Thursday, 6 October 2016

S. J. Alcalde y Mártir. (Capítulos 21-22-23)













Capítulo XXI 


     Cuando Papelinas abandonó la habitación del hotel, pasaban algunos minutos de las doce de la madrugada. Juanote aún se mantuvo despierto un buen rato y deambuló por la selecta habitación haciendo planes. Se sentía muy importante al abrigo de las paredes del hotel mas lujoso de la ciudad, donde sabía que habían pernoctado reyes e insignes personajes de la historia, y le hacía dichoso pensar que él pronto sería también uno de ellos. Ya tenía prácticamente esbozado el espectáculo de las manifestaciones marianas aunque aún le quedaba por dilucidar el número de personas que debían participar en el montaje. Tenía a Papelinas y la colaboración de la vidente la consideró fundamental. Pero, ¿era necesario la de Carajote? Quizás materialmente no pero si le dejaba fuera del negocio podía ser peligroso.
     Al día siguiente el alcalde desayunó en el aeropuerto con la mirada puesta en Badajoz y muy excitado por el devenir de acontecimientos que debía resolver. En esos momentos le preocupaba la reacción de su tío Totelen porque nunca le había visto y prácticamente lo desconocía todo sobre él. Se preguntó si estaría en condiciones de asumir la propuesta que le iba a hacer, aunque tal cosa no debía preocuparle demasiado porque lo más seguro fuera que el pobre infeliz aceptara hacer cualquier cosa que le pidiera a cambio de una piruleta o algo parecido.
     Cuando su avión aterrizó en la bellotera ciudad, compró un roñoso paquete de caramelos, y después abordó un taxi que le llevó hasta la residencia en cuestión. El aspecto del edificio era de lo más vetusto y nada más entrar se fijó que los residentes que deambulaban en su interior no tenían pinta de graves deficientes mentales. Allí había ancianos de aspecto normal aunque eso sí, algunos parecían coger moscas y otros hablaban intensamente con la pared, pero eran los menos porque la mayoría se alelaba, aún más, frente a la televisión en un amplio salón que había habilitado para ello. Después de algunas vueltas, Juanote buscó la administración y preguntó por su tío.
     ––¿El señor Totelen? ¿Pregunta usted por el señor Totelen?  ––inquirió una especie de enfermera con amarga expresión de frígida de por vida.
Juanote se extrañó de tanto señor Totelen e incidió de nuevo:
     ––Sí, es mi tío y creo que está internado en esta residencia.
La enfermera cogió entonces el teléfono y lo que sucedió a continuación le dejó aún más perplejo.
     ––¿Señor Totelen? Aquí hay un joven que dice ser su sobrino. ¿Le paso a su despacho?
     ––¿Su despacho? ¿Tiene un despacho mi tío? ––preguntó Juanote sin comprender.
––Claro –– respondió ella muy resuelta ––. Su tío es el administrador general de esta residencia. Es un lince en contabilidad. Suba esa escalera que ve ahí enfrente y encontrará enseguida su despacho.
     ––Pero mi tío... ––insistió Juanote, totalmente confuso –– ¿No padece una enfermedad que se llama mongolismo o algo parecido?
     ––Mongolismo es un término peyorativo, señor mío. Usted debe referirse al síndrome de Down, y para que lo sepa, tampoco es una enfermedad. Cierto que su tío padece el síndrome pero el suyo es un caso muy especial, casi sobrenatural. Aunque le parezca una broma, el coeficiente de inteligencia del señor Totelen sobrepasa ampliamente la media nacional y europea.
     Juanote subió entonces la escalera aquella sin saber en definitiva con quién se iba a encontrar y maldiciendo su suerte. Lo que él necesitaba era alguien con menos luces que un pollo, no un lumbrera. Cuando llamó a la puerta del despacho, respondió al otro lado una voz fornida y bien templada:
     ––¡Pasa, sobrino!
Al abrir la puerta, Juanote se dio de bruces con un personaje la mar de inquietante que apenas llegaba a la enorme mesa donde se encontraba instalado. Tenía una enorme cabeza en comparación al resto de su cuerpo, y a pesar que mantenía en sus facciones los peculiares rasgos de los afectados por este síndrome, sus ojos traslucían una diabólica inteligencia al abrigo, como estaban, de unas cejas muy espesas y encrespadas hacia arriba. El individuo aquel, que apenas mediría un metro cincuenta, saltó de su sillón a tierra para escrutar a su sobrino de arriba a bajo y viceversa:
     ––¡Juá, juá...! ––exclamó, abriendo una cavernosa boca con enormes dientes atacados por el oro y la piorrea –– Eres más largo que un día sin pan y tienes pinta de culebra venenosa, sobrino.
Juanote se cagó en todo. Encima, aquel enano de circo era de lo más insultante. Sin embargo, el avieso alcalde aguantó el tipo y respondió amablemente:
     ––Me alegro de conocerte, tío Totelen. Te traigo saludos de mi querida madre.
     ––¡No me hables de esa zorra!
     ––¡Hombre, que es tu hermana!
     ––¿Y tú padrastro? –– continuó el tío Totelen ––¿Continúa ese gusano con su fábrica?
A Juanote se le revolvieron las tripas al escuchar lo de padrastro. Otra vez cabalgaban los bastardos fantasmas que le señalaban como hijo ilegítimo. Pero en esta ocasión, lejos de protestar se hizo el sorprendido, viendo la oportunidad de aclarar de una vez por todas la rémora de su nacimiento.
     ––¿Mi padrastro? Colomer es mi padre ––afirmó.
     ––¿Tu padre? ¡Anda ya, tontaina!
     ––¿Entonces quién es mi padre, eh? –– se encaró Juanote con el enano ––Estoy viendo que aquí todo el mundo conoce la verdad sobre este asunto menos yo, que soy el interesado.
     ––Ah, pero la muy puta de mi hermana aún no te lo ha contado? ––sonrió el enano, recuperando de un salto su sillón –– Pues tu padre fue uno de tantos que tu madre se cepilló en su buena época, y creo recordar que fue un cabrero hurdano o algo parecido quien la preñó. Cuando éste se enteró del estropicio se echó a la fuga con cabras y todo y nunca más se le vio el pelo. Fue por entonces cuando pasó por allí el subnormal de Colomer a comprar unos chorizos caseros, y mira por donde entre tu madre y la bruja de tu abuela lo aliñaron de tal manera que lo dejaron más atontado que un zombi. ¡Coño, que lo casaron en un mes! Ya te puedes imaginar que en la dote, al pobre empresario le endiñaron la herencia del calentorro cabrero, o sea, tú, querido sobrino. Ea, pues ya conoces quien fue realmente tu padre.
     Al escuchar tan monstruosa revelación, Juanote sintió que se quedaba sin sangre en las venas. Su semblante se desdibujó de tal manera que no se sabía muy bien si iba a explotar violentamente o a echarse a llorar. Al verle así, Totelen tomó sus precauciones e intentó disculpar su dureza:
     ––Lo siento de veras sobrino ––dijo, engurruñando un grueso rostro que parecía de goma sintética ––Yo creí que tu madre te lo había contado ya.
     ––No ––respondió Juanote, que continuaba sin lograr sobreponerse a la descarnada noticia ––. Ella nunca cuenta nada. Me prometió hacerlo cuando fuera más mayor, la muy hija de puta.
     ––Desde luego tiene mandinga la cosa... ––censuró el enano –– Pero ya sabes, hijo, lo que ocurre con el carácter enrevesado y mentiroso de las mujeres. Buenas, malas, feas o guapas todas tiran al monte si no las tienes bien atadas y abastecidas, ya me comprendes. Lo mejor es pasar de ellas ––aquí hizo una obligada pausa y a continuación preguntó como si nada ––¿Bueno, y qué te trae por aquí, sobrino? ¿Se ha muerto alguien de la familia?
     ––No, no... ––ocultó Juanote lo de su padrastro.
     ––¿Entonces...?
Pero Juanote no pudo responder. En esos instantes se sentía desconectado de la realidad y con la cabeza aún bloqueada con la infamia de su origen. En este angustioso estado tornó de nuevo a escuchar la voz de barítono del enano aquel, que tornaba a despacharse  sin contemplaciones:
     ––¿Es que estás sordo, sobrino? Te pregunto para qué has venido a verme y no me hagas perder más de mi inestimable tiempo.
A punto estuvo Juanote de pegarle una patada en la boca, pero se contuvo a pesar de la furia que pugnaba por destrozarle el pecho. Ahora su máxima obsesión era abandonar aquel despacho y no volver a ver más al sujeto aquel cuya imagen comenzaba a crearle pesadillas.
     ––Bueno, sencillamente he venido a conocerte y poco más ––repuso, intentando controlarse ––. Mi madre me habló de ti y...
     ––¡Mentira podrida! ––exclamó el enano, mirándole intensamente –– ¿A qué te dedicas tú, pajarraco?
La pregunta así de pronto cogió a Juanote desarmado. Éste balbuceó, preso de aquella terrible mirada magnética y fluorescente:
     ––¿Que a qué me dedico yo?... Pues yo soy alcalde de mi pueblo ––dicho esto se mordió los labios, sintiendo que había metido la pata hasta el corvejón.
     ––¿Un menda como tú, alcalde? Así va el país ––se echó a reír el enano inteligente, aunque enseguida se puso serio y trepó de un salto a la mesa para coger a Juanote de las solapas de la chaqueta ––. Si es verdad eso que dices, me podías ayudar a montar una residencia en tu pueblo. Con tanto viejo suelto es el negocio del futuro, sobrino. –– dijo, vomitando el mortal vaho de la putrefacta chatarrería que tenía por dientes.
Juanote apartó con repugnancia el rostro y mantuvo una sonrisa descompuesta mientras devanaba sus sesos en la forma de salir del atolladero en que se había metido.
     ––Lo siento, tío Totelen. En el pueblo ya no quedan terrenos donde construir ––acertó Juanote a responder.
     ––¿Qué pueblo es ese? ¿Cómo se llama? ––volvió el enano a zarandearle la chaqueta.
Juanote titubeó de nuevo. Estaba como paralizado por la agresividad del elemento aquel. Tuvo claro que no podía decirle el nombre del pueblo porque estaba seguro que se encajaría allí. Se inventó un nombre:
     ––Pues se llama..., el Barrancal. Sí, así se llama.
     ––Está bien, sobrino. Lo buscaré en el mapa y te haré una visita un día de estos, ya verás.
     ––Bueno, pero ahora te dejo tranquilo con tu trabajo que tengo que irme ––se apresuró Juanote en escapar.
     ––¡Hablaremos de negocios, sobrino! ¡Toma mi tarjeta y llámame cuando quieras, muchacho!
     ––¡Hasta nunca, tío Totelen.


Capítulo XXII

Juanote corrió escaleras abajo y abandonó a toda prisa el lugar como si huyera del mismísimo diablo. Una vez se alejó del vetusto edificio y después de mirar varias veces hacia atrás con el miedo metido en el cuerpo, intentó sosegarse de la mala experiencia sufrida. En verdad su moral andaba por los suelos cuando tiró el paquete de caramelos que comprara un par de horas antes. El viaje había resultado, no sólo un fiasco, sino que también la amarga y definitiva revelación de su propia identidad. De pronto una viscosa ansiedad por hacer justicia y extinguir de su vida y de su memoria todo vestigio de su humillante origen le hizo acariciar la idea de buscar a su padre biológico y a las cabras para darles muerte y así hacerles pagar su ominoso pecado.
Con estos pensamientos penetró en el interior del pequeño aeropuerto para tomar el avión de regreso, y como aún restaba un par de horas para la salida de su vuelo, decidió esperar en un restaurante acompañándose de un par de cubatas de Bacardí. El móvil le sonó entonces y Juanote lo atendió de mala gana sabiendo que era Carajote el que estaba al otro lado:
     ––Sí, ¿qué pasa ahora?
     ––¿Por dónde andas, alcalde?
     ––¡Y a ti que te importa! ––respondió éste con un humor de cabras.
     ––Hombre, Juanote, la gente pregunta por el alcalde y ya tienes cola esperándote en la alcaldía.
     ––¿Y qué quieren?
     ––Pues lo de siempre, Juanote: pan y trabajo.
     ––¡Eso queda ya muy antiguo! ¡Atiende tú a esa gentuza que para eso eres el primer teniente alcalde, coño!
     ––Está bien, ¿pero cuando te vas a acercar por el Ayuntamiento? El interventor va clamando por ahí que no hay dinero para pagar las nóminas de este mes y los trabajadores andan alborotados...Debes venir, Juanote.
     ––Mañana estaré ahí ––repuso Juanote ––. Ahora te dejo que tengo algo urgente que hacer.
Para Juanote, ese algo urgente no era más que seguir dándole a la perola en busca de ese testaferro fiable que se hiciera cargo de la compra de los terrenos, consciente de que debía encontrarle antes que finalizara el plazo de la señal que había entregado. Por otro lado también era imprescindible tener muy claro la viabilidad del negocio antes de soltar el resto de la manteca. Pero la verdad es que con respecto al testaferro, no tenía mucho donde escoger. A Carajote debía descartarlo porque, además de no fiarse, era concejal del Ayuntamiento. Sólo le quedaba Papelinas ––su infame compañero de correrías ––, y también la loca de la Palmira. Sin embargo ésta última, además de vivir en el pueblo, le gustaba demasiado el dinero, y hacerla dueña de un terreno tan valioso podía ser demasiado tentador. Además, a ella la tenía reservada para el importante papel de interpretar los mensajes de la virgen.
     Cuando arribó a la capital del sur, pasaban de las cinco de la tarde. Por entonces, Juanote, ya había decidido que no le quedaba otro imperativo que confiarle a Papelinas la compra de los terrenos, aunque eso le hacía destilar una desagradable inquietud. Y en verdad no era tanto porque no pudiera confiar en éste –– Juanote era consciente que le tenía totalmente dominado ––, si no al temor que, dado el momento, Papelinas cogiera un abominable pedo de los suyos y lo echara todo a perder. De todas formas no se precipitó en solucionar este problema al considerar que aún le restaban días por delante para cumplir con el pago a la viuda del Migraña.
     Cansado y ensombrecido por los últimos acontecimientos, decidió pasar el resto de la tarde en casa de su madre, a la que encontró de parloteo con un desconocido de aspecto gordinflón y enfermizo, que resultó ser un hermano del difunto señor Colomer, que al enterarse de la repentina muerte de éste, había bajado del norte para informarse mejor sobre la luctuosa noticia. Juanote le saludó fríamente y marchó a la cocina, poniendo oído a la inquietante conversación que mantenían:
     ––¿Y dices que a mi hermano le han hecho la autopsia?
     ––Sí, porque aunque la policía tuvo claro desde el primer momento que fue un desgraciado accidente, la autopsia lo ha confirmado ––afirmó doña Elvira.
     ––Habrá que ver la autopsia que le han hecho a mi pobre hermano ––dudó el sujeto aquel, secándose un persistente sudor que chorreaba por su flácido rostro ––.Yo creo que a mi hermano lo han asesinado.
     ––¡Por Dios, no digas eso, Tugurio! La policía ha confirmado que ha sido un accidente ––se espantó doña Elvira.
Al escuchar aquello, Juanote frenó en seco y retrocedió unos pasos para escuchar mejor lo que decían. En verdad la palabra asesinato le había puesto en alerta.
     ––Bueno, lo mismo no han puesto el interés necesario en la investigación –– prosiguió el tipo aquel, más sudoroso si cabía ––. Lo que no es muy normal es que mi hermano se cayera por unas escaleras que, según tú, estaba harto de subirlas y bajarlas. Alguien le pudo empujar o hacer que tropezara con algo; alguien que le odiara y se beneficiara con su muerte.
     ––¿Pero, quién? Mi pobre pichurri no tenía más enemigo que su propio trabajo en la fábrica ––exclamó la mujer, dejando asomar una pretendida lagrimita––. Eso que dices es absurdo, Tugurio.
Juanote estaba que trinaba. Se preguntaba por las intenciones del sujeto aquel con aires de un Perry Mason trasnochado. El individuo en cuestión continuó hablando y en esta ocasión fue al grano:
     ––Bueno, tengo entendido que a ti y a tu hijo os ha dejado un buen pellizco de herencia.
     ––¿Qué insinúas? El hecho que seas el hermano de mi difunto esposo no te da ningún derecho a...
Juanote entonces entró en escena.
     ––¿Qué ocurre, mamá? ––preguntó tras mirar al visitante de forma amenazadora ––¿Te está molestando el tipo este?
     ––Yo no soy ningún tipo –– respondió el Tugurio ––. Soy tu tío y trabajo como inspector de la policía de Burgos. Bueno, trabajaba porque ahora estoy jubilado.
     ––Y yo soy el alcalde de este pueblo, ¿pasa algo? ––respondió Juanote con chulería, aunque un tanto alarmado por la profesión de aquel.
     ––Bueno, bueno ––terció la madre, que conocía la mala leche del hijo ––. Haya paz en esta casa y respetemos el luto. No pasa nada porque tu tío se preocupe por lo sucedido a su hermano.
Pero Juanote no lo consideraba de este modo. Estaba seguro que el tal Tugurio quería algo y mucho se temía que fuera dinero. Por eso fue al grano cuando preguntó sin rodeos:
     ––Pero bueno, Bueno, ¿usted qué es lo que realmente quiere además de venir a esta casa a lanzar infundios y sospechas?
     ––Quiero doce mil euros como parte de la herencia de mi hermano ––respondió el gordinflón sin cortarse un pelo.
     ––¡O sea que quiere doce mil euros por la cara! ¡Esto es el colmo! ––exclamó Juanote entre aspavientos ––¡Viene un pasma al que nunca he visto y nos chantajea por el morro!
El gordo se incorporó, entonces, y con gran aplomo, se dirigió a Juanote en estos términos:
     ––Calma, sobrino. Lo único que pretendo es una pequeña ayuda económica de la familia a cambio de dejar las cosas como están. Porque de lo contrario, mañana puedo acudir a mis compañeros para que abran una investigación en profundidad sobre la muerte de mi pobre hermano. ¿Hablo claro, jovenzuelo?
     ––Pero lo de tu hermano fue un accidente, Tugurio ––tornó a intervenir doña Elvira, no entendiendo la oportunidad de aquellas sospechas, aunque Juanote sí recogió el guante del viejo sabueso aquel y olfateó el peligro. En un santiamén cambió su discurso:
     ––Está bien y no se hable más ––dijo, forzando una perra sonrisa ––. Si el tío Tugurio necesita esos doce mil euros los tendrá, por algo somos familia, ¿verdad, mamá?
     ––Bueno, si se lo das tú.
     ––De eso nada, guapa. La aportación debe ser solidaria. Se lo daremos entre los dos ––zanjó Juanote tras fulminar a su madre con la mirada.
     Madre e hijo extendieron dos cheques de seis mil euros cada uno y Juanote se los ofreció al poli aunque no los soltó de sus dedos hasta asegurarse de que éste se marcharía sin más historias.
     ––No te preocupes, sobrino. En cuanto los cobre cogeré el AVE de mañana por la mañana ––aseguró el tal Tugurio con el rostro de tal manera descompuesto que a Juanote le hizo pensar que estaba bastante enfermo. Entonces le preguntó por su salud:
     ––Sí, sobrino. Tengo más azúcar que una plantación de remolacha ––confirmó el Tugurio ––. Me tengo que marchar ahora mismo porque no me encuentro demasiado bien y me he dejado en el hotel la insulina.
    ––¡Vaya por Dios! O sea que con un caramelito de nada...    ––comentó Juanote con cara de circunstancias.
    ––Así es, sobrino. En estos momentos la debo tener demasiado alta por la excitación de lo de mi hermano, creo yo. Ahora cogeré un taxi que me lleve al hotel.
Juanote comenzó a considerar que aquellos cheques muy bien  podían ser de ida y vuelta. De esta manera continuó hurgando en la situación personal de su tío, poniendo cara de penita sureña:
     ––Pues se le ve bastante mal, tío Tugurio. ¿Quiere que avise a su familia?
     ––No tengo más familia que vosotros. No estoy casado y vivo solo ––respondió el ex policía encharcado en sudor.
––¿Entonces nadie sabe que está aquí?
     ––No. Se me ocurrió hacer una escapada para pediros ese dinero. Me hace ilusión comprarme un terrenito donde cultivar verduras y matar así el aburrimiento. ¡Estoy tan solo en la vida! ––gimoteó el gordinflón, entre espasmos y temblores que aumentaban de forma alarmante.
     ––¿Qué le pasa ahora? ¿Porqué tiembla de ese modo?
     ––¡Ay, sobrino que me entra el telele, que me entra...! ––se derrumbó sobre un sillón –– ¡Necesito rápidamente un trozo de cebolla o leche caliente con canela para bajarme la azúcar!
Doña Elvira se levantó con premura para buscar en la cocina lo que el hombre pedía y Juanote fue tras ella. Cuando la mujer fue a cortar un trozo de cebolla, el hijo la detuvo, mirándola con un destello criminal.
     ––¿Qué haces, estúpida? ¿Acaso pretendes regalarle los doce mil euros? ¡Anda y que se muera!
     ––Pero Juanote, eso es una cabronada.
     ––Tú lo has dicho, madre. Una cabronada digna del cabrón del hijo del cabrero. Ese madero morirá de muerte natural. Te lo digo yo.
Doña Elvira se hizo la loca con lo del cabrero y continuó con sus temores:
     ––Pero van a sospechar, hijo. Primero mi pobre pichurri y ahora su hermano. Nos lo quitarán todo y nos meterán en la cárcel.
     ––Nadie va a sospechar ni nos va a quitar nada, porque al gordo ese lo entierro en el jardín y nadie se enterará. Además, tú tranquila que la Virgen de la Ensenada guía mis pasos ––repuso Juanote con ojos de iluminado.
     ––¡Jesús, qué cosas dices! No metas a la Virgen de, ¿de dónde has dicho?...
     ––¡¡Qué me muero!! –– gritó el infeliz aquel en el salón –– ¡¡Traedme por caridad aunque sea media cebolla!!
     ––¡Aguanta, tío Tugurio, que ya vamos! ¡Te estamos preparando una ensalada que te vas a chupar los dedos! ––respondió Juanote entre despiadadas risas mientras cogía a su madre por el brazo y la arrastraba fuera de la casa.
     ––Pero, ¿dónde me llevas ahora?
     ––Venga, que hay que celebrar que hemos recuperado los doce mil euros. Te invito a cenar en la capital mientras la parca hace su trabajo.
La madre miró con espanto al hijo. En esos momentos pensó que el fulano aquel de las cabras debió ser un monstruo.


Capítulo XXIII

     Al día siguiente, Juanote se levantó bastante tarde y con el cuerpo dolorido. Se había pasado gran parte de la madrugada cavando una fosa y este menester le había producido tremendas agujetas. Sobre la una de la tarde se presentó en el Ayuntamiento, dirigiéndose directamente a su despacho en la alcaldía para desde allí llamar al móvil de la Palmira:
     ––¿Palmira? Soy el alcalde. Esta noche he tenido un sueño revelador.
     ––¡Señor alcalde, qué alegría! ¿Quiere que le interprete el sueño?
––No hace falta. La virgen me ha dicho que se va aparecer y quiero hablar contigo de negocios.
     ––¿Qué se va a aparecer la virgen? ¡Ay, qué hermosa noticia! Ya sabe usted que me tiene para lo que se le antoje, señor alcalde ––respondió la vidente.
     ––Esta noche a las nueve nos veremos en tu casa y te explicaré el mensaje de la virgen. No se lo cuentes a nadie pues este asunto será un secreto entre tú y yo.
Nada más colgar el teléfono irrumpió el interventor en el despacho con una tajá como un piano.
     ––¡La gente quiere cobrar y no hay un puto duro, señor alcalde! ––gritó con la mirada extraviada.
     ––¡¡Me cagueeeenn!!... –– bramó Juanote ––¡¡Nada más pensáis en cobrar, atajo de mangantes!!
En ese instante entró Carajote, que había escuchado los gritos.
     ––¿Qué pasa, Juanote? ¿El gobierno no va a cobrar?
     ––¡¡Aquí no cobra nadie, coño!! ¡¡Cuando vuestro alcalde cobre, cobraréis todos vosotros!!
El interventor cayó en redondo al suelo.
     ––¡¡Sacar a este borracho de mierda de mi despachoooo!!
El personal de confianza de la alcaldía se apresuró en cumplir la orden del alcalde, y sacaron a rastras a Casimiro ante la impávida mirada de Carajote, que enseguida vio la oportunidad de vengarse:
     ––Ahora tienes la ocasión para abrirle a ese cabrón un expediente y echarlo a la calle como quedamos.
     ––Bueno, ya veré lo que hago con ese inútil –– tomó Juanote asiento en el sillón y aspiró con ansiedad el humo de un largo y fino cigarro puro. Carajote le miró preocupado.
     ––¿Qué va a pasar con la nómina, Juanote? ––le preguntó ––Yo necesito dinero urgente.
     ––¡Coño, y yo! ¡No te jode!
En ese preciso momento apareció en la puerta del despacho una mujer de mal aspecto con un bebé en sus brazos y llorando si tenía que llorar.  Suplicó leche infantil para su hijo.
     ––¡Pero bueno! ¿Usted se ha creído que esto es una farmacia o un supermercado? ––le espetó Juanote de malos modos.
     ––Mi hijo tiene hambre, señor alcalde, y en casa nadie tenemos trabajo.
     ––¡Y a mi que me cuenta¡ ¡Yo también debía de estar comiendo a estas horas y aquí me tiene, al pie del cañón, trabajando para el pueblo! ––repuso el primer edil echando una ojeada a su viejo y siniestro reloj de las “SS Totenkopf” heredado de la colección de su padrastro.
Carajote sacó entonces veinte euros de su bolsillo y se lo dio a la mujer ante la perplejidad del alcalde, que enseguida le censuró:
     ––Así nunca harás fortuna, tío. ¿Qué vas de Cáritas por la vida?
     ––Te equivocas, Juanote ––repuso Carajote con mal humor ––. Sólo pretendo mantener vivo el voto cautivo del negocio. Tú también debías de hacerlo si es que quieres ser alcalde por muchos años.
     ––¿Voto cautivo? ¿Qué coño quieres decir con eso?
     ––Pues que mientras esta gente dependa de nosotros, siempre nos votará Te falta aún mucho rodaje político, alcalde.
     ––Bueno, pues para mantener ese voto cautivo que dices ya estás tú. Total, regala el dinero que te sobra y listo.
     ––Continúas equivocándote. En política no se regala nada, siempre se da a cambio del voto  ––continuó Carajote, imperturbable.
     ––¡Está bien, tío listo! ––despotricó Juanote, que no era nada dado ha recibir lecciones de nadie ––Lo que no sé es porque te pusieron Carajote con lo listillo que aparentas ser.
     ––Pues tú ándate con cuidado con los tontos.
     ––¿Ves? En eso llevas razón ––sucumbió Juanote, pensando en su tío Totelen ––. Si yo te contara una de tontos...
     Acto seguido, ambos abandonaron el despacho con la intención de tomarse unas cervezas en la taberna de la plaza, pero cuando bajaban las escaleras fueron interceptados en el rellano por una nutrida hueste del aguerrido Comité de Empresa del Ayuntamiento que, nada más ver al alcalde, le increpó a cara de perro:
     ––¿Cuándo vamos a cobrar los trabajadores? ¡Si no hay dinero, no salimos a trabajar!
     ––¡¡Y que conste que vamos a ir a la huelga si es preciso, señor alcalde!! ––amenazó a gritos el más grandote de ellos, que llevaba una barba de tres semanas y era el presidente de la gavilla aquella.
Juanote vaciló un instante; luego su rostro se afiló mortalmente y explotó, echando espuma por la boca:
     ––¿Me estáis amenazando, granujas? ¡¡Largo de aquí, pandilla de maleantes enchufados!! ¡¡Os voy a echar a todos a la calle!!
     ––¡Eh, eh, señor alcalde! ¡Eso no son formas...! ––intentó responder el grandullón con el miedo metido en el cuerpo.
     ––¡¡A trabajar he dicho, atajo de mariconas!!
En lo que canta un santiamén, los rudos miembros del Comité se esfumaron como por arte de magia. Carajote miró, entonces, a Juanote con asombro y exclamó:
     ––¡Joer, tío, eres la repera. Mi padre nunca se hubiera atrevido a tratar así a esta mafia.
     ––Pues ya es hora de que se vayan acostumbrando. Mañana echaré a un par de ellos a la calle y ya verás la cagada que cogen todos.
     Una vez en la cafetería, pidieron cerveza y algo de picar. Hacia bastante calor en el local y Carajote se quejó al dueño, un espabilado que se estaba forrando con los desayunos y tentempiés servidos a los funcionarios y trabajadores del Ayuntamiento. Juanote observó por unos instantes a su compañero mientras éste discutía, y volvió a darle vueltas a la conveniencia de contarle la historia que pensaba montar. Le preguntó por el viaje a Fátima.
     ––¿Fátima? Menudo rollo, tío ––respondió ––. La gente anda de rodillas por allí y otros se  arrastran como bichos... Aquello es una cosa mala.
     ––Pero, ¿había gente?
     ––¿Gente? La tira, Juanote. Aquello sí que es un negocio redondo. Entre las casas que se venden o alquilan, los hoteles, los souvenir, las limosnas y el mamoneo...
     ––¿Y allí qué milagro hubo? ––tornó a preguntar Juanote, deseando saberlo todo de aquel lugar.
     ––Pues que se apareció la Virgen a tres pastorcillos que, de seguro, alucinaban de hambre. Lo de siempre.
     ––¿Y hubo algún mensaje? ¿Dijo la Virgen que se montara todo ese tinglado?
     ––Verás, yo no sé mucho de esa historia, Juanote, sólo lo que he escuchado. Según parece la Virgen dijo algo así como que el mundo tenía que rezar para que Rusia se convirtiera.
     ––¿Se convirtiera en qué?
     ––¡Y yo qué sé! Al capitalismo, digo yo.
     ––¡Ah, que la Virgen es capitalista!
     ––¡Joer, Juanote qué paliza me estás dando con el rollo éste! ¡Yo que sé si la Virgen es o no capitalista! Lo que tengo claro es que comunista seguro que no es. Eso de repartir no parece hacerle mucha gracia a la Señora.
     Juanote escuchaba atentamente todo lo que escapaba de la boca de Carajote sobre este asunto, y entonces pensó que podía utilizar lo de Rusia en su montaje de la Ensenada. Sonaba bien el mensaje anticomunista aquel, y de alguna forma la gente lo conectaría con Fátima dándole más empaque a la tramoya. Incluso, en un momento de desvarío y alucine total, Juanote creyó que la propia Virgen le mandaba en esos instantes un mensaje por boca de Carajote, sobre la poca gracia que parecía hacerle a la Señora los verbos repartir y compartir, por lo que Juanote lo tomó como una revelación, como un mensaje subliminal en el que la Virgen le advertía sobre la no conveniencia de compartir con Carajote su magno proyecto, al menos en esos momentos.
     Una vez abandonó el hijo de Tapacubos el local, Juanote se pasó el resto de la tarde bebiendo y jugando unos billares con algunos vecinos del pueblo hasta que se acercó la hora de visitar a la Palmira. En esta ocasión la mujer le recibió en bata, con el rostro saturado de coloretes y los labios como dos pimientos morrones. Le hizo pasar enseguida al comedor de la casa entre reverencias y agasajos.
     ––He preparado caldereta, señor alcalde. Podía quedarse a cenar conmigo y así me cuenta el sueño ese que ha tenido ––dijo la cincuentona, relamiéndose los morros.
El buen olfato de Juanote captó enseguida el exquisito estofado y aceptó la invitación de la mujer, porque además tenía el estómago totalmente arguellado después de tantos cubatas y fumar como un carretero.
     Una vez sentados a la mesa, el alcalde le contó por encima su idea sobre la aparición de la virgen en la playa y el papel a cubrir por Palmira.
     ––¿Entonces me hablará la virgen a mi? ––preguntó ella, totalmente emocionada.
     ––No, Palmira, no. Tú te limitarás a trasmitir a la gente el mensaje de la señora.
     ––¿Y qué mensaje es ese? Ah, usted se refiere al de su sueño.
     ––¡Déjate de historias que pareces tonta, coño! Esto es un negocio donde podrás ganar dinero. Los mensajes te los dictaré yo, ¿comprendes?
     ––¿Entonces no se aparecerá la virgen?
     ––Noooo ––se armó Juanote de paciencia ––. Te lo he dicho al principio. Todo esto es un negocio, un montaje que prepararemos entre tú, yo y un amigo.
La vidente dejó entonces de comer y entristeció repentinamente. Ella se había ilusionado con la idea de ser la intérprete de la virgen.
     ––Entonces dice usted que la virgen será un maniquí ––insistió la mujer con voz apagada ––. Pero eso es un fraude, señor alcalde.
     ––¿Te parece bien un fraude de dos mil euros por aparición? ¡A qué mola!
     ––¿Cuántas apariciones, cuántas? ––resucitó la Palmira como una lagartija ante un rayo de sol.
     ––Pues quizás tengamos que hacer varias, no sabría ahora decirte. En realidad el tiempo necesario hasta que cunda el fervor popular en Pozopodrido.
     ––Eso puede suponer lo menos de cuatro a seis mil euritos, ¿verdad, alcalde?
     ––Más o menos.
Ahora, la vidente, se mostró exultante de alegría de tal manera que intentó, incluso, justificar la indecente propuesta del alcalde dándole la vuelta a su manera:
     ––Pues es una brillante idea la suya, señor alcalde. Con este bienintencionado truquito convertiremos a todos los vecinos de este corrupto pueblo en gentes de bien. Ya no blasfemarán, ni escupirán en el suelo, ni se emborracharán, ni habrá más comunistas ateos...
     ––Bueno, si tú lo dices... A mi todo eso me importa un carajo ––respondió, Juanote, apurando la salsa con un trozo de pan.
     ––¡Ay, es usted demasiado modesto, señor alcalde –– comentó ella, abriéndose el escote y dejando aflorar sus flácidas mandingas ––. Pero yo sé que detrás de ese aspecto de niño travieso, se esconde un santo varón con un corazón de oro.
     ––Pero, ¿qué haces? ––exclamó, Juanote, temiéndose lo peor ––¡Venga, tápate las botijas que hoy tenemos que trabajar!
     ––¡Ay, es que su bondad me produce unas calores...!
Tras la llamada al orden, Juanote se limpió los dedos con una servilleta y comenzó a escribir con avidez lo que sería el primer mensaje de la señora. Después de algunos tachones en el papel se lo leyó a la vidente con voz impostada.
     ––Atiende a ver que te parece: “Soy la virgen de la Ensenada. Recemos todos juntos por nuestros pecados y por la conversión de Rusia”. ¿A que suena de puta madre? –– miró a la vidente con la satisfacción del que ha escrito un best seller. Pero la Palmira dudó mucho de aquel buen hacer porque sobre Fátima lo sabía todo y más.
     ––Lo que no entiendo es eso de la conversión de Rusia. ¿En qué se tiene que convertir ahora, señor alcalde? Rusia dejó de ser comunista hace tiempo.
     ––¡Y yo qué sé! ––respondió, Juanote, molesto por la crítica ––Pero creo que suena bien, le da empaque al asunto.
     ––¿Y por qué no rezar por la conversión de Pozopodrido? ––repuso ella, rascándose el pepe con disimulo.
Juanote frunció un instante el ceño y luego sonrió complacido.
     ––Perfecto, Palmira. Esa observación tuya está pero que muy bien pensada ––se felicitó el alcalde, que se apresuró a remendar de nuevo el papel para corregirlo.
     ––¿Y para cuando sería el milagro ese que dice?
     ––Pues cuanto antes mejor ––repuso, Juanote, guardándose el escrito en el bolsillo ––. Ya hace bastante calor y la gente acude por las noches al chiringuito de la playa. Pienso que, incluso, podíamos estrenarnos el próximo sábado, siempre que no haya luna, claro está. Luego se correrá la voz en el pueblo.
     Juanote se incorporó con la intención de abandonar el domicilio, y fue entonces cuando la Palmira se jugó su última carta, abriendo con descaro sus celulíticos muslos como postrero reclamo de una fiesta que se le escapaba.
     ––Podía quedarse a dormir aquí, señor alcalde.
     ––¡Te he dicho que nada de sexo guarro cuando se está trabajando, Palmira! Además, tengo que llamar a mi socio esta misma noche porque sólo nos quedan tres días para prepararlo todo. Ya te llamaré mañana para ensayar la historia esta.
La mujer atrapó entonces las manos de Juanote y comenzó a besuquearlas desesperadamente entre apasionados exhortos:
     ––¡Ay, mi alcalde del alma! ¡Lo que usted diga, lo que usted mande! ¡Soy su esclava!
     ––¡Quita, leche! ¡No me chupes las manos! ¡Joder con esta tía!
     ––¡Ay, si es que saben a santidad! –– continuó ella dale que te pego.
     ––¡¡Qué me dejes ya, carajo!! –– la empujó, Juanote, violentamente...





continuará.

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