Tuesday, 18 October 2016

S.J. Alcalde y Mártir (Capítulos 36-37-38 -39)




Capítulo XXXVI

     A esas mismas horas, en un lugar lóbrego y desconocido de la    capital, alguien observaba las portadas de los periódicos de ese día, desparramados sobre una mesa salpicada de restos de comida. Su risotada fue terrible, casi infernal, cuando el anónimo personaje, al abrigo de las penumbras de un infecto rincón, empinó de nuevo la botella del peleón, tragando a borbotones la abominable química. Después de un eructo inmenso y blasfemo se limpió la boca con el envés de la mano y marcó el número de un misterioso móvil:
––Sí, avisa al compañero, lo haremos esta noche –– informó a su oculto interlocutor con cavernosa voz ––Ten lista la furgoneta con las herramientas acostumbradas para tal ocasión, ¿queda claro?
Al colgar, otra horrorosa carcajada cimbreó el ignoto lugar, desconchando aún más sus sórdidas paredes.

 
Capítulo XXXVII

     Ya por la tarde, cuando Juanote dejó a Carajote, decidió subir a la capital porque de pronto le apeteció la idea de buscar a Shaila con la intención de invitarla a merendar. Cogió el coche, muy contento con aquella  repentina decisión, y mientras conducía, se recreó en recordar el bello rostro de la joven musulmana. Por unos instantes, alocadas ideas motivadas por colegiales sentimientos, le invitaban a un hermoso romance junto a la joven. Aunque bien era cierto que él repudiaba a las mujeres como compañía estable, sin embargo Shaila, revestida con aquella fascinante humildad de la que hacía gala...   Ciertamente ella era muy distinta a los sucios pedruscos de carne que estaba acostumbrado a consumir, por eso, cuando pensaba en ella, nunca lo hacía bajo los efluvios de un sexo barriobajero y sucio, si no con un sentimiento extrañamente limpio de toda aquella basura en la que estaba habituado a chapotear. ¿Era eso amor?, se preguntó, sonriendo, mientras su mano acompasaba sobre el volante la música de su aparato de radio. Sí, quizás Shaila lograra romper de algún modo la profunda aversión que sentía por todas las mujeres del mundo mundial, incluida su propia madre.
     Ya en la capital, enfiló su poderoso coche hacia la amplia avenida donde Shaila solía apostarse, y su corazón dio un vuelco al reconocer a lo lejos la delgada y esbelta figura de la joven junto al semáforo. En verdad tuvo que rogarle unas cuantas veces para que abandonara su sitio de trabajo y accediera a subir al coche. Al final ésta aceptó con la condición de no ir más lejos de alguna de las cafeterías que abundaban en la misma avenida.
     Esa tarde de principios de julio se abatió de lo más calurosa con un ventarrón de levante que asolaba fuentes y gargantas. Caminaron juntos unas decenas de metros hasta que encontraron un establecimiento con veladores en su interior y aire acondicionado. Juanote sudaba de tal manera que no paraba de sacar el pañuelo para rebañar de tan molesto líquido su rostro demacrado que parecía sufrir de tisis o de los hígados. Por lo demás, con Shaila a su vera, se sentía rozagante y embargado de una manifiesta sensación de orgullo como nunca antes había conocido; como si a su lado caminara la mejor y más despampanante de las mujeres, y ello a pesar de la insultante sencillez conque la joven vestía su cuerpo, o quizás también fuera por eso. Se sentaron en un velador y Juanote observó embobado el rostro que tenía delante y que, a pesar del calor y del pañuelo ceñido a su frente, se mantenía impoluto de sudor. Luego pidió al camarero que trajera café con leche para él y té con limón para ella con algunas pastas.
     Durante unos minutos, que para el alcalde se hicieron eternos, la pareja permaneció en silencio. La joven apenas levantaba los ojos de la mesa aunque a veces lo hacía para mirar a Juanote de soslayo mientras éste se afanaba en achicar una sudoración que no amainaba ni con el aire acondicionado. También él, con lo osado y cascabelero que solía ser con las mujeres, permanecía sin palabras y sin saber que decir, quizás por temor a meter la pata con su feo hábito de manejarse soezmente cuando se trataba de alternar con hembras. Al fin el alcalde hizo un esfuerzo y abrió la conversación con lo más recurrente y tonto que en tales situaciones vienen a mano:
     ––¿De dónde me dijiste que eras?
     ––Nunca te lo he dicho ––respondió ella sonriendo ––. Soy de Marruecos. Nací hace veinte años en un verde pueblecito del Valle del Sebou y soy hija del ulema Ujda [en las trascripciones voy a obviar el extraño acento de la joven, entre afrancesado y lo otro que dijimos].
     ––Vaya, una respuesta muy completa ––repuso Juanote, forzándose por mantener la conversación ––. Asi que eres hija de ¿un qué has dicho?
     ––De un ulema. En mi país, un ulema es como un sabio o un doctor. Enseña la Sharía, nuestra religión.
     ––Ah, entonces lo ganará bien, ¿no? ––se interesó, enseguida, el alcalde.
     ––No, no. Somos pobres. Vivimos de las aportaciones voluntarias de la gente a la que enseña mi padre. Ahora la cosa está muy mal allí. Yo he tenido que venir a tu país para intentar ganar algún dinero y mandárselo a mi familia. Somos ocho hermanos y la mayoría son pequeños.
     ––Pero vendiendo pañuelos no creo que ganes ni para mantenerte tú ––dijo Juanote, que en ese momento se le ocurrió una idea maligna para tentar a Shaila ––Aunque con lo hermosa que eres, muchos te pagarían una fortuna por... ––no se atrevió a continuar.
Ella clavó sus negros ojos en Juanote, y apenas insinuó una sonrisa de disculpa por no comprender.
     ––No te entiendo ––dijo con encantador mohín ––.¿Me pagarían una fortuna por hacer, el qué?
A Juanote se le multiplicó el sudor aunque en esta ocasión por lo embarazoso de una situación que podía terminar mal. Sin embargo pudo más la necesidad de saber de qué madera estaba hecha la muchacha.
     ––Bueno..., pues cómo te lo diría... ––titubeó unos instantes –– En fin, podías meterte a puta por un tiempo, pero de esas caras que lo cobran bien. Creo que te harías de oro –– lo soltó al fin.
Al escuchar aquello, Shaila abrió aún más los ojos e intentó sofocar una sorda indignación. Luego bajó la mirada y sonrió con ostensible desengaño. Juanote advirtió su gesto y enseguida quiso disculparse.
     ––Perdóname si te he ofendido, Shaila. Es que para mi las mujeres...
     ––Sí, o todas son tontas o putas ¿no es así? ––respondió la joven que, evidentemente, no vivía en el limbo.
     ––Bueno, mujer, dicho de esa manera...
     ––¿Sabes que la prostitución está prohibida en mi religión? ¿Sabes que mi padre podría matarme por practicarla?
     ––¡Joder, qué padre más cojonudo tienes! ––se felicitó Juanote –– Me lo tienes que presentar.
     ––¿Sabes que el pueblo que me vio nacer ––prosiguió la joven con manifiesto resabio –– podría lapidarme si me metiera a puta o engañara a mi marido?
     ––¡Ah, tu pueblo si que es un pueblo decente y de orden, sí señor! ––exclamó el alcalde, totalmente entusiasmado con lo que Shaila le contaba.
     ––En mi religión –– continuó la joven ––, la mujer está sometida al hombre. Debe casarse y respetarle, y el adulterio está condenado con la muerte. Sin embargo no es el miedo a esos castigos lo que me hace respetar los preceptos de la Sharía sino el ser consciente de que debe haber un orden moral en el mundo que se acepte y se respete. Además, yo practico mi religión por la salvación de mi alma.
     ––¿Y el hombre? ¿Qué pasa con el hombre en tu religión? ¿También se le mata si es un putero? ––preguntó Juanote por si las moscas.
     ––No. El hombre tiene otras obligaciones como la de mantener a su esposa y a su familia. Él puede tener todas las mujeres que su economía le pueda permitir.
Juanote entonces no cupo de gozo. "¡Qué maravilla de suegro, de religión y de todo!" exclamó para sus adentros antes de responder a la islámica:
     ––¿Sabes que has logrado convencerme, Shaila? ––dijo, totalmente emocionado.
     ––¿Convencerte...?
     ––¡Que sí, que tú eres la mujer de mi vida! ¡Me casaré contigo si me aceptas y me haré musulmán o lo que haga falta!
Ella no hizo mucho aprecio a la declaración de Juanote, y sorbió en silencio el poso de té que restaba en la tacita. A continuación miró fijamente a Juanote  para comentarle no sin cierta severidad:
     ––Te advierto que para nosotros el matrimonio es algo muy serio. No es como en vuestra sociedad que te casas y te descasas al día siguiente.
     ––¡Bah! Nuestra sociedad occidental no vale un duro. Somos todos una panda de hipócritas y sinvergüenzas ––repuso el alcalde, haciendo ridículos ascos –– Faltan buenos cancerberos como tu padre que guarden la honra de la familia y de los maridos.
     ––Bueno, también en mi pueblo hay de todo ––repuso la joven ––. Lo que pasa es que allí, al ladrón se le corta una mano, y si reincide pues se le corta la otra y ya no puede robar más. A los criminales se les ahorca y punto.
Al escuchar esto, al alcalde le entró un repeluco que le hizo tocarse instintivamente ambas manos y el cuello. Luego se aseguró:
     ––Bueno, pero eso será si robas o matas allí, en tu pueblo ese que dices.
     ––Sí, claro ––respondió ella ––Pero no se debe robar ni matar en ningún sitio. Eso está mal.
     ––¡Hombre, eso está claro! ––exclamó Juanote, sintiéndose a salvo.
     ––Bueno, debo marcharme ya ––concluyó la joven.
     ––¿Ya? Yo que pensaba invitarte a cenar y luego...
     ––¿A la cama?
     ––¡No por Dios, digo por Alá! ––se trabucó el alcalde
Enseguida rebuscó en sus bolsillos una tarjeta y se la dio a Shaila.
     ––Toma, aquí tienes mi número de teléfono. Si necesitas algo o cambias de semáforo, llámame. En cuanto termine unos negocios que llevo entre manos, regresaré a por ti y nos iremos juntos a ver a tu padre, que tengo gran interés en conocerlo para que me hable de eso que predica. Ahora te acompañaré al semáforo.
     ––No, no. Prefiero que te quedes donde estás ––le conminó ella con deliciosa sonrisa para desaparecer segundos después.
     Minutos más tarde, Juanote abandonó el local con la intención de regresar al pueblo. Al pasar por el semáforo advirtió que Shaila ya no estaba allí y se preguntó con desazón a dónde habría ido. Quizás a su casa. ¿Pero tenía casa? Lo mismo vivía en la calle y esto no era nada de extrañar, considerando sus medios y la abusiva usura del precio de los alquileres en la capital. Aunque lo más probable fuera que viviera hacinada junto a otros emigrantes en algún garito de un sucio y marginal barrio de la ciudad. Envuelto en estas consideraciones, se encorajó por no haberla seguido para conocer estos importantes detalles.


Capítulo XXXVIII

     Al atardecer, cuando Juanote llegó a su casa, una resolana de más de treinta y ocho grados centígrados penetraba por las cristaleras del salón que daban a poniente. Todo ardía como el infierno mismo cuando puso a tope el aire acondicionado de la casa y buscó algo fresco en la nevera. Después, y como aturdido, regresó al salón y se quedó por unos momentos allí plantado, inmovilizado por un vago sentimiento de tristeza que no supo explicarse. Quizás aquella especie de morriña que de pronto le asaltaba tuviera que ver con el maravilloso encuentro de esa tarde con Shaila, una sensación que sin duda experimentaba por primera vez en su pervertida vida.
     Con la imagen de la musulmana atrapada aún en sus retinas, marchó a su habitación con la intención de desvestirse, pero fue sentarse en la cama para desatarse los cordones de los zapatos cuando algo muy negro revoloteó peligrosamente sobre su cabeza. De un salto se incorporó e intentó espantar con las manos lo que creyó un enorme abejorro, tábano o algo de esas hechuras, aunque pronto se dio cuenta que sólo palmeaba el aire y que allí no había nada. Su espíritu supersticioso consideró, entonces, que tal figuración no era un buen augurio y que, posiblemente, algo malo le acechaba en las próximas horas por lo que pensó que debía mantenerse alerta.
     Preocupado porque el fenómeno tuviera algo que ver con la representación de ese sábado, repasó minuciosamente los pormenores de una actuación que en esos momentos consideró como definitiva para el negocio, y en la que estaba seguro de que todo el país estaría pendiente. Si algo salía mal podían, incluso, meterle en la cárcel.
     Cuando al anochecer abandonó la casa, pensó que aún tenía tiempo de quitarse el mal yuyo del moscardón o lo que fuera, arreándose un par de pelotazos de Bacardi en el chiringuito del Manubrio para animarse un poco.
     Su silencioso sedán germano sorteó un par de calles antes de abandonar la burguesa urbanización y atajar por una polvorienta carretera que serpeaba, entre baches y atolones de boñigas, hasta alcanzar la playa de la Ensenada. Ensimismado por múltiples y confusos pensamientos, el alcalde no se percató de una vieja y destartalada furgoneta Westfalia que le seguía a prudencial distancia desde que abandonó su vivienda.


Capítulo XXXIX

     La playa estaba muy concurrida de gente que intentaba huir del calor sofocante de la noche y que tomaba sus cervezas y vinos al amparo de una avariciosa brisa nocturna. Cuando los vecinos se percataron de la presencia del alcalde, comenzaron a tocarle las palmas y a recordarle su santidad entre desaforados gritos. Éste se refugió en el interior del local aunque allí tuvo que soportar los festejos y agasajos de una estridente parroquia, que pronto aprovechó su presencia para pedirle favores entre alcoholizadas farfullas y un amén de buenos propósitos. Sin inmutarse ante el pueblo mendicante, Juanote se bebió con soberbia los dos cubatas como si fueran dos vasos de agua y abandonó el antro a toda prisa, acelerando su coche con un derrape de niñato vacilón, que fue aplaudido con entusiasmo por todos los presentes.
     Poco después y ya en la dehesa, los pálidos faros de su vehículo iluminaron el ruinoso porche de una oscura casucha, deslumbrando como a pardillos lo que ya comenzaba a ser una inquietante y peculiar banda. Allí sobresalía la larga y fúnebre figura del señor Chapas, que en la oscuridad y bajo aquellas luces de mortaja, asemejaba un zombi escapado de algún cementerio olvidado de la mano de Dios.
     ––¿Qué pasa? ¿Es que no hay luz en la casa? ––exclamó contrariado el alcalde nada más apearse.
     ––Bueno, aquí no solemos venir casi nunca de noche. Me he traído un camping gas que nos hará el avío ––respondió Carajote.
     No muy lejos de allí, y hundida en la oscuridad, la misteriosa furgoneta que había seguido a Juanote vigilaba el apartado sitio camuflada entre los olivos. En su interior, un trío de sombras poco edificantes –– una corpulenta, la otra flaca y larguirucha, y la última, pequeña y repolluda ––, acechaban mientras saturaban un cenicero a rebosar de inmundas colillas de tabaco de contrabando.
Juanote y sus compinches estuvieron un par de horas largas en el interior de la casa y al final salieron al porche para ver la actuación estrella del señor Chapas que, en esta ocasión, venía provisto de un par de viejas muletas.
     ––¡Venga! ––apremió Juanote ––Tú eres un cojo que en esos momentos se encuentra entre la multitud y que sale con sus muletas, pidiendo a gritos que la virgen lo cure. Acto seguido pones cara de gilipollas, tiras las muletas al suelo y echas a correr gritando ¡Estoy curado! ¡Estoy curado!, y desapareces rápidamente de la playa. ¿Entendido?
     El señor Chapas hizo lo que le ordenó el alcalde pero con tal poca fortuna que, al primer intento, se le enredaron las piernas entre las muletas y cayó de bruces. Papelinas acudió en su ayuda pero el tipo no se movió.
     ––¡Joder, está muerto! ––se volvió a Juanote, espantado
     ––¿Cómo que muerto? ¿No me dijiste que el tipo este iba a durar otros treinta años más?
     ––¿Y ahora que hacemos? –– preguntó Carajote muy asustado    ––Tendremos que llamar a una ambulancia, a la policía...
     ––¡No llamaremos a nadie! ¡Eso faltaba, tener ahora que dar explicaciones a la policía! –– espetó Juanote viéndose el marrón –– Lo cargaremos en la furgoneta de Papelinas y en paz.
     ––¡Joer, siempre me cae a mi el muerto! ––protestó Papelinas ––¿Y qué hago yo con él?
     ––Ah, pues tú verás. Tú eras su amigo. Tíralo por ahí, pero lejos del pueblo.
     ––¡Me cague en to lo cagable! ––renegó el camello, arrastrando el cadáver a la furgoneta ––Al menos podíais ayudarme a subirlo.
     ––Conmigo no contéis porque me tengo prohibido tocar a los muertos ––se negó la Palmira, volviéndose de espaldas.
Carajote y Juanote ayudaron a Papelinas a cargar el cadáver y luego éste cerró la puerta de la furgoneta de un portazo. El alcalde, entonces, se encendió un pitillo y al arrullo de una concertina de grillos amenazó a Papelinas, golpeándole repetidamente el pecho con el dedo:
     ––No se te olvide que mañana sin falta me tienes que traer a otro tipo para el milagro del sábado, y procura que éste no se muera en el espectáculo. Sólo nos faltaba que la virgen, en vez de curar a un cojo, lo matara delante de todo el mundo.
La ocurrencia causó las carcajadas de los presentes, cosa que no pasó desapercibida para los habitantes de la emboscada furgoneta. El más joven y flaco exclamó con admiración:
––¡Joder, qué tíos! Se terminan de cargar al tipo ese y enciman se descojonan. Se ve que son muy duros y peligrosos, ¿eh, jefe?
    ––El que realmente es peligroso es el larguirucho ese que te se parece y que vamos a despachar esta noche. Mi venganza será terrible y dolorosa ––rió de forma espantosa, el hombre que iba despatarrado al volante.
     Minutos después la furgoneta de Papelinas se puso en marcha y detrás, el coche de Carajote que se ofreció a llevar a la Palmira a su casa. Juanote fue el último en abandonar el lugar, y antes de hacerlo ojeó su reloj con una fuerte chupada de su cigarro. Aún faltaban algunos minutos para las dos de la madrugada y entonces decidió regresar a la Ensenada para relajarse un rato, escuchando música en la playa. Cuando llegó no quedaba allí un alma, y el chiringuito lucía totalmente a oscuras. La madrugada era plácida y negra, y apenas se escuchaba el rumor perezoso de un mar adormilado. Juanote apagó el motor y salió del coche, abriendo sus puertas delanteras. La música del C.D. que llevaba puesto a toda pastilla se desparramó, entonces, por el lugar y el correoso cante de la Carmen de Pino Montano sobresaltó la silenciosa playa. Bajo sus destemplados gorgojeos, Juanote apalancó su espalda sobre una de las puertas y sacó un pitillo mientras su largo gañote se devanaba en imitar por lo bajini los desgañitados quejíos de la Carmen de marras...
continuará.

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