Ah, el miedo. Qué arma más poderosa para el poder y más en nuestros días. El miedo tiene demasiados rostros, tanto como excusas. Si hace diez años alguien nos hubiera alertado de lo que hoy nos ocurre, nos hubieramos mofado de él, tratado de alarmista. Ir hacia atrás, retroceder cuarenta años cuando nuestra pujante civilización nos ofrece tecnologías inimaginables, cuando nuestra sociedad parecía haber humanizado el capitalismo, consiguiendo una sociedad del bienestar algo decente... Era impensable.
Pero de repente, ¡zas!, sorpresivamente llega el miedo, el terror. La bestia no estaba civilizada sólo dormitaba, aguardando el momento propicio para atacar. Su despertar, ha sido más violento de lo que nos imaginábamos y nos ha cogido a todos en calzoncillos y cantando la vida es bella. Es como un terremoto que te paraliza y donde no tienes sitio donde refugiarte. Aún así, la gente ha salido a la calle y ha protestado pacíficamente, haciendo oir su voz de buenas maneras. La gente se ha civilizado, pero el capitalismo vemos que no. Lejos de escuchar, como pasó en Islandia, manda a su bien pertrechado ejército de matones a aporrear, herir, abofetear a todos los que se pongan por delante, aunque esten de rodillas. ¡Cielo santo, jóvenes robustos y sobradamente preparados postrados de rodillas ante la represión! Confieso que aquellas imagenes me indignaron de aquella manera. ¿Cómo así, postrados por los suelos, vamos a ganar esta guerra en la que nos jugamos nuestro futuro y el de varias generaciones venideras? ¿O acaso pretendemos ganarla con la imperdonable candidez de esos hippies trasnochados que animan a la policía a que se unan al pueblo y le regala flores? ¡Por Dios a qué grado de estupidez estamos llegando! La inociencia es muy loable pero llevada a tales extremos es fácil de confundir con la estulticia pura y dura. Porque así de tontainas, ¿como vamos a ganarle el pulso a un enemigo que aún se impone como vencedor y conserva su feroz ánima africanista?
La dura realidad es que de la noche a la mañana hemos pasado de ciudadanos libres ––pretendidamente libres, diría para ser exactos–– a ser súbditos de la opresión y siervos del miedo. Sin embargo tal afirmación no deja de ser una falacia por mi parte porque nunca fuimos libres, aunque nos hayan hecho creer lo contrario. Un pueblo con una elevada conciencia de su libertad monta una guerra al primero que pretenda esclavilazarlo. Pero aquí la mayoría de la gente nos hemos resignado a pastar en esas migajas de libertad que significó la Transición Política, mientras vemos hincharse, placidamente, el regio bocio del Borbón.
Pero a pesar de la desesperanza que puede rezumar este escrito, en el fondo aún me cabe el optimismo de estar equivocado.
j.m.boix