice, señor?

––Casarse, hombre. ¿Cuándo piensa asentar la cabeza? Le recuerdo que ya no es usted un niño. Por lo demás, un hombre casado tiene mayores posibilidades de prosperar en esta empresa.

Pitti continuaba perplejo. ¿A qué venía aquello de casarse?

––Por cierto, ––continuó el empresario––tengo una encantadora sobrina lejana con una preciosa hija que dentro de unos momentos conocerá y a la que quiero que le haga un favor.

Pitti comenzó a alucinar. ¿Qué estaba pasando? ¿Había sido la angurría de aquel asqueroso gato lo que le estaba dando aquella clase de suerte? ¿Qué favor tendría que hacerle a la sobrina del jefe, seguramente una joven y bella valquiria?

Pero su ensoñación duró poco. Enseguida se abrió la puerta del despacho para dar paso a una descomunal y compacta mujer con una trenza rubia semejante a la maroma de un barco. Irrumpió con paso firme en la estancia, haciendo cimbrear el parquet del pavimento. De su mano derecha arrastraba una criatura negruzca a la que apenas se adivinaba el rostro, cubierto como estaba por un espeso flequillo negro como el carbón que la cubría hasta la barbilla.

––¡Achtung, tío Henri! ¿Encontraste al canguro que se va a quedar con la niña esta mañana?

––Señor Pitti, le presento a mi sobrina Berta Kauffman y su hija, Bertolina.

Pitti miró a la mujer y le cayeron los palos del sombrajo. Pero, ¿qué clase de sobrina era aquella?

––En...Encantado, señora Berta ––se apresuró en saludar.

––¿Este gusarapo italiano es el que va a cuidar de mi niña? ––se volvió la mujer a su tío con contenida irritación.

––Que sí, Berta. Que el señor Pitti es un joven muy responsable.

La mujer tenía unos enormes y abultados labios carnosos y sanguíneos. En realidad todo en ella era enorme y desproporcionado. Sus ojos saltones y azules se clavaron en el acobardado rostro de Pitti, y fue amenazadora cuando espetó:

––Cuida bien de Bertolina porque te va la vida en ello. ¿Lo has entendido bien, mamarracho?

––Sí, señora ––repuso Pitti, bajando la mirada hacia la cosa menuda y negra que arrastraba la mujer, y a la que continuaba sin ver el rostro.

Minuto después todos salieron del amplio despacho y Berta ordenó a Pitti que cogiera la mano de su pequeña hija. Al obedecer, el joven sintió la desagradable sensación de coger un pequeño trozo de hielo. 

Bajó sus ojos por un instante para observar a la niña sin conseguir ver más allá de un rastrojo de pelo, que se difuminaba en un sayón negro que le cubría hasta los pies. El joven entendió que su madre la llevaba disfrazada de gótica o algo parecido, y que seguramente irían a una fiesta de esas raras, aunque Halloween quedaba aún muy lejos.

Pitti vio alejarse por el pasillo a Berta Kauffman junto a su tío y entonces pudo fijarse bien en la hombruna ropa que llevaba la mujer, y que más bien parecía sacada de un baúl de uniformes de la extinguida Wehrmacht, con hombreras tan contundentes como la de un lanzador de pesas. Ah, y también observó que los zapatones de tacón que llevaba puestos y que a cada paso hacía temblar el parquet eran los del diseño de marras, los tristemente zapatos para gordas muy gordas. En esto estaba cuando un extraño y siniestro gemido le hizo mirar a Bertolina, la niña que le habían endosado esa mañana para que cuidara de ella y que aún no le había visto la cara. Pitti se agachó para atenderla, y de paso le apartó la cascada de flequillo que ocultaba su rostro.

––Va..., vaya ––tartamudeó.

Pero fue por decir algo. En verdad sintió un escalofrío al descubrir el semblante macilento y pálido de la niña, que le miraba con párpados somnolientos. Sus ojeras oscuras le daban un aire entre siniestro y perverso.

––¡Qué! ¿Te has convencido ya de que soy guapísima, estúpido?-- le espetó, Bertolina, con una ronquera de cabaretera porteña, inusual en una niña de su edad .

––¿Qué...? Cla..., claro que eres guapa [titubeó]... Una niña muy guapa.

––De niña nada, tontaina. Tengo catorce años.

Pitti volvió a mirarla y pensó que debía ser una especie de enana o algo parecido. Aunque en esos momentos lo que le preocupaba era dejar fuera de combate al nuevo meritorio al que no estaba dispuesto a dejar solo en el estudio ni un segundo más. Sacó un café de la máquina y después de rociarlo con disimulo con aquel brebaje que llevaba, se lo ofreció al joven con hipócrita sonrisa al tiempo que comentó;

––Me ha dicho el jefe que ha hecho un buen trabajo ––dijo, apretando los dientes.

El pelirrojo cogió el vasito de plástico y arqueando su ceja derecha miró a Pitti unos segundos antes de contestar.

––Bah, tampoco es para tanto. Un trabajo fácil –-dijo después con suficiencia asquerosa.

Pitti maldijo al pijota aquel mientras no apartaba sus ansiosos ojos del café que no terminaba de llegar a los labios del meritorio. Al fin éste se decidió y lo tragó en un par de sorbos. Nuestro héroe aguantó la respiración durante largos segundos...

––Buf, qué sueño me ha entrado, y eso que dicen que el café...

No llegó a decir nada más porque su cabeza cayó en redondo sobre la mesa en medio de sonoros ronquidos.

––Lo has drogado ––intervino entonces Bertolina con ronquera cavernosa.

Pitti la miró espantado.

––¿Qué dices, niña?–– exclamó asustado.

––Te he visto echarle un brebaje al café.

––¡Pero, niña...!

––Sí, sí, que te he visto ––insistió.

Pitti se agachó y cogió a la niña por los hombros mientras ésta le miraba con las pupilas extraviadas. No podía dejarla que dijera tal cosa porque le espantaba que ella se lo contara a su madre y ésta a su tío Henry Schwarzkopz.

––No, niña, te equivocas ––dijo, con trémula sonrisa –– ¿De dónde has sacado esa tontería de un brebaje? Eres muy pequeña para decir esas cosas.

––Porque yo también hago brebajes ––repuso la niña––, pero los míos son más guay porque son malignos.

––¿Qué tú...? ––la sonrisa desapareció de los labios de Pitti al escuchar aquello de malignos.

––Bueno, venga. Llévame a desayunar de una vez chocolate con cruasanes que me tienes muerta de hambre –– apremió Bertolina.

En esta ocasión la niña había despejado sus greñas de la cara, y miró a Pitti de una manera que éste se asustó pensando que iba a desmayarse.

––Pues venga, vamos ––se apresuró ––. Te llevaré a la cafetería que hay a la entrada del edificio.

En el establecimiento había gente desayunando, la mayoría empleados de las empresas que albergaba el propio edificio. Se sentaron en una mesa, pero pronto advirtió que de Bertolina sólo podía ver sus menudas y macilentas manos aferradas con ahínco al quicio del velador. Ésta se quejó entonces con un bronco rugido:

––¡Aaaargghh! ¡Que no llego, maldito!–– exclamó

Tal fue el bramido de la niña que todos los que habitaban el local volvieron sus cabezas, asustados. Pitti sonrió a los presentes a modo de disculpa y se apresuró a atender a la niña que seguía intentando alcanzar la mesa a pulso.

––Ah, que no llegas dices...

––¿Pues no lo estás viendo, bobo?

Pitti apretó los dientes. Bertolina, además de ser una criatura repelente, también era de insulto fácil.

––Bueno, pues voy a buscar algún taburete más alto o...

––Déjate de historias y siéntame en tus rodillas ––gritó la pequeña desde donde estaba.

Al poco la tenía sentada en sus piernas y Pitti arrugó la nariz porque apestaba de forma insoportable. ¿Acaso no la lavaban?

Cuando un camarero trajo, el desayuno, Bertolina se abalanzó como una fiera sobre los cruasanes, desapareciendo éstos uno tras otro tras la densa cascada de pelos que le cubría la boca. Y luego el chocolate...

––¡Glup, Glup...!

A Pitti le entraron ganas de vomitar cuando el viscoso líquido de la taza se mezcló con aquella pelambre grasienta en un repugnante revoltijo antes de ir a parar a la boca de la subsodicha.

––Pero, niña, podías apartarte un poco esos..., esos flequillos.

––¡Cállate! ¡Glub, glub...! ––se lo terminó todo en un abrir y cerrar de ojos. Luego, ante el estupor de Pitti, limpió sus pelos y manos chorrendo chocolate en su camisa y corbata. Algunos parroquianos que observaban a la extraña pareja, se echaron las manos a la cara en plan ¡que horror!

Pitti quedó inmóvil y con los brazos abiertos, mirándose el estropicio que daba al traste con su camisa y corbata de marca. En esos momentos tuvo que esforzarse al límite para no sacudirse aquel bicho que tenía posado en sus rodillas y que ahora eructaba de forma que estremeció todo el local. Pero, ¿qué clase de engendro era aquel? Se preguntó, totalmente agobiado. Bertolina comenzó ahora a estirarle de la corbata.

––¿Qué quieres ahora?

––Quiero que me compres un vestidito nuevo – dijo -- No puedo ir de paseo toda manchada de chocolate. La Kauffman te matará.

––¿La Kauffman...? ¿Pero, no es tu madre?

––Sí, pero la llamó así desde que abandonó a mi pobrecito padre ––dijo, Bertolina, arrugándose en un revoltijo negro.

––Pero, bueno. A mi por qué me tiene que matar tu madre ––preguntó Pitti, desconfiando cada vez más de su insólita situación ––Al fin y al cabo te has manchado tú, jovencita. Te advertí que te recogieras los pelos antes de beber el chocolate.

––Tú no conoces a mi madre. Te aplastará como si fueras una cucaracha.

––¿Cómo a una cucaracha...?

––Sí, y mi tío te despedirá del trabajo con una patada en el culo.

Pitti intentó calmar un repentino agobio, ensanchándose el cuello de la camisa con el índice. Las palabras de la criatura le sonaron como una sentencia de muerte. Lo malo es que Bertolina podía tener razón y estaba en juego su puesto de trabajo.

––Bueno, pues iremos a comprarte un nuevo vestido.

––Mi madre me compra la ropa en el Water Tower Place.

A Pitti le temblaron las piernas. Aquel lugar era el más caro de la ciudad, donde un simple botón podía costar una fortuna.

Podemos ir a cualquier otra tienda, Bertolina.Yo me compro la ropa en Rustik Freedom. Es muy moderno y está muy bien, además, me conocen.

––¡¡Aaaarrggg!! ¡Quiero ir al Water Tower, idiota! –– insistió la niña, montando un escándalo.

––Está bien, está bien ––se miró la cartera para cerciorarse que llevaba la tarjeta de crédito. El día no le podía ir peor.

Con la niña echa un asco, salieron de la cafetería. Pitti tenía que caminar con su cuerpo totalmente escorado para que la niña no fuera arrastras. Después de más de una hora llegaron al complejo comercial. Un lugar enorme y lujoso dominado por luces de neón de todos los colores que iluminaban espléndidos escaparates. Bertolina, entonces, se soltó de la mano de Pitti y corrió como una bola de pelo hacia unas escaleras mecánicas que llevaban a una planta superior.

––¿Eh, dónde vas...? ¡Ven aquí! ––gritó Pitti, echando a correr tras ella.

Le pareció mentira que aquella cosa tan chica corriera tanto. No la pudo alcanzar hasta que vio que la niña se introducía en una de las tiendas.

––Oye, no puedes hacerme esto ––le regañó–– Tu madre me ha puesto a tu cuidado, y si te pasa algo el responsable soy yo.

Pero Bertolina estaba ahora en otro asunto y estiraba con ferocidad una camiseta negra que había colgada en un expositor de ropa.

––Que vas a tirar el expositor, Bertolina. ¿Te gusta esta camiseta? –– la cogió Pitti, advirtiendo enseguida la horrenda serigrafía que llevaba la prenda ––¡Cielo santo, qué horror de calavera!

––¡Me gusta, me gusta!

––¿Que te gusta estooo?

Pitti miró el precio y casi le entra un flato. ¡Trescientos dólares costaba la blasfemia aquella!

––Pero es una camiseta horrible para una niña, y te queda muy grande... Vas a aterrorizar a todo Chicago –– intentó Pitti convencerla.

––¡¡Aaaarggggh!!

Toda la tienda se giró espantada, y una señorita con uniforme a cuadros de arlequín se apresuró para ver lo que pasaba.

––¿Ocurre algo?

––Quiero esta camiseta, ya ––exigió, Bertolina, con ferocidad antes de que Pitti pudiera, siquiera, respirar.

––Veré si hay algo de tu talla ––se apresuró la vendedora, viendo el sofoco de la niña.

––No. Ésta, Ésta... Quiero ésta.

La vendedora miró a Pitti, y por la cara que puso éste consideró que no debía darle más vueltas al asunto. Descolgó la camiseta y la llevó al mostrador.

––Son trescientos dólares, caballero.

––Desde luego por ese precio debería llevar incrustaciones de oro ––protestó Pitti, entregando su tarjeta de crédito.

Bertolina ya se había puesto la camiseta y Pitti dudó mucho que pudiera caminar con ella.

––Pero ¿no ves que te la estás pisando? ––le dijo a la niña, que solo sabía mirarse con satisfacción la enorme calavera blanca.

––Díle a esa payasa de dependienta que traiga unas tijeras ––ordenó sin dejar de mirarse al espejo.

––¿Unas tijeras? ¿Para qué quieres unas tijeras?

––¡¡Aaarrggh!! ––se le pusieron los ojos en blanco.

––Está bien. Tranquila... Señorita, ¿puede traernos unas tijeras?

La dependienta miró la cara de circunstancias de Pitti y sacó una de un cajón del mostrador.

––¿Qué quieres que corte, guapita?

––Cortamela por aquí, tontita.

––¿Qué..., qué vas hacer? ¡Qué me ha costado trescientos dólares!

––Eso me pasa por andar con tipos pobretones como tú. ¡Venga ya, pava, corta ya!

A poco, ambos salían del establecimiento. Pitti llevaba un humor de perros mientras tiraba de Bertolina medio arrastras, barriendo con la camiseta todo lo que encontraba a su paso. El día se había puesto de un gris que amenazaba lluvia y Pitti consideró que lo más conveniente era coger un taxi hasta la empresa para evitar males mayores. Cuando llegó, encontró al señor Schwarzkopz y a su sobrina, Kauffman discutiendo en el estudio. Enseguida cesaron de hablar y clavaron su atención en la niña.

––¿Pero qué clase de trapo llevas puesto, hija? ––se quejó la Kauffman––

¿Se lo has comprado tú? ––se encaró ahora con Pitti.

––Bueno, se manchó toda de chocolate y... Bueno ella quería la camiseta.

––Mi hija no está acostumbrada a ropa de mercadillo –– repuso ella con un gesto de desprecio.

––Me ha costado trescientos dólares ––apenas se defendió Pitti sin atreverse a mirarla.

––Está bien, señor Pitti ––intercedió el señor Schwarzkopz–– Gracias por todo y ya se puede marchar. Ah, al joven señor Lobby se lo han tenido que llevar a su casa. Se durmió y, según me ha dicho su padre, aún no se ha despertado. ¿Sabe usted algo sobre este asunto?

Pitti enrojeció, encogiéndose de hombros. Su madre había hecho un excelente trabajo.

––Bueno, antes de irme con su sobrina le di un café y luego se echó a dormir... No sé más, señor Schwarzkopz.

––Mentira. Le dio un brebaje, tio Henri. Yo lo vi –– saltó Bertolina.

––¿Un brebaje? –– se interesó el señor Schwarzkopz.

––¡Venga, vámonos ya, niña! ––apremió la Kauffman, salvando sin pretenderlo la comprometida situación de Pitti.


 

Una vez salieron por la puerta, Pitti hizo como si ordenara la mesa de trabajo mientras el señor Schwarzkopz le observaba un tanto pensativo. Después miró de reojo la hora y pasaban varios minutos de las tres. En realidad no sabía como irse, teniendo a su jefe delante. Al fin se decidió:

––Si no desea nada más de mi, me iré a casa señor Schwarzkopz.

––Muy bien señor Pitti.

Estaba a punto de dejar el despacho cuando la grave voz de su jefe le detuvo.

––Estaba pensando, señor Pitti, en invitarle a café a mi casa de Wolfhouse esta tarde, Podíamos quedar a las seis, si le parece bien.

Pitti quedó petrificado y apenas supo reaccionar. El jefe le invitaba nada menos que a tomar café en su mansión de Wolfhouse. Enseguida le surgió la pregunta y que no era otra que el motivo de aquella extraña e insólita invitación.

––Bueno. Qué me dice ––apremió Schwarzkopz.

––Sí, por supuesto que iré señor Schwarzkopz. Será para mi un honor ir a su casa y...

––Pues venga. Esta tarde le espero y no se retrase ––atajó el jefe sin dejarle terminar.

Cuando Pitti abandonó la empresa, cogió el coche como flotando. Por un lado, que Henry Schwarzkopz le hiciera aquella invitación era muy importante, porque no a cualquiera invitaba a su casa. De hecho nadie de excepto el director de cuentas de la empresa había pisado nunca la mansión de Wolfhouse. Pero por otro lado le inquietaba el motivo, porque sin duda lo había y debía ser importante.

A la salida del aparcamiento decidió visitar de nuevo a su madre. Ella también tenía algo de adivina y quizás pudiera desvelarle algo sobre este asunto, y de esta manera ir más preparado a lo que, Pitti, consideró la invitación crucial de su vida.

La tarde empezaba a empeorar, y lo que había comenzado por ser una llovizna por la mañana, ahora diluviaba de manera que, apenas, el parabrisas del coche daba abasto a desalojar el agua. Como es natural en estos casos, la circulación se tornó más espesa e insoportable si cabía, y esto puso de los nervios a Pitti, que no paraba de mirar continuamente el reloj del salpicadero.

Sin más incidentes que los propios del tráfico en una tarde lluviosa, arribó por fin a Lostsky, encontrando la mayoría de sus miserables calles echas un barrizal con unos charcos que podían tragarse, incluso, su BMW. Con mucha prudencia, Pitti, condujo su preciado coche con el alma en vilo, doliéndole el corazón en cada socavón que encontraba por delante y que no eran pocos. Al fin alcanzó a ver la ruinosa silueta de la casa de su madre entre las cortinas de agua. La bombilla del porche estaba encendida.

––¡Abre madre, abre! ––gritó, golpeando la ruinosa puerta con los puños.

Después de largos minutos, la puerta se abrió y apareció la vieja con una bolsa de plástico en la cabeza y un enorme cuchillo en la mano.

––Eh, eh... Que soy yo ––se apresuró Pitti a identificarse, cubriéndose con ambas manos.

––¿Qué quieres ahora? ¿Vienes a arreglarme el tejado? Mira el porche, Parece un colador.

––Está bien, madre. Déjame pasar que me estoy mojando.


La mujer terminó de abrir la puerta y dejó pasar a Pitti no sin dejar de refunfuñar. El interior de la casa estaba como el porche, con más agujeros que un queso de gruyere.

––Mira como estoy ––dijo apartando de una patada a un gato que no se le sabía el color de lo sucio y ratiño que estaba –– Me faltan potes y cubos con los que achicar el agua.

Y era verdad lo que decía, porque si no había allí más de veinte artilugios entre todo tipo de recipientes no había ninguno.

––Bueno, si no me vas a arreglar el tejado,¿para qué has venido?

––Quiero hacerte una consulta ––repuso Pitti.

––Veinte pavos ––puso la vieja la mano.

––Hombre, que soy tu hijo ––protestó, Pitti.

––Más a mi favor ––repuso ella ––Un hijo que deja que su madre viva en las condiciones que vivo yo, no se merece ningún favor.

Pitti echó mano a su cartera y sacó dos billetes de diez dólares que puso en la mano de su madre.

––Está bien, ¿qué quieres saber?

––Mi futuro más inmediato ––repuso, Pitti, con nerviosismo.

––Veo una cosa peluda que te atormentará.

––Déjate de bromas, madre. Ni tan siquiera me has leído la mano.

––Sí, si. Lo veo. Es una cosa negra y peluda que te arruinará la vida–– insistió la vieja, sobándose la berruga del labio inferior.

Pitti pensó entonces en Bertolina. De momento ya le había sacado trescientos pavos.

––¿Es una niña? ––preguntó.

––No.

La lluvia arreciaba fuera y dentro de la casa, y las goteras multiplicaban sus cadencias en el sórdido ambiente de la vivienda con una aberrante sinfonía de tocs-tocs de múltiples tonos. La respuesta de la madre confundió al joven, que fue incapaz de adivinar a quién o a qué podía referirse con aquello de negro y peludo.

––Bueno, ¿pero no me puedes decir más cosas? Por veinte dólares ya podrías ser más explícita.

––No se me permite. Hay fuerzas ocultas muy poderosas que me obligan a no decirte nada más –– explicó, frunciendo las arrugas de su insano rostro.

A Pitti le entró un repeluco, aunque pensó que la madre podía estar exagerando las cosas para meterle miedo. Siempre lo hacía cuando estaba de malhumor, y esa tarde parecía estar como el tiempo. Sí, quizás fuera la lluvia, pensó, mirándo su reloj. Advirtió entonces que apenas quedaba una hora para las seis, y aún le quedaba camino que recorrer hasta Wolfhouse.

––Está bien, madre. Me tengo que ir ya –– dijo.

––Que te vaya bien en esa cita... Aunque lo dudo.

––¿Eh? ¿Cómo sabes que voy a una cita?

––Has mirado varias veces tu reloj. Eso significa que has quedado con alguien importante.

Pitti quedó unos instantes sin saber qué hacer. Estuvo por preguntarle sobre la importante entrevista, pero era ya muy tarde y no podía entretenerse más. Abandonó la casa y se metió en el coche después de haberse pringado de barro hasta los tobillos.

A esas horas la tarde había oscurecido y la lluvia continuaba siendo intensa, dificultando la circulación agravada por las entreluces de un día que fenecía. Wolfhouse se ubicaba en una zona muy exclusiva de Chicago, cerca del jardín botánico de Amundsen Park. Sus enormes casas tenían variopintos estilos y todas ellas rezumaban el poder económico de sus inquilinos. Faltaban cinco minutos para las seis cuando Pitti divisó los oscuros y picudos tejados de la gótica mansión de los hermanos Schwarzkopz. Un relámpago la iluminó con tenebrosa instantánea. Desde luego el lugar parecía propio de una película de terror.

Pitti llamó al timbre que había a un lado de la enorme verja de hierro de puntas lanceadas y esperó unos segundos. En esos momentos apenas llovía, pero hacía un viento que agitaba la espesa arboleda del lugar, que sonaba como un mar con marejada de fondo. Con un chasquido, se abrió de forma automática media cancela, y un camino asfaltado con viejas losas de pizarra le llevó a la puerta de roble levemente iluminada por un ornamentado farolillo que enseguida se apagó. Allí tornó a llamar al timbre, pero en esta ocasión la puerta se abrió enseguida. Un hombre enjuto y de avanzada edad apareció con un candelabro en la mano con velas encendidas y después de mirarle de arriba abajo dijo secamente:

––Pase. El señor Schwarzkopz le espera en la biblioteca.

Pitti siguió al personaje aquel, intentando ver por donde pisaba porque la casa estaba a oscuras.

––Con la tormenta se ha ido la luz –– explicó el hombre, subiendo unas escaleras que ha Pitti le parecieron muy espaciosas. En el rellano, la luz de las velas se paseó unos instante por un gran retrato pintado al óleo colgado en la pared en el que logró reconocer al señor Horst, el hermano mayor de Henry Schwarzkopz.

Siguiendo los pasos del mayordomo o lo que fuera, pronto llegaron a una sala flanqueada por enormes anaqueles con libros y un par de sillones de piel de búfalo con grandes orejeras, ambos orientados a una robusta chimenea encendida cuyas llamas iluminaban el confortable y al tiempo sobrio lugar.

––Señor, aquí está su empleado ––. dijo el sirviente.

––Pase, señor Pitti y siéntese.

Pitti avanzó con timidez hasta ponerse a la altura del señor Henry Schwarzkopz.

––Pero, siéntese, hombre ––insistió éste –– ¿Le apetece una copa de brandy español?

Pitti tomó asiento en el enorme sillón con orejeras y repasó con mirada cautelosa el confortable salón hasta que sus ojos tropezaron con la furibunda mirada del Kaiser en un retrato que colgaba encima de la chimenea. El señor Schwarzkopz se incorporó y marchó a una vitrina donde sirvió dos copas. Luego entregó una a su empleado.

––Bueno, bueno, señor Pitti –– dijo después, sentándose pesadamente en el sillón ––. Usted se preguntará el por qué de esta invitación...

––Bueno, yo...

––No hable y déjeme terminar lo que quiero decirle ––conminó el señor Schwarzkopz ––. Yo soy poco amigo de dar rodeos a la hora de decir lo que quiero, de esta manera he pensado que sería muy provechoso para usted que se casara con mi sobrina Berta.

A Pitti se le atragantó el sorbo de brandy, y miró a su jefe con ojos muy abiertos.

––Sí, si ––continuó Henry Schwarzkopz –– . Es una gran oportunidad la que le ofrecemos, señor Pitti. Entraría, por decirlo de alguna manera, a formar parte de la familia... Porque supongo que usted tendrá ambiciones en la empresa, ¿no es así?

Un fuerte trueno hizo temblar la biblioteca y las truculentas llamas de la chimenea reflejaron un chispeante concierto de luces y sombras en la fría e inquietante mirada del señor Schwarzkopz. Pitti había enmudecido, y la copa de brandy le temblaba en la mano. Apenas escuchaba más allá de sus propios pensamientos. Casarse con aquel mastodonte de mujer era pedirle demasiado a cualquier mortal. Sin embargo, eso de entrar a formar parte de la familia podía suponer, sin duda alguna, el triunfo total de su carrera y un deseo cumplido con creces. Escuchó de nuevo la voz de su jefe, que le insistía:

––¿No es así, señor Pitti?

––Sí, me gustaría mucho prosperar profesionalmente en la empresa –– se apresuró en esta ocasión, Pitti –– . Pero, su sobrina no está casada?

El señor Schwarzkopz encendió un largo puro de los suyos y luego respondió:

––Bueno, mi sobrina estuvo casada con el señor Petit Chevalier, un rico hacendado haitiano que regentaba un lujoso hotel en Puerto Príncipe. El terremoto derrumbó el hotel y mató a éste. Bueno, en realidad el hombre quedó malherido, muriendo meses después.

––Entonces... ¿Bertolina es su hija?

––Sí, la pobre niña necesita un padre. Esta mañana pude comprobar que con usted se lleva muy bien y eso me alegró mucho.

A Pitti le vino la terrible imagen de Bertolina, rugiendo y limpiándose el chocolate en su camisa y corbata de seda. Indudablemente, la sola idea de casarse con Berta y asumir la paternidad de aquella niña era más de lo que podía soportar. Con voz trémula, Pitti, intentó zafarse del fatal compromiso:

––Yo... Yo le agradezco esta oportunidad que me está dando, señor Schwarzkopz, pero no me siento preparado para el matrimonio... No sería un buen padre para Bertolina.

––Bueno, tampoco le vemos a usted preparado para que continúe ni un día más en la empresa.

Pitti volvió la cabeza y la aupó por encima de las orejeras del sillón para ver quién había dicho la fatal frase aquella. Entonces pudo advertir la vieja sombra del señor Horst, el hermano mayor de Henry, apostado con su bastón a la entrada de la estancia.

––Es usted un desagradecido, señor Pitti ––continuó Horst Schwarzkopz de manera autoritaria –– ¿Así nos paga que le hayamos dado una oportunidad en nuestra empresa?

––Bueno, ya ha escuchado a mi hermano ––intervino de nuevo Henry ––. De todas maneras entiendo que la noticia le haya cogido de sorpresa. Creo que es justo que le demos la opción de pensarlo y elegir lo que más le conviene. Ya sabe: o se casa con mi sobrina o lo pongo de patitas en la calle mañana mismo.

Otro horroroso trueno rodó en esos momentos por los tejados de la mansión. Pitti estaba arrugado, echo un ovillo en el sillón y sudando si tenía que sudar. La boca la tenía seca cuando tartamudeó:

––¿Cuánto tiempo me dejan para pensarlo?

––Hasta mañana a las ocho. Antes de ponerse a trabajar queremos su respuesta –– incidió de nuevo el viejo Horst Schwarzkopz.

Cuando Pitti abandonó la mansión la lluvia había cesado pero el cielo continuaba iluminándose con fuertes relámpagos. Se encontraba mareado y con ganas de vomitar. Casi tambaleando buscó el coche y se introdujo en él con el alivio de encontrar su más preciado refugio. Aquella entrevista había desembocado en la peor encerrona de su vida. En una auténtica tragedia. Sus manos temblorosas comenzaron a acariciar el salpicadero del vehículo, la suave piel de sus asientos, manosear el volante y su emblemático logotipo azul y blanco, símbolo de distinción y poderío para los afortunados que lo poseyeran. Pitti se puso a gimotear cuando pensó que tendría que devolver el coche, el triunfo de su vida al no poder pagarlo.

Secándose las lágrimas con un pañuelito de papel, recostó su cabeza sobre el respaldar y maldijo su mala suerte y la terrible encrucijada en la que encontraba. ¿Qué debía hacer? Porque estaba seguro que los hermanos Schwarzkopz hablaban en serio. Si no se casaba con Berta iría a la calle y ya tenía treinta y cinco años, una edad pésima en los circuitos laborales de su profesión.

De nuevo comenzó a cubrirse de gruesas gotas los cristales del coche. La tormenta continuaba. Pitti metió la llave de contacto y arrancó el poderoso motor del deportivo. Eran más de las nueve de la noche y pensó donde ir porque no le apetecía encerrarse en su apartamento en las condiciones mentales que se encontraba. Abandonó la zona sin rumbo y con la mente fija en encontrar una salida a su atolladero. La tormenta parecía no querer dar tregua, y ahora un grueso granizo le sobresaltó haciéndole temer por los cristales del coche. Se detuvo a la altura del Boulebar de Saint-Germain y esperó que el pedrisco pasara. Al refugio de su confortable vehículo vio a algunas personas correr para buscar refugio en la tormenta. De pronto creyó reconocer la presencia de su antigua novia, Alicia, que corría bajo aquel diluvio con un niño en brazos y un paraguas destrozado por el viento. Su corazón le dio un vuelco porque aquel niño bajo el agua y el granizo podía ser su hijo, y a punto estuvo de salir del coche para cerciorarse si realmente se trataba de la joven que abandonó embarazada un par de años atrás. Pero enseguida frenó el noble impulso. Su enorme ego le impidió hacerlo. Pensó que ya tenía suficientes problemas como para buscarse otros. Por lo demás, si aquella chica era la que pensaba que era, ¿qué iba a decirle? Tampoco estaba dispuesto a rescatarla de la tormenta y hacerla subir a su coche porque tal cosa le pondría hecho un asco la costosa tapicería de cuero. Pronto la mujer desapareció, y con ella la tormenta. La noche se presentó fría y despejada cuando Pitti volvió a arrancar el coche. Entonces pensó que ya era muy tarde y optó por regresar a su apartamento. Durante el camino, Pitti, consideró seriamente no aceptar el chantaje de sus jefes porque él no estaba hecho para el matrimonio, y menos para asumir el papel de padre con aquella criatura que parecía de todo menos humana.

Aparcó el coche en el garaje y le dio al cierre centralizado. Luego quedó mirándolo largamente como lo hace un niño con su más preciado juguete. Tembló con la sola idea de perderlo.

Una vez en su confortable apartamento, encendió la televisión mientras se preparaba un sandwich de queso y lechuga. En esos momentos intentaba darse ánimos, pensando que aún era joven además de ser un buen profesional en su trabajo. Sin embargo, las noticias que en esos momentos daba la televisión dio al traste con el optimismo de Pitti. La crisis producida por las temerarias aventuras del sistema financiero aumentaban de manera alarmante las tasas de paro y decenas de miles de empresas estaban cerrando por todo el país. Abrumado por esta noticia y otras por el estilo, apagó el televisor con rabia y se terminó el sandwich con la mente puesta en si la decisión que había tomado minutos antes sería la correcta. Porque, ¿qué pasaría si no encontraba trabajo? Pitti volvió a resudar ante una situación, que lejos de estar solucionada, volvía a obsesionar su cabeza con más fuerza aún. La crisis le iba a poner las cosas mucho más difíciles a la hora de encontrar trabajo y máxime con el insignificante currículo académico que tenia. Él nunca había ido a la universidad ni tenía estudios de diseño ni de grafismo ni de nada de nada. En realidad, para cualquier empresa de publicidad él no era más que un aficionado, eso sí, aventajado pero sólo eso. Consideró entonces que su anterior decisión era demasiado temeraria porque no podía arriesgarse a perderlo todo y verse obligado, finalmente, a tener que regresar a la casucha de su madre. De esta manera, Pitti, comenzó a sopesar la otra alternativa que le quedaba: casarse con Berta Kauffman. Aunque le repugnaba la idea, intentó justificarla dentro del ámbito de su interés profesional, y la verdad es que era una oportunidad de oro para alcanzar el éxito soñado. Entrar a formar parte de la familia de los Schwarzkopz podía suponer un puesto en el consejo de administración de la empresa e, incluso, entrar algún día a formar parte de la misma como socio.

Estos pensamientos reactivaron de tal forma su decaído ánimo, que se sirvió una copa del excelente y caro Oporto que guardaba para impresionar a las escasas visitas que recibía. Mientras la paladeaba, se sintió satisfecho con la decisión tomada, negándose a darle más vueltas al asunto. Le esperaba un día muy duro y debía estar relajado y en perfectas condiciones para negociar la nueva vida que se abría ante él.

La mañana del día siguiente amaneció radiante y muy despejada de la ponzoñosa contaminación que habitualmente envolvía la ciudad. La tormenta del día anterior había limpiado la atmósfera de manera que ahora se divisaba mucho mejor el majestuoso horizonte de Chicago, y el tráfico parecía fluir como más relajado. Pitti viajaba a bordo de su adorado BMW deportivo, y esa mañana le parecía todo distinto a la vez que maravilloso. Las nieblas de su futuro se abrían para dar paso a un Pitti triunfador y empresario. Ya alucinaba imaginando su gran despacho en la nueva empresa Schwarzkopz & Pitti, porque eso sería lo normal en cuanto que los hermanos Schwarzkopz eran solteros y carecían de descendencia. Aunque, bueno, estaba la sobrina pero él iba a casarse con ella.

Cuando llegó a su trabajo, se dirigió al estudio y allí, Pitti, se encontró con Lobby, el hijo del banquero. Sería incierto decir que a Pitti no le molestó la presencia de aquel joven presumido hijo de papá en su puesto de trabajo, pero en esta ocasión consideró que tal cosa no le debía preocupar. Incluso pensó que en el futuro ya tendría ocasión de echarle de allí de una patada en el trasero. El teléfono sonó. La llamada procedía del despacho del señor Schwarzkopz.

En esta ocasión Pitti recorrió el odioso pasillo con porte triunfal. Mirando por encima del hombro al personal que trabajaba en la hilera de despachos tras las mamparas de cristales. Cuando llegó a la puerta del despacho, irguió su porte y llamó con decisión.

––Pase, señor Pitti.

Allí se encontró con los dos hermanos que esperaban de pie y que le miraron con ojos interrogantes.

––Bueno, ¿qué ha decidido, señor Pitti? ––preguntó Henry Schwarzkopz.

Pitti sonrió antes de responder.

––Sí. Me casaré con su sobrina Berta.

Los dos hermanos se miraron satisfechos.

––Sabia decisión, señor Pitti ––repuso el viejo e inexpresivo Horst Schwarzkopz.

A continuación transcurrieron unos segundos de embarazoso silencio. Pitti no sabía si marcharse o esperar a que le dijeran algo más sobre aquel inesperado asunto. Fue el señor Henry quien le invitó a tomar asiento en la espaciosa mesa de juntas.

––¿Le apetece un café, señor Pitti?

El viejo Horst cogió el bastón y su abrigo de astracán negro, y abandonó el despacho con la excusa que tenía cosas que hacer. Estaba claro que había delegado en su hermano Henry todos los prolegómenos de aquella extraña proposición. Pronto la secretaria de éste acudió al despacho con un par de tazas de café que dejó sobre la mesa.

––Bueno, señor Pitti, y ahora hablemos de usted y de lo que puede ofrecerle a mi sobrina Berta–– dijo el señor Henry, sentándose frente a Pitti.

Pitti se sintió incómodo con la situación. Pensó que en todo caso lo correcto sería lo contrario. Hablar de lo que le ofrecerían a él por cargar con aquel enorme bulto y con Bertolina, la terrible criatura aquella. Sin embargo, el señor Henry no le dio oportunidad de responder y prosiguió:

––De momento creo que deberá cambiar de residencia. Tengo entendido que vive usted en un apartamento demasiado pequeño para albergar a su nueva familia. Deberá buscar cuanto antes una residencia mayor y a la altura del estatus social de mi sobrina. Por lo demás, la boda debe resultar todo un acontecimiento social. Invitaremos al alcalde de la ciudad así como a nuestros clientes más insignes y algunos empresarios importantes de la ciudad. Tenga en cuenta que tal acontecimiento también nos debe servir para promocionar la empresa y ampliar el ámbito de negocio. ¿Está de acuerdo conmigo, señor Pitti?

––Sí. Lo que usted diga, señor, Schwarzkopz.

¿Qué podía decir Pitti ante las pretensiones del señor Henry Schwarzkopz? Sin embargo, estaba más asustado que un pajarillo en una jaula rodeada de gatos. El boato de boda que pretendía valía mucho dinero, un dinero que él no tenía. Sólo cambiar de residencia a un apartamento mayor acabaría con sus pocos ahorros. En realidad Pitti esperaba que su jefe se dejara caer en los cuantiosos gastos. Que pusiera sobre la mesa la dote que como tío de la novia le correspondía de alguna manera. Sin embargo, Henry Schwarzkopz continuó hablando, y en esta ocasión del viaje de bodas que pensaba que hicieran por Europa.

––Tengo un amigo propietario de una cadena de agencias que les puede hacer un sustancioso descuento. Por otro lado será nuestro regalo de boda

A Pitti no le llegó la camisa al cuello. ¿Esa iba a ser la única aportación? ¿Pagar el viaje de novios...? ¿Y la millonaria boda? ¿Y el nuevo alquiler del apartamento? ¿Quién iba a pagar todo eso? El joven consideró entonces que debía advertir a su jefe sobre estos importantes problemas. Por lo demás, estaba bastante desilusionado porque el señor Schwarzkopz no le habló en ningún momento de su futuro profesional en la empresa. Entonces, Pitti, arropándose de una humildad rastrera se atrevió a decir:

––Será una boda magnífica, señor Schwarzkopz. Sin embargo, usted sabe cual es mi salario en la empresa y...

––Ya he pensado en eso, señor Pitti ––atajó el empresario sin dejarle terminar –– He hablado con mi amigo el banquero y éste le hará un préstamo de cien mil dólares para cubrir estos gastos iniciales. Como verá, Schwarzkopz & Schwarzkopz piensa en todo momento en sus empleados.

––Ah ––exclamó, Pitti, con un derrotado suspiro, aunque enseguida pensó que la empresa tendría que subirle el suelo para pagar el abultado préstamo, además del alquiler de la nueva casa, la letra del coche. El señor Schwarzkopz habló de nuevo:

––Mi hermano y yo hemos pensado que la fecha de la boda podíamos ponerla para el 13 del mes que viene. Así le daríamos a Berta una grata sorpresa en el día de su cumpleaños.

––Pero, pero apenas queda un mes ––se alarmó, Pitti –– Tengo que buscar el apartamento y...

––Ya estoy yo sobre este asunto, señor Pitti. Tenemos un buen cliente, el señor Krüger, que se dedica al negocio inmobiliario, le he dicho que me busque un apartamento digno del estatus de la familia. Hala, váyase usted tranquilo, señor Pitti, que de los problemas domésticos se encarga Schwarzkopz & Schwarzkopz.

Pitti abandonó el despacho como sonámbulo. Ya no sabía bien si el matrimonio aquel iba a suponer su éxito o su ruina definitiva. Después de desandar el traumático pasillo entró en su estudio y vio al recomendado, trabajando un original con la vieja técnica del aerógrafo. Pitti quedó asombrado de la calidad del trabajo. Aquel tipo era un verdadero artista, sin embargo intentó echárselo por tierra:

––¿Pero todavía trabaja usted con esa herramienta prehistórica? ––dijo, burlándose.

––Bueno, las ilustraciones sí ––repuso Lobby, sonriendo.

––Venga, hombre ––insistió Pitti ––. Tenemos programas de ordenador que las hace en menos tiempo. Y en publicidad el tiempo es importantísimo.

––Sí, señor Pitti, pero el ordenador es frío ––repuso el advenedizo, levantando la mirada a la vez que despejaba su frente de un lacio mechón de pelambrera peliroja ––Los resultados en calidad no son comparables al trabajo donde interviene las propias manos del creativo.

Pitti tornó a mirar con inusitada envidia aquella ilustración de libro. El novato tenía razón en lo que decía, porque difícilmente el ordenador podría ofrecer la cálida textura de la que disfrutaba el magnífico diseño.

––¿El señor Schwarzkopz le ha mandado que haga ese trabajo? ––preguntó Pitti.

––No. Como no tenía nada que hacer ––repuso el recomendado.

––Bien ––cogió Pitti el original y lo rompió en varios pedazos –– .Esto lo hago por su bien, señor Lobby. Porque si le ve el jefe jugando con estas historias...

Pitti continuaba con su fatal obsesión de librarse de posibles competidores, y para ello no reparaba en ninguna clase de miramientos a la hora de destruir todo lo que pudiera hacerle sombra. Aunque en el fondo sabía que su acción era fea y más que reprobable, la consideraba necesaria para su supervivencia. Después instó al joven Lobby a que desalojara la mesa de trabajo. Lobby entonces preguntó:

––¿Y qué hago yo? ¿Dónde me instalo?

––Bueno, eso lo tiene que decidir el señor Schwarzkopz.

––El señor Schwarzkopz me ha dicho que me pusiera a sus órdenes.

––Pues no hay órdenes, señor Lobby ––repuso, Pitti de mala forma––. Mañana hablaré con el señor Schwarzkopz para, si lo ve conveniente, de orden para que le traigan una mesa. De momento esta es la mía.

Lobby agachó la cabeza, contrariado.

––Bueno, pues me iré.

––Hace bien, señor Lobby. Para perder el tiempo, mejor en casa.

––Entonces... Hasta mañana, señor Pitti.

––Hasta mañana, señor Lobby.

Cuando el joven desapareció, Pitti tornó a darle vueltas a todo lo ocurrido esa mañana en el despacho del señor Schwarzkopz. Le preocupaba no haber negociado como debía el sacrificado trato que suponía casarse con Berta Kauffman, y no digamos adoptar a su repelente hija. Como si esto fuera poco, tenía además que correr con todos los gastos y entramparse con un préstamo de cien mil dólares que debía devolver. ¿Pero cómo iba a hacerlo si el señor Schwarzkopz ni siquiera le había hablado de una mejora sustancial de su posición en la empresa y por tanto de sueldo? Se angustió al considerar que se había metido en un callejón del que ahora era difícil escabullirse. Miró el reloj, y faltaba algo más de hora y media para que terminara su jornada de trabajo esa mañana. Muy nervioso, Pitti decidió que no podía macharse a casa con aquel problemón que de seguro iba a torturarle el resto del día, y decidió aclarar las cosas con el señor Schwarzkopz.

––Entonces, señor Pitti, usted teme que no pueda mantener su futuro matrimonio con el sueldo que le pago, ¿no es así?

––Sí, señor ––repuso, Pitti, con semblante pálido ––. Porque... Estoy seguro que su sobrina no trabaja, ¿no es así, señor Schwarzkopz?

––Así es, señor Pitti ––se retrepó en el sillón, el señor Schwarzkopz ––. En nuestra familia ninguna mujer ha trabajado nunca. Ellas deben dedicarse a la casa, a cuidar del marido y de los hijos. Es el hombre el que debe procurar el sustento de la familia, ¿comprende usted? Esta es la única manera de mantener una familia unida, porque si cada uno va por un lado...

Pitti agachó la cabeza y observó como sus dedos se martirizaban entre sí. Quizás era el momento de confesar, de decirle a su jefe que con aquel sueldo que le daba le sería imposible mantener la familia. Sin embargo, fue el señor Schwarzkopz quien le sacó de aquel drama.

––Por otro lado entiendo, señor Pitti, que usted quiera darle lo mejor a mi sobrina y a su hijita. De esta manera mi hermano Horst y yo ya habíamos decidido hacerle miembro del consejo de administración de la empresa después de la boda. Esto supone un sueldo y comisiones acorde con el nuevo cargo y que, pensamos, será suficiente para mantener dignamente a su nueva familia.

Al escuchar aquello, a Pitti se le abrieron las puertas del Paraíso.

––Creo que es eso lo que deseaba escuchar, ¿no es así, señor Pitti?

––Oh, sí, señor Schwarzkopz ––aseguró Pitti con una felicidad enmarcada de oreja a oreja –– . Le prometo que haré feliz a su sobrina y seré el mejor padre para Bertolina.

––Más le vale ––aseveró el señor Schwarzkopz, mirándole con entrecejo.

Pitti abandonó el despacho como flotando. El detestado pasillo le pareció en esos momentos un recorrido triunfal hacía la gloria con alfombra roja incluida. Mientras lo hacía miró despectivamente al personal de la empresa, a los sufridos vendedores, que tras sus pequeños garitos acristalados y rodeados de montones de tarjetas de visita, se afanaban a golpe de teléfono en captar clientes para Schwarzkopz & Schwarzkopz. Ellos trabajaban a comisión. Si no vendían no cobraban. Pero así era la vida. Pitti pensó entonces que unos nacían para triunfar, como él mismo, y otros para vivir y morir en la mediocridad y la miseria.

Cuando abandonó la empresa, entró en la cafetería para celebrar su suerte con un güisqui doble con hielo. Ensimismado en sus pensamientos escuchó a alguien que le saludaba y miró a su derecha. Era el mendigo que habitualmente pedía limosna en la puerta del edificio y que le obsevaba sonriente:

––Un café bien calentito siempre sienta bien---dijo mientras meneaba la cucharilla del vaso.

Pitti se retiró un poco no fueran a pensar que estaban juntos. El mendigo continuó hablando, cosa que produjo malestar a Pitti.

––¿Sabe usted? Yo también tenía un trabajo, una familia, una casa... Sin embargo ya me ve. En la calle y pidiendo limosna.

Pitti estuvo a punto de responderle, pero se contuvo. No quería que le vieran alternando con el mendigo. Además, su presencia le molestaba.

––La vida es así ––continuó el hombre meneando con la cucharilla el café y sin dejar de sonreir–– Hoy estás aquí y mañana en la cuneta. También yo vestía como usted, y tenía un buen coche. Pero un mal día la fábrica cerró y todo se vino abajo. ¿Dónde iba a ir yo con cerca de cincuenta años...? Después me abandonó mi mujer...

El joven apuró la copa. Estuvo a punto de encararse con aquel hombre para increparle, para que no le contara sus penas. Si la vida le había resultado mala, algo habría hecho. Pagó la consumición y abandonó la barra. El mendigo se volvió entonces y le espetó:

––Espero que nunca se vea como yo, amigo.

Cuando Pitti abandonó la cafetería hacía bastante viento. Bajó al garaje y pulsó el botón y enseguida respondió su BMW parpadeando sus pilotos. De pronto, un pensamiento cruzó su mente como un relámpago nefasto. El coche era un deportivo biplaza ¿Dónde iba a sentarse la niña? Aquello iba a ser un importante obstáculo aunque la idea de prescindir de su coche ni siquiera la contempló. Compraría uno familiar, un monovolumen o algo parecido y se reservaría el deportivo para él. Una vez más acarició el emblema blanco y azul del volante antes de ponerlo en marcha. De camino que iba a su apartamento le dio vueltas a los acontecimientos que debía enfrentarse. Una boda por todo lo alto donde acudiría la flor y nata de Chicago, incluso podía asistir el gobernador. Otro pensamiento le asaltó entonces, y en esta ocasión fue sobre su familia por no decir su madre. Seguro que los Schwarzkopz disponían de una familia toda con clase y dinero, sin embargo, Pitti, sólo tenía a su madre, una vergüenza nacional para todas las madres de Estados Unidos. Pero si no la llevaba a la boda... Aunque podía decir que había muerto en esos días y que era huérfano en el mundo. O quizás arreglándola un poco... Pero con aquellos pelos y sin dientes poco arreglo tenía.

No terminaba de aparcar el vehículo en su barriada, cuando sonó su móvil. A Pitti le dio un vuelco el corazón al comprobar que era su jefe, Henry Schwarzkopz, el que llamaba.

––Sí, dígame señor Schwarzkopz––respondió.

––He pensado que podía acercarse esta tarde a nuestra casa, señor Pitti, para la petición de mano. Berta estará con nosotros...

––Ah, bi,bi,bién, señor Schwarzkopz ––tartamudeó Pitti –– Lo que usted diga señor Schwarzkopz.

––Las cosas hay que hacerlas como Dios manda –– prosiguió el señor Schwarzkopz ––. Sería un excelente momento para ofrecerle a mi sobrina el anillo de pedida. Ya sabe, lo tradicional en estas ocasiones. Yo me he permitido encargarle uno en la joyería de Edgard e Hijos. Puede usted recogerlo antes de pasarse por mi casa, a las seis.

Cuando Pitti cerró la llamada miró el reloj. Aún le quedaba tiempo para comer algo, arreglarse y pasar por la joyería antes de acudir a la mansión de su jefe. Cogió el ascensor un tanto nervioso con los acontecimientos aquellos que le esperaban. Sin embargo, se alegró de que comenzara para él una vida social de aquella categoría. Al llegar a la cuarta planta, el ascensor se detuvo. Enseguida advirtió en el rellano la presencia de un pequeño perro negro y lanudo sentado frente a su puerta. Así, a primera vista parecía tener la cabeza bastante grande. Cuando el animal se percató de Pitti se incorporó sin mirarle, con la intención de penetrar en el domicilio.

––¡Eh, eh! Fuera de aquí chucho –– lo quiso ahuyentar, pero el perro puso sus patas delanteras sobre la puerta como para empujarla.

Pitti tenía el llavín en la cerradura pero no se atrevió a abrir temiendo que el animal aquel se colara. Éste, impaciente, levantó el rostro para mirar al joven.

––¡Joper, qué perro más feo eres! –– exclamó Pitti.

Giró la llave y se coló dentro como si fuera su casa.

––Pero... ––corrió para cogerlo –– ¡Esta no es tu casa! ––lo increpó.

El perro se detuvo entonces y volvió la cabeza con actitud agresiva. Enseñó unos colmillos que Pitti se asustó. Eran desproporcionadamente grandes.

––¡¡Grrr¡¡ –– gruñó

––Eh, tranquilo chucho ––frenó Pitti en seco. En ese momento se dio cuenta que el perro llevaba un collar y un artilugio parecido a un micrófono incrustado.

––Venga, perrito –– se acercó despacio ––. No te voy hacer nada.

––¡¡Ni te se ocurra, tontaina!! ––exclamó una voz tamizada por el micro aunque algo familiar para Pitti.

––¿Bertolina?

––La misma, mequetrefe.

––Pero... ¿Cómo me ha encontrado el chucho este?

––Fácil. Le di tus señas. Delgaducho, nariz de pingüino, cara de tontaina...

Pitti miró al perro, que ahora se había sentado en su sillón.

––Fuera de ahí ––protestó.

––Grrr...––volvió a enseñarle los colmillos.

––¿Qué haces?––regresó Bertolina por el micrófono –– Deja tranquilo a mi Chevalier.

El animal miró a Pitti con aquel par de aceitunas negras y brillantes que tenía por ojos y produjo un sonido similar a una malévola risita:

––Ji, ji, ji.

El reloj corría y no podía entretenerse ahora con el chucho aquel. Tampoco le hacía ninguna gracia dejarlo en el apartamento porque sabe Dios los destrozos que podía ocasionar. Marchó a la cocina y abrió la nevera en busca de algo que comer. Cogió unas lonchas de un delustroso chope que le quedaba y lo entremetió en pan de molde. Se sentó en una silla y le dio vueltas a la cabeza a lo sucedido con el perro. ¿Cómo había encontrado su apartamento, y por qué Bertolina lo había mandado? ¿Qué clase de historia era aquella de un perro con un micrófono? Preocupado con ésta y otras cuestiones, no se percató de la presencia del can que, a sus pies, vigilaba atentamente el sandwich. De pronto y antes de pegarle el primer bocado el perro saltó y se lo arrebató de un bocado. Pitti se quedó con el pequeño trozo que aún asía entre sus dedos.

––¡Maldito perrucho...!

––¡Eh, eh! ¡Ni se te ocurra tocarlo! ––volvió la chirriante voz del micrófono.

––No, si yo...

Pitti se levantó de mala manera y se dirigió a la puerta seguido del chucho. Dio un portazo y cogió el ascensor acompañado por el irritante intruso. Subió a su BMW y el perro también con un prodigioso saltó y se sentó en el asiento del copiloto. Pitti lo miró con odio y con ganas de darle una patada y echarlo del coche. El chucho también lo miró fijamente, tanto que sus ojos se ahuevaron bajo aquellos enormes mechones de pelo que tenía por cejas. Luego sacudió su cuerpo, emitiendo aquel extraño sonido:

––¡Ji, ji, ji...!

Pitti pensó que se estaba riendo de él. Aquel perrucho se estaba riendo de él y esto le enfureció aún más. Metió la llave de contacto y aceleró de tal manera que su espalda quedó apegada al asiento. Pero el perro no se inmutó de cómo estaba, sentado sobre sus patas traseras y sin abandonar una pose ciertamente solemne.

––¡Ji, ji, ji...!

Pitti condujo el coche de manera alocada, intentando desestabilizar al molesto pasajero aquel que no paraba de incordiarle con su risita burlona. Pero nada. Muy al contrario el chucho parecía disfrutar con aquellas velocidades, y sus orejas, grandes y lanudas, se aplanaban como las alas de un avión que fuera a remontar vuelo.

Después de atravesar media Chicago, llegaron a la joyería. Pitti aparcó en el lugar reservado para clientes y bajó del coche seguido por el perro. Sin embargo al llegar a la puerta de la lujosa joyería un guarda jurado le indicó que los perros no podían pasar al interior. Pitti sonrió entonces de oreja a oreja y miró al chucho con malévola satisfacción.

––Ea, amiguito. Tú te quedas en la puerta.

Pero una voz sonó del interior del establecimiento.

––Deje pasar también al perrito, Robert. Es el de la sobrina del señor Schwarzkopz.

––¡Ji, ji...!

Una vez en el interior, el propio dueño del establecimiento atendió a Pitti.

––El anillo de compromiso que ha elegido el señor Schwarzkopz es uno de los más elegantes de los que dispongo. Fíjese en el diamante. Una verdadera joya.

Pitti cogió el anillo y lo probó en su anular. Le sobraba anillo por todas las partes. Luego pensó que debía valer una fortuna.

––Bueno, pues me lo voy a llevar ––dijo después.

––Sí, pero antes fírmeme aquí, por favor.

––Pero el anillo está pagado, ¿no? –– dijo Pitti, que no tenía muy claro lo de firmar.

––No. El señor Schwarzkopz me ha dicho que lo pagará usted dentro de un par de días. Usted, señor Pitti, tiene crédito en mi casa desde el momento que va a emparentar con la familia Schwarzkopz.

––¡Ji, ji, ji...!

Pitti bajó la cabeza para mirar al repugnante perro aquel que se carcajeaba de todo. Después ojeó con resignación la factura aquella y le temblaron las piernas, las nalgas y todo al comprobar el precio que debía pagar por aquel anillo: tres mil doscientos dólares.

Cuando abandonó la joyería, aún faltaba algo más de una hora para la cita. Por un momento Pitti pensó en hacer una visita relámpago a su madre para que le quitara aquel perro de encima, pero consideró que no le daría tiempo. Se introdujo en su descapotable así como su molesto acompañante que, de un salto, hizo lo propio, sentándose junto a él. Luego arrancó el vehículo y en esta ocasión condujo con suavidad, sin hacer locuras. Después sus pensamientos se centraron en esa tarde donde la familia Schwarzkopz estaría al completo para examinar todos sus movimientos. Desde luego pedir la mano de aquel mastodonte de mujer no iba a ser cosa fácil. Implicaba un enorme sacrificio de su parte. Pero ya se sabe que prosperar en la vida tiene sus servidumbres, y él estaba a punto de ser nombrado, nada más y nada menos, que consejero de la empresa Schwarzkopz & Schwarzkopz.

Con el rabillo del ojo Pitti vio que el perro se afanaba en algo hurgando en la guantera. Cuando volvió la cabeza para mirarlo, llevaba sus Rayban de montura de oro puestas.

––Pero...¡Mis gafas!

––¡Ji, ji...!

––¡Perro asqueroso! ¡Trae acá mis gafas!

––Eh, que te estoy escuchando ––saltó de nuevo el estridente micrófono –– Déjale las gafas a mi Chevalier o se lo contaré a la Kauffman, imbécil.

Pitti tuvo que dar un volantazo y a pique estuvo de atropellar a una anciana en un paso de cebra. Aquello era demasiado. Pero, ¿qué clase de perro era aquel? ¿Cómo había logrado ponerse las gafas?

Sobre las seis menos cinco, Pitti aparcaba junto a Wolfhouse. Muy nervioso se ajustó la corbata, se alisó el traje y acicaló su cabellera con su pequeño peine. Al fin llegaba la hora de enfrentarse a su nuevo destino como triunfador en la vida. El perro caminó junto a él con las Rayban puestas, aunque no parecía muy contento con aquella visita pues de cuando en cuando emitía algunos destemplados gruñidos que parecían los de una fiera inmunda.

El enjuto mayordomo volvió a abrirle la puerta, y saludó al perro nada más verlo:

––Buenas tardes, señor Chevalier. Bonitas gafas. ––exclamó con leve inclinación.

Pitti alucinó con el tratamiento que dispensó al perro. Después el mayordomo se dirigió a él, indicándole que la familia Schwarzkopz le esperaba en el salón de té. En esta ocasión no tuvieron que subir escalera alguna pues la estancia se encontraba al fondo del amplio hall. Allí estaban los dos hermanos, la sobrina y la sobrinita. Los cuatro posaban como en un cuadro de Velázquez. Los Schwarzkopz de pie, flanqueando a la Kauffman sentada en un sillón con Bertolina en brazos.

––El señor Chevalier y el empleado Pitti –– anunció el mayordomo, secamente.

––Pase, pase, señor Pitti –– indicó amablemente Henry Schwarzkopz.

El perro corrió para echarse en brazos de Bertolina con gran alborozo. Todo era muy embarazoso para Pitti, que no sabía lo que hacer mientras la Kauffman le observaba imbuida en una especie de tabardo similar a los que llevaban las Waffen en la campaña de Rusia.

––Bueno, ¿trae el anillo de pedida? –– inquirió el viejo Horst.

––Sí, si ––se apresuró Pitti, buscándo en los bolsillos.

––Vénga. Dámelo ya y acabemos de una vez ––apresuró la Kauffman, alargando la mano.

-¡Guau, guá! ––ladró el perro.

––¡Arggghhh! –– rugió Bertolina.

Con el anillo en la mano, Pitti quedó por un instante paralizado. Se preguntó que clase de pedida de mano era aquella. Lo normal era dirigirse al señor Horts o al señor Henry como tutores de la novia. Lo había visto en algunas películas Levantó los ojos y le asustó la colección de miradas ansiosas que se abatían sobre él con impaciencia. La cara del perro era la mar de inquietante. Parecía un oscuro pigmeo con los colmillos retorcidos hacia arriba, aunque Bertolina no le iba a la zaga con el pelamen ocultando parte de su cetrino rostro y sus pupilas, siempre a punto de desaparecer entre sus semicerrados párpados. Finalmente detuvo la mirada en el severo y rollizo rostro de la Kauffman, con sus enormes ojos azules y saltones... Por un momento pensó que su madre no desentonaría ni un ápice entre aquella familia.

––Tome el anillo, señorita Kauffman...

La teutona lo atrapó de un manotazo y lo apretó con fuerza entre sus enormes y rollizos dedos, ampliando sus carnosos mofletes con una sonrisa de triunfo. Todos los presentes se mostraron satisfechos menos Pitti, que continuaba sin saber qué decir o qué hacer allí de pie, sonriendo como un tonto, mirando a uno y a otros...

––Bueno, pues ya está cubierto el protocolo de pedida –– dijo Henry Schwarzkopz, satisfecho –– . Ahora queda la boda.

––Quiero casarme en quince días, tío Henry.

––Un poco precipitado lo veo, Berta. Había pensado la boda para el día de tu cumpleaños, dentro de un mes.

––Necesito salir ya de toda esta historia ––repuso la Kauffman –– Al fin al cabo esto va a ser un matrimonio de conveniencia.

Henry Schwarzkopz miró a Pitti con una sonrisa de circunstancias, como queriendo disculpar la rudeza de Berta. Luego continuó con su sobrina.

––Pero hay que buscar una casa, preparar la boda... También necesitareis unos días para conoceros un poco.

––Bah. Tonterías –– intervino, Horts, el hermano mayor de Henry ––. La niña tiene razón. Cuanto antes se resuelva el problema mejor. En quince días se pueden casar, y en ese tiempo pueden, en todo caso, conocerse. ¿Para qué demorar?

Pitti continuaba allí de pie, como un convidado de piedra a pesar de que lo que se trataba era de su boda. En eso llegó el mayordomo para preguntar si el invitado se iba a quedar a merendar. La Kauffman repuso sin ningún miramiento, que no hacía falta, que el invitado ya se iba. Pitti no supo en ese momento si alegrarse por salir de allí cuanto antes, o enojarse por el trato recibido en un asunto donde él actuaba como primer actor, y que sin embargo, nadie parecía contar con él.

––Bueno, señor Pitti. Supongo que tendrá cosas que hacer y de esta manera no lo entretendremos mas ––dijo Henry Schwarzkopz, dando por finalizada aquella extraña e inexistente merienda –– Mañana por la mañana deberá ir al banco y sacar parte del préstamo porque al mediodía he quedado con el de la inmobiliaria, que nos enseñará algunas ofertas de inmuebles.

Seguidamente y sin más preámbulos, el mayordomo acompañó a Pitti a la puerta.

Cuando subió a su coche, estaba realmente decepcionado. Pensó que aquellas no eran maneras de tratar a alguien que iba a formar parte de la familia. Para su aivio, el perro esta vez no le acompañó. Una tremenda desazón lo hizo poner rumbo a Lostsky, para hablar con su madre. Las últimas luces de la tarde cayeron definitivamente sobre la ciudad cuando Pitti entró en la miserable barriada. Al pasar por la vieja y única cantina que también hacia de abacería y gasolinera, creyó ver a su madre en el interior, parloteando con el viejo Louis, que regentaba el local.

––¿Qué haces tú aquí? ––preguntó ella nada más verle.

––Quiero hablar contigo ––repuso él, mientras no perdía ojo a Louis, que había salido afuera a echarle un vistazo al BMW.

––Bonito carro ––exclamó el anciano negro, rodeándolo.

La madre llevaba una botella de ron en la mano y aseguró el tapón antes de mirar de nuevo a su hijo.

––Tienes problemas ¿no es así? Sólo vienes a verme cuando tienes problemas...

––Tengo que hablarte de algo muy importante para mi, madre ––insistió Pitti.

––Podemos hacerlo aquí –– repuso ella, sentándose en un destartalado velador junto a una amplia cristalera y miró al viejo Louis que en esos instantes entraba en el local comentando:

––Podías aprovechar y contarle a tu hijo lo que pretenden hacer con tu casa. Lo mismo conoce a alguien que pueda ayudarte.

––¿Qué pasa, Louis? ––preguntó Pitti, que conocía al viejo negro desde que era niño.

––Pues que van a demoler algunas casas de Lostsky, y entre ellas la de tu madre.

Pitti quedó por un momento impactado con la noticia. Luego miró a su madre,

––¿La tuya también? –– preguntó, alarmado –– Pero tú la compraste. Te costó un dinero...

––Bah, cuatro perras. Además, el que me la vendió no tenía papeles. Al final me quedaré en la calle.

––Pero no pueden hacerte eso. Tú tienes tus derechos como ciudadana de este gran país –– se enfadó, Pitti.

––Bah, tonterias y mentiras ––repuso la mujer––. Los pobres no tenemos derechos en ningún lado.

El viejo Louis se acercó a la mesa y miró a la vieja con ojos tristes. Meneaba la cabeza de modo extraño, como si se tratara de un balancín. Luego dijo con sentimiento...

––El viejo Louis no dejará que mamá Lostsky se quede en la calle ––le sirvió un vaso de ron cubano.

––Ponme otro a mi ––pidió Pitti.

––Pero si tú no bebes estas cosas ––se extrañó la madre –– A ti te pasa algo grave.

Pitti levantó la mirada del vaso y.comenzó a relatarle toda aquella aventura suya de la boda.

––Tal y como me lo cuentas, no me gusta un pelo, ¿verdad Louis?

––Bueno, la verdad es que tiene toda la pinta de ser una boda de conveniencia ––opinó el viejo negro sin dejar de balancear la cabeza –– A su hijo le interesa por cuestión de negocios y a ella para dejar de ser viuda.

––No, no. Hay algo más ––insistió la vieja, sobándose la verruga ––. Tráeme agua en un vaso de cristal, Louis.

––¿Agua? ¿No estás tomando ron? –– se extrañó, Pitti.

––Calla y observa a tu madre.

Cuando Louis regresó con el agua, la vieja echó un poco de ron sobre el vaso y el líquido oscuro comenzó a hacer extrañas figuras ante la mirada atenta de la mujer, que enseguida sonrió satisfecha. Louis y Pitti se miraron y luego clavaron sus pupilas sobre aquel agua donde el ron se disolvía, desgarrándose en largos y sinuosos mechones.

––En esta boda anda por medio el espíritu reencarnado de un muerto –– resolvió al fin la vieja.

––¡¡Un muerto!! ––se apartaron al unísono del vaso. Luego Pitti comentó como el que no quiere –– Lo mismo es el del difunto marido de Berta.

El viejo Louis no hacía más que observar el vaso y santiguarse. La vieja miró entonces a ambos con gravedad y se bebió el ron que restaba. Después encendió un cigarro y al echar la primera bocanada de humo éste regresó rápidamente a su boca como succionado por un invisible torbellino. La mujer tosió entonces, repetidamente, y las luces del establecimiento comenzaron a parpadear, amenazando con apagarse.

––El muy bribón sabe que lo he descubierto y esto le ha enfadado –– dijo después con extraña calma.

––¿Pero quién es, madre?

––Tenías razón, Pitti. Es el difunto marido de esa señora. Pero no he logrado averiguar en qué se ha encarnado.

A Pitti le vino a la cabeza el extraño perro que le había hostigado durante el día y a quien llamaban Chevalier, y le entró un escalofrío con solo pensarlo. En esos momentos Louis había marchado al mostrador a buscar unas velas por si la luz se apagaba definitivamente.

––¿Podía ser en un perro? Le llaman Chevalier –– preguntó a la madre.

––Podría ser. Con ese nombre que tiene... –– repuso ella con la mirada un tanto ida.

––Pues en mal asunto se ha metido usted, niño Pitti –– intervino Louis –– Cuando hay espíritus por medio... ––tornó a santiguarse.

La oscuridad hacia invisible los alrededores de la vieja gasolinera cuando Pitti preguntó a su madre si quería que la acercara a su casa. Un perro aulló un par de veces en la lejanía antes que la vieja contestara:

––Me quedaré un rato más con el viejo Louis. Lo mismo me invita a cenar.

––Eso está hecho, mamá Lostsky –– así la llamaba el anciano negro.

Esa noche, Pitti apenas cenó. Estaba totalmente asustado y le era difícil centrar sus pensamientos en algo diferente que no fueran espíritus y perros. Por otro lado el trato recibido por la familia Schwarzkopz esa tarde también le había decepcionado hasta el punto de hacerle desconfiar de aquella extraña boda donde a todas luces iba de pardillo. ¿Pero, qué podía hacer? Pitti sabía que ascender en el escalafón de la vida tenía sus miserias, aunque luego el dinero las cubra y las haga olvidar. Todos los hombres importantes del mundo esconden en su haber inconfesables actos, aunque el brillo de sus éxitos traducidos en abultadas cuentas corrientes los hagan invisibles. Por lo demás, los Schwarzkopz eran personas que tenían fama de serios, ¿por qué debía desconfiar? Además, ya era demasiado tarde para volverse atrás sin que ello supusiera su fulminante despido de la empresa.

Antes de irse a dormir cogió su agenda para organizar las gestiones que debía cubrir al día siguiente. La primera era, sin duda, sacar dinerlo del préstamo de cien mil dólares para comenzar a ir cubriendo gastos. En eso estaba cuando sonó su móvil.

––¿Dígame?

Al otro lado escuchó una delgada voz de mujer. Era la de su antigua novia.

––¿Alicia? ¿Eres tú?

––Sí, Pitti. Soy Alicia –– a continuación su voz comenzó a temblar de emoción –– No te hubiera molestado, pero no puedo más...

Pitti tragó saliva. Tuvo claro que un marrón se le avecinaba.

––¿Qué te pasa?–– preguntó con cierta alarma.

––Lo que me pasa no es para hablarlo por teléfono –– repuso ella conteniendo el sofoco.

––Pero es muy tarde. Podíamos vernos mañana ––sugirió Pitti.

––Llevo a tu hijo en brazos ––repuso ella, rompiendo en sollozos–– No tenemos a donde ir ni donde dormir...

Pitti se estremeció al escuchar aquello. El problema no podía llegar en peor momento. Sin embargo, no podía dejar que Alicia y el niño durmieran en la calle.

––Está bien –– repuso, resignado ––. Dime donde estáis. Iré a recogeros.

––Estamos cerca de tu casa, en un bar...

––Bien, ahora voy para allá.

Nada más colgar la llamada, Pitti, se pasó la mano varias veces por la cara asustado. Lo que iba a hacer ponía su proyecto en un serio peligro si le descubrían.

Cuando llegó al establecimiento, habían algunas personas en la barra. Enseguida se percató de la joven, que esperaba en un velador del fondo con un niño en brazos. Se saludaron fríamente y después Pitti se sentó y pidió un café.

––Yo no te hubiera molestado si no llega a ser porque me despidieron de la tienda –– dijo ella, abatida ––. Pero ya ves, en la calle y con tu hijo a cuestas.

Pitti miró a la criatura. Tenía unos hermosos ojos azules, como su madre que le miraban con somnolienta curiosidad.

––Bueno, eso de mi hijo...

––¿De quién iba a ser? ––espetó ella con indignación –– ¿Crees acaso que soy una cualquiera?

Pitti agachó la cabeza con malhumor. Precisamente ahora que se le abrían las puertas de un futuro próspero y prometedor le alcanzaba aquel pasado suyo ya olvidado, y en el peor momento. Sin embargo, no podía dejarles dormir en la calle.

––Bueno, por esta noche os quedareis en mi casa ––resolvió no sin cierto disgusto ––. Mañana veré si puedo resolver el problema.

Alicia le miró con ojos humedecidos. Luego arrulló con enorme tristeza al niño. Quizá hubiera esperado que Pitti ablandara su corazón, se conmoviera al ver a su hijo en la situación en que se encontraba. Sin embargo, recordó que ya por entonces, cuando ella le confesó que estaba embarazada, él la aconsejó fríamente que abortara, que él no iba a arruinar su vida por un momento de despiste.

El silencio se hizo tenso. Pitti creyó escuchar entonces el ladrido de un perro y le resultó familiar. Saltó de la silla para mirar al exterior a través de una ventana. La calle estaba solitaria. Sólo acertó ver a alguien que caminaba arropado por las solapas de su abrigo. Hacía frío. Regresó nervioso, aunque no llegó a sentarse.

––¿Has terminado tu café? ––preguntó a Alicia.

––No me lo voy a terminar ––repuso la joven.

El niño dormía como un bendito cuando abandonaron el local y caminaron con premura al domicilio de Pitti. Apenas se intercambiaron algunas frases de compromiso. Pitti miraba a todos lados con recelo pues aún continuaba escuchando ladridos, aunque lejanos. Poco después se encontraban en el pequeño y confortable apartamento. Alicia continuaba con el niño en brazos.

––Puedes dejarlo sobre el sofá. No creo que se despierte ––sugirió Pitti.

Ella obedeció y recostó al niño con cuidado, tapándole a continuación con su abrigo.

––Bueno, de cena... Tengo la nevera vacía.

––Como siempre –– repuso Alicia, aderezándose el pelo rubio que le caía por los hombros –– Bueno, tu hijo ya tomó su leche en la cafetería.

Lo de tu hijo molestó a Pitti. Era como si algo se despertara en su conciencia dormida. Volvió la cabeza para mirar a su antigua novia y le espetó secamente:

––Voy a casarme, Alicia.

––¿Casarte tú? ––repuso ella entre perpleja y divertida –– ¿Pero tú no abominabas del matrimonio?

––Y sigo abominando. Pero es un asunto de negocios.

––O sea, que no te casas por amor.

––No.

La chica hizo un gesto de reprobación y vovió a arropar al niño. Pitti no estaba por la labor de seguir dando explicaciones. Bostezó como si tuviese sueño.

––Bueno, tú y el niño podéis dormir en mi cama. Yo lo haré en el sofá.

El sofá era muy incómodo y Pitti pasó la noche dando vueltas y con desagradables sobresaltos. Un par de veces tuvo la extraña sensación de que algo o alguien a sus pies le tiraba del cobertor. Pensó que podía ser culpa de los nervios. A día siguiente se levantaron bien temprano y Pitti decidió llevarlos a desayunar a la cafetería de la noche anterior.

––Míra. Parece que ha dormido bien el crío. Lo despabilado que está –– forzó una carantoña con la mano y prosiguió ––. Ahora voy a ir al Banco. Vosotros desayunar tranquilos y esperarme aquí, ¿vale?

––Pero, ¿vendrás de verdad?

––Claro. Quiero darte algún dinero. Ya sabes, para que puedas seguir tirando hasta que encuentres trabajo.

Pitti ya se iba cuando apareció en el establecimiento el joven Lobby. No se lo podía creer. ¿Qué hacía allí aquel sujeto?

––Señor Pitti. No esperaba encontrarle por aquí –– saludó y luego miró a Alicia, sin perder la sonrisa –– Vaya. ¿Su mujer y su hijo?

––No. no ––se apresuró Pitti ––. Es... Es la señora Alicia Walkman y su hijo. Su marido y yo somos amigos.

––Ah, ya –– estrechó la mano de Alicia. A Pitti le reventaba el carácter de Lobby. Lo consideraba atrevido y demasiado suficiente.

––Bueno, ¿y que le trae por aquí, señor Lobby? ––preguntó a su vez Pitti.

––Yo vivo a pocas manzanas de aquí, en un apartamento del edificio George. Vengo a desayunar a este lugar casi siempre. ¿Puedo sentarme a vuestra mesa?

––Claro –– repuso Alcia, mirando a Pitti.

––Bueno. Voy a ir a la barra a pedir lo mío. ¿Quiere, señora Walkman, que le traigan algo más?

––No gracias ––repuso, Alicia, con una sonrisa ––. Ya estamos servidos.

Pitti aprovechó la momentánea ausencia del señor Lobby para hablar con Alicia.

––Por favor, Alicia ––le dijo, casi suplicando ––. No le cuentes nada de lo nuestro a ese tipo. Si te pregunta, invéntate alguna historia sobre lo que yo he dicho. Ya sabes, que estás casada con el tal Walkman y que somos amigos. Yo voy al banco y regresaré enseguida.

Alicia observó la cara descompuesta de Pitti. Estaba muy nervioso.

––No te preocupes ––repuso la joven, tranquilizándolo.

Pitti cogió en esta ocasión un taxi para ir al Banco. Una vez allí habló con el director de la sucursal.

––Cierto, señor Pitti. El señor Schwarzkopz le ha avalado una póliza de cien mil dólares ––repuso con amplia sonrisa.

––Entonces puedo disponer del dinero.

––Sí. Hasta cincuenta mil–– repuso el director.

––Pero, ¿no son cien mil?

––Ciertamente, señor Pitti. Pero los otros cincuenta mil quedan en depósito para avalar los cincuenta mil que le doy. Compréndalo. Usted no tiene bienes...

Pero Pitti no comprendía muy bien aquello.

––Bueno, entonces el préstamo será de cincuenta mil.

––No. De cien mil –– insistió el director sin perder su plastificada sonrisa comercial.

Pitti no quiso seguir discutiendo porque ni era el momento ni tampoco estaba en posición de hacerlo.

––Está bien. Adelánteme seis mil dólares, pues.


El joven salió del Banco preocupado. ¿Entonces debía cien mil dólares y sólo podía disponer de cincuenta? Continuaba sin comprenderlo. Dejó de pensar en este asunto para centrarse ahora en Alicia, que la había dejado en la cafetería con Lobby. Cuando llegó encontró a la joven sola con el niño, y respiró aliviado.

––¿Te ha dado mucho la lata el tipo ese? ––dijo, nada más llegar.

––No ––repuso ella ––. Lobby es un chico muy simpático. Me ha hablado de que trabaja contigo en la empresa.

––¿Qué trabaja conmigo? Bah, él ha entrado como aprendiz ––repuso Pitti, menospreciando a Lobby.

Alicia miró a su pequeño y limpió su boca de restos de migajas de galleta. Después comentó a Pitti:be

––Si lo hubieras visto, llamando a Lobby papá ––lo besó .

––¿Qué le ha llamado papá a ese hijo de...?––se irritó el italiano.

Sin embargo, se contuvo y serenó su expresión. Estaba seguro que aquello era una escenita de Alicia para tocarle el corazón o darle celos. De esta manera tuvo el cinismo de seguirle la corriente:

––Pues mira, el hijo de un banquero sería un excelente partido para ti y para el niño. Tendríais la vida solucionada a lo grande. Mientras tanto ––se echó la mano a la cartera y contó veinte billetes de cien ––, deberás conformarte con estos dos mil dólares que te doy para que puedas pagarte una vivienda de alquiler.

Ella miró el dinero y después a Pitti. Acto seguido comenzó a sollozar con desconsuelo.

––Pero, ¿qué te pasa ahora? La gente nos está mirando.

––Hubiéramos podido ser tan felices los tres ––suspiró con sentimiento –– Te he visto por un momento como te ha afectado que el niño llamara papá a tu amigo [se enjugó las lágrimas con un pequeño pañuelo], pero eres tan egoísta que no dejas hablar a tu corazón. Sólo te interesa el dinero.

––Está bien, Alicia. No empecemos.

––No, Pitti, No voy a empezar ––repuso ella guardando el dinero –– Como comprenderás, ya estoy de vuelta de todo. Te devolveré hasta el último dólar en cuanto encuentre trabajo.

En ese instante el crió se echó abajo de la silla e intentó andar pero su piernecita derecha le falló y cayó al suelo. Alicia y Pitti se apresuraron a ayudarlo.

––¿Qué le pasa en la pierna? ––se interesó Pitti, que había observado algo raro en la pierna del pequeño Frank.

––Tiene parálisis de nacimiento ––dijo Alicia, tomando al crío en brazos.

––¿Pero se puede curar?

––Aunque los médicos no me lo han asegurado, podía mejorar si se le aplicara un tratamiento especial. Pero vale mucho dinero.

Pitti dudó unos momentos antes de comentar:

––Si las cosas me salen como espero podía darte yo el dinero para curar al pequeño.

––No te preocupes, Pitti, ya has hecho bastante ayudándome con este dinero.

––Bueno, si necesitas algo me llamas.

Así se despidieron Alicia y Pitti.

Una vez fuera del local caminaron en dirección opuesta y sin volver la cabeza. A Pitti le produjo desazón aquel nuevo encuentro con Alicia y conocer al niño que podía ser su hijo. Al entrar en el garaje a buscar su coche vio a un bicho con gafas que le aguardaba en la puerta. Era Chevalier, el perro de Bertolina con sus Rayban puestas y un sobre en la boca.

––¡Joper, con el perrucho este! ––despotricó Pitti –– Debe ser policía.

––¡Guau, guá! ––le entregó el sobre.

––Vaya. Si es del señor Henry Schwarzkopz.

La nota citaba a Pitti en un domicilio situado en un edificio de apartamentos en la exclusiva Washington Street, cerca de donde vivían los Schwarzkopz. Cuando terminó de leerla se volvió al perro para recuperar sus gafas, pero éste había desaparecido. Minutos después Pitti abandonó el garaje rumbo al lugar de la cita.

Desde luego la zona era una de las más caras de la ciudad. El alquiler debía costar una fortuna. Una vez allí encontró en el amplio hall del edificio al señor Henry Schwarzkopz con un sujeto menudo y muy bien vestido.

––Señor Pitti, este es nuestro amigo y cliente el señor Klaus Krügen, el dueño de este edificio. Tiene un excelente apartamento amueblado de tres habitaciones que le viene ni que pintado –– dijo el señor Henry, satisfecho.

Pitti estuvo a punto de preguntar el precio pero no se atrevió. Sin duda tal cosa le hubiera rebajado ante las poderosas personas que tenía delante.

––Si quiere subimos a verlo –– apuntó el señor Krüger, que tenía rostro de avaro.

––No hace falta ––repuso Pitti –– Si al señor Schwarzkopz le ha parecido bien, no hay más que hablar.

––Muy bien ––sacó el señor Krüger un contrato de arrendamiento –– Firme aquí y ya puede disponer del apartamento. No le voy a cobrar fianza por venir con quien viene.

Pitti cogió el contrato y mientras lo firmaba se fijó en la cantidad que ponía de alquiler y le cayó el alma a los pies. ¡Dos mil quinientos dólares mensuales! Su boca estaba seca cuando le devolvió el documento firmado al tipo aquel. El señor Schwarzkopz insinuó un gesto de satisfacción y luego invitó a Pitti a una lujosa cafetería, y allí le hizo sentar en uno de los veladores. A Pitti no le gustó la cara de circunstancias que ponía su jefe y que manifestaba, sin duda, que algo importante tenía que decirle.

––Me temo, señor Pitti que la boda no será tal y como la planeamos. He hablado con mi sobrina y quiere un acto sencillo y familiar. Nada de boato. He pensado, incluso, que podemos hacerla en el jardín de mi casa.

Aquello fue un shock para Pitti. Tal y como en un principio habían acordado, la boda debía suponer un acto social donde asistieran los personajes más influyentes de la ciudad y a Pitti le interesaba precisamente eso. Darse a conocer como miembro de la influyente familia de los Schwarzkopz, y aprovechar para hacer su puesta de largo entre las fortunas más importantes de Chicago. Lo que ahora le proponía el señor Schwarzkopz era una boda casi a escondidas y en el más puro anonimato.

––Pero... ¿Y la promoción de la empresa? –– protestó con timidez –– Le recuerdo que fue usted quien dijo que aprovecharíamos el evento para realizar negocios y publicitar Schwarzkopz & Schwarzkopz.

––Bueno, tampoco es para tanto –– repuso el empresario alemán––. La mayoría de los invitados sólo vienen a comer y beber gratis y a fanfarronear de sus negocios y del dinero que tienen. Creo que Berta tiene razón. Además, solo hace poco más de un año que se quedó viuda y tampoco es muy decoroso que digamos una boda con tanta fanfarria.

––Entonces, ¿qué invitados vendrían? ––preguntó un Pitti totalmente desinflado.

––Bueno, mi familia y la suya, si es que tiene usted familia ––repuso Henry Schwarzkopz, terminándose la copa.

Pitti quedó solo en la mesa. Algo no iba bien en todo aquel asunto. Pidió otra copa y estuvo un buen rato allí sentado, imbuido en tremebundos pensamientos. Por un momento se preguntó lo que hacía allí a esas horas en vez de estar en su mesa de trabajo. Su vida se la estaba jugado como esa moneda que se lanza a cara o cruz, esperando la suerte. Sintió el vértigo del vacío, de estar en el aire sin saber aún cual sería su suerte.

Cuando abandonó el local lo hizo sin saber qué hacer o donde ir. Entonces pensó en subir a ver el apartamento y pidió las llaves al portero de la finca. Éste le informó entonces que Berta Kauffman y su hija estaban arriba.

––¿Qué están en el apartamento? ––preguntó, incrédulo.

––Sí, hace veinte minutos que han llegado, señor Pitti.

El recibimiento fue desolador.

––Siempre llegas tarde, Pitti.

––Tienes cara de tonto.

––¡Guau, guá!... ¡Jiiijiji!

Allí estaban Berta, Bertolina y Chevalier con sus Rayban. Todos sentados en un espacioso sofá y mirándole de forma burlona.

––¿Tarde? –– preguntó Pitti sin comprender.

––Sí, tarde. ¿No te ha dicho mi tío que nos vamos de compras?

Pitti ni tan siquiera se atrevió a traspasar el umbral del salón. Se quedó allí de pie, mirando, espantado, la que iba a ser su futura familia.

––Venga. Llama a un taxi porque en la porquería de coche que tienes no cabemos ––dijo Berta incorporándose como un enorme búfalo rubio ––. Tendrás que comprar un nuevo coche que quepamos todos.

––Yo quiero un Bugatti ––exclamó Bertolina, saltando como una pelota peluda sobre el sofá.

––Pero, ¿qué es lo que vamos a comprar? ––se atrevió a preguntar.

––Tú, nada ––repuso Berta con autoridad, embadurnándose sus voluminosos labios –– Tú te quedas con Chevalier y nosotras nos iremos. Lo que tienes que hacer es darme dinero.

––¿Dinero? ––se echó Pitti mano a la cartera.

––Sí, dinero.

––¿Mil dólares será suficiente?

––¿Mil dólares, imbécil? ––se revolvió Berta, enfurecida –– ¿Crees que para mi boda me voy a comprar un vestido de mil dólares?

En dos zancadas la Kauffman se acercó a Pitti y le cogió la cartera.

––A ver que tienes aquí... ¿Cuatro mil dólares sólo?

––Bueno, es que yo no sabía...

––¡Además de un italiano estúpido eres un pobretón! A ver que me compro yo y la niña con este dinero... Bueno, si me falta ya lo pagarás tú.

Pitti se sentía insignificante frente a aquella mujer. En realidad le daba miedo y por un momento quiso olvidarse de todo y echar a correr. Pero se sentía atrapado en un callejón sin salida.

––Venga, dame las llaves de tu coche ––le conminó Berta.

––¿Las llaves...? Pero,¿no ibas a llamar un taxi?

¡Las llaves de su amado BMW! Pitti se echó a temblar pensando que aquel animal lo haría polvo.

––No conoces el coche y podrías tener problemas ––intentó Pitti quitarle la idea.

––¡Las llaves!–– extendió su enorme mano de manera impaciente.

––Aquí están ––se las puso en la palma –– Os acompañaré.

––No. Tu coche es de dos plazas ––repuso Berta –– Tendrás que comprar cuanto antes un coche familiar si quieres que vayamos todos juntos.

Antes salir, la Kauffman se acercó a Chevalier y levantó una de sus orejas para cuchichearle algo. Luego desapareció con Bertolina.

Pitti miró al perro que a su vez le observaba tras sus oscuras Rayban de montura de oro y lentes verdosas. Aquel perro era muy extraño. Pitti odiaba por naturaleza a los animales, pero a Chevalier le tenía especial inquina.

––Bueno. Ahora devuélveme de una vez mis gafas, perrucho asqueroso–– alargó la mano para quitárselas.

––¡¡Ñaaac!!

––¡Ahhh! ¡El muy...! ¡Me has mordido!

––Jijijiji

––¿Encima te ríes? –– se enfureció Pitti –– Ahora verás ––se quitó la correa del pantalón para atizarle con ella.

El perro, repanchingado como estaba en el sillón, se alzó de un salto a cuatro patas e irguió la cabeza desafiante. Cuando Pitti levantó su brazo para asestarle un correazo, el chucho mostró su artillería con un gruñido de lo mas salvaje. Jamás Pitti había visto tal cosa. Aquello no era un perro si no una mortal dentadura con patas.

––¡¡Grrr!!

––¡Quieto, amigo, quieto! No pasa nada ––tiró el cinturón al suelo –– Es que me apretaba demasiado –– disimuló, atemorizado ante el porte violento del perro.

Pitti marchó a la cocina y se enjugó la sangre de la mano. El maldito perro le había asestado una buena clavada de colmillos. El joven pensó que debía deshacerse de Chevalier, porque sin duda, estaba poseído por el espíritu del difunto marido de Berta, el haitiano. ¿Pero cómo hacerlo con aquel collar chivato controlado por Bertolina? Si al menos pudiera destruir el chip que llevaba. Se asomó al salón para ver lo que hacía el perro, y este continuaba sentado en el sofá con las gafas puestas, viendo dibujos animados. Pitti pensó que unos alicates bastarían para destruir el chip, y hacerlo cuando estuviera durmiendo. Pero en el apartamento no habían herramientas. Pensó, entonces, que el conserje del edificio debía tener y decidió bajar. Con sumo sigilo abrió la puerta del apartamento y la dejó entornada. Chevalier continuaba absorto con la televisión cuando Pitti regresó con unas tenacillas. Ahora sólo faltaba que aquella fiera se durmiera. Sin embargo, con las gafas oscuras que llevaba puestas iba a ser difícil comprobar cuando sucedería tal cosa.

Miró la hora y pasaban de las dos de la tarde. Pitti estaba hecho polvo. Le estaba entrando hambre y en el apartamento no había comida. Tampoco se atrevía a bajar y dejar al perro solo. Se sentó en la cocina y de cuando se levantaba para echar un vistazo a Chevalier, que seguía en la misma posición, como una esfinge frente a la televisión, aunque ya había terminado el programa de dibujos animados. Así llevaba dos horas. Aburrido y sin saber que hacer, Pitti comenzó a recorrer el apartamento para conocerlo. Cuando llegó al dormitorio de matrimonio advirtió sobre una de las mesillas de noche, una fotografía con la imagen de Berta acompañada de un sujeto menudo de aspecto cetrino y siniestro, que portaba perilla y una negra y desaliñada cabellera. Enseguida le recordó a Bertolina por lo que dedujo que se trataba del padre, el difunto Chevalier marido de Berta. Se acercó la fotografía para examinarla mejor, y la mirada penetrante de aquel individuo le mareó hasta el punto de obligarle a sentarse en la cama. Cuando abandonó la habitación supo que algo andaba muy mal en todo aquel asunto. En esos instantes llegó a arrepentirse de haber aceptado aquel extraño trato, que ahora intuía no iba a salir nada bien.

Con un enorme pesimismo marchó al salón y encontró a Chevalier de la misma postura, sentado frente al televisor aunque ya no echaban dibujos animados si no un concurso para tías marías. Pitti comenzó a sospechar y se acercó al perro sigilosamente. Al ver que este no se movía, le quitó con mucha precaución las gafas y para su sorpresa advirtió que tenía los ojos cerrados, que estaba durmiendo.

––¡Será el muy hijo de...! ––exclamó Pitti para sus adentros.

Entonces decidió que esa era la ocasión. Cogió los alicates y con mucho cuidado capturó entre sus pinzas el chip para luego apretarlo despacio hasta que sintió crujir el artilugio. Un suspiro de alivio relajó, entonces, sus nervios. El maldito perro estaba, al fin, desconectado. Ahora el plan que pretendía era más fácil de llevar a cabo. Y ese plan no era otro que librarse de aquel animal embrujado o lo que fuera. Con el mismo cuidado, le enganchó la correa de paseo y después dio un leve tirón para que se despertara. Chevalier se despertó, y al verse sujeto por la correa se quiso revolver, enfurecido. Pero Pitti lo calmó:

––Tranquilo, perrito. Vamos a bajar a comer algo y de camino te compro una hamburguesa y damos un paseo. Ya verás que bien.

El perro le miró con desconfianza pero al final le sedujo la idea. También tenía hambre. Antes de bajarse del sofá levantó una de sus patas delanteras como señalándose los ojos. Pitti le entendió a la primera pero se negó:

––No. Ahora déjame un ratito que lleve yo las gafas. Cuando subamos al apartamento te las devuelvo.

Una vez en la calle fue hasta la cafetería en la que había estado esa misma mañana con el señor Schwarzkopz, y se detuvo en un puesto de “perritos calientes” que había cerca. Allí compró un par y luego se sentó en uno de los veladores y en principio pidió una Coca cola ¡cómo no!, pero ante la insistencia de Chevalier tuvo que pedir otra para él. Mientras Pitti bebía y comía aquellas porquerías, su cabeza no paraba en la manera de deshacerse del perro. Miró la correa y pensó por un momento ahorcarlo, pero ¿dónde? No podía hacerlo en uno de los árboles que había en la vía pública, a la vista de todo el mundo. Si al menos dispusiera de su coche se lo llevaría a la otra punta de la ciudad y allí lo soltaría. Pero el problema era que los perros disponían de un excelente olfato y siempre cabía la posibilidad que regresara. Chevalier, mientras tanto, no hacía más que ladrar y empujarle la silla con las patas porque quería otro perrito de aquellos.

––No, ya no más –– repuso Pitti ––. Ahora vamos a dar un paseo para estirar las piernas y puedas hacer tus necesidades.

El perro se echó a reír de aquella manera.

––¿Qué pasa ahora? ¿He dicho algo gracioso?

––¡¡Ji,ji,ji!! –– se carcajeó, pensando en el maloliente montón de cagarruteras que ya había aliviado en el apartamento, junto al sofá.

Pitti echaba chispas, pensando como deshacerse de Chevalier. Al revolver la esquina vio una furgoneta y una persona que la estaba cargando con cajas vacías de refrescos. De repente le entró una luminosa idea y se acercó al hombre. Sacó cincuenta dólares y le dijo que se los daba si se llevaba al perro.

––¿Y qué hago con él? ––repuso el mozo –– Yo no quiero perros.

––Haga usted lo que quiera con él, pero que no vuelva ––repuso Pitti, poniéndole en la mano el billete y la correa de Chevalier.

Cuando regresó al apartamento se sintió muy contento. Haberse librado de aquel engendro ya era cosa importante. Se sentó en el sofá y miró la hora. Había transcurrido más de cuatro horas. Pensó en llamar a Berta pero entonces se percató que no tenía el número de su móvil. A Pitti no le preocupaba donde podían estar o si tardarían mucho en regresar. Le preocupaba su coche en manos de aquel monstruo. Intentó dar una cabezadita para no pensar, pero el hedor a mierda que había en el apartamento era insufrible. Chevalier había dejado un esplendoroso recuerdo junto al sofá. Pitti se levantó entonces y se fue al dormitorio. Tras cerrar la puerta se echó en la cama y pronto quedó profundamente dormido. El reloj de la mesilla marcaban las siete de la tarde cuando...

––¡¡Ñaaac!!

––¡¡Ay, ay!!

Pitti abrió los ojos con un dolor espantoso en el tobillo. Allí, a los pies de la cama, estaba Chevalier, mirándole fijo a través de las Rayban. Pitti pensó que estaba sufriendo una pesadilla y cerró de nuevo los ojos con fuerza...

––¡¡Naaac!!

––¡Aaahhh! ¡Asesino!

––¡Jijiji!

Pitti saltó de la cama con el tobillo chorreando de sangre. No estaba soñando. El maldito perro estaba en la casa. Cojeando busco los zapatos en el momento que escuchó acercarse las voces, más bien berridos, de Berta acompañados por los gruñidos de Bertolina. De pronto, ambas aparecieron bajo el marco de la puerta y le miraron de manera amenazadora.

––Hemos encontrado a Chevalier en la calle. ¿Nos lo puedes explicar?

Pitti comenzó a tartamudear como siempre hacía en situaciones embarazosas. Luego intentó contar la historia a su manera:

––Bajamos a comer algo y se escapó.

––¿Y el chip del collar? ¿Quién lo ha destrozado?––interrogó Bertolina.

––No sé. Habrá sido alguien de la calle.

––¡¡Ñaaac!! ––le arreó el perro otro mordisco, en esta ocasión en la pantorrilla.

––¡Estás mintiendo! ––se enfureció la niña –– Por eso Chevalier te ha mordido.

––Déjalo, niña ––intervino la Kauffman, frunciendo los morros –– No me lo asustes demasiado que pasado mañana nos casamos.

––¿Pasado mañana? Pero, tu tío me dijo que...

––Me caso yo, no mi tío. Pasado mañana he dicho y punto ––repuso Berta con autoridad.

Ambas dieron media vuelta y regresaron al salón acompañadas del perro. Mientras lo hacían, Berta le gritó:

––Ah, y limpia la mierda que hay junto al sofá.

––¡Ji,ji,ji...! [jodida risita de Chevalier]

Los dientes de Pitti rechinaron con rabia. Aquello parecía cada vez más una trampa perfecta. Aunque lo suyo fuera un matrimonio de conveniencia, estaba seguro que también lo era para Berta, aunque ignorara el motivo y eso era lo que más le preocupaba. Sin embargo, el trato humillante que recibía no era en modo alguno aceptable. Incluso el perro tenía más ascendencia hasta el punto de tener que recogerle las mierdas. Las señales de alerta no sólo se encendian en la cabeza de Pitti, si no que ahora se mostraban como calaveras rojas parpadeantes que abrían y cerraban sus mandíbulas con horrendo chasquido. Su situación era realmente de pánico. Maldijo entonces su mala fortuna en aquella maldita apuesta, aunque no se arrepintió de su mezquino proceder. De todas formas no había tenido otra alternativa. Si hubiera dicho que no a aquella boda, también en esos momentos estaría en la calle. La única esperanza que le restaba era que los Schwarzkopz cumplieran su promesa y le hicieran consejero de la empresa.

Cuando salió al salón, allí estaban repanchingados todos, viendo una película de terror. Chevalier ocupaba uno de los sillones y Bertolina el otro. Berta descansaba su enorme y desgarbada humanidad recostada a todo lo largo en el sofá. Pitti se fijó en Chevalier, advirtiendo que se estaba fumando un puro de esos habanos. Consideró, entonces, que aquel perro no era normal. O estaba embrujado o...

––Cuando termines de limpiar la caca de Chevalier, vete a que le pongan el nuevo collar que le hemos encargado. Bertolina te acompañará –– dijo Berta, nada más advertir la presencia de Pitti.

––¡Yo quiero ver la película! ––repuso Bertolina mientras contemplaba extasiada como un vampiro le chupaba la sangre a media docena de neoyorquinos.

––¿Dónde tengo que ir? –– preguntó, Pitti.

––A la tienda de animales Towdog, en Long Street.

La calle Long Street estaba bastante lejos de allí. Pitti limpió los excrementos y luego se puso la chaqueta. Al ir a colocarle la correa al perro, Bertolina le amenazó:

––Procura por tu bien que esta vez no se pierda.

Pitti pidió a Berta las llaves de su coche con un pálpito. Ella se sacó las llaves de uno de los bolsillos de su enorme pantalón bombacho y se las dio sin mirarle. Después quiso quitarle las gafas al perro y recibió como respuesta un mordisco en el miñique. ––Está bien, está bien ––aguantó el dolor de aquella dentellada que casi le cercena el dedo miñique.

Pitti tenía decidido acabar con aquel monstruo de la manera que fuera. Para ello había pensado llevarlo a donde vivía su madre. De esta manera ella sabría que hacer con él.

Cuando llegó al garaje y vio su BMW por poco le da un síncope. El coche estaba abollado por todos los sitios, como si lo hubieran conducido por una pista de coches de choque, de esas que instalan en las ferias.

––¡Ji,ji,ji!

––¡Hijo de mala perra! Riéte a ver quien ríe el último ––subió al vehículo y Chevalier saltó al asiento del copiloto como ya era habitual.

Luego abandonó de estampida el garaje y marchó por la ciudad a toda velocidad, aunque pronto se dio cuenta que el embrague también lo tenía hecho polvo.

––¡Maldita sea! Me ha destrozado el coche.

A trancas y barrancas llegó a Lostsky, y se detuvo en la vieja gasolinera del viejo Louis. Allí encontró a su madre bebiéndose un vaso de ron.

Bajó del coche pero el perro no quiso hacerlo por más que Pitti insistió. Entró en el pequeño bar.

––Hombre, señorito Pitti, qué alegría de verlo ––exclamó Louis.

––Vaya. Seguro que viene a que le solucione algo ––dijo la madre, dándole al ron.

––Necesito vuestra ayuda.

––¿No te digo? ¿Qué tripa se te a roto ahora?

––Traigo el perro del que os hablé –– repuso Pitti.

––¿Dónde está? ––inquirió el viejo Louis.

––En el coche. No ha querido apearse.

La vieja miró por la ventana y observó a Chevalier.

––¿Y qué quieres que haga? ––preguntó después a Pitti.

––Quiero que te lo cargues. Échale un maleficio de los tuyos

La madre se encrespó con Pitti.

––¿Pero tú que te has creído? Si el perro está poseído por el espíritu de ese haitiano que me contaste puede resultar muy peligroso. Yo no tengo brebajes para perros poseídos.

––Tu madre tiene razón ––intervino Louis –– ¿Por qué no pruebas a emborracharlo? A los haitianos les encanta el ron. Una vez borracho te puedes deshacer de él más fácilmente.

Pitti no vio mal la idea e incluso le entusiasmó. Pidió a Louis un recipiente lleno de ron.

––La idea y el ron cuesta un dólar y medio ––advirtió, Louis.

––Vale, vale –– repuso Pitti –– Si sale bien, te daré cinco dólares.

Pitti se acercó al coche con la vasija de ron y se la ofreció al perro.

––Mira que ron tan chupi te traigo, Chevalier ––la depositó en el suelo, junto al automóvil.

El perro se volvió como loco. De un salto bajó del vehículo y empotró su cabeza en la vasija.

––¡Chups, chups, glub, glub...!

Louis y la madre de Pitti salieron a verlo.

––¡Menudo borracho debió ser el fulano! –– susurró la vieja.

En menos de cinco minutos, Chevalier, acabó con el medio litro de ron y pidió más.

––¡¡Guá, guá...guarrrff!

––Échale el que queda de la botella, Louis –– pidió Pitti.

––`Joper con el perro. Va ha coger una cogorza... –– trajo la botella y la vació en el recipiente bajo la ansiosa mirada del chucho.

––¡Chups, chups, club, club...!

En nada se lo acabó y pidió más, enseñando los colmillos. Las Rayban las llevaba torcidas y dejaban ver un ojo.

––Fíjate como tiene los ojos de rojos el muy condenado. Este nos deja sin ron para la semana.

Pitti empezó a preocuparse. Si la idea no funcionaba ya no sabría lo que hacer.

––No preocuparse porque el chucho va ha caer redondo –– dijo Louis, marchando al interior del establecimiento para regresar al poco con otra botella –– Esto es tequila de garrafa. Si no explota con esto ya no hay fuerza en el mundo que acabe con este animal.

Vació media botella en el cuenco ante la mirada impaciente de Chevalier. Luego siguió bebiendo como si fuese acabarse el mundo. Una vez se terminó el tequila, miró a los presentes de manera rara y eructó como un salvaje.

––Mira. Parece que sus patas comienzan a flaquear––advirtió, Louis.

––Bueno, ¿y ahora qué hacemos?

––Pues quemarlo ––repuso la madre de Pitti sin inmutarse.

––¿Quemarlo? No me gustan los animales, ¿pero, quemarlo...?–– repuso Pitti, repugnándole la idea.

––Claro que hay que quemarlo ––insistió, Louis –– .Si está poseído es la única manera de acabar con el espíritu que lleva dentro. Además, con el alcohol que almacena en su tripa solo bastará arrimarle una cerilla.

Pitti cogió las gafas que aún llevaba puestas Chevalier y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta. Luego, muy nervioso, miró a su madre y al negro.

––Yo no quiero verlo –– dijo, refugiándose en el interior de la casa.

El viejo Louis siguió a Pitti con la mirada mientras encendía una cerilla y la arrimaba a la abundante pelambrera del perro en el preciso instante que Pitti recibía una llamada del móvil. Era Berta.

––¿Aún no le has puesto el collar a Chevalier?

Pitti comenzó entonces a tartamudear.

––Es que, es que... Se me ha vuelto a escapar –– improvisó.

––¡¡¿Queeeé?!!

––Sí, en un semáforo. Ha saltado desde el asiento de copiloto.

––¡Escucha, imbécil! ¡Busca al perro porque como no me lo traigas no habrá boda y mi tío te despedirá mañana mismo de una patada! ¿Has escuchado bien, espagueti de mierda?

A través de la cristalera del local Pitti advirtió con espanto que Chevalier ya era una bola de fuego.

––Sí, sí. Ahora mismo lo busco ––cerró la comunicación apresuradamente.

Aterrorizado por la amenaza, y corriendo si tenía que correr cogió un viejo mantel a cuadros de una de las mesas y salió del local para envolver al perro con la intención de apagar el fuego.

––Pero... ¿Qué haces? ––le gritó el viejo ––¡Con todo el alcohol que lleva dentro puede explotar de un momento a otro!

––¡Hay que apagar el fuego! ––gritó Pitti.

El viejo Louis cogió, entonces, una manguera que tenia enchufada a una toma de agua y lanzó un chorro sobre el perro, apagando las llamas. Pitti retiró entonces la manta con suavidad. La madre de Pitti y el viejo Louis se santiguaron al ver aquello.

––¡Dios mío, parece un conejo frito!

Chevalier aún echaba humo. La mayor parte del pelo se le había quemado y sólo le restaban algunos mechones en los hocicos y cabeza que le daban un aspecto horrible. A primera vista parecía que estaba muerto. La madre de Pitti se acercó entonces y lo movió con el pie. El perro resopló y continuó como estaba.

––¿Está, está...? ––balbuceó Pitti.

––Está durmiendo la borrachera el muy bribón ––dijo el viejo Louis ––. Con lo que ha bebido ni se ha enterado de lo que ha pasado.

Los marrones se multiplicaban para Pitti. ¿Qué iba a decirle a Berta? Se preguntó angustiado. Miró la hora y luego miró al perro. Si lograba despertarlo aún llegarían a tiempo de ponerle el collar en la tienda de Towdog.

––Bueno, y porque no lo llevas así en el coche ––apuntó el viejo Louis –– Te dará menos problemas, No sabemos con la resaca que despertará.

Pitti consideró la idea y pidió algo con que cubrir el asiento del copiloto.

––Aunque sea una manta vieja o un trapo –– dijo–– Porque si lo llevo así me va a poner perdido el asiento de hollín y pelos quemados.

––¿Qué le ha pasado al coche? Con lo bonito que era –– comentó el viejo Louis.

Después trajo un trozo de una vieja cortina y con ella cubrieron el asiento. Ahora venía lo peor. Coger al perro.

––¿Y si me muerde?

––Venga, Pitti. ¿No ves que está durmiendo? ––repuso la madre.

Con cara de repugnancia, Pitti cogió como pudo al animal y lo llevó al coche. Apestaba a cuerno quemado mezclado con efluvios a borrachera indecente. Después lo depositó con mucho cuidado sobre el asiento, buscó las Rayban en su bolsillo y se las puso. Pensó que cuando despertara, si es que llegaba a despertarse, se sentiría contento de llevarlas.

––Cómo tienes el coche, hijo –– comentó la madre, observando las cuantiosas bolladuras ––¿Qué has ido, chocándote con todo el mundo?

Pitti, que tenía los nervios a flor de piel, rompió a llorar desconsoladamente.

––Ha sido ella, mamá. Ese, ese monstruo.

––¿Y con ese monstruo dices que te vas a casar? ¡Huye, hijo! ¡Huye antes que sea demasiado tarde!

––¡Buahhh...! ¡No puedo, mamá!... ¡No puedo...! ––subió al coche y lo arrancó hecho un mar de lágrimas.

––Tenga cuidado con el perro, señorito ––advirtió a voces el viejo Louis mientras se alejaba –– Lo mismo el espíritu ese que lleva tiene mala borrachera.

Pitti abandonó Lostsky, sorteando todos los baches que pudo para no incomodar a Chevalier. Ya en la autopista condujo a golpes. Lo mismo aceleraba, que frenaba, que brincaba... Berta le había destrozado la caja de cambio y las marchas saltaban a su aire de tal manera que temió quedarse en la carretera. Esta situación aún le produçia más lloros. ¿Por qué aquella mala suerte? ¿Por qué Berta no puedo ser una joven normal, con una hija normal, con un perro normal? Pensó que tampoco pedía tanto. La mayoría de la gente eran normales. Feas, guapas, tontas, listas pero, sobre todo, normales. Él sin embargo iba a entrar a formar parte de una familia de monstruos aderezada con espíritus malignos.

En estos pensamientos no se dio cuenta que Chevalier había despertado e iba sentado con sus gafas como si tal. Pitti lo miró unos instantes. Estaba horrible. Con la cabeza calva de pelo y aquellos penachos pocos y arruinados cayéndole sobre los ojos... El perro también giró la cabeza para mirarle y entonces se dio cuenta que el fuego le había descarnado parte de los labios y los hocicos. Ahora su dentadura se mostraba al aire, dándole un aspecto demoníacamente enfurecido. Aterrorizado, Pitti intentó disculparse:

––Yo no he sido, Chevalier. Ha sido un accidente. Te emborrachaste y te caíste en unas brasas...

El perro pareció ignorar la burda disculpa y tornó a poner su atención en la carretera. Pitti suspiró algo aliviado. Al menos no le había mordido, y hubiera sido lo normal porque en esta ocasión tenía suficientes razones para hacerlo.

Sobre las siete y cuarto de la tarde llegaron a Towdog. Aquello era un lujazo de tienda para perros. Cuando Pitti entró acompañado de Chevalier, algunas azafatas se echaron las manos a la cara de horror.

––¿Qué le ha pasado al pobrecito?

––Pues que se escapó y algunos desalmados intentaron quemarlo –– improvisó, Pitti.

Se acercó, entonces, la dueña del establecimiento.

––Ay, pobre Chevalier. Cuando lo vea la señora Kauffman le va a dar algo ––se llevó al perro al interior del establecimiento.

Aquello estaba lleno de perros de todas las razas, tamaños y colores. Pitti se sentó en una silla y esperó que arreglaran un poco a Chevalier y le pusieran el collar. Un gran danés se puso a su lado, olisqueándole continuamente. No se atrevió a moverse ante aquel dinosaurio que sobrepasaba ampliamente su estatura. Maldijo una y otra vez a los perros. A los diez minutos sonó su móvil. Era Berta, y entonces pensó que la dueña del local ya la habría llamado para contarle el estropicio. No se atrevió a responder y lo apagó.

Una hora después sacaban a Chevalier vestido con una especie de esquijama para perros, de color rojo, un pasamontañas del mismo color y las inseparables Rayban, claro está. Parecía el perro de un maligno delincuente del Bronx.

––Le hemos puesto esta ropita, la última moda para perros con problemas, para disimular el estado tan lamentable en que se encuentra el pobrecito. El collar con el chip también lo lleva puesto.

Pitti cogió la correa dispuesto a salir del establecimiento cuando una azafata le salió al paso.

––Caballero. Son mil setecientos dólares ––le entregó un ticket.

Pitti paró en seco.

––¿Mil setecientos...? Perdone, pero eso lo paga la señora Kauffman, la dueña del perro.

––La señora Kauffman me ha dicho que le pase a usted la factura ––insistió la joven.

––Pero yo no llevo en estos momentos...

––¡Ji ,ji, ji...!

––¿Qué ocurre, Carlota? ––intervino la dueña del establecimiento desde el pequeño mostrador.

––Este señor, que no quiere pagar la factura –– repuso la azafata a voces.

Los cursilones clientes que había en esos momentos en la tienda lanzaron miradas de censura contra Pitti.

––Oiga, yo no he dicho que no quiera pagar... ––protestó Pitti, avergonzado.

––Está bien. Ya hablaré con la señora Kauffman. Déjalo salir ––resolvió la dueña, gesticulando de manera que parecía perdonarle la vida.

Pitti salió de allí con el perro atado a la correa. La noche había caído sobre la gran ciudad cuando arrancó su malogrado vehículo. Le entró ganas de darle una patada a Chevalier y poner rumbo a su apartamento para olvidarse de todo. Pero la voz metálica de Berta resonó en esos momentos a través del chip, y de manera que no lo había hecho antes.

––Pitti. mi amor. Vente a casa con Chevalier. No cenaremos hasta que tú no llegues.

Pitti quedó pasmado. Era la primera vez que Berta le hablaba de aquella manera tan cariñosa. Le había llamado “amor”. Miró a continuación a Chevalier y éste le meneó lo que le restaba de cola, total un ennegrecido espárrago, como señal de afecto.

¿Qué estaba ocurriendo? Se preguntó no sin cierta esperanza. Al fin se revelaba algo de humanidad en aquella familia.

––Bueno. Pues volvamos a casa, Chevalier. La familia nos reclama –– resolvió, poniendo rumbo al nuevo apartamento.


Sin embargo, durante todo el camino el chucho no dejó de darle a la risita maligna como si estuviera tramando algún perverso plan. Este hecho mosqueaba a Pitti. Achicharrado como estaba, ¿cómo aún tenía ganas de reír?, se preguntaba.

Al fin llegaron, no sin ciertas dificultades a causa del malogrado coche, al apartamento.

Allí estaban Berta y Bertolina de pie, ansiosas. Cuando entró Chevalier, las dos se avalanzaron sobre él y lo cogieron entre arrullos y besos. Bertolina gritaba:

––¡Papá, papá...! ¿Qué te han hecho?

––¡Ay, mi Petit! ¡Ya estás en casa! –– exclamaba, Berta, mientras besuqueaba el pasamontañas que cubría la cabeza del perro.

Pitti quedó petrificado. Ya no cabía ninguna dudas. El perro era el espíritu reencarnado de Petit Chevalier, el padre de Bartolina y marido de Berta. Con disimulo dio unos pasos atrás buscando la puerta. Tenía claro que tenía que huir de allí. Pero en esos instantes los ojos de Berta se clavaron en él con fiereza. A pesar de ello, le habló con amabilidad:

––No te quedes ahí –– dijo desplegando sus voluminosos labios con una sonrisa ––. Tenemos preparada una cena estupenda, querido Pitti.

Pitti le devolvió la sonrisa aunque de manera forzada. De pronto se había encontrado con la siniestra y amenazadora mirada de Bertolina, que se retiraba a su cuarto con el perro a cuestas.

––Siéntate, Pitti. He cocinado yo.

Pitti se sentó en la mesa de la cocina mientras Berta meneaba unos macarrones con tal violencia que muchos salían despedidos de la olla, desparramándose por la encimera.

––Como eres italiano he pensado que los macarrones te irían bien. Es la primera vez que guiso, ¿sabes?

No hacía falta que lo jurara, pensó Pitti ante la amarga cena que le esperaba. Berta continuó hablando:

––He llamado a mis tíos esta tarde para que adelantemos la boda para mañana a las doce.

––¿Mañana?

––Sí, mañana. La realizaremos aquí mismo. En un cuarto de hora ya estaremos casados.

Le puso el plato de macarrones.

––Pero... ¿Por qué así, con tanta prisa? Aún tengo que comprarme el traje, los anillos...

––Mañana a primera hora puedes hacerlo. Quiero quedarme embarazada cuanto antes ––repuso Berta ––.Venga, y ahora come que te quiero fuerte para mañana por la noche.

Pitti agachó la cabeza sin saber que contestar y pinchó con el tenedor un par de pálidos macarrones. Aquello no sabía a nada. Ni tan siquiera tenían sal.

––Esto no tiene sal ––se atrevió a decir no sin cierto temor.

––La sal me la ha prohibido el médico ––se cruzó de brazos para verle comer –– Venga a comértelos todos sin dejar ni uno, que para eso me he pasado toda la tarde guisando.

¿Toda la tarde guisando? ¡Pero si los acababa de hacer delante de sus narices! Cerró los ojos e intentó tragarlos a pique de ahogarse. i

––Venga. No te vas a dejar ahora esos dos en el plato...

––No, no... ––los pinchó y se los llevó como pudo a la boca. Tenía unas ganas horrorosas de vomitar.

––¿Y tú no cenas? ––preguntó para evitar el incómodo silencio.

––No. La niña y yo hemos comido muy bien en Belfos. Las cigalas estaban fresquísimas. Además, no querrás que coma esas porquerías que coméis los italianos.

Mientras esta conversación transcurría, unos espantosos gruñidos se escuchaban en la casa.

––¡¡Aaarrrhg!!

––¡¡Grrrrrrrr...! ¡¡Uarff!!

Pitti giró la cabeza para observar con temor la habitación donde se habían encerrado Bertolina y Chevalier.

––¿Qué les pasa? ––preguntó, volviéndose a Berta.

––Bah, nada. Están hablando de sus cosas ––repuso esta sin darle la menor importancia.

Pitti pensó que quizás el perro le estaba contando lo sucedido esa tarde y entonces optó por quitarse de en medio.

––Bueno, me voy a mi casa.

Ya se había dado media vuelta cuando Berta lo enganchó por le cuello y tiró de él.

––Mañana te quiero aquí a las once ni un minuto más tarde ––le advirtió con ojos saltones.

––Claro, claro. A las once.


Cuando abandonó el portal del lujoso edificio, Pitti agradeció la bocanada de aire fresco de una noche plagada de rutilantes estrellas. Se encontraba medio mareado e incapaz de situarse en esos momentos y menos de pensar. Todo se precipitada de manera que había perdido el control de lo que estaba haciendo. Se dirigió al coche, que continuaba aparcado bajo una farola, y su imagen le hizo llorar con arrebatador sentimiento. Su coche, su precioso coche parecía sacado de un mugriento desguace, y aún le faltaba por pagar un par de años. En esos momentos recriminó al destino su mala estrella, su pésima suerte. Pitti continuaba sin asumir que de aquella fatal situación sólo él era el único responsable por su particular y desmedida ambición, por su forma egoísta de entender la vida. Pero hay personas que viven y mueren lamentándose de que todo le ha ido mal pero sin reconocer nunca los errores que le han conducido a su vida desgraciada. Son gente que nunca se mira al espejo para reconocer la propia fealdad de sus actos.

Cuando dio el encendido al motor comprobó que el coche estaba muerto. En un día, Berta se lo había cargado. Cabizbajo y sin dejar de gimotear, Pitti, paró un taxi que lo llevó a casa. Allí se dejó caer sobre el sofá mientras la cabeza continuaba dándole vueltas al atolladero aquel. No entendía la premura de Berta por casarse de aquella manera, y lo que tenía claro era que aquellas ansías no se correspondía con ninguna clase de amor hacía su persona. Es más, estaba seguro que ella le detestaba. ¿Entonces por qué aquel matrimonio casi a escondidas?

Al rato se levantó y se preparó unas hierbas antes de dormir. El día siguiente iba a resultar muy complicado. Tenía que ir al banco para sacar dinero y comprarse un traje para la boda, todas estas gestiones debía hacerlas en el intérvalo de las nueve a las once porque a las doce debía estar en el nuevo apartamento para la boda. ¡Su boda!

Sobre las diez y media Pitti puso el despertador a las ocho de la mañana y se imbuyó en su pijama. Momentos después ya estaba acostado. Sin embargo, la noche no fue sosegada y dio vueltas y más vueltas hasta que un estrépito a vajilla rota le hizo incorporarse, sobresaltado. El estruendo había sido en la cocina. Se calzó las zapatillas y al salir de la habitación advirtió con extrañeza que la luz de la cocina estaba encendida. Con el sigilo de un gato se asomó y advirtió a un hombre de espalda que estaba sirviéndose una copa de su preciado Brandy. El tipo era menudo y muy flaco.

––¿Qué hace usted en mi casa? Voy a llamar a la policía –– le espetó, Pitti, con el miedo en el cuerpo.

El individuo aquel se volvió y fue entonces cuando Pitti creyó reconocerle.

––Yo a usted le he visto en alguna parte.

––¿En alguna parte, espagueti?

Los ojos negros y chispeantes del intruso le hizo recordar la fotografía que Berta tenía en su mesilla de noche.

––Ese bigote, esos pelos... ¿Chevalier...?

––El señor Chevalier, espagueti –– silabeó la aparición aquella ––. Siempre han habido clases.

––¿Pero usted no estaba muerto?

––Bueno. Muerto lo que se dice muerto... Algo chamuscado quizás.

Pitti no salía de su asombro. El personaje parecía de carne y hueso.

––¿A qué ha venido? ¿Cómo ha entrado? ––continuó interrogándole.

Chevalier aleló su oscura mirada de zombi y sonrió de manera espantosa. Luego exclamó con voz ronca y casposa:

––He venido a conocer a mi padre –– soltó una carcajada.

En ese instante, Pitti se incorporó de la cama totalmente encharcado en sudor y resonándole aún aquella risotada en los oídos. Creyó entonces que había sufrido una pesadilla. Con la boca seca, se puso las zapatillas y marchó a la cocina por un vaso de agua. Pero al salir de la habitación se alarmó al comprobar que la luz estaba encendida. Entonces se desvió al salón y cogió el atizador de la falsa chimenea por si acaso. Sin embargo comprobó instantes después que en la cocina no había nadie aunque pudo observar, aterrado, la copa sin terminar de Brandy sobre la mesa. Comprendió entonces que no había sido una pesadilla, y que realmente el padre de Bertolina había estado allí. Las piernas le flaquearon de tal modo que tuvo que sentarse. Sus ojos continuaban clavados en la solitaria copa, y así se mantuvo un buen rato sumido en tremebundos pensamientos. Pasaban de las tres de la madrugada cuando miró su reloj. Pero en las condiciones que se encontraba era impensable recuperar sueño alguno. Entonces marchó a por la botella de Brandy para regresar de nuevo a la cocina y sentarse frente a la solitaria copa. Se llenó la suya casi de forma maquinal y la bebió casi de un trago. Se sirvió otra mientras sus pensamientos se agitaban en un mar de alocadas preguntas.


––¿A conocer a tu padre? ¿Dices que has venido a conocer a tu padre ? –– interrogó a la copa –– Pues aquí no está. Le comprendo porque yo tampoco conocí al mío ––dijo después con repentino sentimiento.


La copa, entonces , comenzó a moverse lentamente hasta situarse junto a la suya. Pitti se echó hacia atrás. Aquello eran cosas de brujería, se alarmó con el pánico en el cuerpo. De un manotazo tiró las dos copas y salió de la cocina. Estaba temblando si tenía que temblar. Encendió la televisión para acompañarse un poco, pero le salió en la pantalla un primer plano de Chevalier, observándole tras sus gafas de sol. Pero aquello no podía ser, pensó que estaba alucinando. Pero por más que cambió de canales allí estaba el odiado can, con sus colmillos inferiores remontándole por entre sus largos y chamuscados bigotes.

Aquello era demasiado y Pitti abandonó el apartamento a todo correr. Al llegar al portal no supo donde ir yendo como iba con el pijama puesto. Escuchó entonces los amenazadores ladridos de Chevalier que le llegaban del apartamento. Atemorizado por la situación se acurrucó en un rincón, junto al ascensor y pasaron las horas...

Una voz chillona le despertó:

––¿Pero, qué hace aquí en pijama? ¿Qué clase de indecentes juergas lleva usted, jovencito? ¿Es un violador?

Pitti abrió los ojos y la rechoncha figura de la impertinente vecina cubrió su campo visual. Enseguida miró el reloj. Eran más de la nueve y media de la mañana. De un brinco saltó de donde estaba y sin hacer caso a los comentarios de la señora Davis echó escaleras arriba.

––La próxima que le vea en paños menores en la escalera, llamaré a la policía ––le gritó la señora Davis .

En su huida se había dejado la puerta abierta del apartamento, cosa que agradeció pues no llevaba las llaves encima. De manera atropellada se vistió y abandonó la casa con la corbata medio hacer. También el tiempo parecía confabularse contra él, había que ver como corrían las manecillas del reloj esa mañana. Se encontró en la calle a la búsqueda de un taxi, y se abalanzó sobre el primero que vio libre de manera que el conductor tuvo que frenar en seco a pique de atropellarle.

––¡Está loco!

Se subió y conminó al taxista que le llevara a la (calle en inglés) donde estaba el banco. Debía sacar dinero para comprarse el traje de boda.

––¡De prisa, de prisa! Le pagaré un suplemento de diez dólares si llegamos en diez minutos.

––Ajústese bien el cinturón que por diez dólares vuelo ––repuso el cubano, encendiendo un miserable resto de puro que mantenía entre sus labios.

El viejo Chervolet dio un salto en un acelerón que clavó la espalda de Pitti en el respaldar del asiento. Era verdad, aquello volaba.

––¡Si nos para la poli hágase el muerto! ––le gritó el enloquecido taxista.

––¿El muerto?

––Bueno, el agonizante al menos.

La gente corría despavorida ante los bocinazos del taxi que no respetaba aceras, semáforos ni demás señales de tráfico. Enseguida una motocicleta de la guardia urbana puso a todo gas su sirena y se lanzó en su persecución. Pronto alcanzó la altura del taxi y conminó al conductor a detenerse.

––¡Llevo a un pasajero que se está muriendo, agente!

El policía miró al interior y vio a Pitti revolcándose en el asiento de atrás con espantosas y dramáticas muecas. El policía ordenó entonces al taxista:

––Le abriré paso. Sígame.

El agente puso de nuevo la sirena y lanzó su potente moto a todo gas. El taxista se emocionó con lo que consideró una carrera entre su viejo Chervolet y la poderosa Harley del agente.

––¡A mi no me dejas atrás! ––bramó.

La cosa comenzaba a vislumbrarse como una indecente competición en la que todo estaba permitido. En uno de los momentos la motocicleta giró para tomar por un callejón bastante estrecho por el que apenas cabía el robusto coche, pero el taxista no se arredró y continuó a toda marcha sin importarle el mar de chispas que arrancaban los laterales del vehículo al rozarse con las paredes de la calleja. Pitti estaba realmente asustado, además de comprobar que aquel itinerario no les llevaba al banco si no al hospital.


––Oiga, que yo quiero ir al Banco no al hospital ––le gritó al chófer.

––Lo siento, amigo ––repuso éste, agazapado sobre el volante y sin perder velocidad –– Pero a mi ese policía no me gana la carrera.

––Está bien. Le daré diez dólares más de lo prometido si la abandona.

––Por diez dólares abandono al policía, a mi mujer y a mis tres hijos ––asintió el conductor dando un terrible frenazo seguido de un magistral giro de ciento ochenta grados que arrancó el aplauso general de los viandantes que pasaban por allí y que creyeron que estaban rodando una película de policías y gansters.

Cuando Pitti llegó al banco dijo al conductor que le esperara.

––Pero aquí no puedo aparcar, ¿no lo comprende? No se puede ir por ahí aparcando por donde a uno le viene en gana. Hay unas normas, unas leyes... ––protestó el taxista.

––Está bien, está bien. Le daré diez dólares más por encima de lo acordado.

––Por diez dólares le dejo delante de la ventanilla del banco ––aceleró las revoluciones del Chevrolet, echándole medidas al portal del lujoso edificio.

––Calma, calma ––se apresuró Pitti viendo que el tipo ya se agazapaba dispuesto a meter el taxi al interior del Banco ––. Usted espéreme en la calle, ¿vale?

Poco después Pitti salió del banco despotricando. Apenas había transcurrido veinticuatro horas de la concesión de aquella especie de póliza y ya le habían cobrado doscientos dólares de comisión. Pensó entonces que a perro flaco todo son pulgas. En estos pensamientos tropezó materialmente con el taxi que había aparcado sobre la acera y de manera que el morro obstaculizaba no solo el paso de los viandantes si no la propia la salida del establecimiento financiero. Resolvió entonces que aquel taxista era un auténtico peligro y prefirió pagarle y prescindir de sus servicios. Ya tenía bastantes complicaciones como para seguir jugándosela con aquel taxista loco. Miró la hora y el tiempo apremiaba. Aún le quedaba comprarse el traje para la boda. Anduvo por la calle en busca de un comercio donde vendieran trajes de caballero y se metió en el primero que vio. Era tal las prisas que llevaba que no se fijó que la tienda era de trajes de época. Sin embargo había algunos que le hacían tilín y parecían elegantes.

––Uno idéntico a éste llevaba el gran Frank Nitti –– le sacó el dependiente un traje de color negro con finas rayas grises y chaqueta cruzada de amplias solapas con sombrero de época a juego.

––Desde luego es elegante.

––También tenemos complementos para este modelo. Unos zapatos bicolor acharolados de auténtico lujo.

––¿Me lo puedo probar todo?

––Como no, caballero. Ahí tiene el probador. Llévese también el sombrero.

Cuando Pitti salió del probador parecía un Lucky Luciano de juguete. Sólo le faltaba la temible Thompson bajo el brazo. Los pantalones le venían algo grandes.

––Perfecto, sí señor. Auténtico estilo italiano ––aplaudió el vendedor, que era un lince en endosar barbaridades.

––Sí, pero el pantalón...

––Eso se lo arreglo en un periquete con unas puntadas...


Apenas restaban quince minutos para la cita cuando abandonó la tienda con aquellas pintas. La gente se le quedaba mirando por si era una anunciante de alguna película de gansters, aunque había quien le miraba con recelo. Con el sombrero calado hasta las cejas, Pitti creyó que aquella expectación la producía su elegante porte. Cogió un taxi no sin antes cerciorarse que no era el anterior y llegó a su nuevo domicilio marital a las once y seis minutos. Poco después abandonaba el lujoso ascensor y antes de llamar al timbre de la puerta acercó su oreja porque se escuchaba como cánticos extraños en el interior entre los que sobresalía aullidos de Chevalier que asemejaban gorgojeos humanos, una especie de flamenco espantoso.

Con el corazón en un pálpito pulsó el timbre y, casi de inmediato, se encontró con la vieja y corpulenta figura de Horts Schwarzkopz, que le hizo pasar. A Pitti le dio un revés encontrarse con el apartamento a oscuras. Las ventanas del amplio salón estaban cerradas y sus cortinas echadas, y un montón de velas negras se repartían por el lugar, amontonándose aquí y allí de manera anárquica. El ambiente era irrespirable. Berta y Bertolina estaban sentadas en el sofá junto a un extraño individuo de aspecto ahuesado y macilentas carnes que enseguida levantó su amarillenta mirada para observar al recién llegado. Así al pronto a Pitti le pareció que era el cura porque portaba una especie de sotana negra, aunque le extrañó la casulla que cubría su torso, estampada con grotescos floripondios de colores chillones. En otro sillón parecía dormitar Henry Schwarzkopz.

––Bu, bu, buenas. Ya estoy aquí ––saludó, Pitti, apenas con un hilo de voz.

––Ya era hora, imbécil ––repuso Berta, abriendo sus saltones ojos azules.

––Eres tonto ––acompañó Bertolina al saludo, escondida tras sus grasientos pelos.

––Ha llegado nueve minutos tarde, señor Pitti. Se lo descontaré del sueldo –– remató el señor Henry Schwarzkopz sin tan siquiera abrir los ojos.

El ambiente era espeso y olía mal, y no era la cera que se quemaba. Allí en medio, sin saber que hacer Pitti intentó desajustarse la corbata que le oprimía el cuello mientras pensaba en la clase de ceremonia de boda que era aquella. De fondo se escuchaba un continúo e inquietante ulular y no era precisamente el viento. Chevalier era el causante de aquel lúgubre fondo musical. Sentado sobre sus patas traseras y con la cabeza levantada como los lobos hacia la luna, parecía practicar un ritual frente a un cuenco de barro humeante donde se quemaban trocitos putrefactos de madera procedente de un negruzco ataúd. El viejo Horst se le acercó entonces y con una palmadita en la espalda lo sacó de su estupor al tiempo que le ofreció una enorme copa a rebosar de lo que parecía un licor de coco.

––Beba, señor Pitti. Hoy es un día felíz para la familía Schwarzkopz.

––Sí, sí, señor ––apuró un par de sorbos y su boca se convirtió en un infierno.

––¡Ah, ah, ah...! Está muy... Me quemo ––se echó las manos a la garganta.

––Beba, señor Pitti... Todo, todo...

Pitti obedeció y comenzó a tragar y tragar aquel abominable y espeso líquido al tiempo que sus ojos se desorbitaban, pareciendo escapar de sus órbitas.

––¡¡Aaaaaa!!

––¿Aaaaaaa qué, señor Pitti?

––¡¡Aaagua!!

––No. Agua no, señor Pitti. No le haría efecto el brebaje.


¡Le habían dado un brebaje! Apenas pudo pensar más cuando una intensa sensación de calor arrasó su cuerpo de los pies a las orejas y toda la habitación comenzó a dar vueltas alrededor suya como un enloquecido tiovivo. Pitti ya estaba en trámite de desmayarse cuando vio a Chevalier tocando la flauta a igual que un horrendo fauno chamuscado salido del Averno. Vió a Berta, Bertolina y a los hermanos Schwarzkopz agarrados de las manos y bailar en corro con rostros babeantes y los ojos en blanco.

––¡Oh, my God! [Oh, Dios mío]

A Pitti le fallaron las piernas y cayó al suelo en medio de unas asquerosas babas color café que borbotaban en sus labios con abundante espuma. Su cuerpo convulso había quedado boca arriba junto al apestoso féretro semi abierto que dominaba el centro del salón y Pitti volvió la cabeza para mirar al interior y lo que vio lo desmayó.

Cuando despertó apenas sabía donde se encontraba. Era de noche y estaba en una cama. Quiso moverse pero un fuerte dolor en sus genitales le alarmó. ¿Qué pasaba, qué hacía en aquella cama? Pitti no lograba acordarse de nada.

A punto de levantarse se abrió la puerta de la habitación y apareció la inmensidad de Berta imbuida en un enorme camisón y con una taza humeante en la mano. Pitti se encogió hasta aplastar su espalda contra el cabecero de la cama pensando que aquello era otro diabólico brebaje.

––¿Qué es eso? ¿Qué ha pasado? ––preguntó atropelladamente.

––¡Pues que ya era hora que despertaras, estúpido italiano! Te has perdido tu propia boda ––dió un enorme sorbo al líquido de la taza.

––¿Mi boda? ¿Qué boda?

––No te hagas el loco. Hemos tenido una noche de bodas de tres días, pillín ––se echó ella a reir de manera grosera, pellizcando a Pitti en sus partes por encima del pijama.

––¿Tres días? ––abrió, Pitti los ojos, espantado.

––Sí, pero no creas que es mérito tuyo. Simplemente que el brebaje de Yulay ha funcionado. No has parado en los tres días con sus noches de hacerme el amor.

La cabeza de Pitti parecía estallar y no apartaba los ojos de aquel repugnante rostro enrojecido que le miraba con ojos burlones. No recordaba nada

––Ah, y no sabes lo mejor.

––¿Lo mejor? ––preguntó Pitti.

––Creo que me has dejado embarazada.

––¿Embarazada? Pero eso aún no lo puedes saber.

––Presiento un embarazo prodigioso, Ûnico. Mi Bertolina me ha avisado.

En eso entró el señor Horts Schwarzkopz con sonrisa amplia.

––Hombre, señor Pitti. Me he enterado de su hazaña...

––Ha sido el brebaje de Yulay, no él ––afirmó Berta, su sobrina.

Bueno, bueno... El caso es que vamos a tener pronto un bautizo.

––Él ya está bautizado, tío. ¿O es que no sabes aún esta historia de qué va?

––Ah sí, sobrina. Perdona pero hoy no estoy como debiera. Es todo tan fantástico. Aunque sigo pensando que aquel haitiano no te merecía por mucho dinero que tuviera.

––Tenía mucho, querido tío, mucho y se fue sin dejarme un dólar antes de morir, el muy desgraciado.

––Bueno. Ahora que volverá a nacer tendremos la oportunidad de que nos cuente cosas sobre el dinero. Y si no habla, le aplicaré una tortura infalible que empleaba en mis tiempos de la Gestapo.

––Deja, deja. De eso ya me encargaré yo –– afirmó Berta, manoseandose la barriga.

Pitty se habia vestido y buscaba una oportunidad de salir de allí.

––Me voy al estudio y así adelanto cosas pendientes––dijo.

––No hace falta, señor Pitti. Allí está ahora el señor Lobby reemplazándole. Por cierto. Es un chico que promete.Ya ha resuelto el diseño de zapatos que a usted se le había atragantado.

––Bueno yo... Le traje un layout con un lema, ¿no se acuerda?

Pero el señor Schwarzkopz no hizo aprecio a las palabras de Pitti y continuó.

––Creo que tendremos que hacerlo fijo en la empresa. Me gusta ese muchacho.

En este momento Pitti se sintió despedido y consideró lo estúpido que había sido creyéndose las promesas de aquellos monstruos. Solo lo habían utilizado para un siniestro plan, que en verdad era una locura. Berta le dijo a Pitti que saliera de la habitación, que tenía que hablar con su tio.

Pitti abandonó la estancia. En la casa no había nadie más. La niña y el señor Horts habían salido y el perro dormía en un rincón del salón. Oyó voces en la habitación y Pitti apegó la oreja en la puerta y escuchó a Berta que le decía a su tío.

––Hay que eliminar al italiano. Nadie debe saber lo que aquí ha pasado.¿Entiendes lo que te quiero decir?.

––Bueno. Yo pensaba despedirlo de la empresa...

––No, no ––repuso Berta––. Hay que matarlo sin más. No quiero testigos.

––Bueno. Conozco a quién lo puede hacer por mil dolares.

Bien. Pues cuando nazca mi Chevalier nos cargarmos al italiano y al perro. Ahora no podemos por si nos fallara el nacimiento y tuvieramos que repetir la operación.

Bueno, pues ya me dirás cuando, sobrina.

Aterrorizado, Pitti se retiró de la puerta y corrió a esconderse en el servicio. Planeaban matarlo y el problema era huir de allí lo antes posible.Pero ¿cómo y a dónde? Tampoco tenía dinero. A no ser que retirara del banco lo que restaba de póliza Pero debía esperar al día siguiente. Ahora tenía que inventarse una excusa y salir de allí y visitar a su madre para conseguir ayuda.

Intentando dominar sus nervios, abandonó el servicio y se dio de bruces con el señor Horst, que paseaba en el salón.

––Hombre, señor Pitti ––exclamó al verlo ––Me viene usted de perilla. ¿Podía ir al establecimiento que hay al final de la calle y comprarme un par de cajas de puros? Ya sabe. De los cubanos que yo fumo. Dígale que son para mi.

––Sí, si, señor Schwarzkopz. Ahora mismo voy.

En ese momento, Chevalier se incorporó de donde estaba durmiendo y miró a Pitti, meneando la cola. Con la mirada parecía suplicar que lo llevara con él. El joven pensó entonces que el espiritu del haitiano había abandonado el perro y ahora el chucho se mostraba amigable a la vez que temeroso.

––De camino daré un paseo a Chevalier ––dijo Pitti.

El señor Schwarzkopz. miró al perro y luego a Pitti y dudó unos instantes.

––Si te lo llevas procura que no se escape. Ponle la correa.

El perro corrió a donde Pitti y puso el cuello con manifiesta alegria. Poco después bajaban la escalera al trote no fuera a ser que el señor Schwarzkopz se arrepintiera. Cuando salieron a la calle buscaron un taxi.

––No. El perro no–– dijo el taxista.

––Por favor. No puedo dejarlo––suplicó Pitti––, le daré diez dólares más por la carrera.

––Veinte ––repuso el taxista.

––Trato hecho.

Los dos se sentaron en la parte de atrás. Pitti miró al perro y se lamentó.

––Quieren matarnos a los dos.Tenemos que huir y escondernos.

El perro comenzó a rascarse el cuello. Una de las quemaduras le sangraba.Pitti cogió el pañuelo que llevaba en el bolsillo y como pudo limpió la herida. El animal aulló de dolor.

––No te preocupes. Ahora cuando lleguemos te curaremos.

––¡Que pasa ahí detras! se inquietó el taxista.

Llegaron a Lostsky y Pitti mandó a parar frente a la gasolinera. Pagó al taxista y cogió al perro en brazos. El animal reconoció el lugar y se inquietó, intentando zafarse de los brazos del joven.

––Tranquilo, amigo ––lo acarició––. Esta vez no te vamos a dar ron ni te vamos a prender fuego.Tú no eres Chevalier.

Entraron en el establecimiento.

––¿Qué va a ser?––preguntó sin mirar el viejo Louis, que estaba de espaldas. Cuando se giró reconoció a Pitti.

––¡Muchacho! Tu madre y yo estábamos muy preocupados por tí.

––Necesito con urgencia vuestra ayuda –– dijo Pitti, dejando al perro en el suelo.

––¿Pero, ese no era el perro poseido?

––Sí, pero... En fin es largo de contar. ¿Y mi madre?

––Pues estará al llegar. Ha ido un momento a su casa.

Pitti estaba notablemente nervioso y miraba los estantes del precario estableciiento. El viejo Louis le preguntó si buscaba algo.En eso llegó la madre y se extrañó ver allí a su hijo y al perro echado a su pies.

––Pero, ¿otra vez traes aquí a ese bribón de perro?––se santiguó la mujer.

––No, mamá. El pobre ya no está poseido.

La vieja miró fijamente al animal que dormía placidamente.

––¿Y tú como lo sabes?

Pitti reunió a los dos y les contó todo lo sucedido con la ceremonia del casamiento y los dias que se pasó cohabitando con la Kaufman.

––Esta mañana me aseguró que se había quedado embarazada y yo no me lo creí, pero luego observé al perro que ya no se comportaba como antes. había cambiado totalmente.

La madre de Pitti miró al perro.

––Sí. Se ve que el animal lo ha pasado muy mal con el demonio que llevaba dentro.

––¿Un demonio?–– Se santiguó,el viejo Louis.

––Desde luego ese Chevalier en vida tenía una cara poco recomendable. A mi me inspiró mucho miedo la noche que se me apareció en la cocina.

––¿Que se te apareció, dices?¿Y que te dijo?––preguntó la madre muy preocupada.

––Pues se burló de mi situación. Me dijo que venía a conocer a su padre. O sea a mí y se carcajeó.

––Esto pinta muy mal. Tienes que alejarte de esa familia, Pitti.

––Sí. Quieren matarme una vez nazca ese monstruo, demonio o lo que sea. Les he escuchado que contratarán un ganster que ellos conocen para que me liquide.Tengo que huir del país.Pero, ¿a dónde voy?

Louis y la madre de Pitti se miraron. Aquello era un problema.

––Podías esconderlo aquí durante un tiempo,¿no Louis? ––dijo la mujer.

––Uf. Eso es muy arriesgado. El hampa de Chicago está en todas partes. Incluso en Lostsky.

––Eso es verdad. Habrá que pensar otra cosa ––repuso la madre con preocupación.

––Tendrá que irse del país––sentenció Louis con rotundidad ––Se podía probar con Cuba. Yo conozco a alguien...

––¿Has dicho Cuba? ¿A un país comunista...?Allí me moriré de hambre.

––Y aquí de un balazo si te quedas, muchacho.

Durante algunos segundos se hizo un silencio que rompió la madre de Pitti.

Creo que Louis tiene razón, Pitti. A Cuba no irán a buscarte, dijo. Y no digas tonterías de que allí te morirás de hambre. En la isla es cierto que no hay lujos, pero nadie se queda sin comer. Yo estuve hace algunos años por irme allá y olvidarme de estos gringos de mierda.

––Sí, Pitti. La solución es Cuba–– reafirmó el viejo Louis.

La madre de Pitti cogió una botella de guisqui de garrafón y lo sirvió en unos vasitos que previamente enjuagó. Después levantó la mano y brindó:

––¡Por Cuba! ¡Por Fidel!––brindó entusiasmada...

 

...//continua en el libro de Amazón "SUCEDIÓ EN CHICAGO"