por Carlos Aznarez
Hacía
mucho que no se veían en Buenos Aires tantas banderas del Vaticano. La
más grande de todas la hizo colocar el derechista Mauricio Macri, cerca
del Obelisco porteño. Pero también, las cuelgan profusamente de sus
coquetos balcones, los vecinos de la Avenida Alvear, o del barrio de
Recoleta, esos que son los primeros en golpear sus cacerolas de teflón
para reclamar contra la "inseguridad". También, la lucieron,
sonrientes, en sus pechos, los genocidas militares que esperan ser
juzgados y seguramente condenados a cadena perpetua por haber asesinado,
en nombre de "Dios", entre otras siniestras excusas, a cientos de
luchadores sociales, durante la última dictadura militar.
"La
ciudad se tiñó de amarillo y blanco que son los colores del amor y la
paz", vocifera, emocionado, desde una radio, uno de esos camaleones
periodísticos con pasado de izquierda, que pretende blanquear su pasado a
toda costa. Mientras tanto, monjitas salidas de las catacumbas
bonaerenses, curas de sotana, portadores de grandes crucifijos, y
centenares de alumnos de colegios religiosos bailaban y brincaban frente
a la Catedral, saludando a Jorge Bergoglio, ahora convertido en el Papa
Francisco.
Sin
embargo, a pesar de los pesares, la memoria persiste, enconada, como
para que no se oculte la verdad, por más explosión de oportunismo que
hoy aflore en el vapuleado ser nacional. Hubo otra época, no tan lejana
en el tiempo, que ese emblema amarillo y blanco se asociaba nítidamente
con el horror y la muerte. En 1955, banderas papales como las actuales
fueron mostradas con desparpajo y revanchismo por miles de anti
peronistas furiosos. Aquellos gorilas, civiles y militares, que la
hicieron flamear, mientras marchaban por "sus" barrios residenciales,
gritando maldiciones contra el derrocado presidente Juan Perón y su
esposa Evita, a la que le aplaudieron el cáncer que terminó con su vida,
Cantando loas al Vaticano, exhibiendo sus símbolos, junto a banderas
inglesas y norteamericanas, miles de energúmenos juraban escarmentar, de
una vez y para siempre, a los obreros y obreras peronistas, a los
descamisados y "cabecitas negras", a quienes despreciaban desde lo más
hondo de sus entrañas.
Era
la misma bandera papal que se usó como símbolo contrario a las
reivindicaciones de quienes durante diez años de gobierno popular,
habían logrado cotas de dignidad como nunca en la historia contemporánea
de los argentinos. No era casualidad su uso, ya que muchos de los
pilotos navales que el 16 de junio de 1955 bombardearon Plaza de Mayo e
intentaron asesinar a Perón, la lucieron como insignia de guerra, al
igual que pintaron sus aviones con una leyenda que ejercía las funciones
de proclama inquisitorial: "Viva Cristo Rey". Mientras ellos lanzaban
las bombas que masacrarían a cientos de trabajadores y trabajadoras
desarmados e inermes ante tanto terror, sus acólitos festejaban alabando
al Papa y a un Cristo hecho a su medida.
Sí,
la bandera del Vaticano marcó a fuego a quienes días después del golpe
oligárquico, veían como se sucedían los allanamientos o la destrucción
de todas las conquistas logradas en los últimos años. Esa enseña
blanco-amarilla, que lució desafiante en los vehículos artillados del
ejército que vigilaban, amenazadoramente, los barrios obreros, o en los
buques de la Marina, que al mando del Almirante Isaac Rojas (otro
destacado genocida de la época) sitiaban el Puerto de la Capital.
Si
faltaba algo, para marcar aún más la presencia vaticana en ese golpe
contra los intereses populares -como ocurrió en toda Latinoamérica-,
desde Roma, el Papa Pio XII, bendecía a los asesinos y perseguidores de
una importante franja del pueblo. Era el mismo jerarca que decretó el 23
de junio de 1949, la excomunión de todos los comunistas italianos y de
sus simpatizantes, por "intrínsecamente perversos", y años después
aplicó igual sanción a Perón, pero se negó a hacer lo mismo con Benito
Mussolini, con Franco y Adolfo Hitler durante la segunda guerra mundial.
Ahora,
las banderas del Vaticano han vuelto a ganar protagonismo. No es para
menos, se festeja una nueva ofensiva eclesiástica en el continente. Los
sectores populares, sumados a algunos gobiernos de características
revolucionarias y definidos por el socialismo, habían ganado demasiado
espacio, a ojos del Sistema. Los descamisados y descamisadas
latinoamericanas, campaban a sus anchas y pedían a gritos, y con
acciones concretas, apurar el paso hacia la segunda independencia.
Un
liderazgo excepcional, surgido en Venezuela, se extendió por todo el
continente. Por lo tanto se imponía un viraje abrupto. Un cambio de
chip, ahora que Hugo Chávez, desde otra dimensión, sigue amenazando,
junto a su cofrade Nicolás Maduro, los intereses de los poderosos. Para
ello, nada mejor que un Papa que hable de los pobres, que alguna vez
viajó en un transporte público y que hasta es hincha de fútbol. Uno
"como nosotros", pero desde arriba y a la derecha. Un populismo vaticano
a la medida, que cuenta con el consabido beneplácito y la hipocresía de
unos y de otros. Incluso de algunos que se dicen "peronistas", y sin
memoria, han perdido la vergüenza, haciendo pegar carteles saludando el
"peronismo" de Su Santidad. Argentina está acostumbrada a estas
explosiones de "júbilo" de un día para el otro. Solo basta recordar la
Plaza del Galtieri malvinense.
Nada
de gestos abruptos, nada de hablar de un pasado turbio en los años de
plomo. Una gestualidad "diferente" , paternalismo a ultranza, pero el
mismo conservadorismo estructural. En medio de la parafernalia
mediática, se estimulan adhesiones hasta de los más inimaginables
personajes, por el simple hecho de "no quedarse a la intemperie".
Ahora
que "todos somos el Papa", y por lo tanto se resolverán todos los
problemas de hambre, miseria, guerras, pedofilia, trata, y lacras
similares, la amarilla y blanco sigue flameando, impoluta, como una
marca registrada. Todo un símbolo de los tiempos que se vienen.
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