Capítulo VI
...El acto de investidura terminó cuando no quedó nada más que comer ni beber. Esa tarde Juanote continuó la marcha en solitario, y se dejó caer en una venta de carretera que había a medio camino de la ciudad. Allí, en una mesa arrinconada y en la mayor de las soledades, se rodeó de cubatas y comenzó a reciclar la información que el concejal comunista le terminaba de dar esa mañana. Maldijo entonces su suerte al intuir que había llegado tarde en su nuevo oficio de político porque, según Cirulo, el chollo del Plan General ya se lo había metido en el bolsillo el bueno de Tapacubos. "¡Y el joputa parecía tonto!" bramó desde su rincón, imaginando el rostro calmoso y campechano del popular alcalde.
En esos instantes, Juanote tomó la decisión de cargarse a Tapacubos, aunque para ello consideró que debía urdir un plan y trajinarse la connivencia del interventor del Ayuntamiento, tarea ésta que, por lo demás, consideró relativamente fácil en cuanto, según Cirulo, este funcionario era un corrupto de esos que aparentan no haber roto un plato en su vida. Juanote sonrió con maldad al pensar en los milagros que podía hacer la coca y un par de verbeneras bien dispuestas. Algo más sosegado por la solución tomada, regresó al anochecer a su casa, encontrándose allí a una desconocida mujer, muy pintarrajeada y con facciones de loca, que parloteaba con su madre. Las dos giraron la cabeza al verle entrar.
––Este es mi hijo ––presentó doña Elvira a Juanote ––, el nuevo alcalde del pueblo.
––Nooo, mamá ––protestó éste con avechucho gesto ––, que aún soy concejal.
––Bueno, bueno pero pronto lo serás, mi amor ––atajó la madre con un mohín de señora con poderío y mando en casa.
La visitante en cuestión era una tal Palmira y muchos del pueblo y alrededores la conocían como la loca o la vidente, según a quién se le preguntara. Juanote alargó la mano para saludarla y ella la tomó, asiéndola con misteriosa fuerza.
––¡Ah, esta mano tiene vibraciones muy positivas! ––exclamó, enajenando aún más su pintoresca expresión ––. Este hijo tuyo me da el buen augurio del que está destinado a las alturas, doña Elvira. No le quepa duda.
––¡Aleluya! ––gritó doña Elvira ––¡Llegará a Presidente de Gobierno!
––No, yo no he dicho eso ––corrigió la pitonisa –– Yo más bien le veo en el santoral de la Iglesia.
Al escuchar aquello, Juanote no pudo reprimir una carcajada, aunque enseguida fue censurado por su madre, que creía en esas cosas:
––No te rías, niño que la Palmira es muy seria en sus pronósticos. Si te dice que estarás en el santoral... –– sin embargo doña Elvira no llegó a terminar la frase y miró a la vidente con suspicacia ––. Aunque la verdad, Palmira, no termino de ver a mi hijo en eso que tú dices ––comentó después.
––El tiempo lo dirá, doña Elvira ––sentenció, muy seria, la paranormal, mirándo a Juanote.
Cuando la vidente abandonó la casa, Juanote volvió a descojonarse con la ocurrencia de la vidente. "¡Voy a ser un santo, mami!", exclamó, burlón, una y otra vez, pensando que aquel pasote de mujer debía de estar loca de atar. En eso comentó su madre como la que no quiere:
––¿Pues sabes quién es el marido?
––Pues será otro chiflado como ella –– continuó, Juanote, partiéndose.
––Bueno, en cierto modo es posible que tengas razón. Creo que ese tal Cirulo tampoco debe andar muy bien de la chaveta.
––¿Quéeee? ––se le esfumó a Juanote el cachondeo ––¿Te refieres al Cirulo, al concejal comunista...? ¿La Palmira su mujer?
––Sí, hijo y creo que andan en trámites de separación. Ya no vive con él y hace bien. ¿Qué pinta una santa como ella junto a un elemento como ese, un renegado de Dios y de los santos?
Esa noche Juanote se fue a dormir muy contento por el cúmulo de averiguaciones que había conseguido a lo largo de esa jornada. En algún lado había leído alguna vez que la información era poder y él había conseguido la suficiente como para, con un poco de suerte, tumbar al alcalde y utilizar en su provecho el asunto del comunista y la vidente. Sin embargo era consciente de que necesitaba ser metódico a la hora de manejar toda aquella información que le llegaba y que, sin duda, iba a servirle en su propósito de hacerse con el poder en Pozopodrido de la Ensenada. La prioridad estaba ahora en contactar con el interventor y hacerle caer en una torticera trampa. Luego ya vería de qué manera utilizaría lo de la vidente y el comunista.
Capítulo VII
El resto de la semana, Juanote se la tomó de asueto, golfeando por la capital en compañía de un tipejo llamado Miguelito el Conosío, un don nadie aunque con un prodigioso talento para colarse de gorra en toda clase de pomposas fiestas capitalinas y demás eventos fashión de la alta sociedad. Para ello utilizaba con mucho arte el socorrido recurso de “soy el conocido o el amigo de...” De esta guisa, el Conosío, era muy popular en los ambientes de los altos fulaneos de la ciudad donde casi siempre actuaba de bufón. En verdad al tipo le bastaba, simplemente, estrechar la mano de alguien importante para, enseguida, pasarlo a su libreta de “amistades” con todo lujo de detalles y descripciones. Luego, cuando se presentaba la ocasión, utilizaba al personaje en cuestión como si fuera de la familia. De esta manera conseguía cadenas de favores, palcos de lujo para ver las procesiones en la Semana Santa, o disfrutar de casetas de abolengo en la bulliciosa feria de la capital. En realidad, esta es una práctica muy extendida entre las gentes del Sur, donde tener un conocido, poderoso y con dinero, es como tener un tesoro que hay que guardar celosamente como oro en paño.
Ambos tomaban el vermouth de las doce frente al gran minarete de la catedral cristiana cuando a Miguelito se le ocurrió preguntar:
––Bueno, ¿te animas a venir al Rocío o qué?
Juanote no hizo aprecio a la pregunta. El Conosio insistió:
––Pues no te vendría mal un poco de popularidad ahora que eres un político, tío. Mira el Yulián ese de los cojones con lo de la tonadillera. Él también fue a la romería y ahora está todos los días en la tele.
––Sí, y en la cárcel también ––repuso Juanote sin mostrar demasiado interés ––. Además, yo no tengo ni caballo ni carreta ni tonadillera que me asista.
––Iríamos en las carretas de la Casa de la Calba que no es moco de pavo ––apostilló Miguelito, pidiendo otro vermouth.
Juanote giró la cabeza y miró a su compañero.
––¿De verdad que iríamos en la carreta de la gran duquesa?––preguntó.
En esos instantes, Juanote tomó la decisión de cargarse a Tapacubos, aunque para ello consideró que debía urdir un plan y trajinarse la connivencia del interventor del Ayuntamiento, tarea ésta que, por lo demás, consideró relativamente fácil en cuanto, según Cirulo, este funcionario era un corrupto de esos que aparentan no haber roto un plato en su vida. Juanote sonrió con maldad al pensar en los milagros que podía hacer la coca y un par de verbeneras bien dispuestas. Algo más sosegado por la solución tomada, regresó al anochecer a su casa, encontrándose allí a una desconocida mujer, muy pintarrajeada y con facciones de loca, que parloteaba con su madre. Las dos giraron la cabeza al verle entrar.
––Este es mi hijo ––presentó doña Elvira a Juanote ––, el nuevo alcalde del pueblo.
––Nooo, mamá ––protestó éste con avechucho gesto ––, que aún soy concejal.
––Bueno, bueno pero pronto lo serás, mi amor ––atajó la madre con un mohín de señora con poderío y mando en casa.
La visitante en cuestión era una tal Palmira y muchos del pueblo y alrededores la conocían como la loca o la vidente, según a quién se le preguntara. Juanote alargó la mano para saludarla y ella la tomó, asiéndola con misteriosa fuerza.
––¡Ah, esta mano tiene vibraciones muy positivas! ––exclamó, enajenando aún más su pintoresca expresión ––. Este hijo tuyo me da el buen augurio del que está destinado a las alturas, doña Elvira. No le quepa duda.
––¡Aleluya! ––gritó doña Elvira ––¡Llegará a Presidente de Gobierno!
––No, yo no he dicho eso ––corrigió la pitonisa –– Yo más bien le veo en el santoral de la Iglesia.
Al escuchar aquello, Juanote no pudo reprimir una carcajada, aunque enseguida fue censurado por su madre, que creía en esas cosas:
––No te rías, niño que la Palmira es muy seria en sus pronósticos. Si te dice que estarás en el santoral... –– sin embargo doña Elvira no llegó a terminar la frase y miró a la vidente con suspicacia ––. Aunque la verdad, Palmira, no termino de ver a mi hijo en eso que tú dices ––comentó después.
––El tiempo lo dirá, doña Elvira ––sentenció, muy seria, la paranormal, mirándo a Juanote.
Cuando la vidente abandonó la casa, Juanote volvió a descojonarse con la ocurrencia de la vidente. "¡Voy a ser un santo, mami!", exclamó, burlón, una y otra vez, pensando que aquel pasote de mujer debía de estar loca de atar. En eso comentó su madre como la que no quiere:
––¿Pues sabes quién es el marido?
––Pues será otro chiflado como ella –– continuó, Juanote, partiéndose.
––Bueno, en cierto modo es posible que tengas razón. Creo que ese tal Cirulo tampoco debe andar muy bien de la chaveta.
––¿Quéeee? ––se le esfumó a Juanote el cachondeo ––¿Te refieres al Cirulo, al concejal comunista...? ¿La Palmira su mujer?
––Sí, hijo y creo que andan en trámites de separación. Ya no vive con él y hace bien. ¿Qué pinta una santa como ella junto a un elemento como ese, un renegado de Dios y de los santos?
Esa noche Juanote se fue a dormir muy contento por el cúmulo de averiguaciones que había conseguido a lo largo de esa jornada. En algún lado había leído alguna vez que la información era poder y él había conseguido la suficiente como para, con un poco de suerte, tumbar al alcalde y utilizar en su provecho el asunto del comunista y la vidente. Sin embargo era consciente de que necesitaba ser metódico a la hora de manejar toda aquella información que le llegaba y que, sin duda, iba a servirle en su propósito de hacerse con el poder en Pozopodrido de la Ensenada. La prioridad estaba ahora en contactar con el interventor y hacerle caer en una torticera trampa. Luego ya vería de qué manera utilizaría lo de la vidente y el comunista.
Capítulo VII
El resto de la semana, Juanote se la tomó de asueto, golfeando por la capital en compañía de un tipejo llamado Miguelito el Conosío, un don nadie aunque con un prodigioso talento para colarse de gorra en toda clase de pomposas fiestas capitalinas y demás eventos fashión de la alta sociedad. Para ello utilizaba con mucho arte el socorrido recurso de “soy el conocido o el amigo de...” De esta guisa, el Conosío, era muy popular en los ambientes de los altos fulaneos de la ciudad donde casi siempre actuaba de bufón. En verdad al tipo le bastaba, simplemente, estrechar la mano de alguien importante para, enseguida, pasarlo a su libreta de “amistades” con todo lujo de detalles y descripciones. Luego, cuando se presentaba la ocasión, utilizaba al personaje en cuestión como si fuera de la familia. De esta manera conseguía cadenas de favores, palcos de lujo para ver las procesiones en la Semana Santa, o disfrutar de casetas de abolengo en la bulliciosa feria de la capital. En realidad, esta es una práctica muy extendida entre las gentes del Sur, donde tener un conocido, poderoso y con dinero, es como tener un tesoro que hay que guardar celosamente como oro en paño.
Ambos tomaban el vermouth de las doce frente al gran minarete de la catedral cristiana cuando a Miguelito se le ocurrió preguntar:
––Bueno, ¿te animas a venir al Rocío o qué?
Juanote no hizo aprecio a la pregunta. El Conosio insistió:
––Pues no te vendría mal un poco de popularidad ahora que eres un político, tío. Mira el Yulián ese de los cojones con lo de la tonadillera. Él también fue a la romería y ahora está todos los días en la tele.
––Sí, y en la cárcel también ––repuso Juanote sin mostrar demasiado interés ––. Además, yo no tengo ni caballo ni carreta ni tonadillera que me asista.
––Iríamos en las carretas de la Casa de la Calba que no es moco de pavo ––apostilló Miguelito, pidiendo otro vermouth.
Juanote giró la cabeza y miró a su compañero.
––¿De verdad que iríamos en la carreta de la gran duquesa?––preguntó.
––Claro, tío ––respondió Miguelito, muy auténtico él ––. No vamos a ir en la del servicio. El otro día me hice amigo de don Albo, Marqués de los Nabos de Flandes y nieto de la duquesa, en un fiestorro que ni te cuento el derroche, tío. ¡Puaff!, allí estaban todos los ricachos de la ciudad, incluido el Cardenal, que no se pierde una, y también el presidente de la Autonomía, que no veas como le pega a las gambas el figura. Se vuelve loco.
A Juanote le chispearon los ojos. Pensó que el Conosío podía tener razón. Era bueno empezar a despuntar en los ambientes donde se movía el dinero y qué mejor que hacerlo en compañía de una grande de España.
––Si es tal y como me lo pintas, me apunto ––contestó el concejal, entusiasmándole la idea aunque precisó: ––. Pero sólo iré si, como aseguras, voy en la carreta de la duquesa. Un político de mi estatus no puede ir de cualquier manera, ¿estamos, Miguelito?
––No te preocupes por eso, Juanote, que esta noche llamaré al Marqués de los Nabos para que mañana nos espere en el cortijo donde la La Franken está preparando sus carretas. Creo que es en la Pichorra.
––¿La Franken...?
––Sí, la duquesa, hombre. Tiene más remiendos que un taller de costura.
––¡Ja,ja! ¡La Frankenstein...! No sabía esa última,
En eso, el sobrecogedor sombrajo de un nubarrón que andaba perdido por el inmenso cielo azul de la capital se abatió sobre el establecimiento, oscureciendo la sagrada hora del vinito y la buena tapita. Porque a esas horas del medio día, la taberna del Rogelio crujía de punta a punta con un gentío que sudaba la gota gorda a base de frías rubias, buenos finos y raciones de ibérico de mejor catadura. Normalmente la mayoría de la parroquia del rancio establecimiento disfrutaba de abultada cartera. Allí alternaban los pijos y señoritingos de siempre, enfundados en sus caras ropas de marca ––caballitos, cocodrilitos y demás logos fashión para acomplejados y tontainas de turno ––, y los viejos rentistas y especuladores de la zona, con más de lo mismo y hediendo a usura canalla por sus cuatro costados. Mientras los primeros se regodeaban de las fortunas de sus papis y otros fútiles y sexudos asuntos, los segundos se regocijaban con la crisis económica, y con la posibilidad de ver de nuevo a los trabajadores con remiendos en los calzones y alpargatas de esparto. En realidad la mayoría de esta selecta gentuza era nativa de una de las zonas más acaudaladas y fascio de la capital, que aún apestaba a viejos refritos de traición a la República y a solemnes taconazos de sí mi general y a la orden de usía mi general. Muchos de ellos aguardaban con estoica esperanza el añorado retorno del repolludo militar con bigotito y sable al cinto, y con la suficiente mala leche para, de una vez por todas, terminar de saturar las cunetas y ribazos de España con los cadáveres de sus enemigos.
Al poco tornó a relucir el sol en la calle, barruntando un tórrido verano “ad portas”. Juanote y el Conosio abandonaron la rancia taberna, dudando donde ir.
––¿Qué hacemos? ¿Por qué no llamas al marqués ese de las Pollas? –– sugirió Juanote, encendiéndose con desespero otro pitillo.
––De los Nabos, coño, de los Nabos –– le corrigió Miguelito ––. A ver si cuando te lo presente vas a meter la pata, joer.
––Vale, vale. Pero llámalo a ver si hoy podemos tener claro lo de la romería.
––Está bien, lo llamaré. Lo mismo tenemos suerte y el cabrón nos invita a algo.
La llamada del Conosío fue de lo más fructífera pues el acaudalado noble les invitó a comer ese día en su finca de la Pichorra.
––¡Joder, tío, eres un crack! ––exclamó Juanote, frotándose las manos –– ¿Estará allí la gran duquesa?
––¡Deja ahora a la Franken, coño que ya tendrás tiempo de conocerla! Venga, vamos a por tu coche y nos alargamos al cortijo que son ya cerca de la una y media.
––¿Y dónde está eso?
––No muy lejos –– repuso Miguelito echando a andar ––. Ahí en el pueblo de la Berenjena. ¡Venga, vamos!
Ambos caminaron deprisa y sudorosos bajo un sol de justicia hasta alcanzar los aparcamientos subterráneos de la céntrica Plaza del Bizcocho, y enseguida pusieron rumbo a la noble finca. Cuando al fin llegaron, el enorme portalón de la Hacienda estaba cerrado. El Conosio palmeó, entonces, con fuerza la dura madera de roble .
––¡Coño, con tanta mierda de lujo y ni tan siquiera tienen un picaporte como Dios manda -–se quejó.
––¡Venga, Miguelito, venga! ––se unió Juanote a dar porrazos y patadas a diestro y siniestro.
––¡Ya va, ya va! ––se abrió sorpresivamente una de las portezuelas, apareciendo un viejo con un roído sombrero de paja y pantalones fajados ––¡Van a tirar la Hacienda a tierra! ¿Quiénes son ustedes?
––Yo soy el concejal de Pozopodrido de la Ensenada –– se presentó Juanote, irguiendo el porte con insolencia. El viejo le miró entonces con desconfianza y respondió:
––¿Podrido de qué, ha dicho?
––¡Oiga, viejo estúpido...!
––¡Deja, deja...! ––intervino Miguelito ––¿Está el señor Marqués? Soy íntimo amigo suyo ––preguntó, elevando la voz y casi deletreando las palabras.
––¡Ah, que son amigos del Marqués! ––repuso el viejo recuperando confianza –– ¡Haberlo dicho antes, hombre! Precisamente el señor Marqués me ha comunicado que venían un par de mozos.
––¿Mozos? ¿Mozos de qué? ––se soliviantó Juanote Colomer con el vejatorio tratamiento ––El marqués nos ha invitado a comer, ¿se entera, viejo sonao?
––Bueno, bueno, no sé. Pasen ustedes.
La entrada estaba flanqueada por unos humildes habitáculos de paredes muy encaladas, que parecían formar parte de la vivienda de aquel viejo. Un enorme perro que dormitaba plácidamente bajo un robusto arrayán se incorporó de inmediato al advertir a los recién llegados y se dirigió con resolución a olisquear los fondones de los invasores, aunque en tal tarea no se demoró mucho porque enseguida salió en estampida de allí dando lastimeros aullidos.
––¿Qué le pasa al perro ese?
––¡Y yo que sé, Juanote!
Nada más franquearon la entrada se dieron de bruces con una amplia explanada arropada con espesa arboleda que hacía de atrio natural a un señorial edificio al más puro estilo sureño, encalado de inmaculado blanco. El viejo continuó su caminar arrastrando los pies, seguido por los dos visitantes y una vez traspasaron otro enorme portón, accedieron a un gran patio de brega situado a espaldas de la casa y cercado por edificaciones rurales ––zahúrdas, corrales, caballerizas etc. ––, en las que algunos gañanes se afanaban en distintos quehaceres y donde aguardaban un par de vistosas carretas a la sombra de un poderoso y chaparro roble.
––¡Eh, Anastasio! ¡Aquí te traigo un par de hombres más para que te echen una mano con las carretas! ––le gritó el viejo a uno de los peones que se encontraba repintándolas.
––¡¡¿Quéee?!! –– se frenó de inmediato, Juanote –– ¡Yo vengo de invitado! ¡Que sepa que yo soy un importante político de...!
––Ya sé, ya sé. Concejal del podrido ese que dice ––respondió el septuagenario sin inmutarse ––. Pero aquí el que no trabaja no come. Son órdenes del señor marqués.
Juanote se volvió a Miguelito con la cara descompuesta:
––¡Pero has visto al cabrón del viejo este! ¡Nos trata como a unos jornaleros desmayaos!
El Conosío intentó calmarle mostrando el lado bueno del asunto:
––Bueno, haz el paripé como si trabajaras. Lo importante es ir de romería con la duquesa.
Se acercaron al par de mozos que estaban con la carreta y preguntaron en qué podían ayudar.
––Pinten ustedes el interior de las ruedas ––dijo el más alto.
El otro, de aspecto muy tostado y extremadamente rústico miró a Juanote fijamente y luego comentó, apretando el ceño:
––Usted seguro que es un señorito.
––¡Bueno y qué pasa! ––respondió, Juanote con su habitual descaro.
––Pues que mi abuelo era del maquis y se cargó a más de un joputa señorito ––continuó el rústico ––. Aquellos si que eran buenos tiempos, cuando los jornaleros se tiraban al monte y hacían justicia con un par de pelotas, no como ahora. Vaya que sí.
Juanote se quedó mirando al individuo, que a pesar su imagen montaraz, parecía tener claro estos asuntos sobre la justicia. El peón continuó confesando cosas terribles mientras pintaba y repintaba un trocito de rueda:
––¿Sabe usted? Yo soy miembro del piquete perfecto –dijo con orgullo.
--¿Piquete perfecto...? ¿Eso qué es?
--Pues un piquete que en las huelgas se dedica a partirle las piernas a todos esos joputas esquiroles que no las hacen pero que luego ponen la mano para cobrar lo que sus compañeros han conseguido con su lucha. Así ya no joderán más en las próximas, vaya que sí. Pues eso es hacer justicia.
Juanote miró a Miguelito con desconcierto.
--Pero ¿de dónde ha salido el tipo este?
--Yo no soy ningún tipo, cara de anguila –se le encaró el jornalero muy serio –. También le digo que cuando el hijo que me queda en casa termine de irse, colgaré de un olivo al marqués, y para ello contaré con un brigadista internacional, amigo mío, que me echará una mano, vaya que sí –– dicho esto, el jornalero ensombreció como si se encontrara aquejado de un mal insondable.
––Joder, la paliza que me está dando el tío éste ––protestó el concejal ––. Además de puto peón es un asesino de cuidado. Me voy a chivar al marqués.
––Pues tú ándate con cuidado con lo que dices, que yo a los chivatos... ––se revolvió el jornalero, haciendo un amenazador pase del pulgar sobre su gañote.
––¿A mi también me vas a...? ¡Mira este rojo, Conosío! ¡Habría que fusilarlo al amanecer! [risas].
El otro mozo intervino entonces:
––No le hagan demasiado caso al pobre. Desde que murió su mujer está algo trastornado y cada día le da por algo. Dice que a su abuelo le dieron el paseillo y está enterrado en algún lugar de esta Hacienda. Pero es más bueno que el pan bendito, ¿verdad, Manonegra?
––Sí, sí... ––sonrió el tipo con los ojos fijos en el pincel.
Al cabo de una hora llegó el marqués a bordo de un Land Rover todo terreno que aparcó con gran polvareda junto a las carretas. Llevaba una fusta que hizo chasquear contra sus relucientes botas de caña alta.
––¿Ya están terminadas? –– preguntó sin saludar.
––Ya casi, señor marqués ––se incorporó muy diligente el que parecía encargado de dar las novedades.
Juanote y el Conosio se incorporaron también para dejarse ver. El marqués saludó a este último y luego se interesó por su acompañante:
––¿Es ese el amigo del que me hablaste?
––Sí, señor marqués. Este es Juanote Colomer, el hijo de un importante industrial de la ciudad.
––¡Ah, pues eso es lo que en el sur nos hace falta, mucha fábrica y mucho obrero que trabaje y gane poco! ¡Venga, vamos a ver como va la paella!
Los cuatro, más el abuelo, fueron en procesión detrás del marqués hasta llegar al portón que daba entrada a otro pequeño patio interior en el que, junto a una vieja higuera reforzada con improvisados sombrajos, se extendía la suma de varias mesas forradas con papel blanco y servida, mayoritariamente, con platos y cubiertos de plástico. Al refugio del improvisado velamen, algunas mujeres atendían unas cuantas paellas que olían a gloria bendita. Al advertir a la comitiva que se acercaba, la más vieja se limpió las manos en el delantal blanco, y entre reverencias informó al noble:
––Pruébelas señor marqués. Ya están a punto.
Juanote observó las paellas, y sus ojos se clavaron, sobre todo, en una que contenía unas cigalas que se salían del tiesto. Con un codazo alertó a Miguelito:
––Mira, esa debe ser la nuestra.
Con ademán pomposo, el marqués de los Nabos cogió el cucharón y probó la que, precisamente, llevaba el abundante marisco.
––Perfecta, Adela ––se limpió sus linajudos bigotes, y luego ordenó al viejo portero que tocara la campana para avisar al resto del personal de la Hacienda. Minutos después unas quince personas ocuparon la mesa presidida por el aristócrata y Juanote, sentado entre Miguelito y el Manonegra, vio pasar el primer plato servido al marqués con las espléndidas cigalas.
––¡Anda, coño! ––exclamó el concejal por lo bajini, ––Todas para él.
––Manonegra, que no estaba dispuesto a cejar en su retahíla, le susurró entonces al oído:
––No te preocupes, compañero, que ya le queda poco marisco que comer al joputa ese. Vaya que sí.
––Queréis dejar de cuchichear, que nos van a oír –– recriminó Miguelito –– Eres un desagradecido, Juanote.
––¿Desagradecido dices? ¿Qué clase de amistad tienes tú con el marqués? Nos trata como si fuéramos unos piojosos gañanes. Mira la escudilla de paella que nos han puesto, con unos miserables trozos de ala de pollo...¿Y el vino éste de garrafón...? Fíjate en la botellita de reserva que se gasta el cabrón... Al final va a tener razón el Manonegra éste.
––Que sí, compañero, que ya le tengo echadas las medidas al olivo...Vaya que sí.
La sorda discusión apenas fue percibida en la mesa pues todos hablaban animadamente y a gritos, unos contando chascarrillos y riéndole las gracias al marqués, y otros alborotando sobre la faena de la finca y de la romería. El tiempo parecía no haber transcurrido en el interior de la Hacienda y los comportamientos entre el señor y sus siervos continuaban funcionando como una regalía feudal aislada del devenir democrático del país. El marqués levantó sorpresivamente su vaso para hacer un brindis y dijo con voz de barítono:
––Tengo que daros a todos una gran noticia: a pesar de esos rojos y terroristas del Sindicato Campestre, mi querida madre, la gran duquesa, va a ser distinguida por el Gobierno de la Autonomía con una medalla que el propio Presidente le impondrá, bajo la promesa de erigirle una estatua junto a la gran plaza de toros de la ciudad.
––¡¡Bieeeén!! ––aplaudieron con entusiasmo los lacayos, sirviéndose más vino peleón.
––¡Sociatas vendidos! ––maldijo Manonegra.
––¡Me cague en...! ¡Que yo soy sociata y a mi no me insulta nadie, batasuno de mierda! ––se revolvió Juanote en su particular gresca con el jornalero.
El Conosío tuvo que intervenir de nuevo:
––¡Ya está bien, coño con tanta política! ¡Olvídate del tipo este y no nos metamos en líos!
Juanote asumió de mala gana el consejo de su amigo porque en verdad le importaba un pimiento Manonegra y sus absurdas historias. Él era concejal del P.O.T.E. por circunstancias y lo único que le interesaba de este asunto era hacerse rico como tantos otros políticos. Que más le daba que los del P.O.T.E. fueran de izquierdas o de Pernambuco.
Minutos después del brindis, el marqués abandonó sin previo aviso la mesa y se dirigió a las carretas para echarles un vistazo. Juanote instó entonces a su amigo a que dejara zanjado el tema de la romería.
––Quiero que te asegure de que vamos a ir en la carreta de la duquesa porque del tío ese no me fío un pelo –– dijo.
––Está bien, está bien ––se incorporó de mala gana el Conosío para hablar con el marqués.
Juanote observó desde la mesa el corto diálogo que se produjo, y por la expresión de su amigo intuyó que las cosas no iban bien. Después vio alejarse al marqués, y a Miguelito regresar a la mesa cabizbajo.
––¿Qué te ha dicho? Aunque por la cara que traes...
––Bueno, dice que nos invita a ir en la carreta del mayoral y su familia.
––¡Y una mierda!
––Bueno, tampoco es tan malo. Al fin y al cabo iríamos en la comitiva de la duquesa.
––¡Claro, de mamporreros de los bueyes!
––¡Joer, Juanote! Todo en la vida requiere su tiempo. No todo es llegar y pegar.
––¡Yo tengo ya un estatus social! ––repuso Juanote bastante airado ––¡Soy concejal y mañana seré alcalde! ¡No estoy dispuesto a que se me trate como a una puta boñiga!
En esos momentos sonó en la mesa un móvil. Era el de Manonegra.
––¡Dime, hijo! –– respondió éste a gritos ––¿Qué ya has conseguido un trabajo dices...? ¿Qué te vas de casa dices...? ¿A Extremadura dices...?
Minutos después, Manonegra guardaba su móvil con la expresión de haber visto a Dios. El Conosío le sonrió, entonces, y dijo:
––Vaya, por fin te has quitado de encima al hijo, ¿eh?
––Ahora podrás cargarte al marqués ––apostilló, Juanote con sonrisa burlona.
Manonegra le miró con los ojos enrojecidos por el peleón y respondió con voz grave:
––A cada cerdo le llega su San Martín y a éste ya le toca, vaya que si le toca.
––Pero te meterán en la cárcel de por vida. Lo de liquidar a alguien es algo muy serio y no se va predicando por ahí como tú haces, gilipollas –– le recriminó Juanote, considerando estúpida la actitud de aquel hombre.
––Bueno, que más da. Mi pobre Virtudes murió y ya no tengo a nadie a quien velar en esta vida. ¿Qué importa lo que hagan conmigo estos putos fascistas?
––¡Bueno, vamos a lo nuestro! ––interrumpió el Conosío, cansado de aquella cháchara –– Has pensado lo que vas a hacer, Juanote?¿Vamos a ir a la romería?
Juanote volvió el rostro y miró a su compañero sin responder a la pregunta. Después echó a caminar, muy resuelto, hacia la salida de la Hacienda y comentó sin más:
––Si quieres te dejo en la ciudad.
Una hora más tarde, el concejal abandonaba a Miguelito y tomaba rumbo hacia Pozopodrido. Se alegró de su determinación de no ir a la romería en aquellas condiciones, porque como él mismo decía, en esta vida no hay que venderse barato. Además, tenía mucho trabajo por delante en su nuevo oficio de político y no precisamente el de estudiarse el Orden del Día de los Plenos Municipales. De momento el asunto del interventor era para él lo más prioritario a resolver.
Capítulo VIII
A la mañana siguiente, el flamante concejal del P.O.T.E. se dio una vuelta por el Ayuntamiento para darse a conocer entre los funcionarios, y después de algunos tumbos por los distintos departamentos, se encontró, al fin, en el despacho del interventor al que saludó con premeditada efusión, improvisando enseguida un burdo teatro:
––¿Sabe, interventor? Su cara me es conocida aunque en estos momentos no se muy bien de qué –– le dijo, fingiendo recuperar memoria.
––Bueno, yo es que tengo una cara muy vulgar ––respondió el alto funcionario sin saber como disimular su anodina expresión de estreñido.
––¡No, hombre no! Ahora que caigo, le encuentro a usted un tremendo parecido a un actor muy famoso al que le tengo especial devoción, ¡vamos, un monstruo de Hollywood! ––continuó, Juanote, con el mamoneo.
––Vaya, pues nadie hasta hoy me había dicho algo así ––se ajustó a su sillón, forzando una ridícula sonrisa de estrella de cine.
Juanote, que era todo un avezado en tentar a la gente y conseguir de ella lo que quería, tuvo pronto al infeliz en el bote. Minutos después le tuteaba y concertaba con él una movida para el siguiente sábado en la ciudad.
––Así nos conoceremos mejor, Casimiro –– le dijo ––. Tengo unas amigas muy guapas, discretas y con mucha clase. Lo pasaremos bien, ya verás.
––Estoy casado ––le advirtió el funcionario, bajando la voz como si tal acontecimiento fuera motivo de un fusilamiento al amanecer.
––Bueno ¿y qué más da? ––respondió el concejal ––. Una canita al aire una vez en la vida tampoco es tan grave. Además, el ambiente será muy exclusivo y reservado, ya verás.
Al interventor se le pusieron los ojillos a cuadritos. ¡Al fin una bacanal después de doce años de represión y sin comerse una rosca!
Juanote abandonó el consistorio y se introdujo en su BMW. Antes de ponerlo en marcha echó mano de su móvil para llamar a Papelinas. Debía tenerlo todo bien preparado para el sábado porque era consciente que con el tipo aquel no cabría una segunda oportunidad, ya que durante la entrevista le había captado asquerosas flatulencias que indicaban los miedos que al funcionario le producía tal deshonesta aventura, aunque, eso sí, la deseara como el condenado a muerte desea fumarse su último pitillo.
––¿Me escuchas, Papelinas? Necesito para el sábado por la noche, nieve de la buena y pastillas de las que pilles en plan bestia.
––Eso vale bastante dinero, Juanote.
––¡Qué pesado eres con el dinero, coño! Ah, y llévate una cámara de esas digitales que funcionen bien.
––¿Pero qué te propones hacer?
––A ti eso no te importa. Los negocios son asunto mío.
––Si no pagas, el Rumano nos descuartizará. No sabes la mala leche que tiene el joputa ese.
––Eres un miedica, tío. Ya sabes, el sábado a las diez de la noche en el hotelito de siempre. Yo llevaré las tías.
––Que nos crucificará, Juanote. Trae el dinero.
––Venga, no me falles o seré yo quien te descuartice.
Cuando Juanote puso el motor en marcha se le cruzó Tapacubos que iba camino al Ayuntamiento, y éste le hizo señas para que se detuviera. Enseguida se introdujo en el coche, secándose el sudor de su oblongo rostro.
––¿Qué pasa, Tapacubos? ––le preguntó Juanote.
––No, nada ––respondió el alcalde que aún apestaba a la tostada de aceite y ajo de esa mañana ––. Simplemente quería comunicarte que el próximo viernes por la tarde se reunirá nuestro grupo municipal para distribuir las concejalías de gobierno.
––Entonces el Cirulo nos va a apoyar otra vez, supongo.
––Sí, pero el muy cabrón me ha puesto como condición que nos bajemos el sueldo un veinte por ciento, que con la crisis hay que dar ejemplo y ser solidario. ¡Claro, como él no cobra le da igual!
––¿Pero ese inútil qué pretende? ¿Qué trabajemos por la cara?
––Pues así están las cosas, Juanote. Tendremos que tragar.
––Bueno, ¿y qué concejalía me vas a dar a mi?
––Había pensado Bienestar Social.
––¿La de Bienestar Social? ¿Y por qué no la de urbanismo? A mi no me apetece repartir limosnas ––repuso Juanote con altanería.
––Hombre, urbanismo es un área complicada y tu acabas de enrolarte en la política –– contestó el alcalde un tanto molesto con la actitud de Juanote.
––Sí, pero con el P.G.O.U. creo que ya no hay nada que rascar... ¿O es que aún queda algo por ahí, alcalde?
Tapacubos quedó unos momentos silencioso y como angustiado. Juanote le había tocado la clave de su oculto desvelo. ¡Claro que quedaba una guinda de muchos millones pero estaba protegida por el mismísimo Plan General como paraje paisajístico! Al final respondió con franqueza, cosa insólita en él:
––La Ensenada, Juanote, queda la maldita Ensenada –– se confesó, bajando la voz como un fraile benedictino.
––¿La Ensenada?
––Sí, muchacho, sí. Menudo Hotel y apartamentos se podían levantar allí con el pedazo de paisaje que tiene. Eso sí que sería un pelotazo a lo grande. Pero está protegida por el Plan General.
Juanote captó la codicia que en esos instantes rezumaba la expresión del alcalde y luego pensó que podía tener razón. La Ensenada, paraje que daba apellido al pueblo, era un lugar realmente magnífico para un proyecto como el que terminaba de apuntar Tapacubos.
––Pero bueno, tú eres el alcalde y supongo que tienes autoridad para cambiar las cosas –– respondió Juanote ––. Ciertamente ese proyecto que dices daría mucho dinero al pueblo y también trabajo... Sería fácil vendérselo así a los vecinos.
Tapacubos meneó con desolación la cabeza y repuso con resignación:
––Ya lo intenté en su día. Pero el Cirulo y los malditos ecologistas echaron el proyecto por tierra. Ya ves, unos desarrapados de mierda que ni comen ni dejan comer, los muy cabrones.
––¿Y no habría alguna otra manera? ––insistió Juanote.
––Pues no lo sé... En fin, quedas avisado para la reunión del viernes ––zanjó Tapacubos, abandonando el coche.
Después de esta charla con el alcalde, Juanote dirigió su vehículo a la Ensenada. Aunque conocía de sobra el paradisíaco lugar, nunca lo había relacionado con la posibilidad de un negocio de la envergadura de la que hablaba Tapacubos, por lo que su interés en esos momentos por visitarlo no obedecía otro fin que ratificar con sus propios ojos la realidad de ese gran ángulo económico que ofrecía la pequeña bahía.
Cuando arribó, había sólo unos cuantos mozalbetes jugando a la pelota. En verdad y ahora que lo tenía delante, el lugar era fabuloso con aquel pequeño brazo de mar azul penetrando suavemente entre los abundantes y vistosos pinares. Sí, definitivamente aquella pequeña playa de arena blanca y fina era la más hermosa en muchos kilómetros a la redonda y un sitio perfecto para construir un complejo turístico de alto nivel. Efectivamente, allí había mucho dinero a ganar. En esos momentos a Juanote le dio la corazonada de que el magno proyecto lo llevaría a cabo cuando él fuera alcalde.
De regreso al coche y como el calor apretaba, decidió refrescarse con algunas cervezas en el decrépito chiringuito que había al principio de la playa. Nada más entrar advirtió al Cirulo que estaba de cháchara con el abuelo que regentaba el local. Al verle, el comunista le saludó con voz de mando y a su manera:
––¡Salud, camarada Juanote!
Juanote se acercó entonces y pidió al tabernero una cerveza para él y otra para el Cirulo. Consciente de que para el proyecto necesitaría el apoyo del comunista, el nuevo concejal del P.O.T.E. se dispuso a lidiar aquel toro rojo que tenía enfrente, y no cabe duda que en este enfrentamiento demostró una capacidad y dotes dialécticas que a punto estuvieron de alzarle como vencedor. Sin embargo, el Cirulo era mucho Cirulo...
Al principio, Juanote le entró suavón, estrechando la inabarcable mano de hormigón armado del orgulloso peón albañil.
––Pues no sabe usted lo que me alegro de verle y de que me llame camarada, señor Cirulo ––dijo muy efusivo ––. Estaba dando una vuelta por esta maravilla de playa que tenemos en el pueblo.
––Sí que es un paraje precioso ––confirmó, potente, el comunista –– . Menos mal que al final evitamos que el alcalde lo convirtiera también en un montón de cemento y ladrillos como ha hecho con el resto del pueblo.
Al escuchar esto, Juanote tomó un trago de cerveza pensando en la manera de entrarle al bruto aquel. Luego usó su mejor sonrisa cuando dijo:
––Pues un buen hotel y una lujosa urbanización le daría a este lugar mucha vida además de trabajo a este pueblo que parece muerto.
––¡Vaya, hombre! ¡La misma canción de siempre! –– le tocó la vena al Cirulo, que miró al tabernero –– ¡Otro listillo que se preocupa por el pueblo y por los pobres parados!
Su agresivo comentario hizo que Juanote se mostrara pretendidamente ofendido:
––Eso que ha dicho no me ha gustado nada, señor Cirulo. Según tengo entendido, los políticos, y usted es uno de ellos, estamos para favorecer y servir a los intereses del pueblo y de sus ciudadanos.
El Cirulo quedó mirando unos segundos a Juanote y luego se giró de nuevo al tabernero con sorna:
––¡Joder, lo rápido que aprenden la jerga estos novatos! ¡Que si sólo piensan en dar trabajo, que si en beneficiar al pueblo...!
Juanote consideró entonces que era momento de dejarse de palabrería y bajar sin contemplaciones a pie de tajo. Por eso fue especialmente duro cuando respondió:
––¿Y usted, Cirulo? ¿Qué ha hecho por este pueblo al margen de pasear su pretendida honradez y ese oxidado escudo prehistórico en la solapa?
––¿Quéee? ¿La hoz y el martillo prehistóricos? ––agrandó el comunista los ojos como si con ellos pretendiera comerse al insolente aquel ––¿Y el capitalismo explotador no es prehistórico? ¿Sabe usted, jovenzuelo engreído, que ya luchaba yo contra el fascismo antes que usted pensara en nacer? ¡El comunismo es una consecuencia del capitalismo explotador y no al revés...! ¡Fíjese en esta crisis que está produciendo legiones de parados! ¿La ha provocado los trabajadores? ¡Cuando las cosas van bien, los empresarios se hinchan de ganar dinero, pero cuando van mal y no pueden mantener sus cochazos, sus mansiones, sus comilonas y sus queridas...!
––¡Bla, bla, bla! ––se burló Juanote, sin dejarle terminar –– Eso es sólo pura palabrería, Cirulo. Que no hombre, que a la gente le importa una mierda el capitalismo, el comunismo y la madre que los parió. Que lo que la gente quiere es vivir bien, ganar mucha pasta y si es sin trabajar, pues mejor que mejor –– en ese momento Juanote pidió otro par de cervezas al observar que Cirulo se mostraba un tanto desconcertado y aparentaba claudicar. Y en verdad no pareció andar muy lejos la cosa porque en la respuesta del aguerrido comunista se traslucía mucho de desengaño y resignación:
––No, si en eso que dice no le quito razón ––admitió a su pesar ––. La gente, como a la mayoría de estos politicastros que tenemos, lo que les va es la vida golfa. ¡Y la culpa de todo la tienen estos gobiernos vendidos a los banqueros, y la asquerosa televisión que tenemos, con tanto programa de sinvergüenzas y mangantes a los que encima se les paga una pasta y aplaude sus fechorías! ¡Es que ya no hay ni valores, ni decencia, ni nada!
––¡Pues claro, hombre! ––afianzó Juanote su imparable avance –– ¡Pero la realidad es la que canta! ¿Cuántos vecinos de este pueblo acuden a las reuniones políticas de tu partido? ¿Cuántos se interesan por saber lo que sucede en el pueblo?
Cirulo se rascó la cabeza con pesimismo y respondió de mala gana:
––Hombre, a las del P.O.T.E. acuden muchos más porque estáis gobernando, y ya sabe usted por donde voy ––dijo, arrastrando la mirada por el suelo ––. Los muy mamones se apegan al poder como lapas y siempre para conseguir alguna prebenda por el morro. La gente ya no reconoce el valor de la dignidad porque dicen que con la dignidad ni se come ni se gana pasta.
––¡Y tienen razón, Cirulo! ––continuó Juanote machacándolo sin piedad ––Ahora los tiempos funcionan así y nadie puede cambiarlos. Por otro lado, fíjese en las hermandades religiosas que siempre están llenas. La gente se preocupa más por la otra vida que por esta, aunque pasen hambre.
––Tampoco es que se preocupen de eso ni de sus muertos ––despotricó Cirulo ––. A la mayoría lo que le va es la fiesta, las romerías, las comilonas, el cachondeo... Incluso les invitas a un mitin donde haya cervecita y un buen tapeo y ¡hala!, allá van todos, a chupar gratis, a ponerse ciegos... Son todos una manada de borregos subnormales.
––¿Quiere decir con eso que es usted el único listo de este pueblo? ¡Venga ya, Cirulo! ¿No será usted en verdad el más tonto?
En este momento Juanote consideró que ya tenía al toro lo suficientemente centrado para la estocada final. Tanto era así que, de manera confianzuda, le echó el brazo por el hombro y confabuló perversamente:
––En esta historia, querido amigo, quién más puso más perdió y en este sentido creo, señor Cirulo, que el tonto más tonto de este pueblo es usted. Porque, ¿dígame cuánto ha ganado en todos los años que lleva trabajando de concejal?
––Los que estamos en la oposición apenas cobramos una dieta por los Plenos ––dijo, Cirulo, volviendo a echar la vista al suelo –– .En verdad, la concejalía aún me cuesta el dinero de mi bolsillo ––añadió con manifiesta pesadumbre.
––Y ese sacrificio suyo, esa imagen de honradez intachable de servir al pueblo a cambio de nada ¿ha recibido alguna vez la recompensa merecida? ¿Por qué el pueblo no le vota a usted en vez de a un sinvergüenza como Tapacubos?
Fue en ese momento cuando intervino el tabernero que, por lo demás, había permanecido todo el tiempo ensimismado con la verborrea de Juanote:
––¡Este joven avispado si que sabe por donde anda el pueblo! ¡Escúchale, Cirulo, y aprende!
Juanote aprovechó la inesperada adhesión para recuperar el motivo principal de aquella discusión:
––Fíjese Cirulo en ese pobre viejo esclavizado de por vida en este garito de mierda. Si en la Ensenada se montara lo que le he dicho, podría disfrutar de un restaurante por todo lo alto y podría ganarse dignamente la vida, él y su familia, en vez de estar cogiendo moscas todo el día.
––¡Me apunto a eso, señor concejal! ¡Yo me quiero forrar! ––intervino de nuevo el tabernero totalmente emocionado, aunque enseguida el Cirulo le desautorizó:
––¡Tú te callas, Manubrio que eres del partido!
––¡Y así me va! ––refunfuñó el vejestorio, regresando a sus quehaceres.
Juanote continuó y en esta ocasión fue a por todas:
––Cirulo, quiero llevar a cabo este proyecto que le he dicho, y me gustaría contar con usted ––dijo ya sin rodeos –– Piense que el pueblo se lo agradecerá y quién sabe si, incluso, puede usted llegar a ser el próximo alcalde.
Con los ojos ensangrentados por el alcohol, el Cirulo pareció reflexionar aquella propuesta aunque sólo por un instante. Enseguida y con un fuerte puñetazo en el mostrador, dio rienda suelta a su ancestral honestidad comunista:
––¡¡Que no, coño!! ¡¡Que el Cirulo no se vende!! ¡¡No voy a consentir otro pelotazo más en beneficio de ese ladrón que tenemos por alcalde y de sus amigotes!!
––Nooo, Cirulo, cálmese –– intentó Juanote apaciguarle ––. Que el pelotazo sería en beneficio del pueblo.
Pero lejos de conseguir que el comunista le entrara al trapo, éste se le sublevó aún más furibundo:
––¿Y tú eras el honrado? ¡¡Tú eres un oportunista, un sinvergüenza más como tu maestro Tapacubos!! ¡¡Todos los del P.O.T.E. sois igual de ladrones e impresentables!!
––¡Eh, eh, sin insultar! ––retrocedió Juanote prudentemente ante la virulenta agresividad de aquel miura. Éste, lejos de frenarse, comenzó ahora a empujarle con violencia y a despotricar a grito pelado:
––¡¡Largo de aquí, señorito de mierda!! –– esclafó contra el suelo el vaso de cerveza por no meterle mano.
Ante la peligrosa situación, el concejal del P.O.T.E. buscó ayuda en el tabernero, aunque esta vez el Manubrio reía placidamente el espectáculo al tiempo que repetía con boca desdentada:
––A este Cirulo cuando bebe, le sale el camarada Stalin por las orejas.
Vista la situación, Juanote huyó corriendo de allí, y se introdujo en el coche clamando venganza. Desde ese instante se prometió acabar con el tipo aquel de la peor de las maneras.
A Juanote le chispearon los ojos. Pensó que el Conosío podía tener razón. Era bueno empezar a despuntar en los ambientes donde se movía el dinero y qué mejor que hacerlo en compañía de una grande de España.
––Si es tal y como me lo pintas, me apunto ––contestó el concejal, entusiasmándole la idea aunque precisó: ––. Pero sólo iré si, como aseguras, voy en la carreta de la duquesa. Un político de mi estatus no puede ir de cualquier manera, ¿estamos, Miguelito?
––No te preocupes por eso, Juanote, que esta noche llamaré al Marqués de los Nabos para que mañana nos espere en el cortijo donde la La Franken está preparando sus carretas. Creo que es en la Pichorra.
––¿La Franken...?
––Sí, la duquesa, hombre. Tiene más remiendos que un taller de costura.
––¡Ja,ja! ¡La Frankenstein...! No sabía esa última,
En eso, el sobrecogedor sombrajo de un nubarrón que andaba perdido por el inmenso cielo azul de la capital se abatió sobre el establecimiento, oscureciendo la sagrada hora del vinito y la buena tapita. Porque a esas horas del medio día, la taberna del Rogelio crujía de punta a punta con un gentío que sudaba la gota gorda a base de frías rubias, buenos finos y raciones de ibérico de mejor catadura. Normalmente la mayoría de la parroquia del rancio establecimiento disfrutaba de abultada cartera. Allí alternaban los pijos y señoritingos de siempre, enfundados en sus caras ropas de marca ––caballitos, cocodrilitos y demás logos fashión para acomplejados y tontainas de turno ––, y los viejos rentistas y especuladores de la zona, con más de lo mismo y hediendo a usura canalla por sus cuatro costados. Mientras los primeros se regodeaban de las fortunas de sus papis y otros fútiles y sexudos asuntos, los segundos se regocijaban con la crisis económica, y con la posibilidad de ver de nuevo a los trabajadores con remiendos en los calzones y alpargatas de esparto. En realidad la mayoría de esta selecta gentuza era nativa de una de las zonas más acaudaladas y fascio de la capital, que aún apestaba a viejos refritos de traición a la República y a solemnes taconazos de sí mi general y a la orden de usía mi general. Muchos de ellos aguardaban con estoica esperanza el añorado retorno del repolludo militar con bigotito y sable al cinto, y con la suficiente mala leche para, de una vez por todas, terminar de saturar las cunetas y ribazos de España con los cadáveres de sus enemigos.
Al poco tornó a relucir el sol en la calle, barruntando un tórrido verano “ad portas”. Juanote y el Conosio abandonaron la rancia taberna, dudando donde ir.
––¿Qué hacemos? ¿Por qué no llamas al marqués ese de las Pollas? –– sugirió Juanote, encendiéndose con desespero otro pitillo.
––De los Nabos, coño, de los Nabos –– le corrigió Miguelito ––. A ver si cuando te lo presente vas a meter la pata, joer.
––Vale, vale. Pero llámalo a ver si hoy podemos tener claro lo de la romería.
––Está bien, lo llamaré. Lo mismo tenemos suerte y el cabrón nos invita a algo.
La llamada del Conosío fue de lo más fructífera pues el acaudalado noble les invitó a comer ese día en su finca de la Pichorra.
––¡Joder, tío, eres un crack! ––exclamó Juanote, frotándose las manos –– ¿Estará allí la gran duquesa?
––¡Deja ahora a la Franken, coño que ya tendrás tiempo de conocerla! Venga, vamos a por tu coche y nos alargamos al cortijo que son ya cerca de la una y media.
––¿Y dónde está eso?
––No muy lejos –– repuso Miguelito echando a andar ––. Ahí en el pueblo de la Berenjena. ¡Venga, vamos!
Ambos caminaron deprisa y sudorosos bajo un sol de justicia hasta alcanzar los aparcamientos subterráneos de la céntrica Plaza del Bizcocho, y enseguida pusieron rumbo a la noble finca. Cuando al fin llegaron, el enorme portalón de la Hacienda estaba cerrado. El Conosio palmeó, entonces, con fuerza la dura madera de roble .
––¡Coño, con tanta mierda de lujo y ni tan siquiera tienen un picaporte como Dios manda -–se quejó.
––¡Venga, Miguelito, venga! ––se unió Juanote a dar porrazos y patadas a diestro y siniestro.
––¡Ya va, ya va! ––se abrió sorpresivamente una de las portezuelas, apareciendo un viejo con un roído sombrero de paja y pantalones fajados ––¡Van a tirar la Hacienda a tierra! ¿Quiénes son ustedes?
––Yo soy el concejal de Pozopodrido de la Ensenada –– se presentó Juanote, irguiendo el porte con insolencia. El viejo le miró entonces con desconfianza y respondió:
––¿Podrido de qué, ha dicho?
––¡Oiga, viejo estúpido...!
––¡Deja, deja...! ––intervino Miguelito ––¿Está el señor Marqués? Soy íntimo amigo suyo ––preguntó, elevando la voz y casi deletreando las palabras.
––¡Ah, que son amigos del Marqués! ––repuso el viejo recuperando confianza –– ¡Haberlo dicho antes, hombre! Precisamente el señor Marqués me ha comunicado que venían un par de mozos.
––¿Mozos? ¿Mozos de qué? ––se soliviantó Juanote Colomer con el vejatorio tratamiento ––El marqués nos ha invitado a comer, ¿se entera, viejo sonao?
––Bueno, bueno, no sé. Pasen ustedes.
La entrada estaba flanqueada por unos humildes habitáculos de paredes muy encaladas, que parecían formar parte de la vivienda de aquel viejo. Un enorme perro que dormitaba plácidamente bajo un robusto arrayán se incorporó de inmediato al advertir a los recién llegados y se dirigió con resolución a olisquear los fondones de los invasores, aunque en tal tarea no se demoró mucho porque enseguida salió en estampida de allí dando lastimeros aullidos.
––¿Qué le pasa al perro ese?
––¡Y yo que sé, Juanote!
Nada más franquearon la entrada se dieron de bruces con una amplia explanada arropada con espesa arboleda que hacía de atrio natural a un señorial edificio al más puro estilo sureño, encalado de inmaculado blanco. El viejo continuó su caminar arrastrando los pies, seguido por los dos visitantes y una vez traspasaron otro enorme portón, accedieron a un gran patio de brega situado a espaldas de la casa y cercado por edificaciones rurales ––zahúrdas, corrales, caballerizas etc. ––, en las que algunos gañanes se afanaban en distintos quehaceres y donde aguardaban un par de vistosas carretas a la sombra de un poderoso y chaparro roble.
––¡Eh, Anastasio! ¡Aquí te traigo un par de hombres más para que te echen una mano con las carretas! ––le gritó el viejo a uno de los peones que se encontraba repintándolas.
––¡¡¿Quéee?!! –– se frenó de inmediato, Juanote –– ¡Yo vengo de invitado! ¡Que sepa que yo soy un importante político de...!
––Ya sé, ya sé. Concejal del podrido ese que dice ––respondió el septuagenario sin inmutarse ––. Pero aquí el que no trabaja no come. Son órdenes del señor marqués.
Juanote se volvió a Miguelito con la cara descompuesta:
––¡Pero has visto al cabrón del viejo este! ¡Nos trata como a unos jornaleros desmayaos!
El Conosío intentó calmarle mostrando el lado bueno del asunto:
––Bueno, haz el paripé como si trabajaras. Lo importante es ir de romería con la duquesa.
Se acercaron al par de mozos que estaban con la carreta y preguntaron en qué podían ayudar.
––Pinten ustedes el interior de las ruedas ––dijo el más alto.
El otro, de aspecto muy tostado y extremadamente rústico miró a Juanote fijamente y luego comentó, apretando el ceño:
––Usted seguro que es un señorito.
––¡Bueno y qué pasa! ––respondió, Juanote con su habitual descaro.
––Pues que mi abuelo era del maquis y se cargó a más de un joputa señorito ––continuó el rústico ––. Aquellos si que eran buenos tiempos, cuando los jornaleros se tiraban al monte y hacían justicia con un par de pelotas, no como ahora. Vaya que sí.
Juanote se quedó mirando al individuo, que a pesar su imagen montaraz, parecía tener claro estos asuntos sobre la justicia. El peón continuó confesando cosas terribles mientras pintaba y repintaba un trocito de rueda:
––¿Sabe usted? Yo soy miembro del piquete perfecto –dijo con orgullo.
--¿Piquete perfecto...? ¿Eso qué es?
--Pues un piquete que en las huelgas se dedica a partirle las piernas a todos esos joputas esquiroles que no las hacen pero que luego ponen la mano para cobrar lo que sus compañeros han conseguido con su lucha. Así ya no joderán más en las próximas, vaya que sí. Pues eso es hacer justicia.
Juanote miró a Miguelito con desconcierto.
--Pero ¿de dónde ha salido el tipo este?
--Yo no soy ningún tipo, cara de anguila –se le encaró el jornalero muy serio –. También le digo que cuando el hijo que me queda en casa termine de irse, colgaré de un olivo al marqués, y para ello contaré con un brigadista internacional, amigo mío, que me echará una mano, vaya que sí –– dicho esto, el jornalero ensombreció como si se encontrara aquejado de un mal insondable.
––Joder, la paliza que me está dando el tío éste ––protestó el concejal ––. Además de puto peón es un asesino de cuidado. Me voy a chivar al marqués.
––Pues tú ándate con cuidado con lo que dices, que yo a los chivatos... ––se revolvió el jornalero, haciendo un amenazador pase del pulgar sobre su gañote.
––¿A mi también me vas a...? ¡Mira este rojo, Conosío! ¡Habría que fusilarlo al amanecer! [risas].
El otro mozo intervino entonces:
––No le hagan demasiado caso al pobre. Desde que murió su mujer está algo trastornado y cada día le da por algo. Dice que a su abuelo le dieron el paseillo y está enterrado en algún lugar de esta Hacienda. Pero es más bueno que el pan bendito, ¿verdad, Manonegra?
––Sí, sí... ––sonrió el tipo con los ojos fijos en el pincel.
Al cabo de una hora llegó el marqués a bordo de un Land Rover todo terreno que aparcó con gran polvareda junto a las carretas. Llevaba una fusta que hizo chasquear contra sus relucientes botas de caña alta.
––¿Ya están terminadas? –– preguntó sin saludar.
––Ya casi, señor marqués ––se incorporó muy diligente el que parecía encargado de dar las novedades.
Juanote y el Conosio se incorporaron también para dejarse ver. El marqués saludó a este último y luego se interesó por su acompañante:
––¿Es ese el amigo del que me hablaste?
––Sí, señor marqués. Este es Juanote Colomer, el hijo de un importante industrial de la ciudad.
––¡Ah, pues eso es lo que en el sur nos hace falta, mucha fábrica y mucho obrero que trabaje y gane poco! ¡Venga, vamos a ver como va la paella!
Los cuatro, más el abuelo, fueron en procesión detrás del marqués hasta llegar al portón que daba entrada a otro pequeño patio interior en el que, junto a una vieja higuera reforzada con improvisados sombrajos, se extendía la suma de varias mesas forradas con papel blanco y servida, mayoritariamente, con platos y cubiertos de plástico. Al refugio del improvisado velamen, algunas mujeres atendían unas cuantas paellas que olían a gloria bendita. Al advertir a la comitiva que se acercaba, la más vieja se limpió las manos en el delantal blanco, y entre reverencias informó al noble:
––Pruébelas señor marqués. Ya están a punto.
Juanote observó las paellas, y sus ojos se clavaron, sobre todo, en una que contenía unas cigalas que se salían del tiesto. Con un codazo alertó a Miguelito:
––Mira, esa debe ser la nuestra.
Con ademán pomposo, el marqués de los Nabos cogió el cucharón y probó la que, precisamente, llevaba el abundante marisco.
––Perfecta, Adela ––se limpió sus linajudos bigotes, y luego ordenó al viejo portero que tocara la campana para avisar al resto del personal de la Hacienda. Minutos después unas quince personas ocuparon la mesa presidida por el aristócrata y Juanote, sentado entre Miguelito y el Manonegra, vio pasar el primer plato servido al marqués con las espléndidas cigalas.
––¡Anda, coño! ––exclamó el concejal por lo bajini, ––Todas para él.
––Manonegra, que no estaba dispuesto a cejar en su retahíla, le susurró entonces al oído:
––No te preocupes, compañero, que ya le queda poco marisco que comer al joputa ese. Vaya que sí.
––Queréis dejar de cuchichear, que nos van a oír –– recriminó Miguelito –– Eres un desagradecido, Juanote.
––¿Desagradecido dices? ¿Qué clase de amistad tienes tú con el marqués? Nos trata como si fuéramos unos piojosos gañanes. Mira la escudilla de paella que nos han puesto, con unos miserables trozos de ala de pollo...¿Y el vino éste de garrafón...? Fíjate en la botellita de reserva que se gasta el cabrón... Al final va a tener razón el Manonegra éste.
––Que sí, compañero, que ya le tengo echadas las medidas al olivo...Vaya que sí.
La sorda discusión apenas fue percibida en la mesa pues todos hablaban animadamente y a gritos, unos contando chascarrillos y riéndole las gracias al marqués, y otros alborotando sobre la faena de la finca y de la romería. El tiempo parecía no haber transcurrido en el interior de la Hacienda y los comportamientos entre el señor y sus siervos continuaban funcionando como una regalía feudal aislada del devenir democrático del país. El marqués levantó sorpresivamente su vaso para hacer un brindis y dijo con voz de barítono:
––Tengo que daros a todos una gran noticia: a pesar de esos rojos y terroristas del Sindicato Campestre, mi querida madre, la gran duquesa, va a ser distinguida por el Gobierno de la Autonomía con una medalla que el propio Presidente le impondrá, bajo la promesa de erigirle una estatua junto a la gran plaza de toros de la ciudad.
––¡¡Bieeeén!! ––aplaudieron con entusiasmo los lacayos, sirviéndose más vino peleón.
––¡Sociatas vendidos! ––maldijo Manonegra.
––¡Me cague en...! ¡Que yo soy sociata y a mi no me insulta nadie, batasuno de mierda! ––se revolvió Juanote en su particular gresca con el jornalero.
El Conosío tuvo que intervenir de nuevo:
––¡Ya está bien, coño con tanta política! ¡Olvídate del tipo este y no nos metamos en líos!
Juanote asumió de mala gana el consejo de su amigo porque en verdad le importaba un pimiento Manonegra y sus absurdas historias. Él era concejal del P.O.T.E. por circunstancias y lo único que le interesaba de este asunto era hacerse rico como tantos otros políticos. Que más le daba que los del P.O.T.E. fueran de izquierdas o de Pernambuco.
Minutos después del brindis, el marqués abandonó sin previo aviso la mesa y se dirigió a las carretas para echarles un vistazo. Juanote instó entonces a su amigo a que dejara zanjado el tema de la romería.
––Quiero que te asegure de que vamos a ir en la carreta de la duquesa porque del tío ese no me fío un pelo –– dijo.
––Está bien, está bien ––se incorporó de mala gana el Conosío para hablar con el marqués.
Juanote observó desde la mesa el corto diálogo que se produjo, y por la expresión de su amigo intuyó que las cosas no iban bien. Después vio alejarse al marqués, y a Miguelito regresar a la mesa cabizbajo.
––¿Qué te ha dicho? Aunque por la cara que traes...
––Bueno, dice que nos invita a ir en la carreta del mayoral y su familia.
––¡Y una mierda!
––Bueno, tampoco es tan malo. Al fin y al cabo iríamos en la comitiva de la duquesa.
––¡Claro, de mamporreros de los bueyes!
––¡Joer, Juanote! Todo en la vida requiere su tiempo. No todo es llegar y pegar.
––¡Yo tengo ya un estatus social! ––repuso Juanote bastante airado ––¡Soy concejal y mañana seré alcalde! ¡No estoy dispuesto a que se me trate como a una puta boñiga!
En esos momentos sonó en la mesa un móvil. Era el de Manonegra.
––¡Dime, hijo! –– respondió éste a gritos ––¿Qué ya has conseguido un trabajo dices...? ¿Qué te vas de casa dices...? ¿A Extremadura dices...?
Minutos después, Manonegra guardaba su móvil con la expresión de haber visto a Dios. El Conosío le sonrió, entonces, y dijo:
––Vaya, por fin te has quitado de encima al hijo, ¿eh?
––Ahora podrás cargarte al marqués ––apostilló, Juanote con sonrisa burlona.
Manonegra le miró con los ojos enrojecidos por el peleón y respondió con voz grave:
––A cada cerdo le llega su San Martín y a éste ya le toca, vaya que si le toca.
––Pero te meterán en la cárcel de por vida. Lo de liquidar a alguien es algo muy serio y no se va predicando por ahí como tú haces, gilipollas –– le recriminó Juanote, considerando estúpida la actitud de aquel hombre.
––Bueno, que más da. Mi pobre Virtudes murió y ya no tengo a nadie a quien velar en esta vida. ¿Qué importa lo que hagan conmigo estos putos fascistas?
––¡Bueno, vamos a lo nuestro! ––interrumpió el Conosío, cansado de aquella cháchara –– Has pensado lo que vas a hacer, Juanote?¿Vamos a ir a la romería?
Juanote volvió el rostro y miró a su compañero sin responder a la pregunta. Después echó a caminar, muy resuelto, hacia la salida de la Hacienda y comentó sin más:
––Si quieres te dejo en la ciudad.
Una hora más tarde, el concejal abandonaba a Miguelito y tomaba rumbo hacia Pozopodrido. Se alegró de su determinación de no ir a la romería en aquellas condiciones, porque como él mismo decía, en esta vida no hay que venderse barato. Además, tenía mucho trabajo por delante en su nuevo oficio de político y no precisamente el de estudiarse el Orden del Día de los Plenos Municipales. De momento el asunto del interventor era para él lo más prioritario a resolver.
Capítulo VIII
A la mañana siguiente, el flamante concejal del P.O.T.E. se dio una vuelta por el Ayuntamiento para darse a conocer entre los funcionarios, y después de algunos tumbos por los distintos departamentos, se encontró, al fin, en el despacho del interventor al que saludó con premeditada efusión, improvisando enseguida un burdo teatro:
––¿Sabe, interventor? Su cara me es conocida aunque en estos momentos no se muy bien de qué –– le dijo, fingiendo recuperar memoria.
––Bueno, yo es que tengo una cara muy vulgar ––respondió el alto funcionario sin saber como disimular su anodina expresión de estreñido.
––¡No, hombre no! Ahora que caigo, le encuentro a usted un tremendo parecido a un actor muy famoso al que le tengo especial devoción, ¡vamos, un monstruo de Hollywood! ––continuó, Juanote, con el mamoneo.
––Vaya, pues nadie hasta hoy me había dicho algo así ––se ajustó a su sillón, forzando una ridícula sonrisa de estrella de cine.
Juanote, que era todo un avezado en tentar a la gente y conseguir de ella lo que quería, tuvo pronto al infeliz en el bote. Minutos después le tuteaba y concertaba con él una movida para el siguiente sábado en la ciudad.
––Así nos conoceremos mejor, Casimiro –– le dijo ––. Tengo unas amigas muy guapas, discretas y con mucha clase. Lo pasaremos bien, ya verás.
––Estoy casado ––le advirtió el funcionario, bajando la voz como si tal acontecimiento fuera motivo de un fusilamiento al amanecer.
––Bueno ¿y qué más da? ––respondió el concejal ––. Una canita al aire una vez en la vida tampoco es tan grave. Además, el ambiente será muy exclusivo y reservado, ya verás.
Al interventor se le pusieron los ojillos a cuadritos. ¡Al fin una bacanal después de doce años de represión y sin comerse una rosca!
Juanote abandonó el consistorio y se introdujo en su BMW. Antes de ponerlo en marcha echó mano de su móvil para llamar a Papelinas. Debía tenerlo todo bien preparado para el sábado porque era consciente que con el tipo aquel no cabría una segunda oportunidad, ya que durante la entrevista le había captado asquerosas flatulencias que indicaban los miedos que al funcionario le producía tal deshonesta aventura, aunque, eso sí, la deseara como el condenado a muerte desea fumarse su último pitillo.
––¿Me escuchas, Papelinas? Necesito para el sábado por la noche, nieve de la buena y pastillas de las que pilles en plan bestia.
––Eso vale bastante dinero, Juanote.
––¡Qué pesado eres con el dinero, coño! Ah, y llévate una cámara de esas digitales que funcionen bien.
––¿Pero qué te propones hacer?
––A ti eso no te importa. Los negocios son asunto mío.
––Si no pagas, el Rumano nos descuartizará. No sabes la mala leche que tiene el joputa ese.
––Eres un miedica, tío. Ya sabes, el sábado a las diez de la noche en el hotelito de siempre. Yo llevaré las tías.
––Que nos crucificará, Juanote. Trae el dinero.
––Venga, no me falles o seré yo quien te descuartice.
Cuando Juanote puso el motor en marcha se le cruzó Tapacubos que iba camino al Ayuntamiento, y éste le hizo señas para que se detuviera. Enseguida se introdujo en el coche, secándose el sudor de su oblongo rostro.
––¿Qué pasa, Tapacubos? ––le preguntó Juanote.
––No, nada ––respondió el alcalde que aún apestaba a la tostada de aceite y ajo de esa mañana ––. Simplemente quería comunicarte que el próximo viernes por la tarde se reunirá nuestro grupo municipal para distribuir las concejalías de gobierno.
––Entonces el Cirulo nos va a apoyar otra vez, supongo.
––Sí, pero el muy cabrón me ha puesto como condición que nos bajemos el sueldo un veinte por ciento, que con la crisis hay que dar ejemplo y ser solidario. ¡Claro, como él no cobra le da igual!
––¿Pero ese inútil qué pretende? ¿Qué trabajemos por la cara?
––Pues así están las cosas, Juanote. Tendremos que tragar.
––Bueno, ¿y qué concejalía me vas a dar a mi?
––Había pensado Bienestar Social.
––¿La de Bienestar Social? ¿Y por qué no la de urbanismo? A mi no me apetece repartir limosnas ––repuso Juanote con altanería.
––Hombre, urbanismo es un área complicada y tu acabas de enrolarte en la política –– contestó el alcalde un tanto molesto con la actitud de Juanote.
––Sí, pero con el P.G.O.U. creo que ya no hay nada que rascar... ¿O es que aún queda algo por ahí, alcalde?
Tapacubos quedó unos momentos silencioso y como angustiado. Juanote le había tocado la clave de su oculto desvelo. ¡Claro que quedaba una guinda de muchos millones pero estaba protegida por el mismísimo Plan General como paraje paisajístico! Al final respondió con franqueza, cosa insólita en él:
––La Ensenada, Juanote, queda la maldita Ensenada –– se confesó, bajando la voz como un fraile benedictino.
––¿La Ensenada?
––Sí, muchacho, sí. Menudo Hotel y apartamentos se podían levantar allí con el pedazo de paisaje que tiene. Eso sí que sería un pelotazo a lo grande. Pero está protegida por el Plan General.
Juanote captó la codicia que en esos instantes rezumaba la expresión del alcalde y luego pensó que podía tener razón. La Ensenada, paraje que daba apellido al pueblo, era un lugar realmente magnífico para un proyecto como el que terminaba de apuntar Tapacubos.
––Pero bueno, tú eres el alcalde y supongo que tienes autoridad para cambiar las cosas –– respondió Juanote ––. Ciertamente ese proyecto que dices daría mucho dinero al pueblo y también trabajo... Sería fácil vendérselo así a los vecinos.
Tapacubos meneó con desolación la cabeza y repuso con resignación:
––Ya lo intenté en su día. Pero el Cirulo y los malditos ecologistas echaron el proyecto por tierra. Ya ves, unos desarrapados de mierda que ni comen ni dejan comer, los muy cabrones.
––¿Y no habría alguna otra manera? ––insistió Juanote.
––Pues no lo sé... En fin, quedas avisado para la reunión del viernes ––zanjó Tapacubos, abandonando el coche.
Después de esta charla con el alcalde, Juanote dirigió su vehículo a la Ensenada. Aunque conocía de sobra el paradisíaco lugar, nunca lo había relacionado con la posibilidad de un negocio de la envergadura de la que hablaba Tapacubos, por lo que su interés en esos momentos por visitarlo no obedecía otro fin que ratificar con sus propios ojos la realidad de ese gran ángulo económico que ofrecía la pequeña bahía.
Cuando arribó, había sólo unos cuantos mozalbetes jugando a la pelota. En verdad y ahora que lo tenía delante, el lugar era fabuloso con aquel pequeño brazo de mar azul penetrando suavemente entre los abundantes y vistosos pinares. Sí, definitivamente aquella pequeña playa de arena blanca y fina era la más hermosa en muchos kilómetros a la redonda y un sitio perfecto para construir un complejo turístico de alto nivel. Efectivamente, allí había mucho dinero a ganar. En esos momentos a Juanote le dio la corazonada de que el magno proyecto lo llevaría a cabo cuando él fuera alcalde.
De regreso al coche y como el calor apretaba, decidió refrescarse con algunas cervezas en el decrépito chiringuito que había al principio de la playa. Nada más entrar advirtió al Cirulo que estaba de cháchara con el abuelo que regentaba el local. Al verle, el comunista le saludó con voz de mando y a su manera:
––¡Salud, camarada Juanote!
Juanote se acercó entonces y pidió al tabernero una cerveza para él y otra para el Cirulo. Consciente de que para el proyecto necesitaría el apoyo del comunista, el nuevo concejal del P.O.T.E. se dispuso a lidiar aquel toro rojo que tenía enfrente, y no cabe duda que en este enfrentamiento demostró una capacidad y dotes dialécticas que a punto estuvieron de alzarle como vencedor. Sin embargo, el Cirulo era mucho Cirulo...
Al principio, Juanote le entró suavón, estrechando la inabarcable mano de hormigón armado del orgulloso peón albañil.
––Pues no sabe usted lo que me alegro de verle y de que me llame camarada, señor Cirulo ––dijo muy efusivo ––. Estaba dando una vuelta por esta maravilla de playa que tenemos en el pueblo.
––Sí que es un paraje precioso ––confirmó, potente, el comunista –– . Menos mal que al final evitamos que el alcalde lo convirtiera también en un montón de cemento y ladrillos como ha hecho con el resto del pueblo.
Al escuchar esto, Juanote tomó un trago de cerveza pensando en la manera de entrarle al bruto aquel. Luego usó su mejor sonrisa cuando dijo:
––Pues un buen hotel y una lujosa urbanización le daría a este lugar mucha vida además de trabajo a este pueblo que parece muerto.
––¡Vaya, hombre! ¡La misma canción de siempre! –– le tocó la vena al Cirulo, que miró al tabernero –– ¡Otro listillo que se preocupa por el pueblo y por los pobres parados!
Su agresivo comentario hizo que Juanote se mostrara pretendidamente ofendido:
––Eso que ha dicho no me ha gustado nada, señor Cirulo. Según tengo entendido, los políticos, y usted es uno de ellos, estamos para favorecer y servir a los intereses del pueblo y de sus ciudadanos.
El Cirulo quedó mirando unos segundos a Juanote y luego se giró de nuevo al tabernero con sorna:
––¡Joder, lo rápido que aprenden la jerga estos novatos! ¡Que si sólo piensan en dar trabajo, que si en beneficiar al pueblo...!
Juanote consideró entonces que era momento de dejarse de palabrería y bajar sin contemplaciones a pie de tajo. Por eso fue especialmente duro cuando respondió:
––¿Y usted, Cirulo? ¿Qué ha hecho por este pueblo al margen de pasear su pretendida honradez y ese oxidado escudo prehistórico en la solapa?
––¿Quéee? ¿La hoz y el martillo prehistóricos? ––agrandó el comunista los ojos como si con ellos pretendiera comerse al insolente aquel ––¿Y el capitalismo explotador no es prehistórico? ¿Sabe usted, jovenzuelo engreído, que ya luchaba yo contra el fascismo antes que usted pensara en nacer? ¡El comunismo es una consecuencia del capitalismo explotador y no al revés...! ¡Fíjese en esta crisis que está produciendo legiones de parados! ¿La ha provocado los trabajadores? ¡Cuando las cosas van bien, los empresarios se hinchan de ganar dinero, pero cuando van mal y no pueden mantener sus cochazos, sus mansiones, sus comilonas y sus queridas...!
––¡Bla, bla, bla! ––se burló Juanote, sin dejarle terminar –– Eso es sólo pura palabrería, Cirulo. Que no hombre, que a la gente le importa una mierda el capitalismo, el comunismo y la madre que los parió. Que lo que la gente quiere es vivir bien, ganar mucha pasta y si es sin trabajar, pues mejor que mejor –– en ese momento Juanote pidió otro par de cervezas al observar que Cirulo se mostraba un tanto desconcertado y aparentaba claudicar. Y en verdad no pareció andar muy lejos la cosa porque en la respuesta del aguerrido comunista se traslucía mucho de desengaño y resignación:
––No, si en eso que dice no le quito razón ––admitió a su pesar ––. La gente, como a la mayoría de estos politicastros que tenemos, lo que les va es la vida golfa. ¡Y la culpa de todo la tienen estos gobiernos vendidos a los banqueros, y la asquerosa televisión que tenemos, con tanto programa de sinvergüenzas y mangantes a los que encima se les paga una pasta y aplaude sus fechorías! ¡Es que ya no hay ni valores, ni decencia, ni nada!
––¡Pues claro, hombre! ––afianzó Juanote su imparable avance –– ¡Pero la realidad es la que canta! ¿Cuántos vecinos de este pueblo acuden a las reuniones políticas de tu partido? ¿Cuántos se interesan por saber lo que sucede en el pueblo?
Cirulo se rascó la cabeza con pesimismo y respondió de mala gana:
––Hombre, a las del P.O.T.E. acuden muchos más porque estáis gobernando, y ya sabe usted por donde voy ––dijo, arrastrando la mirada por el suelo ––. Los muy mamones se apegan al poder como lapas y siempre para conseguir alguna prebenda por el morro. La gente ya no reconoce el valor de la dignidad porque dicen que con la dignidad ni se come ni se gana pasta.
––¡Y tienen razón, Cirulo! ––continuó Juanote machacándolo sin piedad ––Ahora los tiempos funcionan así y nadie puede cambiarlos. Por otro lado, fíjese en las hermandades religiosas que siempre están llenas. La gente se preocupa más por la otra vida que por esta, aunque pasen hambre.
––Tampoco es que se preocupen de eso ni de sus muertos ––despotricó Cirulo ––. A la mayoría lo que le va es la fiesta, las romerías, las comilonas, el cachondeo... Incluso les invitas a un mitin donde haya cervecita y un buen tapeo y ¡hala!, allá van todos, a chupar gratis, a ponerse ciegos... Son todos una manada de borregos subnormales.
––¿Quiere decir con eso que es usted el único listo de este pueblo? ¡Venga ya, Cirulo! ¿No será usted en verdad el más tonto?
En este momento Juanote consideró que ya tenía al toro lo suficientemente centrado para la estocada final. Tanto era así que, de manera confianzuda, le echó el brazo por el hombro y confabuló perversamente:
––En esta historia, querido amigo, quién más puso más perdió y en este sentido creo, señor Cirulo, que el tonto más tonto de este pueblo es usted. Porque, ¿dígame cuánto ha ganado en todos los años que lleva trabajando de concejal?
––Los que estamos en la oposición apenas cobramos una dieta por los Plenos ––dijo, Cirulo, volviendo a echar la vista al suelo –– .En verdad, la concejalía aún me cuesta el dinero de mi bolsillo ––añadió con manifiesta pesadumbre.
––Y ese sacrificio suyo, esa imagen de honradez intachable de servir al pueblo a cambio de nada ¿ha recibido alguna vez la recompensa merecida? ¿Por qué el pueblo no le vota a usted en vez de a un sinvergüenza como Tapacubos?
Fue en ese momento cuando intervino el tabernero que, por lo demás, había permanecido todo el tiempo ensimismado con la verborrea de Juanote:
––¡Este joven avispado si que sabe por donde anda el pueblo! ¡Escúchale, Cirulo, y aprende!
Juanote aprovechó la inesperada adhesión para recuperar el motivo principal de aquella discusión:
––Fíjese Cirulo en ese pobre viejo esclavizado de por vida en este garito de mierda. Si en la Ensenada se montara lo que le he dicho, podría disfrutar de un restaurante por todo lo alto y podría ganarse dignamente la vida, él y su familia, en vez de estar cogiendo moscas todo el día.
––¡Me apunto a eso, señor concejal! ¡Yo me quiero forrar! ––intervino de nuevo el tabernero totalmente emocionado, aunque enseguida el Cirulo le desautorizó:
––¡Tú te callas, Manubrio que eres del partido!
––¡Y así me va! ––refunfuñó el vejestorio, regresando a sus quehaceres.
Juanote continuó y en esta ocasión fue a por todas:
––Cirulo, quiero llevar a cabo este proyecto que le he dicho, y me gustaría contar con usted ––dijo ya sin rodeos –– Piense que el pueblo se lo agradecerá y quién sabe si, incluso, puede usted llegar a ser el próximo alcalde.
Con los ojos ensangrentados por el alcohol, el Cirulo pareció reflexionar aquella propuesta aunque sólo por un instante. Enseguida y con un fuerte puñetazo en el mostrador, dio rienda suelta a su ancestral honestidad comunista:
––¡¡Que no, coño!! ¡¡Que el Cirulo no se vende!! ¡¡No voy a consentir otro pelotazo más en beneficio de ese ladrón que tenemos por alcalde y de sus amigotes!!
––Nooo, Cirulo, cálmese –– intentó Juanote apaciguarle ––. Que el pelotazo sería en beneficio del pueblo.
Pero lejos de conseguir que el comunista le entrara al trapo, éste se le sublevó aún más furibundo:
––¿Y tú eras el honrado? ¡¡Tú eres un oportunista, un sinvergüenza más como tu maestro Tapacubos!! ¡¡Todos los del P.O.T.E. sois igual de ladrones e impresentables!!
––¡Eh, eh, sin insultar! ––retrocedió Juanote prudentemente ante la virulenta agresividad de aquel miura. Éste, lejos de frenarse, comenzó ahora a empujarle con violencia y a despotricar a grito pelado:
––¡¡Largo de aquí, señorito de mierda!! –– esclafó contra el suelo el vaso de cerveza por no meterle mano.
Ante la peligrosa situación, el concejal del P.O.T.E. buscó ayuda en el tabernero, aunque esta vez el Manubrio reía placidamente el espectáculo al tiempo que repetía con boca desdentada:
––A este Cirulo cuando bebe, le sale el camarada Stalin por las orejas.
Vista la situación, Juanote huyó corriendo de allí, y se introdujo en el coche clamando venganza. Desde ese instante se prometió acabar con el tipo aquel de la peor de las maneras.
continuará
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