Llevamos más de treinta años de democracia en nuestro país y aún en nuestros días se siente un miedo irracional a hablar de ciertas cosas que atañen al poder y a la autoridad.
He sido concejal en un precioso pueblo del aljarafe sevillano, hoy devastado por el ladrillo, y durante ese tiempo he tenido ocasión de conocer y experimentar cómo aún perdura esa maligna influencia entre las gentes de mediana edad y la más mayor. Un miedo que parece ancestral, que les hace bajar la voz y mirar de soslayo cuando hablan de política, o cuando critican al alcalde o al todopoderoso partido que éste representa. Miedo a criticar al poder, a señalarse ante el poder por si esto les puede producir problemas o perjudicar a la hora de pedir una licencia de obras, un favor para el hijo desempleado, un subsidio… En la Andalucía profunda, aún perdura el miedo y la sumisión al señorito, sentimiento sublimado por el yugo de más de cuarenta años de terror franquista.
Cuando un político de pueblo quiere saber del pueblo, conocerlo en sus auténticas tripas, entre otras actuaciones debe alternar sus bares, esas sacrosantas y humildes tabernas del vasito y la tapa de oliva o de altramuces. En estos templos populares se redime el pueblo llano, el que sufre y arrastra las consecuencias de una vida injusta y mal repartida. Al cobijo de sus paredes y del caldo barato, protesta, se envalentona y se atreve, eso sí, siempre que no hayan presencias inoportunas. Si hay hueste del poder por medio, la parroquia se enreda en difusas banalidades o practica la farfulla jocosa mientras miran de reojo al temido y odiado poder.
En cierta ocasión me interesé por la Memoria Histórica de mi pueblo y tras múltiples esfuerzos contacté al fin con un par de supervivientes de su casco histórico que se ofrecieron a hablar conmigo y que evitaré dar sus nombres; dos ancianos de longevidad admirable que se prestaron a que les hiciera una entrevista sobre los desaparecidos o asesinados en el pueblo bajo la represión franquista. Invité a cada uno de ellos por separado, y los dos tenían víctimas represaliadas o asesinadas por la dictadura. También conocían casos fragantes y terribles de otras familias del pueblo que, sin embargo, declinaron cualquier tipo de contacto conmigo sobre este asunto. Lo que más me impresionó de ellos es que a pesar del tiempo transcurrido, sus alientos aún olían a miedo, un miedo irracional que agarrotaba sus palabras a la hora de expresarse. Uno de ellos, el más joven por decirlo de alguna manera, se ofuscó, reconociéndome al final, que aún vivía en el pueblo el que denunció a su hermano y a su padre. Al hablar de éste último le caían las lágrimas al recordar como él, siendo aún un niño y junto a su madre, le llevaban comida a la cárcel, rezando para encontrarle vivo. “Mi padre era un jornalero del campo que a duras penas mantenía a su familia y que nunca hizo nada ni se metió con nadie”, me decía una y otra vez, sin comprender todavía aquella colosal barbarie de terror que llevó la desgracia a su familia. Cuando le pregunté por el delator, no me dijo su nombre y evitó continuar la conversación, resignándose a que la muerte matara finalmente sus miedos y penas. Al intentar convencerle de que estábamos en una democracia y que podía hablar libremente me dijo desorbitando los ojos y en un encendido susurro que desgarró su garganta: "¿Democracia...? ¿Qué clase de democracia permitiría que ese criminal de Queipo esté enterrado en la capilla de la Macarena como un miembro de honor de la cofradía?" Luego, un tanto abatido abandonó la mesa, alegando que tenía que irse a casa.
El otro anciano me habló del famoso “Barco del Arroz” --una especie de Academia Mecánica que en aquellas fechas fondeaba en el Guadalquivir y a donde –– según su testimonio -- se llevaron a más de uno del pueblo que nunca más regresó. Una de las cosas que más me impactó fue cuando el anciano dijo que los viejos y no tan viejos fascistas del lugar aún velaban sus armas, y que en la noche del golpe de Tejero se reunieron en un secreto comité para organizar los asesinatos a conocidos rojos del pueblo y redimir así viejos rencores si el golpe triunfaba. Le exigí que me diera sus nombres, porque aquello me pareció muy grave, pero tampoco logré rescatarle del miedo que le embargaba.
Claro está que tales y espeluznantes afirmaciones también podían suponer que no fuesen ciertas, sin embargo un compañero concejal, amigo mío y de mi misma edad, me confirmó que en aquella fatídica fecha del golpe alguien anónimo del pueblo le llamó por teléfono a su casa para decirle que iba a ir a buscarle para pegarle dos tiros por ser comunista. Y es posible que tal situación se diera en muchos pueblos de España, donde viejos y no tan viejos fascistas del viejo régimen continúan agazapados y envalentonados, esperándo siempre la más mínima oportunidad porque hasta hoy nadie les ha condenado, ni les ha llamado públicamente asesinos.
¿Qué conclusiones se pueden sacar de esta situación, de ese miedo que aún perdura en tiempos de democracia y que el ciudadano lleva tan adentro? Cada cual puede sacar las suyas, pero creo que la propia indefinición de esta extraña democracia ante estos crímenes y genocidios tiene mucho que ver. Hasta el día de hoy, las víctimas del franquismo son tratadas por este nuevo Estado como los trapos sucios de un pasado que se pretende enterrar en el olvido. La falta de una condena solemne y enérgica, la ausencia del debido resarcimiento moral y económica de las víctimas, el mantenimiento infame de las criminales sentencias militares y las del TOP (Tribunales de Orden Público), la falta de resarcimiento a sus legítimos dueños de las rapiñas del Régimen Franquista, constituyen gravísimos incumplimientos de una democracia que, como corean los "indignados" parece realmente no serlo, y que muchos miramos de reojo y con soterrada desconfianza. De ahí el miedo a no tener las cosas claras, a que renombrados fascistas anden aún por ahí sueltos y amenazantes, seguros de que el nuevo régimen de libertades les protege como de nuevo ha quedado constatado en la nueva ley de compensaciones a las víctimas del terrorismo –– aprobada por unanimidad por los partidos democráticos en el Senado y Congreso –– de la que claramente se infiere que en este país no ha habido más terrorismo criminal que el de ETA, ignorando de manera injusta, inmoral y obscena a los asesinados por un régimen de terror incalificable que continuó matando, incluso, más allá de la aprobación de nuestra Constitución del 78.
Ante esta situación de solemne cobardía de los partidos de izquierda al consentir en seguir haciéndole el juego a una democracia que continúa secuestrada por la Transición, es fácil comprender que el miedo y la desconfianza siga campeando en el subsconsciente de unos pueblos que saben que los asesinos aún andan sueltos, y algunos hasta condecorados y con buenas pagas.
j.m.boix