Capítulo XL
No transcurrieron muchos minutos de aquel sosiego cuando las luces de un vehículo embozado en la noche se encendieron repentinamente a su espalda, iluminando grotescamente la escena. Muy sorprendido, Juanote volvió la cabeza pero la luz cegó sus ojos sin dejarle ver nada. En ese instante pensó que podía ser Papelinas y exclamó sin moverse de donde estaba:
––¿Qué tripa se te ha roto ahora? ¡Apaga esas luces, desgraciado!
––¡A ti si que te voy yo a desgraciar las tripas! ––respondió una poderosa voz con acento extranjero.
Al escuchar aquello, Juanote se incorporó de un brinco al tiempo de advertir tres sombras amenazadoras que avanzaban hacia él recortadas por la luz de los faros.
––¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué queréis? ––preguntó, Juanote, al tiempo que intentó refugiarse en el coche.
Sin embargo los tipos aquellos no le dieron cuartel y cayeron sobre el alcalde como alimañas sedientas de sangre. Fue entonces cuando Juanote pudo reconocer al más robusto de ellos.
––¡El Rumano! ––exclamó aterrado.
––¡El mismo que viste y calza, soplón de mierda! ––repuso el mortal delincuente, atrapando con su proverbial penca el apetecible gañote de Juanote –– ¡Ahora me vas a pagar con intereses los dos meses largos de talego, asqueroso chivato!
Ante la grave situación, Juanote quiso emplear su vieja táctica de mantenerse tranquilo y entrar a negociar con aquel energúmeno:
––¡Está bien, está bien, hermano! Todo tiene un precio... Te pagaré esos dos meses de trena a precio de oro.
Sin embargo, algo terriblemente inquietante comenzaba a suceder cuando, Juanote, observó las sombras de los otros dos tipos, imbuidos en tenebrosas sudaderas, moverse con premura y rescatar de la furgoneta lo que le pareció unos largos tablones de madera que dejaron sobre la arena. La visión le asustó sobremanera, y también el silencio del Rumano que se limitaba a tenerle totalmente inmovilizado con aquella enorme navaja que, por segunda vez, amenazaba su cuello. Entonces se acordó de las palabras del asesino aquel cuando le dijo en el hotel que había crucificado a más de un colega por intentar engañarle. Fue entonces cuando su estrategia de mostrase sereno se derrumbó estrepitosamente, tornándose ahora plañidero y suplicante:
––¡Por favor, Rumano, te daré lo que me pidas...! ¡Te haré socio de mi gran negocio! –– sollozó si tenía que sollozar ––¡Aquel día estaba borracho y drogado! ¡Tú sabes lo que es eso!
––Yo no lo sé porque nunca he tomado droga, amiguito. Sólo la vendo a inútiles e indeseables como tú ––respondió con terrible frialdad el fulano procedente de los Cárpatos.
En su desesperación, Juanote continuaba sin perder ojo a los movimientos de los otros compinches que se afanaban por seguir rescatando utensilios de la furgoneta, y que a juzgar por el ferroso sonido que producían, al alcalde se le antojaron clavos o algo parecido. En uno de los momentos uno de aquellos tipos preguntó al Rumano:
––¿Le vas a poner también la corona de espinas?
––¡Pues claro! Le daremos a mi nuevo socio más fama de santo de la que ya tiene ahora. A lo mejor viene su virgen y lo salva, ¿verdad socio? [infames risotadas].
Visto los acontecimientos, Juanote se cagó literalmente en los pantalones, y no sabía más que gritar entre lloros y balbuceos:
––¡¡Te daré el cincuenta por ciento del negocio, Rumano!! ¡¡Son milloneeees!!
––¿El cincuenta por ciento? [risa sarcástica] ¡Pues es una lástima porque hoy he venido aquí a crucificar a alguien! ¡Lo dice mi agenda!
El Rumano, que parecía divertirse como un maldito cosaco, observaba cómo sus compañeros aseguraban con enormes clavos la travesera que conformaba la rústica cruz. Comentó con socarronería:
––Éste quedará mejor que el marqués ese de mierda que ahorcamos en un olivo y que al final parecía un espantapájaros...
––¡Vaya que sí, Rumano! ––repuso el embozado repolludo.
Totalmente aterrorizado, Juanote se giró para reconocer con espanto la chaparra figura del que no era otro que el mismísimo...
––¡¡Manonegra!!
Intentó entonces gritar, pedir socorro con todas sus fuerzas ante el contubernio de maldad que se cernía sobre él, pero el Rumano se lo impidió de forma fulminante, introduciéndole con brutalidad un mugriento trapo en la boca para sellarla a continuación con un trozo de cinta adhesiva. Después, el temible bandido ató al alcalde de pies y manos.
Juanote no podía creerse lo que estaba sucediendo. Por un segundo se preguntó qué hacía allí Manonegra con el Rumano y qué clase de abominable banda era aquella. Comprendió entonces la astucia del enloquecido jornalero cuando se aseguró su particular justicia de la memoria histórica con su abuelo, haciendo que el propio Rumano –– al que en su locura reconvirtió en brigadista internacional –– colgara al marqués. Vuelto a la realidad, sus ojos se desorbitaron cuando advirtió los enormes clavos que los ayudantes del Rumano colocaban cuidadosamente junto al tosco martillo. Pero aquello era imposible, se repetía, convencido de que el monstruo aquel sólo pretendía meterle miedo y que al final todo terminaría en un escarmiento, en una pavorosa broma antes de pactar algún tipo de acuerdo o soborno. Sudando como un poseído por la malaria, el alcalde escuchó de nuevo la voz ronca y sin alma del feroz y digno representante de la Rumania postsoviética:
––Una vez que te clavemos, rajaré tu barriga de abajo arriba para que te escurran tus apestosos mondongos. Así morirás lentamente entre espantosos dolores. Lo pone también mi agenda ––dijo, soltando otra fatídica risotada.
A cada minuto, a cada segundo que pasaba, la historia se tornaba más real e imparable. Cuando aquellos hombres, fieros y sanguinarios, se dirigieron a Juanote para arrancarle las ropas a jirones, éste asumió que no pararían hasta cumplir el propósito que llevaban y que no era otro que crucificarle. El alcalde intentó de nuevo gritar, y rompió a llorar compulsivamente medio asfixiado como estaba con aquel trapo obstruyendo su garganta. En esos momentos se arrepintió profundamente de su estupidez y de no haber hecho caso a Papelinas, creyéndose el rey del mambo. Pero ya parecía ser demasiado tarde. Su agónico llanto se mezcló con desesperadas peticiones de auxilio a su virgen de la Ensenada para que hiciera un milagro, para que le salvara del martirio que se avecinaba. Sin embargo y para su desdicha, sólo acudió a sus ruegos la horrenda imagen del estrafalario muñeco aquel, sin nariz y con la boca espantosamente pintarrajeada de rojo.
La madrugada se alargaba, cansina y calurosa, cuando los criminales facinerosos colocaron a Juanote sobre la cruz. El Rumano cogió entonces el enorme martillo y lo alzó sobre el clavo con gesto prepotente. Fue entonces cuando el alcalde creyó advertir en los fieros ojos del matarife unos extraños guiños que le hacía a Manonegra mientras reía con la herramienta en alza a punto de descargar el fatal impacto. Sin embargo pasaron unos interminables minutos, quizás demasiado largos, antes que un golpe seco rompiera el silencio de la solitaria playa y otros le siguieran, rítmicos, atroces, despiadados...
Capítulo XLI
Al amanecer de ese viernes, el Manubrio acudió a la playa, como de costumbre, para abrir el chiringuito y servir el café y la copita a los abuelos madrugadores y algún que otro impenitente borracho. El sol apenas comenzaba a adivinarse más allá del mar cuando advirtió la impresionante y solitaria silueta de un crucificado cerca de la orilla. Impactado por la visión, el viejo comunista se acercó y miró durante unos segundos el cuerpo ensangrentado y apenas reconocible de aquel desgraciado coronado de espinas. Entonces no pudo evitar santiguarse con un grito de espanto:
––¡¡Es el alcalde!! ––exclamó con ojos desorbitados ––¡Es nuestro alcalde!
Después dio media vuelta y, a pesar de su osteoporosis galopante, salió echando chuzos de allí y gritando si tenía que gritar:
––¡¡Han crucificado a nuestro alcalde!! ¡¡Han crucificado a nuestro alcalde en la playa!!
Pronto la noticia corrió como pólvora seca y la playa fue poblándose de gente del pueblo y de la comarca, que arrodillados frente a la espeluznante visión, rezaban el rosario e imploraban el perdón de sus apestosos pecados frente a lo que consideraban la pasión de un santo. El crucificado apenas podía mantener los ojos abiertos, y miraba con extravío a todo aquel gentío postrado a sus pies, y los maldecía si tenía que maldecir. ¿Por qué los hijos de puta en vez de rezarle no le ayudaban? ¿Por qué no intentaban, al menos, bajarle de la cruz y llevarle a un hospital? ––se preguntaba una y otra vez con desespero. Los intensos dolores habían destrozado la sensibilidad de su cuerpo, y apenas sentía nada salvo la horrible sensación de aquellos interminables metros de tripa que escapaban, lentamente, de su reseco vientre ahora reconvertido en cueva de moscas.
A medida que levantaba la mañana, la muchedumbre se agolpaba cada vez más numerosa y espesa. Habían llegado helicópteros de todos los lugares, unos con periodistas y otros con prohombres y grandes jerifaltes del país atraídos por la noticia y a no perderse el cruento espectáculo. Entre ellos estaba don Chavitos y sus secuaces, y también los altos mandatarios de la Iglesia con Ronco Vayatela a la cabeza, que al observar todo aquel tinglado comentó complacido:
––No cabe duda que ese muchacho trabaja a lo grande. Menudo escenario se ha montando el muy cabrito.
Densas nubes comenzaron, entonces, a oscurecer los inicios del caluroso día, haciendo más sobrecogedor, si cabía, el espeluznante acto. Sin embargo, a medida que transcurrían las horas, algunos de los presentes, sobre todo periodistas, comenzaron a quejarse de que no pasara nada aparte de la larga y aburrida agonía del crucificado, aunque la gente sencilla que colmaba la playa aguantaba bien, con sus sillitas plegables, sus bocadillos y sus continuas escapaditas al chiringuito para hincharse de vino y cerveza. Ni que decir tiene que el Manubrio estaba haciendo ese día su agosto con el establecimiento y la playa a rebosar de clientela. De cuando en cuando y para animar al personal, estiraba su nervudo y correoso gañote y gritaba:
––¡¡Viva San Juanote, alcalde y mártir!!
––¡¡Viva!! ––respondían los jodidos presentes, levantando, alegremente, sus jarras de cerveza o su mostito pasado de tiempo.
Es justo aclarar aquí que, normalmente, las gentes del sur manifestamos de este manera nuestro dolor y nuestra fe en lo divino y lo humano, siempre al calor de un buen caldo y mejor pitanza si la cartera da lugar. A más de uno le caen gruesos lagrimones de profundo y devoto sentimiento ante un buen plato de jamón de bellota recién cortado, mientras admira, bien apalancado, los vibrantes y apoteósicos meceos de la Trianera o del Cristo de los Faroles. En el sur somos así, reimos, lloramos y nos cagamos en tus muertos todo al mismo tiempo, y no hay más remedio que aceptarlo y entenderlo de la mejor manera
A esas horas se dejó caer por la playa la Palmira que, con un cabreo de aquí te espero, se abrió paso a codazos y empujones para ponerse frente al crucificado e increparle con malos modos:
––¡Qué! ¡Al final se lo está montando usted solito! ¿Y mi dinero? ¡Quiero mi dinero!
El crucificado vomitó con dramática arcada el asqueroso trapo que taponaba su boca, y con ojos moribundos, miró con extravío a la mujer y le suplicó con un susurro:
––Bájame de aquí, tía, bájame de a...
––¡Pero si está usted hecho un asco! No parece ni el mismo... ¡Habrá que ver lo que ha hecho para tener las tripas por los suelos!
––Ha sido el Rumano, ese traidor...
––¿Queeé? ¿Qué han sido los romanos?
Deseosa de recuperar protagonismo, Palmira se revolvió al expectante gentío y gritó:
––¡Han sido los romanos! ¡Los romanos han venido esta noche y han crucificado a nuestro alcalde, lo mismo que crucificaron a Jesús!
La noticia causó al principio un sordo murmullo, que recorrió como una ristra de triquitraque la temerosa gleba, sin embargo pronto estalló ésta en sonoras carcajadas, aquí, allá y acullá, ¡vamos, en un mayúsculo pitorreo general! Y es que a pesar de que la inmensa mayoría de los presentes eran todos unos enjutos mentales, muchos de ellos habían visto en su vida demasiadas películas de romanos, y aquello no se lo tragaba nadie. El cardenal Ronco se agitó entonces muy contrariado, temiendo que al final la grandiosa y espectacular representación terminara en un bochornoso circo. Con la mala leche que caracterizaba al viejo preboste, cogió el megáfono que llevaba su asistente y gritó con voz aguerrida y salvaje:
––¡¡Han sido los terroristas de la JETA!! ¡¡Un infernal comando de la JETA ha bajado del norte y ha crucificado a nuestro santo y venerable alcalde de Pozopodrido!! ¡¡Tomemos venganza!!
La furiosa arenga dicha por boca del respetadísimo primer preboste del país enseguida prendió como yesca en la inmensa y descontrolada turba, que pronto comenzó a vociferar, enfurecida y con ganas de bronca:
––¡¡Muerte a los asesinos del norte!! ¡¡Incendiemos sus casas!! ¡¡Violemos a sus mujeres!!, ¡¡A las feas no!! ¡¡Degollemos a sus hijos!! ¡¡Viva España manque pierda!! ––berrearon unos y otros, blandiendo navajas, cuchillos de cocina, tenedores de plástico y algún que otro bocadillo de mortadela y tortilla de patata.
A todo esto, el cielo oscureció como la noche, y sobrecogedores truenos rodaron sobre la Ensenada, haciendo que la muchedumbre enmudeciera, totalmente aterrada, y volviera sus ojos al crucificado. El cardenal Ronco Vayatela se abrió entonces paso entre el gentío para colocarse al pie de la cruz, y allí increpó a la moribunda víctima, exigiéndole que cumpliera con su promesa:
––¿Me oyes? Tienes que gritar un no al aborto bien fuerte, tienes que cumplir con nuestro acuerdo. Si lo haces, te prometo un puesto a la diestra de Dios Padre.
––Bájeme de aquí ––masculló el crucificado con un soplo de voz.
––Primero cumple con lo que te he dicho.
Al ver que el moribundo se resistía, el cardenal pegó un salvaje tirón a la tripa que aún le colgaba y éste aulló de dolor:
––¡¡¡ No al abortooooooo!!! ––dio aquí su último y agónico berrido.
Al escuchar aquello, Don Chavitos, que se encontraba cómodamente instalado bajo un velador y al amparo de un Bourbon de gran reserva, meneó la cabeza y se quejó a su inseparable Gaspar:
––¡Será hijo puta el nota ese! Mira que manifestarse públicamente contra el aborto, siendo alcalde del P.O.T.E.. En el futuro habrá que tener más cuidado con quien entra en la familia, Caspar.
––Pues a ese desgraciado lo metió Tapacubos ––comentó el inefable Tarrinas, quitándose pulgas.
––Pues que se joda el Tapacubos ese en la cárcel, por gilipollas.
––¿Entonces, el negocio sigue adelante, Chavitos? ––preguntó, indolente, el enano bien trajeado.
––Pues claro y ahora más que nunca ––esnifó con disimulo un poco de coca ––. Después de este montaje, Pozopodrido de la Ensenada se convertirá en una mina de oro, ¡qué digo!, ¡de diamantes de sangre!
––Pero Ronco está aquí. Al final tendremos que negociar con él.
––Y con el mismísimo Satanás si ello beneficia a las arcas del partido y a las nuestras, mi querido y fiel Casparín ––concluyó tranquilamente el Presidente, sirviéndose otro generoso pelotazo.
El crucificado hacia algunos minutos que había inclinado la cabeza sobre su hombro derecho y su cuerpo no se movía. El gentío que le rodeaba apenas le echaba ya cuenta, enzarzado como estaba con sus jarritas de cerveza y en acaloradas y bizantinas discusiones sobre un tal Choperas, a la sazón víctima del desamor de las hordas futboleras de los manque pierda y algunos advenedizos más. Muchos decidieron, incluso, aprovechar el día para darse un buen chapuzón en la apacible playa mientras los niños jugaban a la pelota y al corre que te pillo en un ambiente de fiesta verbenera indiscutible. Sin embargo, la tormenta, que con talante amenazador aún preñaba los cielos de la Ensenada, rompió aguas de manera repentina con un pedrisco de proporciones criminales. Era como si la bóveda celeste se hiciera añicos, haciendo llover descomunales adoquines de hielo que, de forma devastadora, impactaron en pocos segundos sobre la hermosa playa, matando y descalabrando a la mayoría de los presentes que no supieron ponerse a salvo. En medio de aquel imprevisible caos, un violáceo y cegador rayo fulminó el cuerpo del crucificado, que enseguida se convirtió en una antorcha en llamas ante el espanto general.
Capítulo XLII
La gente no daba crédito a lo que estaba sucediendo y corría, gritando si tenía que gritar, de un lado a otro, despavorida y pidiendo perdón a Dios y a todos los santos del cielo mientras la Ensenada se transformaba en una nueva Normandía en los peores momentos de la invasión aliada. Los cadáveres de hombres mujeres y niños se contabilizaban por decenas, así como los heridos, que totalmente desnudos por la violencia de la tormenta, se arrastraban por la arena sin rumbo y totalmente ensangrentados. Los jerarcas de la iglesia y las altas autoridades políticas, todos ellos bien avezados en la noble tarea de ponerse a salvo en los momentos difíciles, supieron pronto refugiarse en sus coches acorazados, y tras las ventanillas blindadas observaron con incredulidad la apocalíptica escena del chiringuito del Manubrio, volando si tenía que volar, azuzado por un repentino y descomunal dedo de Dios de fuerza cinco. Protegido en su refugio de acero, el cardenal Ronco Vayatela se frotaba las manos con la jupiterina catástrofe mientras repetía:
––¡Cuán duro y hermoso es el castigo divino!
––Pero hay niños entre los muertos, su eminencia ––se atrevió a recriminarle su joven ayudante, espantado como estaba ante el dantesco espectáculo. Ronco le respondió entonces con frialdad:
––No te dejes engañar, querido Felón. Esos niños eran todos hijos del pecado, no lo dudes. Dios nunca produce muertes colaterales.
––Lo que su eminencia diga.
––No, amigo mío. Lo que diga Dios –– remató el cardenal, bendiciendo la masacre.
La barbarie de la Ensenada fue trasmitida en directo a todo el país por las cadenas de televisión y radio que quedaron a salvo de la ira de Dios, y una España aterrorizada pudo contemplar las espantosas imagines de desolación y muerte de la inmensa tragedia. La criminal tormenta de verano –– producto del jodido cambio climático –– pronto desapareció tal y como vino, y las ambulancias y equipos médicos ocuparon el fúnebre ambiente de aquella inmensa locura desparramada a la sombra del achicharrado crucificado. El cardenal Ronco aprovechó el momento y la presencia de los medios informativos para mandar un amenazador mensaje a la nación:
––¡¡Dios ha dado su respuesta a esta España atea que mata a sus hijos antes de nacer!! ––sentenció, mostrando sus amarillentas y carcomidas fauces.
Cuentan que pocos meses después de la dantesca tragedia, y en la madrugada invernal de una noche oscura y lluviosa de noviembre, se celebró una extraña reunión en el interior del sombrío castillo de Almodóvar, fuertemente protegido por el ejército y la policía donde, según narraron algunos vecinos del lugar, acudió un largo desfile de negras y anónimas limusinas que aparcaron en su patio de armas. No se informó a nadie del enigmático cónclave, ni tampoco de lo que allí se trató, ni quienes fueron los altos personajes que asistieron a dicho acontecimiento. Poco después la prensa hablaría mucho sobre esta misteriosa reunión de la que, incluso, se especuló sobre la asistencia del inquietante y poderoso Club de Bilderberg presidido por la reina de España –– ese hermético y siniestro poder que gobierna el mundo desde las sombras y que, previamente, ya se había reunido, dos años antes, en Sitges ––, donde se negoció, en el mayor de los secretismos, el llamado Pacto de Almodóvar, que cambiaría el destino de España como nuevo e inexpugnable bastión del cristianismo católico en Occidente.
conrtinuará (Epílogo)
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