Monday, 12 September 2016

FINAL DEL RELATO Y SEGÚN PARECE SEGUIREMOS SIN GOBIERNO.





...Algunos de los que en ese momento ocupaban la taberna eran, por decirlo de alguna manera, los más bragados del pueblo. Pronto se recuperaron del impacto de la noticia, y envalentonados por los efluvios del vino, arengaron al resto para dar una batida por el pueblo y encontrar a Pastor.


Cinco hombres salieron de la taberna dispuestos a enfrentarse a lo que fuese. La bruma había espesado tanto que apenas podían ver más allá de sus propias narices. Aún así deambularon un par de horas por el pueblo y después abandonaron la búsqueda sin encontrar rastro del cabrero. Esa noche muy pocos vecinos pudieron conciliar el sueño. Los perros parecían haberse vuelto locos y ladraban aquí y allá, pero sus ladridos a veces se transformaban en aullidos de miedo como si algo o alguien los persiguiera o les diera patadas para ahuyentarlos. Muchos  vecinos se santiguaban al paso de la escandalosa jauría por sus ventanas y otros se asomaban y miraban a través de las celosías para intentar ver lo que ocurría, pero con la oscuridad y aquella niebla era imposible vislumbrar más allá de los escarchados cristales.


Todos tenían en mente la extraña muerte del cabrero Pastor, y muchos, arropados hasta los ojos en sus camas se hicieron tenebrosas películas mentales que sobrecogieron sus corazones. Pastor había regresado clamando venganza y ahora vagaba por el pueblo como ánima en pena, pensaban.

Al día siguiente no hubo otra conversación en boca de los vecinos que la de Pastor y la nocturna rebelión de perros de esa noche.

––Sí que es extraño todo esto, sí –– dijo, Albert, al hombre que regentaba la pequeña casa de comidas de la plaza y que le terminaba de contar lo ocurrido ––  También pudiera tratarse todo de una broma. No sería la primera vez –– concluyó el joven periodista de ciudad, cerrando su pequeña y manoseada libreta de campo.

––Hombre, si dicen que lo vieron deambular anoche por el pueblo, habría que comprobar si el nicho sigue o no tapiado. ¿No cree? ––comentó el de la taberna.

––Pues sí ––repuso el joven periodista de provincias terminándose el café con leche.


Pero por el pueblo comenzó a correr otra noticia bastante alarmante. Al parecer, en la madrugada de esa misma noche alguien apegó su bragueta al ventanuco de la Gervasia con el pene al aire y totalmente excitado. La Gervasia era una moza madura y pechugona de casquivana conducta. Cuentan en el pueblo que el difunto había estado durante un tiempo loco por ella. Al ser el ventanuco muy bajo y pequeño la mujer sólo pudo identificar, horrorizada, la imagen de un hombre de cintura para abajo. Pero todos dedujeron que ningún cristiano en su sano juicio actuaría así y que sólo podía tratarse del cabrero.


Ante el revuelo que produjo en el pueblo este otro asunto, la guardia civil de la localidad tuvo que intervenir para calmar los ánimos de los vecinos, que ya habían formado varias cuadrillas en la plaza para buscar a Pastor al que consideraban vivito y coleando.

El par de guardias seguido por el periodista y un tropel de vecinos echaron camino arriba, al cementerio, para ver la tumba de Pastor. La gente comenzó a hacerse apuestas, y despuntaba como ganadora la que predecía que se encontrarían con el nicho abierto y sin el cabrero. El día había amanecido despejado, pero a esas horas de la mañana comenzaba a abatirse la niebla procedente del lago, cubriendo a jirones el lúgubre camino que ascendía al campo santo. Una vez en el interior todos pudieron comprobar que la tapia de ladrillos del nicho estaba reventada y el ataúd de Pastor por el suelo y con la tapa destrozada. Allí no había ni rastro del cadáver. Un murmullo de asombro y después de indignación recorrió la improvisada hueste y algunos gritaron que debían coger las escopetas para dar caza al cabrero. El cabo de la guardia civil puso entonces orden, que era lo suyo:

––De eso nada. Ahora se marcharán todos a sus casas y cerrarán las puertas. El resto es cosa nuestra –– conminó con autoridad, acariciándose un consabido y abundante mostacho negro.


Cuando bajaban del lugar de regreso al pueblo, vieron entre la niebla como algo horrendo andaba a grandes zancadas y se metía en el lago. Enseguida los guardias le dieron el alto e instantes después el cabo le disparaba una ráfaga con su naranjero reglamentario que impactó sobre aquella forma poco humana.

Todos rugieron de satisfacción mientras el cuerpo se hundía en las oscuras aguas del lago. Hasta el guardia se jactó de su puntería:

––¡Ea! Creo que le he dado! Ahora sí que el muerto está bien muerto.

La mayoría rió la ocurrencia del guardia civil aunque Albert, el periodista, estaba espantado. Lo que había visto no era un ser humano vivo. Nadie que pertenezca a este mundo podía caminar como aquello. En esos instantes le vino a la memoria una historia de zombis que había leído recientemente y que narraba historias horrendas de no muertos en algunas plantaciones de Haití. Un presentimiento le hizo pensar, entonces, que el problema no había terminado. Tanto los guardias como los que allí se encontraban esperaron varios minutos para ver si Pastor daba señales de vida, pero no fue así.


Cuando regresó al pueblo, Albert, marchó a casa del doctor que había certificado la muerte del cabrero para que éste le diera información de primera mano al margen de algún tipo de explicación sobre lo que estaba sucediendo.

––He certificado decenas de muertes y es la primera vez que me enfrento a una situación como esta –– dijo el viejo médico como avergonzado que se pusiera en entredicho su capacidad ––Créame cuando le digo que ese hombre estaba muerto y bien muerto.

––No dudo de su profesionalidad, doctor ––repuso el periodista con sumo tacto para no ofender al anciano médico ––, pero mis ojos lo han visto esta mañana.

El médico observó unos instantes al periodista con cierta tribulación. En verdad la muerte del cabrero escondía algún secreto insondable de la naturaleza. Pensó en aquellas piernas que se movían y mantenían el calor de la vida mientras el resto del cuerpo se tornaba frío y rígido.

––¿Podía haberse convertido en un zombi? ––preguntó, Albert, buscando una explicación al fenómeno.

––No, no ––negó el médico, que también había leído algo sobre ese tema ––. Sobre los zombis hay mucho de sensacionalismo. O estás muerto o no lo estás. No hay otra.

––¿Y una broma? ––insistió.

––¿Usted cree que un corazón se puede parar a capricho?
El periodista asumió su estupidez con un gesto. El médico tenía razón. Nadie puede parar su corazón para gastar una broma.

––Esta mañana cuando le dispararon en el lago –– continuó Albert –– tuve la sensación que sólo sus piernas estaban vivas. Su torso se mostraba, incapaz de mantenerse erecto como si estuviera descoyuntado. La cabeza la llevaba colgando hacia atrás, como si tuviera el cuello roto. Estoy seguro que los disparos del guardia impactaron en su espalda y cabeza, y aún así continuó adentrándose en el lago. Fue espantoso.

––Les traigo un poco de café –– interrumpió una hermosa joven.

Era la sobrina del médico la que entró en la habitación y depositó en una mesa de mantel blanco y apuntillado una pequeña bandeja con un par de tacitas y una humeante cafetera de china con prosaicos adornos pintados. Al salir obsequió al joven con una cautivadora sonrisa.

Poco después Albert se despedía del doctor.

––Bueno, creo que mañana la guardia civil buscará el cuerpo de Pastor en el lago. Me quedaré esta noche en el pueblo y escribiré para mi periódico sobre este extraordinario suceso.

––Está bien, señor Albert. Si necesita algo más de mi ya sabe donde encontrarme.


Cuando el joven periodista abandonó la casa del doctor comenzaba a llover. La niebla se había disipado y en su lugar cubría el cielo negruzcos nubarrones que corrían a toda velocidad hacia la montaña, arrastrados por un fuerte y gélido viento del norte. Albert se levantó la solapa y caminó deprisa hacia la plaza del pueblo. Allí pensó picar algo en la taberna y después subir a la pensión que se encontraba en la segunda planta del mismo edificio. No se cruzó con nadie en el camino de tal modo que el lugar le pareció un pueblo muerto.

La taberna era pequeña pero confortable. Lo mismo servía bebidas que vendía pastelillos y algunos comestibles para los desavíos. Frente a la barra había una gran chimenea de obra con un par de troncos encendidos, que daba un cálido ambiente al sitio. Albert se arrimó al hogar y se frotó las manos para entrar en calor. En esos momentos pensó lo desaprovechado que estaba el establecimiento porque no había nadie aparte de él y el dueño. Éste, que permanecía detrás del mostrador de madera, observándole, pareció adivinar sus pensamientos y comentó:

––La tengo encendida porque dentro de un par de horas algunas mujeres del pueblo vienen a tomarse su café y su pitisú, y también a charlotear. Ya sabe como son las mujeres.

Albert no sabía como eran las mujeres porque ni tan siquiera tenía novia, sin embargo asintió con la cabeza. Luego se instaló en una de las mesas que daba a la pequeña plaza donde, como en la mayoría de los pueblos a este lado del mundo, se levantaba la iglesia. Pidió un bocadillo de queso y un refresco de naranja. En la cabeza le bullía, aún, las espantosas escenas de esa mañana. Por otro lado, la noticia podía suponer un auténtico espaldarazo a su trabajo en el periódico y conseguir al fin que el director le hiciera fijo en la sección de sucesos. De esta manera cobraría un sueldo decente además de las dietas. Éstas últimas apenas le llegaban para hacer su trabajo, por lo que quedarse allí esa noche para cerrar la noticia le iba a costar dinero de su propio bolsillo o mejor dicho, del bolsillo de su sacrificado padre, que era ferroviario, guardagujas para mayor precisión. Su mayor preocupación era ahora escribir un buen artículo porque en verdad el suceso bien se lo merecía. Volvió a mirar al exterior y comprobó que había dejado de llover. Un hombre larguirucho y con una gorra cruzaba en esos instantes la solitaria plaza con un carromato tirado a mano con unos bultos que parecían muy pesados a juzgar por el esfuerzo que empleaba.

Pasaban ampliamente de las dos de la tarde cuando Albert terminó de comer y subió a su habitación. Sobre una pequeña mesa de madera depositó cuidadosamente su cuadernillo de apuntes y su lápiz. Pensaba comenzar su artículo esa tarde. Después se dejó caer en la cama. Su cabeza no dejaba de vislumbrar las terribles imagines de esa mañana. El féretro, vacío y destrozado en el desolado cementerio,  la guardia civil disparando sus naranjeros sobre aquello que no parecía humano, las aguas negras del lago bajo un cielo pálido y brumoso…

Albert cerró los ojos y quedó dormido.

Apenas habían transcurrido un par de horas cuando un griterío de mujeres le llegó de la planta de abajo. Se puso a toda prisa la chaqueta y corrió escaleras abajo. Los gritos eran de personas aterrorizadas que pedían auxilio.

Cuando entró en el local se encontró con un espectáculo pavoroso. Allí estaba Pastor, desnudo de cintura para abajo y con los brazos colgando, intentando achuchar a las mujeres, que no sabían donde esconderse. Su cabeza le colgaba hacia atrás y la tenía destrozada de tal modo que le faltaba un gran trozo de cráneo por el que escapaban puñados de gusanos de la putrefacción. Su torso aún vestía la vieja y oscura chaqueta con la que lo enterraron, aunque llena de barro y restos orgánicos. Albert se quedó inmóvil, galvanizado por aquel espectáculo imposible. Aún así se fijó que de cintura para abajo, Pastor, estaba vivito y coleando con las carnes aparentemente saludables, aunque sus piernas se movían de un lado a otro con enorme torpeza, dando sonoros zapatazos en el suelo como para orientarse o mantener el equilibrio. El dueño del establecimiento había rescatado una escopeta de caza de una de las alacenas de detrás de la barra y temblando si tenía que temblar apuntaba a Pastor sin atreverse a disparar para no herir a alguna de las mujeres. De pronto Albert reaccionó y corrió a la puerta del local para abrirla de par en par y que así éstas pudieran escapar. Cuando la última salía a toda carrera, el camarero disparó su escopeta sobre el extraño cadáver, haciéndole un enorme boquete en el pecho. Pero Pastor continuaba en pié, en medio del local, dando puntapiés a todo lo que encontraba a su paso. El camarero volvió a cargar su escopeta a toda prisa al tiempo que escuchó la voz del periodista, que le gritaba:

––¡A las piernas! ¡Dispárele a las piernas!

Instantes después del estampido, Pastor, se derrumbó y cayó al suelo. A pesar de tener las piernas destrozadas con aquel tiro a quemarropa, éstas continuaban moviéndose pero cada vez que lo hacían, borbotones de sangre escapaban de sus heridas hasta que al fin dejaron de moverse.


Un olor a pólvora mezclado con carne putrefacta inundaba el local cuando entró la guardia civil en el establecimiento. Casi todos los vecinos del pueblo aguardaban en la plaza bajo la lluvia y en sepulcral silencio. Poco después un vehículo especial para estos casos guardó el inerte cadáver de Pastor ante la atemorizada mirada de todos.

Después de relatar los hechos a los guardias, Albert, marchó a casa del anciano médico para darle la noticia. En realidad también sentía un gran interés por volver a ver a su bella sobrina. El amor y la muerte parecían caminar juntos en tan trágicas circunstancias. Allí hablaron largo tiempo sobre lo sucedido, al abrigo de una mesa camilla y un reconfortante café con leche y pastas. Albert buscaba ante todo una explicación a lo ocurrido para cerrar su artículo con algún tipo de razonamiento que no fuera lo puramente sobrenatural. Entonces el viejo médico le habló de una noticia divulgada años atrás sobre un individuo natural de la tundra siberiana al que descubrieron dos corazones en su cuerpo.

––Los dos los llevaba en el pecho, uno a cada lado ––dijo moviendo el café con la cucharilla ––. Puede ser que Pastor tuviera ese otro corazón en su vientre y continuara funcionando de forma independiente, como una especie de compartimento estanco o algo parecido, manteniendo la circulación sanguínea en la zona y por tanto la vida de cintura para abajo. De todas maneras es sólo una teoría que podía explicar este extraño fenómeno. Sólo la autopsia nos dirá exactamente lo que pasó.

Albert terminó su café y meditó por unos momentos sobre las misteriosas e insondables fronteras entre la vida y la muerte. Tenía por delante una gran historia que contar. Antes de abandonar el domicilio del médico, prometió volver a visitarles, y cuando lo dijo clavó sus ojos en las hermosas facciones de la sobrina, que recogió el mensaje con ilusionada y púdica sonrisa.


Esa misma noche, a las mismas horas que el periodista escribía su artículo en el pequeño cuarto de la pensión, un furgón de color gris oscuro abandonaba el pueblo  por la pedregosa carretera que daba al lago. La noche era opaca y fría. Los dos funcionarios que iban en el interior permanecían en silencio y con el miedo metido en los tuétanos. Detrás, en un ataúd de cinc, transportaban el cuerpo destrozado de Pastor.

La luna salió por unos instantes de entre las espesas nubes, iluminando los horizontes de la fantasmal carretera que les conducía a la ciudad. En uno de los momentos, el conductor miró a su acompañante y exclamó:

––¿Has sido tú el que ha dado esos golpes?

––¿Qué golpes? –– repuso el otro.




Un relato de j.m.boix







      
 



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