Saturday 14 January 2017

SEVILLA Y LA GUARDIA DE ASALTO.

La depuración de la Guardia de Asalto
Sevilla, 1936
José María García Márquez
Seguramente, los historiadores que me han precedido en este interesante ciclo sobre
el Orden Público durante la República y la represión y depuración de los cuerpos de seguridad del Estado, habrán llevado hacia ustedes una clara visión de la forma que los sublevados actuaron contra todas aquellas fuerzas que no secundaron el golpe o se opusieron a él.

Empezando por sus propios compañeros de armas y utilizando una violencia represiva de
proporciones muy superiores a la contestación que recibieron. Dentro de esta represión, el
cuerpo más afectado, sin duda, fue la Guardia de Asalto y a ella vamos a referirnos.
La Guardia de Asalto tuvo una historia breve. Desde su nacimiento en 1931 hasta
diciembre de 1936 en que fue disuelta por el gobierno de la República, sus cinco años de
vida, aunque cortos, dejaron un significativo testimonio histórico.

Su nacimiento hay que buscarlo en los primeros momentos de la República y los
virulentos conflictos sociales y políticos que se dieron en los primeros meses. Muy pronto, el gobierno tuvo clara conciencia de que necesitaba un cuerpo policial más adecuado a esta conflictividad, que permitiera excluir a la Guardia Civil de las ciudades relegándola al campo y que estuviera a la altura que las nuevas circunstancias exigían. Si de una parte era ineludible para la República el mantenimiento del orden público, de otra no se quería que la represión policial trajera consigo los numerosos muertos y heridos que la Guardia Civil había venido ocasionando durante años en las ciudades españolas. Si la Guardia Civil había sido siempre un cuerpo claramente represivo y muy lejos de ser “benemérito”, se pretendía crear una policía más identificada con los principios republicanos y, a su vez, más y mejor preparada para hacer frente a su delicado cometido.

De esta forma, fue el ministro de la Gobernación Miguel Maura el que, junto al
entonces Director General de Seguridad Ángel Galarza, puso en marcha su creación,
organizando en muy poco tiempo, y dentro del Cuerpo de Seguridad, una sección de Asalto, a cuyo frente pusieron al teniente coronel Agustín Muñoz Grandes. La labor desarrollada, que se comenzó en mayo de 1931 con la creación en Madrid de una Compañía de Vanguardia del Cuerpo de Seguridad (como fue llamada en su comienzo), dio como resultado que ya en octubre del mismo año estuviera organizado un grupo de unos ochocientos guardias de Asalto. Sería la ley de 30 de enero de 1932 la que establecería legalmente dicho cuerpo y poco después, en mayo, se le dotó de un reglamento que vino a establecer la necesidad de
 
mantener el orden público cuando se alterase, de forma convincente, pero utilizando método incruentos.

La Guardia de Asalto quedó integrada, como decimos, en el Cuerpo de Seguridad, que
pasaría a llamarse de Seguridad y Asalto. Su dependencia orgánica era del Ministro de la
Gobernación y, por tanto, de los Gobiernos Civiles, si bien su funcionamiento jerárquico y
disciplinario era militar. De igual manera, sus jefes y oficiales provenían del Ejército.
Desde el primer momento, la República apostó fuertemente por la Guardia de Asalto. Ya en abril de 1932 se decidió aumentar su plantilla en más de 3.800 guardias, sí como en 551 jefes, oficiales y suboficiales necesarios. Unos meses más tarde, en septiembre, se
autorizó un nuevo incremento de 2.500 guardias. Este esfuerzo considerable se vio acompañado por la adquisición de numeroso material y armamento. La Guardia de Asalto fue dotada de un excelente armamento individual, con carabina Mauser y pistola, granadas de mano y gases lacrimógenos, más ametralladoras, morteros e incluso tanques. Para su ágil y rápido desplazamiento, se adquirieron camiones de tipo faetón adecuados para transportar las fuerzas, tanques de agua, etc. También se prestó atención a la creación de
gimnasios para su preparación física. Esta preparación fue una constante desde su creación y factor determinante para la admisión de nuevos guardias, a los que se les exigía incluso una altura mínima de 1.75 para entrar en el cuerpo, altura muy por encima de la media existente en la época.

No es ninguna exageración afirmar que en 1936, la Guardia de Asalto era una de las
más modernas policías europeas, añadiéndose a ello que, a diferencia de la Guardia Civil,
empezó a contar con un sensible apoyo popular, lo que llevó en no pocos casos a que
muchos oficiales del Ejército de simpatías republicanas solicitaran su traslado a Asalto. En
julio de 1936, en vísperas del golpe, se calcula en unos 9.000 los guardias de Asalto que
existían en el país. En su corta existencia, la Guardia de Asalto demostraría que era posible
hacer frente a la alteración del orden público sin ocasionar víctimas, pese a la virulencia de los muchos conflictos en los que intervino. En ello influyó de manera importante, no solo el
comportamiento de la fuerza sino también la sustitución del antiguo sable de los guardias de seguridad por la porra o macarra de goma, que tantos heridos graves y muertes evitaría. Pero esta existencia también quedaría marcada por los sucesos de Casas Viejas en enero de 1933, donde el capitán Manuel Rojas, al mando de las fuerzas de Asalto y junto a la Guardia Civil,
Guardias civiles traidores a la República
llevó a cabo una matanza brutal y desproporcionada. Este caso supuso un punto negro en su historia, sin olvidar las represalias que guardias de Asalto madrileños tomaron en la persona de Calvo Sotelo, después de que pistoleros derechistas asesinaran al teniente del Cuerpo José Castillo (llama la atención la aversión que siempre tuvieron los golpistas a la Guardia de Asalto y especialmente a este oficial. Al terminar la guerra el Ayuntamiento de Madrid retiró de su tumba la palabra teniente, que no pudo ser restituida hasta la llegada de la democracia). Su organización, bajo el mando del teniente coronel Sánchez Plaza (Muñoz Grandes se negó a continuar bajo el Frente Popular), estaba establecida en Grupos y existían 15 en las principales ciudades del país, destacando Madrid y Barcelona con tres grupos cada una. En Sevilla estaba el 5º Grupo, al mando del cual, desde febrero de 1936, se encontraba el comandante de artillería José Loureiro Selles. Un Grupo de Asalto estaba formado por tres compañías de fusiles y una que llamaban de especialidades, integrada por Plana Mayor y tres secciones de morteros, ametralladoras y sección motorizada. Esta última contaba con coches ligeros, motocicletas, camionetas y autocares, ambulancias y blindados “Bilbao” dotados de ametralladoras. Cada compañía de fusiles, a su vez, comprendía tres secciones a cargo de un oficial y cada sección dos pelotones al mando de un suboficial. En total, unos quinientos hombres formaban el 5º Grupo. Sin embargo, hay que hacer notar que en julio de 1936, eran casi cien los hombres que se encontraban de permiso o en baja por accidente o enfermedad, aunque varios de ellos fueron llamados al Cuartel o se presentaron voluntariamente.

Con el triunfo en las elecciones de febrero del Frente Popular, el nuevo Gobierno
promovió numerosos cambios en los jefes y oficiales del Cuerpo. Los continuos rumores sobre un posible golpe militar, aceleraron estos cambios por hombres más afines e identificados con la República. El comandante Loureiro era un hombre de probado republicanismo y fidelidad al Gobierno. Ya en 1935 había sido investigado por el Gobierno derechista cuando, en abril de ese año, tuvo reuniones con el general Riquelme y su ayudante el teniente coronel Rosal, ante el temor de un posible levantamiento militar. En aquella ocasión se trató ya de la entrega de armas al pueblo desde el Parque de Artillería, que Loureiro mandaba. También mantuvo reuniones en un bar frente a la Torre del Oro, del que era dueño el comandante de Caballería Francisco León (que también sería fusilado después del golpe) y, según las denuncias que se hicieron y que las promovió el capitán Manuel Gutiérrez Flores, se llegarían a cursar órdenes a los servicios de guardia y patrulla para reforzarlos y extremar la vigilancia. Órdenes que se cursaron sin dar cuenta al Estado Mayor de la División. Era, por tanto, un hombre comprometido con la defensa de la legalidad republicana cuando le fue encomendado el mando del Cuerpo de Seguridad y Asalto en Sevilla, en sustitución del comandante Francisco Corrás Cazorla. Otros oficiales, de clara adversidad a la República, como los capitanes Manuel Cervera o Daniel Lindo, fueron igualmente sustituidos. En su lugar, y durante el período de febrero a julio de 1936, llegaron los capitanes Manuel Patiño, Eloy Bonichi, José Álvarez y Justo Pérez, algunos de ellos pocos días o semanas antes del golpe, que se hicieron cargo de las compañías de Asalto y llevaron al cuartel de la Alameda francos aires republicanos, de forma que ante la posibilidad de una sublevación en Sevilla se contaba con un jefe y una oficialidad dispuesta a oponerse a los golpistas.

En su gran mayoría la Guardia de Asalto permaneció fiel a la República. En Madrid y
Barcelona fue decisiva su actuación para sofocar el golpe. La imagen de unos cuantos de sus
 

 
miembros disparando contra los sublevados en las calles de Barcelona constituyen, aún hoy,un símbolo de la lucha y resistencia que la Guardia de Asalto ofreció a todo el país. O los guardias madrileños en el cuartel de la Montaña. Sin embargo, también hay que señalar
importantes lunares en su comportamiento, como ocurrió en Zaragoza, donde ayudó al
general Cabanellas a hacerse dueño de la ciudad, o Valladolid y Oviedo, donde la mayoría de la fuerza de Asalto apoyó el golpe. O Murcia, donde las dos compañías de asalto siguieron a su jefe sublevado.

Desde los primeros momentos, la Guardia de Asalto participó en los frentes. Toledo o
la defensa de Madrid, por poner algunos ejemplos, dejaron un testimonio claro de entrega y
fidelidad que es de justicia histórica reconocer. Muchos de sus hombres perdieron la vida en esa tarea.

Pero volvamos a Sevilla. Ya desde la noche del 17 de julio, la Guardia de Asalto
estaba en alerta. Se patrulló por la ciudad y se redobló la vigilancia. Es más, desde el 12 de
julio, cuando mataron al teniente Castillo, se estaba de servicio permanente. Incluso el
comandante Loureiro, a la vista del cansancio de la fuerza, solicitó y obtuvo del Gobernador
Varela, que se concedieran permisos, por turnos de dos a cinco a la tarde, para que los
guardias fueran a su casa a descansar y cambiarse de ropa. Precisamente en uno de estos
turnos sobrevino el golpe.

La reacción de la Guardia de Asalto fue rápida. El primer grupo que llegó al Gobierno
Civil fue un pelotón de unos veinte hombres al mando del teniente Gabriel Badillo. El segundo pelotón que salió lo mandaba el teniente Ignacio Alonso. Más tarde, dos grupos más se destacaron rápidamente a la Plaza Nueva para asegurar la misma plaza, la defensa del Gobierno Civil y controlar su acceso, el Ayuntamiento, la Telefónica y Correos. Entre ciento cincuenta y doscientos guardias de asalto se reunieron en la zona, junto a los tres blindados “Bilbao” que se disponían, uno de los cuales tenía la ametralladora inutilizada. En uno de estos blindados iba el teniente Pedro Cangas Prieto, que se distinguió especialmente. Según el informe más fiable del que se dispone, el que hizo el comandante Núñez el 3 de agosto de 1936, quién dirigió a los golpistas en la plaza Nueva, eran 150 los guardias que fueron hechos prisioneros al término de los combates. Los capitanes Eloy Bonichi y Manuel Patiño mandaban las fuerzas, mientras a cargo del cuartel de la Alameda quedó el capitán Justo Pérez junto al capitán José Álvarez. Los hechos que se sucedieron el 18 de julio, ya han sido tratados en este aula y, además, por el profesor Ortiz Villalba, que los estudió a fondo. No vamos, por tanto, a repetirlos, pero justo es que destaquemos el papel que estos oficiales y otros desempeñaron en aquellas horas cruciales.
Sabemos que el gobernador Varela se opuso a la entrega de armas a los trabajadores.
El miedo a armarlos pudo más que la manifiesta inferioridad de fuerzas que, sobre todo, al
contar con la artillería y la negativa del comandante Esteve de la Base de Tablada a
bombardear a los rebeldes, facilitó a éstos en pocas horas controlar el centro de la ciudad y
aislarlo de los barrios obreros. Sin embargo, pese a la negativa del gobernador, los capitanes Justo Pérez y José Álvarez distribuyeron armas en el cuartel de la Alameda, con el auxilio del alférez Manuel López. Todo hace apuntar que la orden de facilitar armas, que se hizo bajo recibo, la dio el comandante Loureiro antes de marchar a bordo de un vehículo blindado al

Gobierno Civil y al que siguió poco después su ayudante, el teniente Luis Ballinas. Mientras
los disparos sonaban en el centro de la ciudad, los capitanes ordenaron abrir las puertas y un numerosísimo grupo de trabajadores irrumpió en el patio de la comandancia. Había
trabajadores de todas las clases, hombres mayores, jóvenes, algunos casi chiquillos. Incluso de pueblos próximos había gente que se había desplazado a Sevilla con las primeras noticias del golpe. Algunos de los que recibían las armas eran enviados junto a los guardias a la azotea del Cuartel, otros a las barricadas que se formaban en los alrededores, otros más abandonaban la zona marchando a sus barrios. Pronto las armas disponibles se acabaron y los capitanes ordenaron a diferentes guardias que entregaran sus pistolas a los paisanos. A la entrega de armas se opusieron desde el principio varios tenientes que, reunidos en la barbería, comunicaron al capitán Justo Pérez su oposición, haciéndoles saber éste que las armas se entregaban bajo recibo y que acataran las órdenes.

La actitud de parte de la oficialidad fue muy dubitativa, cuando no claramente opuesta
a oponerse a la sublevación. Podemos decir que sólo la clara posición de los capitanes Justo Pérez y José Álvarez, con el apoyo del alférez Manuel López, mantuvo la situación. Por eso,si cabe, hay que destacar el papel de estos hombres que no solo se enfrentaron a los golpistas sino también a la desidia u oposición de varios de sus compañeros.
El teniente Julián Hernández Guzmán, vestido con un mono, se fue por su cuenta a la
División, de acuerdo con el teniente Maroto. Lo reconocieron tres guardias en la calle Santa
Clara y lo llevaron a refugiarse a la casa de socorro de Martínez Montañés. Se negó a que se hiciera fuego a los que paqueaban desde las azoteas de la calle y se negó también a subir al tanque que se aproximó y al que subieron algunos guardias, pese a que le llamaron
insistentemente. Más tarde se marcharía a casa de su novia. El teniente Maroto no preparó su escuadrón para salir, como le indicó el capitán Justo Pérez y manifestó de forma continuada su oposición a la entrega de armas que se había realizado. El teniente Ponce intentó cerrar la puerta de la comandancia cuando entraban los paisanos, pese a las órdenes de los capitanes.
Permaneció allí hasta la rendición sin hacer nada. El teniente Soler no salió con dos pelotones que estaban formados para ir al Gobierno Civil, desobedeciendo al capitán Justo Pérez. A la segunda orden salió con el capitán y 25 hombres. En el 29 de Martínez Montañés se refugió junto con dos guardias. Luego los recogió un blindado donde también subieron los guardias que estaban en la casa de socorro y donde escuchó que llamaban al teniente Hernández Guzmán. Varios de los guardias que se quedaron se pusieron las batas blancas de los médicos y practicantes de la casa de socorro para pasar desapercibidos, hasta que se marcharon a sus casas. Todo eso ocurría entre las ocho y diez de la noche. Otro oficial, como el teniente Enrique Sánchez Gómez, se puso oportunamente enfermo el día 17, presentándose posteriormente a Queipo y quedando prestando servicio en la comandancia.

La situación en el Gobierno Civil y en la plaza Nueva se hacía insostenible, sobre todo
desde la llegada de la Artillería y la muerte del teniente Ignacio Alonso en la defensa de la
Telefónica. Nueve guardias murieron allí. Tan solo uno de ellos, Antonio Díaz Andrade,
natural de La Puebla de Cazalla, ha sido identificado hasta la fecha. Hubo un intento por parte del capitán Justo Pérez de salir para reforzar la situación. Con un grupo de hombres salió hacia el Gobierno Civil, pero al llegar a San Lorenzo, fueron barridos por fuego de
ametralladora, muriendo el guardia Antonio Hernández y resultando heridos los guardias
La depu
Godofredo Elías e Isabelo Mármol (cuyos paraderos posteriores aún desconocemos).
Milagrosamente, el capitán Justo Pérez, que iba en cabeza del grupo, salvó la vida. Aquello
provocó que algunos guardias se refugiaran en la casa de socorro de Martínez Montañés y
otros se escondieran en casas particulares. El capitán, con los hombres restantes, tuvo que
volver a la Alameda. Ya en esos momentos era muy difícil acceder al centro. Otro guardia,
Manuel Torres Pardo, intentaría antes con un pequeño grupo penetrar también en el centro,
siendo herido en la calle Orfila y capturado por los soldados que le dispararon.

Cuando el Gobierno Civil se rindió, el comandante Loureiro obligado por Queipo
llamó al cuartel de la Alameda y ordenó la rendición y la presentación de los oficiales en
el Gobierno. El capitán Justo Pérez comunicó a las fuerzas la orden y dijo que el quisiera
marcharse a su casa lo hiciera. Con el capitán José Álvarez, los tres tenientes que
quedaban y el alférez Manuel López, se dirigieron al Gobierno Civil donde quedaron
detenidos. Todo había acabado y eran las diez de la noche.

Los trabajadores que se encontraban en el patio empezaron a salir precipitadamente del cuartel hacia la calle, algunos abandonando los fusiles y pistolas que habían recibido. Otros trabajadores entregaron sus armas acatando las órdenes que les dieron. El guardia Alejandro Muñoz

Borja gritaba a los trabajadores: ¡Cobardes, así no se defiende a la República! instándoles
a que volvieran y a sus compañeros les diría:
¡Debemos salir a la calle y no tenéis cojones
si no lo hacéis, pues debemos defender la

República y el Gobierno, pues por ello nos pagan!
 
También el guardia Tomás Ciorraga intentó
persuadir a los trabajadores para que no abandonasen el cuartel. Algunos trabajadores
intentaron volver a entrar, pero la enérgica intervención de dos suboficiales hizo que se
cerraran las cancelas y se obligara callar a Alejandro Muñoz. Cuando este guardia abandonó el cuartel y se dirigió por la calle Santa Clara hacia su casa, junto a su compañero Diego Garrido, vio como un grupo de trabajadores, algunos con armas de las recogidas en el cuartel, intentaba asaltar la casa del conocido falangista Federico Muñoz Rubio, dirigiéndose a ellos y haciéndoles desistir de su empeño, como testimoniarían después vecinos de la calle. Por cierto, que Federico Muñoz no estuvo esa tarde en su casa, pues se encontraba en el cuartel de Infantería recogiendo armas de los sublevados. No se olvide, y esto es importante para el rigor histórico, que las primeras armas entregadas a civiles por militares, fueron las que se dieron a requetés y falangistas.
José María García Márquez

www.todoslosnombres.org 7
 
En la calle aún permanecían algunos guardias junto a los trabajadores en las
barricadas de las calles Lumbreras, Ciego y Calatrava, pero, poco a poco, fueron
abandonando sus posiciones, así como las azoteas de las casas próximas a la comandancia.
Es difícil calcular cuantas armas quedaron en manos de los trabajadores, pero nos parece
excesivo hablar de ochenta fusiles y mucho más exagerado de doscientos. Téngase en
cuenta que a muchos civiles se les entregaron pistolas y no fusiles.
Una vez que fueron detenidos, los oficiales fueron conducidos a la prisión militar de la
Plaza de España, concretamente a un local de la azotea del edificio central, aunque algunos, como los capitanes Patiño y Bonichi fueron trasladados al cuartel de los Terceros y el capitán José Álvarez al cuartel de Ingenieros. Uno de los oficiales detenidos, el teniente Antonio Soler,intentó suicidarse cortándose el cuello.

Entonces empezó la represión y la depuración de la Guardia de Asalto. Una auténtica
tormenta de venganza cayó sobre ella.
En un primer momento, y como pudiera parecer con una cierta lógica, se ordenó la
instrucción de procedimientos a los detenidos en averiguación de las “responsabilidades” que hubieran contraído. El hecho de que los golpistas no estuvieran legitimados para instruir procedimientos de ningún tipo, no evitaba, desde luego, que se llevasen a cabo. Los
documentos conservados prueban que se iniciaron esos procedimientos por jueces

instructores nombrados por uno de los fieles perjuros de Queipo, el Auditor de Guerra

Francisco Bohórquez Vecina. Incluso se les llegó a tomar declaración a los detenidos. Pero,
sabido es que el 23 de julio las cosas cambiaron y Queipo decidió dejar de lado los
procedimientos judiciales para llevar a cabo la represión, de forma directa y expeditiva, de
todos aquellos que el mismo decidió.
De esa forma, ese mismo día el comandante Loureiro, el capitán Justo Pérez y el
teniente Pedro Cangas fueron asesinados en las inmediaciones del parque de María Luisa. Y al día siguiente lo era el capitán José Álvarez en el cementerio de Sevilla. Era la manera en que Queipo de Llano entendía la nueva justicia de los rebeldes. El único privilegio que se les concedió fue que un juez militar instara su inscripción en el registro civil. El rastro documental de su asesinato fue solamente ese. También sería inscrito el alférez Manuel López unos días después de su asesinato el 20 de agosto de 1936. Otros, como los capitanes Eloy Bonichi o Manuel Patiño ni siquiera fueron inscritos entonces, llevando a cabo su inscripción sus familias una vez que terminó la guerra. El teniente Ignacio Alonso fue de los pocos que quedaron anotados en el libro de fosa común del cementerio sevillano dos días después de su muerte, aunque jamás fue inscrito en el registro civil. Respecto al teniente Gabriel Badillo sí se continuó su procedimiento hasta ser juzgado en consejo de guerra el 14 de octubre y ejecutado el 3 de noviembre. Precisamente en ese mismo procedimiento, la causa 170/36 fue
incluido inicialmente el capitán Patiño, para más tarde sacarlo del mismo y asesinarlo.
(continuará)

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