POR LUIS BRITTO GARCÍA
La Historia, decía James Joyce, es una pesadilla de la cual trato de despertarme. Férreo y tenaz fue el sueño angustioso de nuestra Historia Contemporánea. Desde 1958 nuestra cotidianidad consistió en manifestaciones abaleadas, periódicos confiscados, censura directa o indirecta de los medios, prohibición de piezas teatrales, exposiciones y películas, violaciones de domicilio, partidos ilegalizados, elecciones donde acta mataba voto, suspensiones de garantías de más de tres años consecutivos, allanamientos, torturados, enterrados vivos, desaparecidos, exiliados, universidades ocupadas militarmente y privadas de autonomía, Teatros de Operaciones donde no entraban ni Constitución ni tribunales, aplicación de bárbaras leyes de Vagos y Maleantes que permitían condenar mediante simple oficio a varios años de trabajos forzados a quienes carecían de profesión o domicilio, bombardeos contra zonas rurales, desplazamientos forzosos de campesinos, asesinatos selectivos, grupos delincuenciales de la policía, detenciones en masa de todos los habitantes de zonas populares con el pretexto de verificar si tenían antecedentes penales, masacres, hecatombes. Es posible que el número de víctimas fatales llegara a las diez mil. A este horror lo llamó Rafael Caldera “la vitrina de exhibición de la democracia latinoamericana”.
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Ante
el diluvio de tropelías los organismos encargados de aplicar la Ley,
con honrosas excepciones, otorgaron y callaron. Correspondió a simples
ciudadanos, camaradas, comités de Derechos Humanos y uno que otro
parlamentario progresista denunciar e investigar violaciones. No era
fácil. Por el mero hecho de denunciar se convertían en las primeras
víctimas de la represión. Los expedientes de cuerpos policíacos y
tribunales de excepción permanecían cerrados a piedra y lodo, y tal
situación siguió igual después de que la Constitución de la
República Bolivariana de Venezuela dispuso inequívocamente en su artículo 143: “Los
ciudadanos y ciudadanas tienen derecho a ser informados e informadas
oportuna y verazmente por la Administración Pública, sobre el estado de
las actuaciones en que estén directamente interesados e interesadas, y a
conocer las resoluciones definitivas que se adopten sobre el
particular. Asimismo, tienen acceso a los archivos y registros
administrativos, sin perjuicio de los límites aceptables dentro de una
sociedad democrática en materias relativas a seguridad interior y
exterior, a investigación criminal y a la intimidad de la vida privada,
de conformidad con la ley que regule la materia de clasificación de
documentos de contenido confidencial o secreto. No se permitirá censura
alguna a los funcionarios públicos o funcionarias públicas que informen
sobre asuntos bajo su responsabilidad”.
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Venezuela
asume la investigación de estas atrocidades con retardo injustificable.
Dictadura hubo en Argentina, y para 1984 el informe Nunca más,
de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, presidida
por Ernesto Sábato, reconocía 8.960 desaparecidos. En Chile en 1990 el
informe Rettig, de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación,
verificó 2.296 víctimas fatales de Pinochet. Las organizaciones sociales
afirman que las cifras reales son muy superiores, pero por algo se
empieza. En cambio, a catorce años del triunfo bolivariano, Ministerio
de Justicia, Fiscalía, Defensoría del Pueblo y tribunales apenas han
comenzado a cumplir a plenitud con las competencias que los obligan a
investigar y sancionar crímenes de lesa humanidad. La mayoría de las
realizaciones en la materia se deben a la empecinada y desamparada labor
de deudos y comités de víctimas. Sólo en 2011 la Asamblea
Nacional bolivariana emite una Ley
para Sancionar los crímenes, desapariciones, torturas y otras
violaciones de los Derechos Humanos por razones políticas en el período
1958-1998, y designa una Comisión de la Verdadpara cumplir dicha tarea.
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Aquellos
que no aprenden de la Historia, decía Santayana, se ven obligados a
repetirla ¿Qué hacer para evitar que el horror reincida? En primer
lugar, se deben abrir los sepulcros blanqueados de los expedientes de
tribunales y cuerpos represivos, hasta hoy vetados para la ciudadanía.
Se debe evitar que continúe la destrucción de archivos y de pruebas, e
investigar y sancionar a sus responsables.
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En
segundo lugar, Ministerio de Justicia, Fiscalía y Defensoría del Pueblo
deben poner a disposición de la Comisión las investigaciones que en
función de sus competencias estaban y están obligados a adelantar sobre
estos crímenes de lesa humanidad, y explicar y justificar las posibles
omisiones en el cumplimiento de ellas, entendiéndose que la creación de
una Comisión de la Verdad no los releva ni exonera del cumplimiento de
tales atribuciones, ni del deber de continuar desempeñándolas.
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En
tercer lugar, la Comisión debe desarrollar un mecanismo para desempeñar
sus tareas. Un cuerpo colegiado trienal de una treintena de personas
que ejercerán funciones a título honorífico, parece diseñado para
hacer casi imposible que se reúna y que cuente con medios para cumplir
con tareas que durante una década no cumplieron organismos con abundante
dotación administrativa y presupuestaria. Sólo el convocarnos para la
juramentación ha tomado año y medio. “Mas estas víctimas serán vengadas,
estos verdugos serán exterminados”, escribía Bolívar en Mérida el 9 de
julio de 1813. Esperémoslo.
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