CASARSE POR LA IGLESIA ES UN PELIGROSO ASUNTO MIENTRAS PERSISTA EN SU RITUAL ESO DE "HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE".
María regresa a casa después de su trabajo como empleada de hogar en casa de doña Remedios, que vive en una de las barriadas más lujosas de la ciudad. En el autobús conversa animadamente con una compañera de oficio con la que a menudo coincide en su regreso diario a su hogar. Mientras lo hace, se olvida de ella misma y de esa morada que le espera, sórdida y sin futuro.
María tiene un carácter alegre, repleto de vida. Nadie que no la conozca puede llegar a intuir siquiera que por esa vida sólo caminó el desencanto y la desdicha. Tuvo un hijo que la droga envió al cementerio y una hija que casó muy joven y de la que apenas le llegan noticias. Pero María aún tiene ganas y voluntad de vivir.
Son más de las seis y la casa está oscurecida. Sólo la habitación de su madre está encendida. La cuidadora social sale de ella con el chaquetón puesto, deseosa de abandonar el lugar. María le pregunta por su madre, si esta vez le ha dado mucha guerra. La joven sonríe y se despide hasta el lunes. La madre de María está postrada en una cama desde hace algunos años. Además de vejez, tiene perdida la cabeza y de cuando en cuando llama a sus muertos en medio de terribles alaridos. La vieja dice que se encuentran todos en la habitación.
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María se ha desvestido de sus ropas de calle y se pone la bata dispuesta a prepararle la cena a Antonio. Es viernes y sabe que tardará algo más en regresar del tajo porque, como siempre hace, pasará antes por el bar. Ella está harta de él y de ese como siempre suyo, sin futuro y sin esperanza. María, a sus cincuenta y dos años, se siente aún joven y se sabe de buen ver porque algunos hombres aún resbalan deseosas miradas por su cuerpo. El portero de la finca donde vive doña Remedios parece muy interesado por María. Es viudo y tiene un piso en la capital y un apartamento en la playa y se los ha ofrecido en numerosas ocasiones a María. Algunas veces la ha invitado a tomar café a la salida de su trabajo con doña Remedios. En ocasiones ella deja volar su imaginación en la dicha de poder ser aún feliz y ser amada como ella desea, pero tiene a su madre como está y luego Antonio…
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Antonio ha cambiado mucho en aquellos treinta años de convivencia juntos. María piensa que ya no es lo que era o lo que es peor, que en realidad nunca fue lo que ella pensó. Por eso se siente engañada por la vida y también por ella misma en su ingenua pretensión de alcanzar esa maravillosa quimera que sólo encontró en las novelas y cuentos de hadas. Cuando fue joven siempre esperó ese príncipe azul que, agazapado en algún recóndito lugar de su destino, saldría a su encuentro para amarla y protegerla siempre. Y todavía continúa esperándolo.
María pertenece a esa raza de mujeres que sonríen mientras lloran, y que ahogan sus penas con una extraña alegría tan admirable como incomprensible para aquellos que saben de su desdichada vida. Sin embargo su corazón está al límite de una desesperación que ahonda cada día que pasa. Necesita irse muy lejos, huir del funesto y desolador escenario que sin tregua ni cuartel la atenaza y que pugna por destruirla.
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En la calle batea un viento molesto que sacude las raquíticas copas de los árboles que salpican la barriada obrera. Quizás llueva esa noche, piensa María bajando la persiana que protege la ventana de la cocina. Sus pensamientos se rompen cuando los chillidos de la vieja la reclaman con insistencia. Quizás tenga que lavarla otra vez. Y así un día tras otro.
El día anterior recibió una carta de su hija. En ella le dice que están pasándolo muy mal, que su compañero se ha quedado parado y que no saben como van a continuar pagando el alquiler del piso. Sólo escribe para darle malas noticias. Tiene una nieta a la que sólo vio una vez y que conserva en una fotografía que guarda en su monedero. A veces la mira detenidamente, deseándole todo cuanto ella no tuvo. Cuando lo hace, un sentimiento terrible oprime su garganta y sus ojos se nublan de silenciosas lágrimas. Quizás tampoco ella encuentre ese príncipe azul que se merece, quizás el príncipe azul no exista, quizás sólo los Antonio existan también para ella.
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María es muy querida por la gente del barrio. Dicen que ha tenido mala suerte y los cuchicheos rondan alguna que otra tragedia para ella porque su hombre es peligroso. Antonio es rudo y silencioso. Nadie apenas sabe de él, sólo que trabaja en los tajos donde allí se presentan. Antonio posee una poderosa humanidad corporal y tiene unas manos que dan miedo. En los bares suele beber solo y apenas se relaciona. Cuando lo hace, sus intervenciones son ásperas y amenazadoras. Tiene un talante maldiciente y chasquea la lengua a modo de mortal aviso para el osado que se cruza en su camino. Cuentan que una vez destrozó la mandíbula de un capataz de un solo golpe.
Allá por la juventud, a María le sedujo la primitiva personalidad de Antonio; su fortaleza, su cuerpo, su carácter dominante. Era lo que daba la época y María soñó con Antonio. Él podía ser su príncipe azul, su hombre que la defendiera de todos los acechos del mundo. Tendrían hijos, prosperarían y Antonio sería alguien importante. Pero el tiempo pasó y aquellos deseos se tornaron en simples ensoñaciones que, como inútiles volutas de humo, nunca cuajaron. Ahora Antonio es su más pesada y penosa cadena, el más sórdido y sombrío futuro que le ofrece la vida. Yacer con él en el lecho, respirar sus repugnantes efluvios mezclados de alcohol, soportar su grasiento y voluminoso vientre contra el suyo se ha tornado para ella en la peor de las torturas.
Antonio sospecha de los pensamientos de María porque un día la advirtió que sólo la muerte les separaría. Aquello la golpeó como una sentencia, como un claro aviso que vetaba cualquier opción que no fuera sucumbir al destino que un lejano día, un cura la atara a aquel hombre.
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El viento parece crecer en intensidad, haciendo estremecer la persiana de la ventana de la cocina. También se le escucha pulular por las rendijas del resto de la casa que ahora está en silencio. Es un viento extraño y silbante que produce en María cierto temor. Ella calcula el tiempo y pone una olla de agua a calentar para los pies de su hombre. Antonio tiene los pies destrozados desde hace tiempo. Cuando camina lo hace de forma sufriente y grotesca. Algunos cuchichean a su paso porque parece que va pisando huevos. La mala circulación le ha producido descarnadas y purulentas llagas que limpia todas las noches con agua caliente mezclada con sal y yodo.
María reza para que esa noche venga tan borracho que sea incapaz de cohabitar con ella. No cree soportarlo una vez más. En pocos minutos escucha como la llave titubea varias veces ante la ranura de la cerradura de la puerta hasta que la penetra con firmeza. Antonio se recorta, entonces, bajo el dintel de la cocina y mira a María con ojos de animal herido. El trabajo ha sido duro ese día y los pies le producen un lacerante dolor. Deja sobre la mesa el sobre con el jornal de la semana y se retira a continuación para sentarse pesadamente en el penumbroso saloncito a esperar. Ella le escucha respirar y murmurar, maldiciente, mientras se quita los zapatos y los calcetines. Pronto su mal le impedirá trabajar en el peonaje.
Cuando llega María con la jofaina, Antonio no la mira. Ella tampoco le pregunta por el día ni por sus pies. Hace tiempo que María y Antonio dejaron de preguntarse, de interesarse el uno por el otro. Antonio exhala un terrible hedor a alcohol que a ella le produce profundas náuseas. El hombre introduce los pies en la palangana con un rugido de alivio y María regresa a la cocina para terminar de prepararle la cena. Desde allí escucha clamar a la vieja en la habitación aunque nadie parece escucharla. María la atenderá cuando hayan terminado de cenar, aunque ella lo hará en la cocina. Evita en lo posible sentarse con Antonio.
Pero esa noche no es igual a otras noches porque algo siniestro flota en el ambiente, algo que a María le da miedo. Hay mucho silencio; un silencio solemne roto sólo por las ululantes ráfagas de viento y la vieja. Antonio deja de mirarse los pies y revuelve sus ojos para posarlos en los movimientos de María que trasiega en la cocina. En ellos hay una extraña fijación, como una sobrecogedora determinación. Después la llama:
––El otro día te vi andando con ese portero –– le dice, mirándola directamente a la cara.
Ella no contesta y regresa a la cocina. No quiere discutir aunque presiente que algo malo está a punto de suceder. Su mente revolotea buscando el momento en que Antonio la pudo ver. Ella sólo ha tomado café con el portero un par de veces, quizás tres. La última fue al principio de esa semana. Ambos estuvieron sentados en un velador de la cafetería de la esquina donde María trabaja. Fue en esa ocasión cuando el portero la tentó para que abandonara a Antonio y se fuera a vivir con él. Sí, quizás la viera el lunes, quizás Antonio fue a espiarla ese día. En su tribulación, la mujer pensó que su situación no podía mantenerla por más tiempo y se rearmó de valor dispuesta a enfrentarse a Antonio. Entonces el hombre volvió a llamarla con voz ronca:
––¡Qué quieres ahora! –– le espetó María con firmeza.
––Quiero que me digas lo que te traes con ese hombre ––respondió Antonio, esta vez sin mirarla.
––¿Qué me tengo que traer? Ni con ese hombre ni contigo.
Antonio chasqueó la lengua y meneó la cabeza como mostrando infinita paciencia. A pesar de la brutalidad que emanaba su imagen, él nunca pegó a María. Luego volvió a sentenciar con estudiada calma:
––Juntos hasta que la muerte nos separe, María. Lo dijo el cura.
Sus palabras le sonaron a María como una amenaza. Sin embargo no se amedrentó. Algo le decía que en esa noche debía terminar su suplicio. En esta ocasión las palabras salieron de su boca tal cual, sin miedo, como lo sentía en aquellos instantes:
––Tú te has equivocado de mujer, Antonio. Yo no estoy aquí sólo para hacerte de comer y abrirme de piernas cuando se te antoja. Eso tiene que terminar y va a terminar.
Al escucharla, el hombre resbala su mirada por el cuerpo de la mujer y lo hace con asco. Luego baja los ojos y seca sus pies mientras escupe terribles palabras de reproche y desengaño:
––¿No eras tú la que siempre esperabas, ansiosa, a que yo llegara, puta zorra? ¿Ahora quieres probar la de ese portero?
Los ojos de María explotan repentinamente en lágrimas. Toda su vida pasa ahora por su mente como un espantoso torbellino de desdichas. Piensa en su hija y en aquel pobre hijo suyo que se han comido los gusanos. A María le cambia entonces la cara. Hay algo en su interior que atenaza violentamente su pecho como una inmensa vorágine que pugna por salir y que le grita que termine de una maldita vez con la pesadilla que la consume. Sus lágrimas se secan repentinamente para dar paso a una gélida mirada cuando sentencia:
––Quiero que te vayas de esta casa para siempre, Antonio.
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Por un instante el hombre acusa el impacto y queda inmóvil. Después continúa con lo que está haciendo y se ajusta con cuidado los calcetines sobre sus llagados pies, haciendo a continuación lo propio con los polvorientos zapatos. La firmeza con que ata los cordones da espanto. Son momentos muy angustiosos para María que conoce bien a Antonio. El silencio arropa la escena de manera agobiante. El viento ha huido de la casa y la vieja parece contener la respiración allá al fondo, en su habitación.
Cuando Antonio gira la cabeza para mirar a la mujer, sus ojos están encendidos. Ella nunca le ha visto así y comienza a tener miedo, un miedo terrible a lo que pueda sucederle. Sin embargo, Antonio, baja pronto la mirada y parece contentarse con arrimar la silla a la mesa de un brutal golpetazo. Con los ojos perdidos en un punto de la habitación, el hombre le pide a María de cenar mientras balancea misteriosamente la cabeza como reafirmándose en algo de lo que él solo sabe.
María marcha presurosa a la cocina. De repente le ha abandonado el valor y el menaje le tiembla entre las manos. Está arrepentida de lo que ha dicho y tiene miedo a la represalia de Antonio. Pero aún así no piensa pedirle perdón porque, entre otras cosas, de nada serviría hacerlo con un hombre como aquel. Porque Antonio no es como los demás, Antonio no es humano. María recuerda que ni tan siquiera fue a despedir al hijo al cementerio, ni le visitó los meses que estuvo hospitalizado. Cuando supo que tenía sida, el hijo acabó para él.
Le sirve la cena y marcha después a la habitación de la madre. Cuando María entra, la vieja se cubre el rostro y comienza a gritar. La hija la destapa entonces con firmeza y observa que los ojos de la madre están espantados, como si hubieran visto algo que la ha aterrorizado. La vieja continúa gritando mientras María la despoja del camisón para hacerle la limpieza. En ese instante la mujer siente como algo enorme y tosco le atrapa el cuello por la espalda. Es la inmensa mano de Antonio que se cierra implacable sobre su garganta dejándola sin voz ni aliento. Ante la asfixia de la muerte, ella intenta girarse, intenta pelear desesperadamente por su vida, pero la terrible tenaza no da cuartel y ella pierde el sentido. Antonio, entonces, no ceja en estrujar más y más aquel cuello hasta que escucha crujir sus vértebras. Antonio siempre termina concienzudamente cualquier trabajo que comienza.
La vieja ha dejado de gritar y ahora duerme plácidamente. El hombre coge a María en brazos y la lleva a la habitación para recostar su cuerpo en la cama conyugal. Luego se desnuda despacio, como lo hace siempre y se deja caer a plomo a su lado. Piensa levantarse al día siguiente muy temprano, al amanecer…
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Con los primeros clarores del alba Antonio se incorpora y mira a María. Su mano tiembla al acariciar el rostro frío de la mujer, que aún mantiene los ojos abiertos. Sin apartar la mirada del cadáver, se viste tan lentamente como se desnudó la noche anterior y abandona poco después la casa. Su enorme figura camina penosamente, como sombra maldita, por las solitarias calles del barrio. La obra donde trabaja está cerrada pero la penetra, violentando la débil portezuela de la valla metálica. Sin detenerse sube despacio hasta alcanzar la quinta planta del edificio en construcción y allí contempla, con ojos perdidos, los tímidos rayos de sol que clarean el nuevo día y exclama:
––¡Hasta que la muerte nos separe, María!
Después cae al vacío como un descomunal fardo.
Fin
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