A sus cuarenta años el hombre se encuentra en la tercera planta de un viejo hospital provincial, postrado en una vetusta silla de ruedas. Más allá de la pequeña ventana que le comunica con el mundo observa el bullir de la gente de un lado para otro por la amplia avenida, y cómo se arremolina frente a los relucientes escaparates de los grandes almacenes. Todo está vistosamente engalanado con multitud de lucecitas coloreadas para una festiva tarde de Reyes.
La habitación continúa entristecida por el neón blanco y sus padres aguardan en silencio, como perdidos en un rincón de la pequeña estancia. En el ambiente flota una insoportable espera. Ella observa al hijo de soslayo y en sus pupilas brilla una indefinible mezcla de tristeza y reproche. Su padre tiene la mirada ausente, y en sus labios sólo habita el silencio y una mueca de eterna resignación. El hombre vuelve la cabeza para mirarles y el cuadro se le hace insufrible. El padre viste de gris y la madre de negro. Entonces les ruega que se marchen, que allí nada les queda por hacer. La madre rompe, entonces, en sollozos y lo hace sobre un pequeño pañuelo que arruga entre sus dedos. Después, arrastra penosamente sus pies y se acerca al hijo. Saca de su bolso algo envuelto y se lo ofrece:
––Es un rosco de Reyes –– le dice.
Él la mira sin sentimientos. La maligna enfermedad ha transformado sus ojos en horrendas y oscuras cuevas y sus pupilas están opacas y secas. La madre siente por unos momentos la necesidad de abrazar a su hijo con un grito de desesperación, pero algo oscuro en su interior la contiene. Algo que le dice que su hijo está recibiendo el justo castigo que merece una vida licenciosa y crapulenta. El hombre que habita la habitación conoce los pensamientos de la madre. Sabe que nunca le perdonará sus locos amoríos con la vida y las drogas, e intuye en ella una recóndita complacencia con esa extraña justicia divina que le llevará a la tumba.
Al fin se han ido.
Aún puede escuchar sus tristes pisadas alejarse por los solitarios pasillos. Sus murmullos le llegan como rezos distantes… Son sus padres pero piensa que lo hubieran podido ser de cualquiera.
Los pellejos y huesos que le restan por manos se aferran, crispados, sobre las ruedas de su silla, haciéndolas girar de nuevo a la ventana. Allí advierte el cielo gris azulón y la humedad de un anochecer que empaña los cristales, difuminando en fantasiosos colores el festival de luces que se extiende por la gran ciudad. Entonces desea que llueva. Siente un incontenible deseo de ver llover por última vez.
Las horas pasan lentas y con ellas retazos de recuerdos que ocupan, desordenados, su débil memoria como protagonistas de un tiempo que se acaba. Se detiene en uno de ellos, quizás el más querido y enigmático de todos. Aquel que, sin duda, hizo de su vida una quimera inalcanzable. Por entonces aún le quedaba lejana su pubertad en aquel largo viaje que un mes de septiembre hizo en compañía de sus padres. Era la primera vez que subía a un tren y la experiencia le impresionó mucho, tanto que, a pesar del tiempo transcurrido, aún recuerda con asombrosa nitidez el viejo y penoso vagón. Aún es capaz de percibir el espeso y grosero ambiente que en esos lejanos momentos le rodea; un ambiente infestado de carbonilla, olores a sufridas sobaqueras y alientos a huevo duro.
La gente se hacina como puede en el largo pasillo, en las plataformas, en los saturados compartimentos. Hay un revoltijo ensordecedor de palabras, gritos, llanto de niños soñolientos, risas destempladas y socarronas. A veces, cuando decae el fragor humano, se escucha a lo lejos el tímido gorgojeo de alguien que canta a la tristeza. Su lamento se pierde por los secos y luminosos paisajes de la vieja Andalucía. La mayoría es gente del sur que regresa a ese trabajo que habita al norte.
Sus padres van sentados en el pasillo sobre roñosas maletas de cartón reforzadas con cuerdas de esparto. Apenas hablan entre sí. Su padre mantiene la mirada perdida en algún rincón de su vida, mientras su madre distrae su soledad organizando el escaso fiambre que envuelve entre aceitosos papeles de estraza. Pero él es solo un niño y lo pasa bien con su trompo de madera al que busca espacio donde hacerlo bailar. Quizás aquel viaje sólo hubiera supuesto para él un recuerdo más de sus años de niñez; una experiencia digna de recordar como cuando descubrió por primera vez el mar y sintió como su inmensidad le ahogaba. Pero ella viajaba también en aquel vagón, agazapada en un oscuro recodo de su vida. Es una niña de su edad la que, sentada sobre una cestilla de mimbre, observa con avidez todos sus movimientos como si nada en el mundo le importase más. La gente que se agolpa en la plataforma apenas deja entrever el penumbroso rincón donde ella habita. En su regazo arrulla con frío movimiento una muñeca rota. Él se acerca a ella sin saber por qué. Se siente atrapado por sus negras pupilas de tal manera que no puede evitar en ningún momento dejar de mirarlas. Son instantes en los que todo cuanto le rodea parece desvanecerse misteriosamente. Ya no hay gente, ni vagón, ni cielo ni tierra. Sólo ella perdura en la inmensidad de un universo vacío y sin vida; ella y sus enormes ojos negros, abiertos como un imposible y gélido incendio en la oscuridad de una fría madrugada.
Cuando la negra locomotora de vapor hunde sus sombríos penachos de humo en las entrañas de la enorme estación de hierro, siente como su madre tira de él y le arranca para siempre de aquel extraño y arrebatador ensueño. El hombre recuerda en esos instantes la amarga sensación que sufrió en aquel despertar, como si de repente le hubiesen arrojado a un mundo al que ya no pertenecía; un mundo triste y lúgubre del que, presiente, será ya incapaz de evadirse. Señal de aquello fue mirar su fantástico trompo y descubrir que es solo un estúpido trozo de madera.
Al bajar del vagón sus ojos recorren con temor la sucia y monstruosa estación impregnada de olores insalubres y de gente que anda a prisa de un lado a otro entre una marejada de bultos y maletas. En esos momentos su agobiante obsesión es volverla a ver, y por eso gira la cabeza, una y otra vez, intentando avistarla entre el pasaje que abandona los vagones. Pero fue inútil porque ella no bajó de aquel tren y si lo hizo, él no la pudo ver. Fue entonces cuando sus ojos se llenaron de amargas lágrimas.
En la soledad de la habitación, y frente al manto de la noche que se extiende por la ciudad, el hombre vuelve a llorar el recuerdo y lo hace con la misma desolación de entonces. Aquella niña le arrebató para siempre su inocencia y su corazón. En su congoja no advierte que alguien penetra con sigilo en la pequeña estancia y le habla.
––¿Estás enfermo?
La voz a su espalda le sobresalta y le hacer girar penosamente su silla para conocer al intruso. Es un niño el que le ha preguntado a bocajarro. Antes que el hombre pueda responder, el pequeño invasor deja sobre la cama una gran caja que sostiene entre sus manos y la destapa:
––¡Mira, tío, que tren mas chulo me han echado los Reyes! ––exclama. Es un crío encantador.
––Sí que es un tren de categoría ––le responde el hombre con un hilo de voz.
El niño se afana ahora en arrancar los plásticos que lo sujetan a la caja. Al fin lo consigue y se lo muestra, henchido de satisfacción:
––¡Mira! ¡Es un Talgo!
––Sí señor. El último grito en trenes.
––¡El que más corre! ––se apresura el chaval, lleno de vida.
Después lo deja sobre la cama dispuesto a jugar con él, y es entonces cuando se vuelve para mirarle de forma extraña.
––¿Sabes? Cuando sea mayor seré médico y te curaré –– le dice.
El hombre sonríe y asiente con la cabeza. El niño vuelve a preguntarle, sin mirarle, mientras saca las vías de la caja:
––¿Y tú cuando te pongas bueno qué vas a ser?
––Yo soy pintor.
––¿Y qué pintas?
El hombre titubea unos momentos. Luego su voz es fatigosa.
––Pinto niñas de hermosos ojos negros.
La mirada del niño recorre con aburrimiento el sobrio y frío habitáculo para detenerla de nuevo en la triste imagen que tiene enfrente. Entonces le pregunta:
––¿Es que no tienes amigos que jueguen contigo?
Aquello coge al hombre por sorpresa y le retira la mirada, avergonzado de su propia soledad. Al fin se repone y responde, forzando una mueca por sonrisa:
––Sí, sí que tengo muchos amigos, pero ya sabes lo que pasa. Ahora están ocupados porque esta noche es la gran noche mágica de los niños.
En aquel momento hubiera querido contarle la verdad, decirle que ya no tenía amigos porque los pocos que le quedaban huyeron de él y de su maldita enfermedad. Sin embargo, el niño sabe que le ha mentido. Quizás por eso se le acerca y deja el tren sobre su esquelético regazo mientras le dice:
––Juega un ratito mientras monto las vías sobre la cama para que lo veas funcionar.
Mientras ajusta las vías con destreza, el hombre no le quita la vista de encima. Si alguna vez hubiese deseado un hijo le hubiera gustado que fuera como aquel. Después observa el precioso juguete y sus dedos se deslizan sobre sus redondeadas formas. Mientras lo hace, sus pensamientos vuelan y se recrean en aquella magnífica máquina de vapor que siempre soñó poseer cuando fue niño. Se le ocurre, entonces, la extraña idea de pedirle esa noche algo a los Reyes Magos. Una noche en la que pueden hacerse realidad todas las fantasías de la inocencia. Pero, ¿qué puede pedirles? ¿Acaso una nueva oportunidad de vivir? ¿O quizás aquella magnífica locomotora que nunca tuvo como último deseo de un moribundo? Pero pronto comprende que es inútil, porque su corazón ha perdido la inocencia para creer en sus propios deseos.
Alguien, entonces, entra bruscamente en la habitación.
––¿Qué haces aquí? ––le grita al niño con voz desagradable ––¡Te ando buscando toda la tarde!
Es una mujer de mediana edad y rostro sofocado la que regaña al chaval de forma destemplada. El hombre la mira y se da cuenta que su imagen la ha horrorizado. Ella coge al niño por un brazo y lo saca de allí a trompicones. El niño entonces protesta:
––¡El tren, el tren…! ––señala donde está.
––¡Déjalo ahí! ––le ordena la mujer, tajante ––¡Ya te traerá otro los Reyes!
Antes de desaparecer, la madre fulmina con la mirada al solitario morador de la estancia. En sus ojos destella la irracional crueldad de una leona que ha sentido peligrar a su joven cachorro. Después la escucha espetar al chico mientras bajan las escaleras precipitadamente:
––No habrás tocado a ese enfermo, ¿verdad? ––son sus últimas palabras.
Aquello daña al hombre y le parece mentira que tal sentimiento le suceda cuando ya se creía vacunado de tanto gesto, de tanta marginación…
El enfermero del turno de noche acaba de entrar. Su figura le es tan familiar, que apenas percibe su presencia. Es como si formara parte del penoso decorado de su habitación. Como siempre, lleva largos guantes de goma y una mascarilla blanca que le cuelga del cuello. Le mira unos instantes y luego hace lo propio con el tren que aún anima entre sus dedos:
––¿Te han venido tempraneros los Reyes este año, eh? ––comenta jocoso.
Después retira las vías de la cama y la destapa con firmeza. Mientras lo hace canturrea una cancioncilla discorde de la que él sólo sabe. Sus movimientos son precisos y mecánicos, no hay nada personal en ellos. Por un momento, el hombre de la habitación le compara con alguno de aquellos embalsamadores egipcios que adecuaban la mortaja de su cliente para su gran encuentro con Horus, al otro lado del río de la muerte. El enfermero se ajusta la máscara y le coge en volandas con la misma facilidad que lo haría con una pluma de ave. El hombre cierra los ojos para no verse en sus brazos y luego siente como le posa, suavemente, sobre la cama y le arropa. Mientras lo hace hay en la mirada del cuidador un destello de compasión que el hombre detesta. Después le ruega que por esa noche le deje la luz de la habitación encendida, y el enfermero acepta con un esbozo de sonrisa y desaparece. Vuelve la soledad a la fría estancia. Boca arriba como está, sus ojos tropiezan otra vez con ese techo tan suyo y que durante tanto tiempo ha servido de pantalla a sus propios pensamientos. Sin embargo, ya no le quedan pensamientos, sólo una extraña espera.
Al exterior es noche cerrada, y en el silencio que le rodea escucha llover. Es una lluvia sorda y mansa. Sus vidriosos y resecos ojos se vuelven hacia la solitaria silla de ruedas que aguarda junto a la ventana. Algo le dice que ya nunca más volverá a sentarse sobre ella y eso le alegra. Desea entonces ser su último ocupante, la última víctima de aquella terrible enfermedad nacida al trote del amor y el abismo.
Como un funesto relámpago surgido de la más lóbrega de las simas, el hombre vislumbra por un instante el famoso lienzo de Turner donde la muerte, revestida de niebla, cabalga sobre un pálido caballo para sembrar el mundo con la más feroz y perversa de las pestes. El sida.
Algo le dice que si en esos momentos pudiese pintar aquel cuadro que nunca sus pinceles se atrevieron a plasmar, lo haría sin técnica ni estilo. No habría en él motivo alguno, ni mensaje. Sólo un oscuro caos; un caos impenetrable e irreconocible aunque tremendamente bello y seductor. Recuerda a Leoparde cuando escribió sobre el amor y la muerte como los dos acontecimientos mas hermosos de este mundo. Sin saber por qué, retornan las imagines de aquel lejano viaje en tren y los ojos de la desconocida niña. Aquellos ojos negros que le robaron el alma.
El tiempo en la habitación pasa lento y sin futuro. Los párpados del hombre se cierran cansados, sin apenas fuerza para mantenerlos en vigilia. Pero no quiere dormirse porque teme no estar consciente cuando llegue la hora, ese singular instante donde todo se torna noche y día al mismo tiempo. Su respiración es ahora dificultosa, cuajada de silbantes lamentos que afloran de su reseco pecho. Le falta el aire y esto le hace jadear continuamente a la búsqueda de una bocanada más de vida. Empapado en un sudor que pronto anega la cama, siente como su cuerpo se torna gélido y distante. Por unos momentos el sobresalto angustioso de una precipitada agonía embarga todo su ser y entonces siente el deseo de gritar, de contarle al mundo que se está muriendo…
Ya no llueve. Sólo los viejos canalones vomitan el agua de los tejados y aleros del añoso edificio. En el ambiente flota ahora un suave y agradable aroma a tierra mojada.
El hombre parece recuperar la calma y su mirada se relaja. Recorre, una vez más, la silenciosa estancia donde ha sufrido largos meses de cautiverio. Al hacerlo descubre la vistosa caja de cartón que contenía el tren que aún conserva entre sus manos. Casi maquinalmente se acerca el juguete al rostro y sus ojos se detienen en sus vivos colores, en su anagrama, en las ventanillas de plástico que traslucen su interior... Sus pupilas penetran en el vagón y todo le parece magnífico, la exquisita decoración, las luces tenues y unos pasajeros que se ordenan en largas filas, acomodados sobre mullidos y confortables asientos color rojo vino. Varios de ellos le saludan de manera amable y distinguida, mientras un revisor de hermosa gorra y revestido con la pompa de un general le indica cortésmente que se apresure, que el tren va a salir ya.
Ahora, el hombre camina de forma resuelta por el centro del largo y enmoquetado pasillo. A medida que avanza, una indescriptible sensación de bienestar embarga todo su ser. Todos le miran complacientes a su paso al tiempo que sus rostros irradian una misteriosa sonrisa de complicidad. Son todos los que viajarán esa noche con él...
Al final del pasillo reina una oscura penumbra. Una penumbra mágica y sin contornos.Un vacío infinito en un extraño universo sin luces ni sombras… Allí habita ella. Sus ojos negros le arropan, eternos.
La habitación continúa entristecida por el neón blanco y sus padres aguardan en silencio, como perdidos en un rincón de la pequeña estancia. En el ambiente flota una insoportable espera. Ella observa al hijo de soslayo y en sus pupilas brilla una indefinible mezcla de tristeza y reproche. Su padre tiene la mirada ausente, y en sus labios sólo habita el silencio y una mueca de eterna resignación. El hombre vuelve la cabeza para mirarles y el cuadro se le hace insufrible. El padre viste de gris y la madre de negro. Entonces les ruega que se marchen, que allí nada les queda por hacer. La madre rompe, entonces, en sollozos y lo hace sobre un pequeño pañuelo que arruga entre sus dedos. Después, arrastra penosamente sus pies y se acerca al hijo. Saca de su bolso algo envuelto y se lo ofrece:
––Es un rosco de Reyes –– le dice.
Él la mira sin sentimientos. La maligna enfermedad ha transformado sus ojos en horrendas y oscuras cuevas y sus pupilas están opacas y secas. La madre siente por unos momentos la necesidad de abrazar a su hijo con un grito de desesperación, pero algo oscuro en su interior la contiene. Algo que le dice que su hijo está recibiendo el justo castigo que merece una vida licenciosa y crapulenta. El hombre que habita la habitación conoce los pensamientos de la madre. Sabe que nunca le perdonará sus locos amoríos con la vida y las drogas, e intuye en ella una recóndita complacencia con esa extraña justicia divina que le llevará a la tumba.
Al fin se han ido.
Aún puede escuchar sus tristes pisadas alejarse por los solitarios pasillos. Sus murmullos le llegan como rezos distantes… Son sus padres pero piensa que lo hubieran podido ser de cualquiera.
Los pellejos y huesos que le restan por manos se aferran, crispados, sobre las ruedas de su silla, haciéndolas girar de nuevo a la ventana. Allí advierte el cielo gris azulón y la humedad de un anochecer que empaña los cristales, difuminando en fantasiosos colores el festival de luces que se extiende por la gran ciudad. Entonces desea que llueva. Siente un incontenible deseo de ver llover por última vez.
Las horas pasan lentas y con ellas retazos de recuerdos que ocupan, desordenados, su débil memoria como protagonistas de un tiempo que se acaba. Se detiene en uno de ellos, quizás el más querido y enigmático de todos. Aquel que, sin duda, hizo de su vida una quimera inalcanzable. Por entonces aún le quedaba lejana su pubertad en aquel largo viaje que un mes de septiembre hizo en compañía de sus padres. Era la primera vez que subía a un tren y la experiencia le impresionó mucho, tanto que, a pesar del tiempo transcurrido, aún recuerda con asombrosa nitidez el viejo y penoso vagón. Aún es capaz de percibir el espeso y grosero ambiente que en esos lejanos momentos le rodea; un ambiente infestado de carbonilla, olores a sufridas sobaqueras y alientos a huevo duro.
La gente se hacina como puede en el largo pasillo, en las plataformas, en los saturados compartimentos. Hay un revoltijo ensordecedor de palabras, gritos, llanto de niños soñolientos, risas destempladas y socarronas. A veces, cuando decae el fragor humano, se escucha a lo lejos el tímido gorgojeo de alguien que canta a la tristeza. Su lamento se pierde por los secos y luminosos paisajes de la vieja Andalucía. La mayoría es gente del sur que regresa a ese trabajo que habita al norte.
Sus padres van sentados en el pasillo sobre roñosas maletas de cartón reforzadas con cuerdas de esparto. Apenas hablan entre sí. Su padre mantiene la mirada perdida en algún rincón de su vida, mientras su madre distrae su soledad organizando el escaso fiambre que envuelve entre aceitosos papeles de estraza. Pero él es solo un niño y lo pasa bien con su trompo de madera al que busca espacio donde hacerlo bailar. Quizás aquel viaje sólo hubiera supuesto para él un recuerdo más de sus años de niñez; una experiencia digna de recordar como cuando descubrió por primera vez el mar y sintió como su inmensidad le ahogaba. Pero ella viajaba también en aquel vagón, agazapada en un oscuro recodo de su vida. Es una niña de su edad la que, sentada sobre una cestilla de mimbre, observa con avidez todos sus movimientos como si nada en el mundo le importase más. La gente que se agolpa en la plataforma apenas deja entrever el penumbroso rincón donde ella habita. En su regazo arrulla con frío movimiento una muñeca rota. Él se acerca a ella sin saber por qué. Se siente atrapado por sus negras pupilas de tal manera que no puede evitar en ningún momento dejar de mirarlas. Son instantes en los que todo cuanto le rodea parece desvanecerse misteriosamente. Ya no hay gente, ni vagón, ni cielo ni tierra. Sólo ella perdura en la inmensidad de un universo vacío y sin vida; ella y sus enormes ojos negros, abiertos como un imposible y gélido incendio en la oscuridad de una fría madrugada.
Cuando la negra locomotora de vapor hunde sus sombríos penachos de humo en las entrañas de la enorme estación de hierro, siente como su madre tira de él y le arranca para siempre de aquel extraño y arrebatador ensueño. El hombre recuerda en esos instantes la amarga sensación que sufrió en aquel despertar, como si de repente le hubiesen arrojado a un mundo al que ya no pertenecía; un mundo triste y lúgubre del que, presiente, será ya incapaz de evadirse. Señal de aquello fue mirar su fantástico trompo y descubrir que es solo un estúpido trozo de madera.
Al bajar del vagón sus ojos recorren con temor la sucia y monstruosa estación impregnada de olores insalubres y de gente que anda a prisa de un lado a otro entre una marejada de bultos y maletas. En esos momentos su agobiante obsesión es volverla a ver, y por eso gira la cabeza, una y otra vez, intentando avistarla entre el pasaje que abandona los vagones. Pero fue inútil porque ella no bajó de aquel tren y si lo hizo, él no la pudo ver. Fue entonces cuando sus ojos se llenaron de amargas lágrimas.
En la soledad de la habitación, y frente al manto de la noche que se extiende por la ciudad, el hombre vuelve a llorar el recuerdo y lo hace con la misma desolación de entonces. Aquella niña le arrebató para siempre su inocencia y su corazón. En su congoja no advierte que alguien penetra con sigilo en la pequeña estancia y le habla.
––¿Estás enfermo?
La voz a su espalda le sobresalta y le hacer girar penosamente su silla para conocer al intruso. Es un niño el que le ha preguntado a bocajarro. Antes que el hombre pueda responder, el pequeño invasor deja sobre la cama una gran caja que sostiene entre sus manos y la destapa:
––¡Mira, tío, que tren mas chulo me han echado los Reyes! ––exclama. Es un crío encantador.
––Sí que es un tren de categoría ––le responde el hombre con un hilo de voz.
El niño se afana ahora en arrancar los plásticos que lo sujetan a la caja. Al fin lo consigue y se lo muestra, henchido de satisfacción:
––¡Mira! ¡Es un Talgo!
––Sí señor. El último grito en trenes.
––¡El que más corre! ––se apresura el chaval, lleno de vida.
Después lo deja sobre la cama dispuesto a jugar con él, y es entonces cuando se vuelve para mirarle de forma extraña.
––¿Sabes? Cuando sea mayor seré médico y te curaré –– le dice.
El hombre sonríe y asiente con la cabeza. El niño vuelve a preguntarle, sin mirarle, mientras saca las vías de la caja:
––¿Y tú cuando te pongas bueno qué vas a ser?
––Yo soy pintor.
––¿Y qué pintas?
El hombre titubea unos momentos. Luego su voz es fatigosa.
––Pinto niñas de hermosos ojos negros.
La mirada del niño recorre con aburrimiento el sobrio y frío habitáculo para detenerla de nuevo en la triste imagen que tiene enfrente. Entonces le pregunta:
––¿Es que no tienes amigos que jueguen contigo?
Aquello coge al hombre por sorpresa y le retira la mirada, avergonzado de su propia soledad. Al fin se repone y responde, forzando una mueca por sonrisa:
––Sí, sí que tengo muchos amigos, pero ya sabes lo que pasa. Ahora están ocupados porque esta noche es la gran noche mágica de los niños.
En aquel momento hubiera querido contarle la verdad, decirle que ya no tenía amigos porque los pocos que le quedaban huyeron de él y de su maldita enfermedad. Sin embargo, el niño sabe que le ha mentido. Quizás por eso se le acerca y deja el tren sobre su esquelético regazo mientras le dice:
––Juega un ratito mientras monto las vías sobre la cama para que lo veas funcionar.
Mientras ajusta las vías con destreza, el hombre no le quita la vista de encima. Si alguna vez hubiese deseado un hijo le hubiera gustado que fuera como aquel. Después observa el precioso juguete y sus dedos se deslizan sobre sus redondeadas formas. Mientras lo hace, sus pensamientos vuelan y se recrean en aquella magnífica máquina de vapor que siempre soñó poseer cuando fue niño. Se le ocurre, entonces, la extraña idea de pedirle esa noche algo a los Reyes Magos. Una noche en la que pueden hacerse realidad todas las fantasías de la inocencia. Pero, ¿qué puede pedirles? ¿Acaso una nueva oportunidad de vivir? ¿O quizás aquella magnífica locomotora que nunca tuvo como último deseo de un moribundo? Pero pronto comprende que es inútil, porque su corazón ha perdido la inocencia para creer en sus propios deseos.
Alguien, entonces, entra bruscamente en la habitación.
––¿Qué haces aquí? ––le grita al niño con voz desagradable ––¡Te ando buscando toda la tarde!
Es una mujer de mediana edad y rostro sofocado la que regaña al chaval de forma destemplada. El hombre la mira y se da cuenta que su imagen la ha horrorizado. Ella coge al niño por un brazo y lo saca de allí a trompicones. El niño entonces protesta:
––¡El tren, el tren…! ––señala donde está.
––¡Déjalo ahí! ––le ordena la mujer, tajante ––¡Ya te traerá otro los Reyes!
Antes de desaparecer, la madre fulmina con la mirada al solitario morador de la estancia. En sus ojos destella la irracional crueldad de una leona que ha sentido peligrar a su joven cachorro. Después la escucha espetar al chico mientras bajan las escaleras precipitadamente:
––No habrás tocado a ese enfermo, ¿verdad? ––son sus últimas palabras.
Aquello daña al hombre y le parece mentira que tal sentimiento le suceda cuando ya se creía vacunado de tanto gesto, de tanta marginación…
El enfermero del turno de noche acaba de entrar. Su figura le es tan familiar, que apenas percibe su presencia. Es como si formara parte del penoso decorado de su habitación. Como siempre, lleva largos guantes de goma y una mascarilla blanca que le cuelga del cuello. Le mira unos instantes y luego hace lo propio con el tren que aún anima entre sus dedos:
––¿Te han venido tempraneros los Reyes este año, eh? ––comenta jocoso.
Después retira las vías de la cama y la destapa con firmeza. Mientras lo hace canturrea una cancioncilla discorde de la que él sólo sabe. Sus movimientos son precisos y mecánicos, no hay nada personal en ellos. Por un momento, el hombre de la habitación le compara con alguno de aquellos embalsamadores egipcios que adecuaban la mortaja de su cliente para su gran encuentro con Horus, al otro lado del río de la muerte. El enfermero se ajusta la máscara y le coge en volandas con la misma facilidad que lo haría con una pluma de ave. El hombre cierra los ojos para no verse en sus brazos y luego siente como le posa, suavemente, sobre la cama y le arropa. Mientras lo hace hay en la mirada del cuidador un destello de compasión que el hombre detesta. Después le ruega que por esa noche le deje la luz de la habitación encendida, y el enfermero acepta con un esbozo de sonrisa y desaparece. Vuelve la soledad a la fría estancia. Boca arriba como está, sus ojos tropiezan otra vez con ese techo tan suyo y que durante tanto tiempo ha servido de pantalla a sus propios pensamientos. Sin embargo, ya no le quedan pensamientos, sólo una extraña espera.
Al exterior es noche cerrada, y en el silencio que le rodea escucha llover. Es una lluvia sorda y mansa. Sus vidriosos y resecos ojos se vuelven hacia la solitaria silla de ruedas que aguarda junto a la ventana. Algo le dice que ya nunca más volverá a sentarse sobre ella y eso le alegra. Desea entonces ser su último ocupante, la última víctima de aquella terrible enfermedad nacida al trote del amor y el abismo.
Como un funesto relámpago surgido de la más lóbrega de las simas, el hombre vislumbra por un instante el famoso lienzo de Turner donde la muerte, revestida de niebla, cabalga sobre un pálido caballo para sembrar el mundo con la más feroz y perversa de las pestes. El sida.
Algo le dice que si en esos momentos pudiese pintar aquel cuadro que nunca sus pinceles se atrevieron a plasmar, lo haría sin técnica ni estilo. No habría en él motivo alguno, ni mensaje. Sólo un oscuro caos; un caos impenetrable e irreconocible aunque tremendamente bello y seductor. Recuerda a Leoparde cuando escribió sobre el amor y la muerte como los dos acontecimientos mas hermosos de este mundo. Sin saber por qué, retornan las imagines de aquel lejano viaje en tren y los ojos de la desconocida niña. Aquellos ojos negros que le robaron el alma.
El tiempo en la habitación pasa lento y sin futuro. Los párpados del hombre se cierran cansados, sin apenas fuerza para mantenerlos en vigilia. Pero no quiere dormirse porque teme no estar consciente cuando llegue la hora, ese singular instante donde todo se torna noche y día al mismo tiempo. Su respiración es ahora dificultosa, cuajada de silbantes lamentos que afloran de su reseco pecho. Le falta el aire y esto le hace jadear continuamente a la búsqueda de una bocanada más de vida. Empapado en un sudor que pronto anega la cama, siente como su cuerpo se torna gélido y distante. Por unos momentos el sobresalto angustioso de una precipitada agonía embarga todo su ser y entonces siente el deseo de gritar, de contarle al mundo que se está muriendo…
Ya no llueve. Sólo los viejos canalones vomitan el agua de los tejados y aleros del añoso edificio. En el ambiente flota ahora un suave y agradable aroma a tierra mojada.
El hombre parece recuperar la calma y su mirada se relaja. Recorre, una vez más, la silenciosa estancia donde ha sufrido largos meses de cautiverio. Al hacerlo descubre la vistosa caja de cartón que contenía el tren que aún conserva entre sus manos. Casi maquinalmente se acerca el juguete al rostro y sus ojos se detienen en sus vivos colores, en su anagrama, en las ventanillas de plástico que traslucen su interior... Sus pupilas penetran en el vagón y todo le parece magnífico, la exquisita decoración, las luces tenues y unos pasajeros que se ordenan en largas filas, acomodados sobre mullidos y confortables asientos color rojo vino. Varios de ellos le saludan de manera amable y distinguida, mientras un revisor de hermosa gorra y revestido con la pompa de un general le indica cortésmente que se apresure, que el tren va a salir ya.
Ahora, el hombre camina de forma resuelta por el centro del largo y enmoquetado pasillo. A medida que avanza, una indescriptible sensación de bienestar embarga todo su ser. Todos le miran complacientes a su paso al tiempo que sus rostros irradian una misteriosa sonrisa de complicidad. Son todos los que viajarán esa noche con él...
Al final del pasillo reina una oscura penumbra. Una penumbra mágica y sin contornos.Un vacío infinito en un extraño universo sin luces ni sombras… Allí habita ella. Sus ojos negros le arropan, eternos.
Del libro "Ni Vivo, ni muerto, ni Zombi y otros Relatos."
Me encanta.
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