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Capítulo XXIV
Una vez en la calle, el alcalde se limpió con asco las babas de sus manos y tras mirar la hora llamó a Papelinas para comprobar si había conseguido el material:
––¿Tienes el maniquí y la ropa?
––El maniquí, el camisón, la capa, las bragas... Lo tengo todo en la furgonetilla, Juanote.
––Bueno, pues vete al hotelucho y espérame allí que yo salgo ahora mismo del pueblo y en menos de una hora estoy contigo. ¡Ah, y llévate algo de nieve de la guapa.
––Si no me das dinero... Tengo que buscarme un nuevo proveedor.
––Está bien, olvídate.
Cuando Juanote llegó al hotel, encontró a su secuaz sentado en el cutre vestíbulo junto a lo que parecía una momia envuelta en papeles de periódico.
––¿Pero, qué llevas ahí?
––¡Cóño, el muñeco! ¿Qué voy a llevar, cohones?
––¿Y la ropa?
––Aquí, en esta bolsa la llevo.
––Pues venga, subamos a la habitación y me lo enseñas todo –– echó Juanote escaleras arriba.
Una vez en el cuartucho, Papelinas comenzó a desnudar cuidadosamente el muñeco de su envoltorio y mientras lo hacía, Juanote observó el ridículo traje de mercadillo que llevaba puesto y la hortera corbata de floripondios, cuyo nudo asemejaba al de un desesperado de la vida. Se burló:
––¡Mira que eres ridículo vistiendo, tío!
––¿Lo dices por mi traje? Tío, yo no me puedo comprar esas mariconadas que llevas tú.
––Es que siempre han habido clases, Papelinas ––se recochineó el alcalde ––. Pero al menos podías comprarte ropa de tu talla, que pareces un Cantinflas del tres al cuarto. Bueno, termina de desenvolver el muñeco y vístelo mientras bajo a la cafetería del vestíbulo por una botella de algo para chupar.
Cuando a los pocos minutos Juanote regresó, se topó con el maniquí vestido en medio de la habitación y por poco le da algo.
––¡Joder, qué espanto! ¿De dónde has sacado eso, maricón? ¡Menudo careto tiene! ¡Con la nariz carcomida y esa boca pintarrajeada de rojo...! ¡Parece un drácula, coño!
––Bueno, bueno. Pensé que pintándole un poquito los ojos y la boca...
––¿Y esa ropa que lleva? ¿Se la robaste a un sin techo o a alguien del Vacie? ¡Apesta a kilómetros! ¡Te dije un manto azul y no una manta cuartelera!
––Bueno, tampoco se va a notar tanto en la oscuridad. Por la noche, todos los gatos son pardos.
Juanote le arreó, entonces, una colleja y le gritó:
––¡Imbécil! ¡Habrá que iluminarla! ¡Si es una aparición nocturna habrá que iluminarla para que la gente la vea...! –– después Juanote pareció reflexionar un instante y se preguntó ––El problema es cómo la vamos a iluminar.
––Podíamos utilizar linternas ––comentó Papelinas rascándose el cogote.
––Sí, en algo parecido estaba yo pensando. Las linternas se podían poner en la parte de abajo del maniquí. Aunque habría que ver antes el efecto que hace ––repuso Juanote, mientras observaba el engendro aquel.
Las luces podían ser de colores y que fueran intermitentes, pis, pas, pis, pas... Quedaría chulo, ¿no crees, Juanote? ––apuntó Papelinas con ánimo de congraciarse.
––¡Que estamos hablando de la aparición de la virgen y no de una verbena, cacho animal!
––¡Está bien, Juanote, pero no me des más cates en la cabeza que tengo esa parte del cuerpo muy senseble y me mareo enseguida.
––Conque senseble, ¿eh? ¿También tienes senseble los cojones? ––le arreó una tremenda patada en la entrepierna que hizo que el poca monta rodara por el suelo, aullando de dolor. Juanote entonces se ensañó con él –– ¡Te he dado doscientos euros para que compres material de primera! ––le arreó otra en la espalda ––¡Quiero una ropa en condiciones, un camisón blanco y una capa celeste, ¿lo tienes claro? ––le pisó la cabeza con el tacón del zapato ––¡No me traigas más esa basura arpillera porque te la hago comer fibra a fibra!
––¡Ay, ay! ¡Me vas a matar, tío! ¡No me pegues más, por favor! ¡Haré todo lo que me dices! ––suplicó, Papelinas, intentando refugiarse bajo la cama.
––Bueno, pues ahora que supongo tienes bien aprendida la lección, coge el muñeco y llévatelo para vestirlo como Dios manda. Compra también linternas nuevas que iluminen bien y mañana por la noche nos reuniremos de nuevo.
Papelinas se incorporó hecho un cisco y, tras mirar con temor a Juanote, cogió el maniquí para marcharse. Ya en la puerta el alcalde recompuso el maltrecho traje del pillo y luego fue amenazador cuando dijo:
Espero que por tu bien hayas captado mi mensaje, Papelinas.
––Sí, sí... Lo he captado, Juanote, lo he captado estupendamente.
––Pues hasta mañana entonces.
Al día siguiente por la noche, y aprovechando que doña Elvira se había marchado a pasar un largo fin de semana a la finca, Juanote citó en su casa a Papelinas y a Palmira para ultimar los detalles del esperpéntico evento. Papelinas fue el primero en llegar y expuso, muy nervioso, el muñeco vestido con las ropas indicadas por Juanote. Éste dio una vuelta completa al maniquí en el momento que llegaba la vidente.
––Bueno, ahora con esta ropa parece que no queda del todo mal ––dijo, buscando la aprobación de la Palmira.
––Pero el rostro de ese muñeco da escalofríos, alcalde –– repuso ella con expresión de temor ––Con ese manto en la cabeza parece la parca en vez de la virgen. ¡Qué horror de muñeco!
––De noche todos los gatos son pardos, Palmira. De momento nos servirá para esta primera función del sábado y ya Papelinas, por la cuenta que le trae, buscará otro maniquí más decente ––zanjó Juanote, ansioso por explicar con detalle el plan que había establecido para la primera aparición. De este modo rescató de su bolsillo una especie de chuleta e hizo sentar a los presentes con ridícula solemnidad ––.Y ahora quiero que prestéis mucha atención para que no haya ningún fallo la noche de autos: tú, Papelinas, transportarás el muñeco a través de la pinada hasta alcanzar el mar, procurando en todo momento no ser visto. Una vez en el sitio adecuado, fijarás la imagen, de pie, sobre una tabla y colocarás a continuación las linternas bajo las ropas. Después esperarás a que sean las doce de la noche y a esa hora, ni un minuto más, echas con cuidado la tabla al agua y enciendes las linternas. Luego nadas con sigilo hacia el centro de la ensenada y encaras la virgen mirando hacia la playa y la mantienes así durante diez minutos exactos. Procura no acercarte demasiado a la orilla no se os vaya a ver el plumero. Después apagas todas las linternas y te retiras de nuevo hacia la pinada. No olvides guardar a continuación todos los bártulos en la furgoneta y abandonas el lugar a todo escape y sin dejar rastro. ¿Te ha quedado claro, tío? ¿Alguna pregunta?
––¿Y la tabla? De eso no me habías dicho nada, Juanote.
––¡Joder, qué torpe eres! Es obvio que tienes que buscarte una tabla o un palé de madera con un mástil para amarrar el muñeco. ¿Tan difícil es?
––Está, está claro, Juanote. Pero, ¿y si de pronto viene una ola gigante y lo jode todo? ¿Un tsunami de esos jodidos...?
––¡Déjate de gilipolleces, Papelinas, que te arreo! ¡En la Ensenada no hay olas gigantes, capullo!
––¿Y yo qué tengo que hacer, alcalde? ––apremió Palmira, ansiosa por conocer su papel.
––Tú estarás sentada en los veladores del chiringuito tomándote un refresco. En cuanto adviertas que aparece la cosa en el horizonte te incorporas lentamente y llamas la atención de la gente. Enseguida te montas el teatro y caes de rodillas con gran devoción. Luego gritas que la virgen te está mandando un mensaje y finges un trance de esos de los tuyos. Cuando termine la aparición, te diriges a los presentes y cuentas el mensaje que escribimos ayer.
––¿Y no me puedo tomar un par de cubatas en vez de un refresco, señor alcalde? Es para ponerme a tono.
––¡Ni se te ocurra! ¡Sólo faltaba que el mensaje lo diera una borracha! ¡Os advierto que si alguien lo hace mal, no habrá pasta para nadie!
––¿Y usted dónde estará? ––preguntó la vidente.
––Yo permaneceré en el interior del chiringuito y saldré en cuanto escuche el tumulto. Entonces me dirigiré a ti para que me cuentes el mensaje delante de todos y luego actuaré.
––¿Qué hacemos ahora con el maniquí? Yo no lo puedo dejar en la furgoneta porque mañana tengo que cargar una partida de tomates.
––Está bien. Lo guardaré en la bodega y el sábado lo recoges.
––¡Lo tienes todo pensado, fiera! ––bromeó el delincuente en plan festivo.
––Tú procura hacer bien tu trabajo o esta fiera te rebanará ese pescuezo de tísico que tienes ––repuso Juanote con su talante habitual.
––¡Joer! ¡Hay que ver el subidito que ha cogido el nota éste desde que es alcalde! ––se quejó Papelinas a la Palmira.
––¡Venga, venga! ––apremió Juanote dando un par de palmadas –– Ahora cada uno a su casa que mañana tengo que levantarme temprano.
––¿Puedo quedarme a dormir aquí, señor alcalde? ––preguntó la vidente, entornando sus pastosas pestañas ––Es que vivo un poco lejos y es tarde...
––¡Ni hablar! Te acercará Papelinas a tu casa.
Capítulo XXV
Ese sábado amaneció muy caluroso y el alcalde se frotó las manos pensando en la abundante clientela que abarrotaría esa noche el chiringuito del Manubrio. Después de atracarse de comer en un restaurante de la capital, regresó a Pozopodrido con el ánimo de echarse una buena siesta al refugio de las insoportables calores del sur. Por lo demás, creía tenerlo todo controlado y eso le tranquilizó a la hora de dejarse vencer por el plácido sopor que precede al sueño. Sin embargo estaba a punto de sucumbir cuando un espantoso grito le hizo saltar de la cama totalmente sobresaltado. Se ponía ya los pantalones cuando apareció doña Elvira, jadeando bajo el dintel de la puerta de la habitación, con los pelos encrespados y el rostro desencajado por el terror.
––¿Pero, qué te pasa? ¿Cuándo has llegado? ––preguntó Juanote, alarmado.
––¡Ay, que me muero!
––Pero, ¿qué ocurre?
Los ojos de la mujer se desorbitaron, aún más, cuando respondió:
––¡Está en la bodega! ¡Mi pichurri está en la bodega y ha venido a llevarme con él!
Juanote tuvo claro que su madre había descubierto el muñeco, y se dirigió a ella para calmarla:
––Venga ya, mamá. Eso son imaginaciones tuyas. En la bodega no hay nadie.
––¡Baja! ¡Baja tú y lo compruebas! ¡Lleva un trapo en la cabeza como la muerte canina! ¡Ay, madre santa, viene a llevarme con él!
––¡Bah, la muerte canina, la muerte canina...! Dices cosas de chiquillos. Ahora mismo bajo yo a la bodega, ya verás...
––¡Ten cuidado que lo mismo viene también a por ti! ¡Dicen que los muertos siempre regresan para llevarse a alguien de la familia y aquí ya hemos tenido dos en pocos días!
Juanote bajó, entonces, a la bodega y escondió el maniquí bajo el hueco de la escalera. Mientras lo hacía pensó la forma de deshacerse de su madre, porque podía estropear los planes de esa noche. Decidió decirle que no había visto nada pero que había percibido en la bodega cierto hedor a muerto. Quizás eso la asustara y la hiciera regresar a la finca.
––¿Lo ves, hijo mío? ¡Si yo tenía razón! ––se dirigió muy dispuesta al salón con la intención de coger el teléfono.
––¿A quién vas a llamar? ––corrió Juanote tras ella.
––A la Palmira. Esa mujer sabe de estas cosas.
––Ni se te ocurra ––le hizo colgar el teléfono ––.No quiero a esa clase de gente en esta casa.
La madre giró su embuchado rostro de batracio y miró al hijo con repentino odio.
––¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Mataste a su hermano y ahora viene a vengarse!
––Yo no le maté. Se murió solo ––repuso Juanote con tranquilidad.
––¡Tú le dejaste morir, monstruo!
––¡Ya está bien de historias! ––la zarandeó ––. ¡Debes de estar borracha como una cuba para decir tantas tonterías! ¡Hala, vete a dormir un rato la mona!
––¡Ni hablar! ––se revolvió ella ––. ¡Yo no me quedo en esta casa ni un segundo más! ¡Me vuelvo a mi finca y ya hablaremos cuando regrese!
Cuando minutos después la vio subirse al coche, Juanote respiró más tranquilo. Indudablemente su madre suponía un verdadero incordio para sus planes, hecho que le hizo acariciar de nuevo la idea de quitarla también de en medio, y de camino recuperar su parte de la herencia, aunque pronto la desechó al considerarla demasiado arriesgada en esos momentos. Lo importante era ahora mantenerla alejada de la casa y del pueblo el tiempo necesario para llevar a cabo su plan.
Ese atardecer, Juanote, se encontraba tremendamente nervioso. En realidad necesitaba meterse, al menos, un par de rayas para tranquilizarse y a punto estuvo de llamar a Papelinas para que se las consiguiera al precio que fuese, pero se contuvo. A cambio se sirvió un Chivas triple y se sentó en el jardín de la casa a pensar detenidamente en los pasos que debía seguir una vez los milagros cuajaran en el pueblo y allende sus fronteras. El sofocante calor junto al alcohol le hacía bullir en la mente grandiosas epopeyas, como la de movilizar a todo el pueblo y a los que hiciera falta en una gran manifestación frente al Parlamento Autonómico, exigiendo la recalificación de los terrenos. Conseguido este primer paso, vendría después todo el emporio urbanístico y lo que era más importante, los millones de euros a esportillas.
Juanote sonrió con soberbia frente a las postreras luces de un rojizo crepúsculo empañado de asqueroso calor, y le pareció mentira que unos meses atrás se encontrara en la maloliente fábrica y a las órdenes del cretino de su padrastro. Ahora tenía el convencimiento de que el mundo estaba hecho para los audaces, para los que carecen de escrúpulos, para los que pisan fuerte y saben renunciar a tontunas moralinas que sólo conducen a la mediocridad y a la miseria. En esos instantes, y con la mirada perdida en abyectos horizontes, se sintió como un ganador implacable al que nadie podía detener ya. El móvil le despertó del arrebatador ensueño. Era Papelinas.
––¿Me acerco ya a recoger el muñeco?
––Está bien, vente ya ––respondió Juanote, desperezándose. Después llamó a la Palmira.
––¿Por dónde andas? ––le preguntó.
––Estoy en mi casa ––respondió ella ––. Me estoy poniendo guapa.
––A ver lo que te pones. Debes ir normalita, como siempre acostumbras.
––Ah, pues yo pensaba ponerme un traje largo de noche y un collar de esos de Majórica.
––¡Con delantal, Palmira, con delantal como las pastorcitas! ¡Déjate de trajes de fiesta que la vamos a cagar, leche!
––Lo que usted diga, señor alcalde.
––Recuerda que la aparición tendrá lugar a las doce. A las once y media debes estar en el chiringuito.
Cuando terminó con la Palmira, Juanote, llamó a su madre para saber por donde andaba y con la intención de asustarla aún más para tenerla alejada de la casa el máximo tiempo posible.
––¿Ya estás en la finca, mamá?
––¡Sí, ya estoy aquí de nuevo, oliendo a boñigas y a cagarrutas! ¡Menudo porvenir tengo!
––Pues mira por donde, esto sigue apestando a un muerto que te cagas ––repuso Juanote, intentando mantenerse serio.
––¡Dios nos asista! ¡Eso es que mi pobre pichurri continúa ahí, clamando venganza!
––Y además se escucha unos lamentos de ultratumba horrorosos...
––¡Ay, Juanote de mi alma, no sigas que no voy a poder pegar ojo esta noche! ¡Eso es que la casa está totalmente infestada! Debes de llamar a la Palmira que ella sabe lo que hay que hacer en estos casos...
––No, mamá. No quiero que se enteren en el pueblo. Yo soy el alcalde y una historia así me perjudicaría.
––¿Entonces qué vas hacer?
––Buscaré a alguien de la capital que estudie el asunto con discreción. Eso me llevará un tiempo. Tú no vengas por aquí hasta que lo tenga todo bien resuelto, ¿de acuerdo?
––Sí, eso haré aunque aquí me aburro mucho.
––Tranquila que yo te avisaré en cuanto lo tenga solucionado.
Juanote cerró la llamada con repugnante sonrisa. En ese instante la cetrina palidez de su rostro se recortó en el anochecer con el claror de un fantasma. Se dirigió al interior de la casa y encendió la luz de una coqueta lámpara de mesa dispuesto a esperar a su compinche, Papelinas. Mientras tanto se sirvió otro Chivas, y tras ojear su criminal reloj de pulsera, se sentó en el sofá. Enseguida comenzó a rumiar sobre el negocio, y en esta ocasión para preguntarse si debería gestionarlo él mismo o subastarlo al mejor postor. Sólo los terrenos, una vez recalificados y con el beneficio añadido de las apariciones, podían suponer una inmensa fortuna.
Al poco llamaron al timbre de la casa y Juanote se incorporó para abrir. Papelinas apareció sonriente bajo el marco de la puerta.
––¿Es buena hora para recoger la mercancía?
Los dos granujas marcharon a la bodega, y luego subieron con el maniquí para introducirlo en la furgoneta que Papelinas dejó, previamente, aparcada en la puerta. Después ultimaron detalles.
––Vamos a ver, llevas el muñeco, el palé con el mástil para amarrarlo, las linternas... ––repasó el alcalde.
Papelinas se dio entonces un cate en la frente.
––¿Qué se te ha olvidado ahora?
––¡El bañador, Juanote! ¡Qué se me ha olvidado el bañador!
––Pues a nadar en calzoncillos.
––No llevo calzoncillos.
––Pues con el culo al aire.
––Pero, ¿tú no tienes algún bañador que prestarme?
––¡Que no, coño! ¡Que no te dejo ninguno de mis bañadores de marca para tapar tu apestoso culo! ¿No me dijiste que tenías lombrices?
––¡Joder, Juanote! ¿Y si me pica la churri un bicho o una medusa de esas?
––¡Pues que te vayan dando! Lárgate ya y procura hacer bien tu trabajo porque si no...
––Vale, vale. Ya me voy.
Capítulo XXVI
Tal y como Juanote había previsto, a esas horas el chiringuito del Manubrio se encontraba abarrotado de gente que intentaba escapar de la sofocante noche. El alcalde se asomó a la puerta del local con una cerveza en la mano y comprobó que la Palmira estaba sentada en uno de los veladores, y de animada cháchara con un par de vecinas del pueblo. Al menos ella estaba ya en su puesto. Luego revolvió sus ojos para escrutar la negra pinada, y acto seguido comprobó la hora en su execrable reloj. Faltaban diez minutos para las doce cuando la impaciencia le hizo coger el móvil y llamar a Papelinas. Supuso que éste debía estar preparando ya la pequeña balsa de madera, sin embargo nadie atendió la llamada. Entonces pensó que su secuaz podía encontrarse ya en el agua y giró su nerviosa mirada para concentrarla sobre el horizonte de la pequeña playa.
Pasaron los minutos y llegaron las doce, momento en que la Palmira se incorporó y miró hacia el mar y luego miró al alcalde, que continuaba apoyado en el quicio de la puerta del chiringuito. Pasaron las doce y cinco, las doce y diez, las doce y cuarto y la virgen sin aparecer. Palmira permanecía de pie y giraba continuamente la cabeza hacia el mar y luego hacia el alcalde, y del alcalde al mar, y del mar al alcalde, y así una vez y otra, como un esperpéntico muñeco diseñado sólo para satisfacer estos dos movimientos. La gente pronto se percató de este raro asunto, y comenzaron a murmurar sobre lo que podía haber entre el joven alcalde y la madura pitonisa.
Juanote, con el móvil en la mano, temblaba de furor. Papelinas continuaba sin dar señales de vida. Con el rostro desencajado y más pálido que de costumbre, el primer edil se volvió a la barra y pidió otra jarra de cerveza. Los parroquianos le saludaban y agasajaban, pero él pasaba olímpicamente de todos ellos porque en su cerebro sólo bullía la idea de sacarle las tripas a su compinche nada más le echara la vista encima. En esto escuchó afuera un barullo, y a la Palmira dando voces de gallinácea. Salió al exterior al tiempo de observar la fantasmagórica aparición, flotando en la lejanía del horizonte marítimo.
––¡¡Es la virgen!! ¡¡Es la virgen!! –– se desgañitaba la Palmira, reclamando la atención de los presentes.
En ese instante, Juanote se hizo ostensiblemente presente y, abriendo los brazos con un gesto de actor de tercera, cayó de rodillas exclamando:
––¡¡Aleluya!! ¡¡La virgen visita nuestro amado pueblo, queridos vecinos!!
La gente enseguida le imitó con un silencio impresionante. Todos clavaron los ojos en la espectral y sinuosa mancha luminosa en la que apenas se dibujaba imagen alguna. La Palmira recuperó protagonismo y con voz chillona, berreó como las locas:
––¡¡Silencio todos!! ¡¡La virgen me está hablando!!
Un viento repentino comenzó entonces a soplar del mar y con tal fuerza que arrancó la túnica del maniquí, haciendo que ésta volara hacia la playa para caer en manos del alcalde.
––¡¡Es el manto de la virgen!! ¡¡El alcalde tiene el manto de la virgen!! –– gritaron los presentes totalmente enfervorizados.
Ante aquel imprevisto fuera de guión, Juanote dudó unos instantes aunque rápidamente comprendió que aquello podía beneficiarle y reaccionó:
––¡¡La virgen quiere algo del alcalde de Pozopodrido y por eso me envía su manto!! ––vociferó, paseándose con el manto entre las manos y los ojos transpuestos.
La gente, entonces, se le acercaba para tocar y besar el manto, aunque los más audaces intentaban arrancárselo de las manos. Juanote entonces los apartaba a empujones y los maldecía a diestro y siniestro:
––¿Cómo os atrevéis siquiera a tocarlo, malditos pecadores?
Por otra parte Palmira continuaba en su burdo papel y vociferaba como una vendedora ambulante, reclamando la atención de la audiencia:
––¿Queréis que os cuente el mensaje que me ha dado a mi la virgen? ¿Os lo cuento, si o no?
––¡¡Síííí!! –– gritó al unísono un tumulto totalmente entregado para cualquier cosa.
––Pues os cuento –– se sentó ella con gran ceremonia mientras los presentes comenzaron a rodearla con bobalicona ilusión, como si fueran a escuchar un cuento entrañable, de esos de Maria Castaña o algo parecido ––. Pues bien ––continuó la Palmira ––, la señora me ha dicho que debemos todos rezar mucho para que nuestro querido pueblo de Pozopodrido de la Ensenada se convierta y deje de pecar, y también para que queramos mucho a nuestro alcalde, que es un santo. También me ha dicho que si os portáis bien volverá a aparecerse el próximo sábado, Dios mediante, si hace buen tiempo y no hay luna llena, porque a la virgen no le gusta la luna llena...
Al alcalde comenzaron a rechinarle los dientes. Pensó que aquella imbécil se estaba enrollando demasiado y le inquietó el cariz de patochada que podía tomar e asunto. Para colmo miró al horizonte y aún estaba allí el maniquí en camisón, y ladeándose raramente de un lado a otro como si se tratara de un pingüino o del mismísimo don Manuel. Tanto era así que uno de los presentes, que no le perdía ojo a la aparición, exclamó a voces y entre socarronas risotadas:
––¡¡Más que la virgen, aquello parece un extraterrestre harto vino!!
––¡¡Blasfemo!! ¡¡Maldito impío!! ––reaccionó Juanote como el rayo, abofeteando sanguinariamente al graciosillo aquel ––¿Cómo te atreves a decir que la virgen está borracha, canalla?
La chusma, que advirtió la escena, se abalanzó sobre el desgraciado, que a duras penas pudo escapar de la santa ira de aquellos fanáticos. Cuando en esta ocasión Juanote volvió a mirar al horizonte marítimo comprobó con alivio que el muñeco ya había desaparecido. Entonces respiró más tranquilo e informó al gentío:
––¡¡La virgen ya se ha marchado!! ––gritó a los cuatro vientos sin percatarse de que un moscón curioso se estaba fijando en la etiqueta que llevaba el manto, y que exclamaba después, mofándose:
––¡¡Es del Corte Inglés!! ¡¡La virgen se viste en el Corte Inglés!! [risotadas]
Enseguida Juanote saltó sobre el nuevo incauto, arreándole una patada borriquera en todo los huevos mientras lo maldecía:
––¡¡Maldito piojoso!! ¿Dónde se iba a vestir la virgen, en el apestoso mercadillo donde lo haces tú?
Una vez más, la gente vitoreó la valerosa acción de su alcalde mientras le rodeaba entre gestos conmovedores y susurrantes plegarias. Juanote decidió, entonces, terminar cuanto antes la función, temeroso de que otros listillos comenzaran con más inoportunos comentarios. De esta manera, y con la agilidad de un gato, saltó sobre una de las mesas y desde allí se dirigió a los presentes, arropándose en esta ocasión de sus atribuciones como alcalde del pueblo:
––¡Queridos vecinos de Pozopodrido de la Ensenada! ¡He de comunicaros que en esta sagrada noche y como habéis tenido ocasión de comprobar, se ha producido un portentoso milagro aquí, en nuestra bendita playa de la Ensenada. ¡La virgen nos ha visitado y nos ha prometido hacerlo el próximo sábado. Y en señal de su firme compromiso con este pueblo pecador, ha dejado su santísimo manto en manos de su alcalde, el alcalde de todos. Tengo que deciros que nuestra santísima madre me ha pedido que le construya un hermoso templo para que todos vayamos a rezarle. Y yo, como primer edil de este pueblo elegido, recojo su petición con el compromiso de construir en este bello paraje la basílica más bella que se haya visto jamás de los jamases...
Los presentes no le dejaron terminar y aplaudieron a rabiar mientras coreaban:
––¡Santo, santo, santo...!
En verdad, en esos momentos el rostro de Juanote estaba como iluminado, y mostraba una semblanza tan beatífica y misteriosa como la de San José María Escribá de Balaguer frente a la Banca Vaticana.
Después de su perorata abandonó la playa entre loores de multitud y se dirigió al coche con la intención de regresar a su casa. Estaba contento y al mismo tiempo malhumorado porque se había desbordado el guión previsto para esa primera aparición. Dejó la capa en el asiento trasero y llamó a la Palmira y después a Papelinas para que se reunieran con él esa misma noche. Cuando se disponía a poner en marcha el vehículo, sonó el móvil, comprobando que la llamada era de Carajote:
––¡Sí, dime compañero!
––Vaya, señor alcalde, ya me he enterado de la noticia ––respondió el otro con extraño retintín ––. Ahora comprendo tu jodido interés por preguntarme cosas de Fátima.
––Está bien, Carajote. Mañana desayunamos juntos y hablamos. Ahora es muy tarde.
––Pero, ¿se ha aparecido la virgen de verdad?
––Te he dicho que mañana hablamos ––cortó Juanote la comunicación...
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