Monday, 17 October 2016
S.J.Alcalde y Mártir (Capítulos 33-34-35)
Capítulo XXXIII
Esa noche, Juanote, pernoctó en la ciudad para festejar su nuevo triunfo entre las cuatro paredes del pecaminoso hotelito, y en verdad se puso hasta las trancas de todo lo habido y por haber en vicio y sexo lagartón, aunque en esta ocasión prefirió montárselo solo y no llamó a su compinche de correrías, Papelinas. Aún tenía muy presente la última vez que a éste le entró con la borrachera el muermo del casamiento y todo esa apoplejía de encontrar una mujer decente con la que compartir los últimos años de vida, etc, etc. Y, ¡claro está que le aguó la fiesta a un Juanote que abominaba de todos esos rollos macabeos! La discusión que tuvieron entonces fue de órdago. Juanote le gritaba a su cómplice mientras se ventilaba a una prenda llamada la Silicona: "¡Estás loco, Papelinas! ¿Casarte ahora con una pendeja de esas liberadas para que luego te deje en cueros y con unos cuernos estratosféricos? ¡Joder, y para ya de llorar que me estás dando la noche, coooño!"
Como habrán advertido a lo largo de esta edificante historia, Juanote tenía en muy baja estima al género femenino, al menos en todo lo que no fuese una primitiva relación carnal pura y dura. Por lo demás, ni su propia madre escapaba a tal deleznable consideración sobre las hembras, después que conociera por boca de su tío Totelen las andanzas de ésta con el cabrero que se dio a la fuga, y lo que era aún peor: el inmenso oprobio de su nacimiento, que a su manera de ver le convertía, de facto, en un miserable bastardo. No cabía duda que para el retorcido personaje, doña Elvira también entraba de lleno en esa conspiración cósmica de fulanas y mujeres de mal vivir que, a base de brujerías y otros malévolos encantamientos, dominaban a los incautos hombres, haciéndoles infelices.
Capítulo XXXIV
Al día siguiente, Juanote, se despertó bastante tarde con una jaqueca de caballo y los ojos sanguinolentos como dos trozos de carne. Enseguida ahuyentó de mala manera a las dos jamonas que aún ronroneaban en su cama y bajó a desayunar a la cutre cafetería del impío establecimiento. En esto estaba cuando le sonó el inevitable móvil, pero al advertir que era Carajote se negó a cogerlo. Sin embargo el móvil continuó sonando y sonando...
––¡Me cague en...! ¿Qué tripa se te ha roto ahora, Carajote?
––¡Te está esperando el párroco del pueblo! ––repuso el otro con voz sofocada.
––¡Pues que espere el barrigón ese! ¿Para eso me llamas?
––¡Es que en esta ocasión viene acompañado, nada más y nada menos, que por el Presidente del Consejo Pepiscopal, el Ronco Vayatela!
––¿Y quién es ese tipo?
––¡Joer, Juanote! ¡El mandamás de los curas! ¡Viene con un séquito de la hostia!
––¡Me cague en el Ronco ese! ¡Entretenlos una miaja que ya voy para allá!
Apenas podía andar con el escozor que le producía la asquerosa eccema de sus ingles, pero aún así salió corriendo y como pudo, renegando si tenía que renegar, alcanzó el coche. ¿Qué querría ahora el fulano aquel? ¡Seguro que venía también a mojar del negocio! –– farfullaba entre un sin fin de improperios contra la golfería que inundaba España.
Una hora después se encajaba en la plaza del pueblo y, apenas, su vehículo pudo abrirse paso entre el gentío, advirtiendo enseguida que el aparcamiento municipal estaba totalmente atestado de impresionantes coches negros y limusinas con los cristales tintados y guarnecidos todos ellos por chóferes uniformados de rostro curtido y mirada aviesa que parecían sacados de una leva reclutada en las canteras sicilianas de la Cosa Nostra. Juanote se cabreó, entonces, un montón y llamó a un policía local que intentaba poner algo de orden en el alboroto aquel.
––¿Y ahora dónde aparcó yo? ––le preguntó el alcalde con mala leche.
––Es que la comitiva del Cardenal... ––intentó disculparse el poli.
––¡Ya me estás desalojando a uno de esos mafiosos! ––gritó Juanote.
––¿A cual, señor alcalde?
––¡Me caguen...! ¡A cualquiera, gilipollas! ¡Como si los quieres echar a todos del aparcamiento y del pueblo...! ¡Será posible!
El policía corrió a cumplir la orden de Juanote y poco después éste accedía al Ayuntamiento entre los vítores de la gavilla popular que acampaba a sus anchas en la reducida plaza. Carajote acudió a recibirle en el rellano de la escalera para darle novedades con pomposa y teatral sonrisa.
––Te esperan en el salón de Plenos ––le informó mientras ambos se hundían, presurosos, en las tripas del Consistorio.
Cuando Juanote entró en el salón plenario y advirtió que la alta curia había ocupado todo los sitiales de los concejales, incluido el sillón del alcalde, se puso como un verdadero basilisco:
––¡Fuera de mi sillón ahora mismo, pajarraco!
Carajote le advirtió entonces con alarma:
––¿Estás loco? El que está en tu sillón es el mismísimo cardenal Ronco Vayatela, el presidente del Consejo Pepiscopal, y tiene una mala leche...
A todas estas, el alto príncipe de la Iglesia se hizo el longui y ni se movió de donde estaba. El alcalde se le acercó entonces para preguntarle:
––¿Qué se le ha perdido a usted en Pozopodrido?
El cardenal Ronco escrutó unos instantes al alcalde, y luego de olisquearle como si se tratara de un viejo podenco, manifestó entusiasmado:
––¡Fueron dos! ¿A que anoche te lo montaste, intenso, con dos rollizas mozas, jovenzuelo? ––sonrió el cardenal de forma siniestra.
Juanote, pasmado por la sabiduría del tipo aquel, contestó lleno de satisfacción:
––¡Sí, señor! ¡Espatarré a dos bien macizas! ¿Cómo lo ha sabido?
––Ay, hijo. Yo también fui cocinero, y de los buenos, aquí donde me ves.
––¡Vaya con el cardenal! ¿Y qué se le ofrece por estos andurriales?
––La virgen ––repuso, lacónico.
––¡Ah, ya! Me lo estaba temiendo –– contestó el alcalde con mal humor.
––¿Tiene algún sitio donde podamos hablar en privado? ––bajó la voz, el cardenal, como si ahora estuviera confesando asuntos pecaminosos.
Juanote le llevó al despacho de la alcaldía y cerró la puerta. Para curarse en sano le advirtió que el negocio estaba cerrado y que no se admitían nuevos socios. El cardenal entonces le respondió:
––No, hijo mío. Yo no necesito bienes materiales –– explicó ––. Lo que quiero es el amparo moral de tu virgen para mi batalla personal contra el mal que azota España. Un mal personificado, como sabes, por el chancletas ese que gobierna en Monkloa.
––No entiendo ––repuso, Juanote, muy extrañado.
––Sí, hijo. Esa monstruosidad de la nueva ley del aborto... Las niñas, en vez de estudiar y criarse en la decencia y templanza, se tiran a la coyunda noche y día, abortando más que mean, las muy zorrillas.
––¿Se tiran a la coyunda? ––se extrañó el alcalde de la palabreja.
––Sí, hombre, al ñaca-ñaca y dale que te pego ––hizo el cardenal un obsceno gesto con el brazo.
––¿Ah, pero eso es malo? No me diga que usted no ha practicado el ñaca-ñaca. Por lo que me ha demostrado hace unos momentos, seguro que más que yo ––repuso Juanote entre risas.
––No sea usted insolente, jovenzuelo. Lo que yo haga o deje de hacer en esta vida nada tiene que ver con este asunto. Cuando su virgen se aparezca de nuevo en la playa tiene que enviar un rotundo mensaje a España y al mundo entero.
––¿Qué mensaje es ese?
––¡¡No al aborto!! ––gritó, Ronco, como un energúmeno.
Juanote quedó unos instantes mirando al viejo carcamal aquel sin saber qué responder. Se suponía que la virgen decidía sus propios mensajes y así se lo manifestó al cardenal momentos después. Éste, con una espantosa mueca de ferocidad le respondió casi escupiéndole en la cara:
––¿Acaso me crees un estúpido, señorito de mierda? ¡La virgen no existe, ni tampoco Dios ni Jesucristo ni los santos ni nada de nada! ¡Todo es mentira! ¡Una inmensa farsa!
Juanote volvió a echarse a reír ante la perplejidad del viejo prelado. Pensó que el mundo estaba más podrido de lo que imaginaba. Después preguntó por curiosidad:
––¿Entonces, me quiere decir que las apariciones de la virgen son todas un puro montaje? ¿Es eso?
––¡Pues claro, jovenzuelo! ¡Todos son montajes! ¡Fátima, Lourdes, el Vaticano, el Papa, los Reyes Magos, la O.N.U...! –– exclamó furibundo el cardenal, aunque enseguida bajó la voz y matizó ––... Montajes santos y necesarios, hijo mío. Por eso no tengo, por menos, que alabar tu idea. El mundo sigue necesitando de trucos como el que llevas entre manos para ser viable. ¿Sabes la cantidad de gente que se quedaría en el paro si se acaba el cuento de Dios? ¿Sabes que la inmensa parte de la humanidad aún se comporta como descerebrados borregos bajo el poderoso influjo de las religiones?
El alcalde miró al iracundo anciano un tanto desconcertado. Le apabulló la claridad de éste y así se lo manifestó:
––Desde luego y por lo que me cuenta, usted no tiene pelos en la lengua.
––Sí, pero no se equivoque, alcalde. Mi sinceridad la comparto sólo con los vividores y sinvergüenzas que, como usted, son necesarios en este negocio. Por lo que a mi respecta, yo sólo cumplo con mi trabajo de apacentar a estos rebaños de españoles que se están tomando demasiado libertinaje, los muy cabronazos.
La respuesta del cardenal dejó a Juanote algo meditabundo de tal manera que, por un momento, algo parecido a un destello de tristeza cruzó su ánimo al considerar en qué manos se hallaba la humanidad. También él se consideró atrapado en aquella gigantesca impostura cósmica, ayudando a mantener un pérfido engaño que sólo unos pocos controlaban. Sin embargo pronto se alegró de no formar parte de la gran borregada y estar en el bando de los manipuladores. La voz ronca y casposa del cardenal le trajo de nuevo a la realidad presente:
––Bueno, ¿qué me contesta, alcalde? Le advierto que si se niega a lo que le pido no habrá más apariciones ni más negocio para usted.
––¿Y por qué lo hace? ––insistió Juanote por simple curiosidad ––¿Acaso a usted le importa algo que las mujeres aborten y revienten o que el mundo se vaya al carajo?
––Pues ahora que lo dice, ciertamente me importa una mierda. Sin embargo, y por lo que deduzco de sus palabras, sigue usted sin entender las prosaicas razones que le termino de dar. Bueno, pues ya no se lo repito más. ¿Me va usted a ayudar o...?
––Vale, vale ––no le dejó Juanote terminar ––Trato hecho, cardenal. Mi virgen denunciará el aborto en su próxima aparición.
Después de sellar el escabroso acuerdo con un apretón de manos, el alcalde aprovechó la presencia de la máxima jerarquía para salir al balcón municipal y darse un fervoroso baño de multitudes. Ciertamente la imagen de ambos personajes en la balconada del Consistorio, reforzaba en todo aquel gentío la aureola de santidad del alcalde. Ronco Vayatela quedó gratamente impresionado del liderazgo que Juanote provocaba en las masas y su mente, astuta y ambiciosa, acarició entonces la idea de que aquel era la clase de personaje que en esos momentos se necesitaba para cambiar un país hundido en la inmoralidad, el desempleo y el desencanto.
Antes de abandonar el despacho, el purpúreo se interesó por la siguiente aparición de la virgen y preguntó a Juanote en qué términos se produciría:
––Bueno, en esta ocasión he pensado introducir un milagro que impacte ––explicó el alcalde, muy puesto en el asunto.
––Ah, eso está muy bien, hijo mío –– asintió satisfecho, el prelado –– ¿Qué utilizarás? ¿La curación milagrosa de algún cojo o algún ciego? Aunque tal subterfugio está ya muy explotado, funciona siempre bastante bien.
Capítulo XXXV
Poco después, el jefe de la Consejo Pepiscopal y su aparatoso séquito abandonaba con solemnidad Pozopodrido de la Ensenada, dejando tras de si a un Juanote abrumado por los acontecimientos que se producían a medida que transcurrían las horas. Ahora se preguntaba quién sería el próximo en visitarle, ¿el Bobón? ¿El Papa en persona...?
Se dejó caer sobre el sillón de su despacho, y ojeó las portadas de los periódicos de ese día, dándose cuenta del tinglado que había puesto en marcha. Su fotografía destacaba en todas las primeras páginas y los editoriales se sucedían a favor o en contra de su persona según la línea de cada periódico. Para bien o para mal todo el mundo hablaba de él, y ciertamente este protagonismo le produjo en esos instantes un miedo casi infantil. Porque a decir verdad, y a pesar de la arrolladora y destructiva personalidad de Juanote, éste arrastraba ancestrales temores que nunca llegó a superar. Además del más visible, como era su terror a la oscuridad, otras fobias difíciles de clasificar, le asaltaban, hundiéndole en depresiones de las que solía defenderse a base de drogas y cubatas de Bacardí. Claro está que estos brutales remedios perturbaban aún más su precaria conciencia, además de potenciar su natural agresividad y una carencia de escrúpulos sin límites. De esta manera, y a pesar de estos graves desequilibrios o gracias a ellos, el éxito de Juanote descansaba, sin duda, en su monstruoso y desenfrenado ego que, como una apisonadora sin frenos, arrollaba y destruía sin contemplaciones cualquier obstáculo que se le pusiera por delante. Desgraciadamente y a fuer de ser justos con el personaje, Juanote no era más que un producto bastante elaborado de esta paranoica sociedad nuestra donde se alaba y admira con demasiada frecuencia el mito de los llamados “ganadores”, esos que llegan, pegan y triunfan y se llevan el parné y la gloria sin que al final importe demasiado si en tamaña proeza dejaron tras si un reguero de barbarie y de vidas truncadas.
Esa tarde, el alcalde comió en el pueblo con Carajote pues consideró que era importante mantenerle bien cerca ya que era consciente que la envidia es muy mala. Y en este barrunto, Juanote, no se equivocaba demasiado porque había cierto resquemor en el montaraz aquel, ya que en verdad no terminaba de digerir la explosión de popularidad de alguien que, al fin y al cabo, siempre consideró un señorito remilgado, advenedizo y de derechas. Por eso, Juanote, que disponía de un singular instinto natural para olfatear las mezquindades y miserias humanas, decidió pringar a Carajote hasta las ingles en el asunto de las apariciones. De esta manera, siendo cómplice de la estafa se guardaría bastante en irse de la lengua.
––¿Entonces, dices que el próximo sábado tendremos la siguiente aparición?
––Correcto, Carajote. Esta noche he quedado con los colegas para ensayar la actuación. Tú también deberías venir.
El hijo de Tapacubos meneó la cabeza con visible inquietud y después engulló de un trago el cubata recalentado que le restaba en el vaso. Juanote le preguntó, entonces, por lo que le pasaba:
––No sé, Juanote . Mi padre en la cárcel y ahora yo, metido en este jodido lío... No sé.
––¡El qué no sabes, gilipuertas! –– le espetó Juanote con su habitual agresividad ––. ¿Es que piensas ir de perdedor toda tu vida? ¡Ahora que te doy la oportunidad de hacerte rico me vienes con esas!
––¡Hombre, no digas eso! ––repuso Carajote, intentando excusar sus miedos ––Pero es que si algo no sale bien, si nos descubren...
––¡Venga ya! –– le arengó Juanote con su proverbial suficiencia ––. A nadie le va a interesar que salga mal este negocio porque todos van a chupar del bote de una manera o de otra.
––¿Y el Gobierno? ¿Qué me dices de don Chavitos?
––Ese el primero ––rió Juanote con malicia.
––¿Qué quieres decir con eso, tío?
––¡Qué te calles ya y no me hagas más preguntas, coño! ¡O te fías de mi o te largas ahora mismo!
––No, no. Tienes razón. Estoy contigo para lo que haga falta.
La respuesta de Carajote dejaba bien a las claras la enorme autoridad de Juanote a la hora de manipular y convencer. En realidad era su indiscutible aureola de triunfador lo que le hacía irresistible.
Después de la comida hablaron del ensayo de esa noche y Carajote apuntó la idea de hacerlo en una vieja casucha vacía de su propiedad, algo retirada del núcleo del pueblo. Juanote aceptó la propuesta porque tampoco tenía muy claro las intenciones de su madre y sus intempestivas apariciones en la casa.
El alcalde se puso enseguida en comunicación con sus secuaces para advertirle de la nueva dirección donde debían acudir.
––Sí, esta noche quedamos en la Dehesa del Pringao. ¿Qué dónde está eso, dices? Pues preguntando se llega a Roma, Papelinas. ¡Ah y no se te olvide traerte al medio muerto ese, sí, al señor Chapas! ¡A las once en punto y ni un minuto más!
Después de citar también a la Palmira, Juanote se dispuso a levantar campo cuando sonó de nuevo el dichoso móvil.
––¡Voy a tirar esta mierda de...! ¡Sí, dígame...! ¿Qéee? ¿Qué están en huelga los trabajadores de mi fábrica?... ¿Qué quieren cobrar? ¡Joder, aquí la gente sólo piensa en la pasta! ¡Está bien, mañana me pasaré por allí, pero que no me presionen o van todos a la puta calle sin un duro! ¿Queda claro?
Juanote colgó y miró con enfado a Carajote que enseguida le preguntó por lo que sucedía.
––¡El sindicato ese de los Cocos que no tiene vergüenza! ¿No que me amenazan con una huelga indefinida? ¡Por mi como si se tiran de huelga toda la vida!
––Ándate con ojo, Juanote, que te puedes quedar sin la fábrica –– le advirtió Carajote ––Debías de haber solucionado ese asunto en cuanto murió tu padre...
continuará
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Podías publicar el libro en un Pdf en vez de los fastidiosos "fascículos". De todas maneras me gusta la temática del libro. Muy apropiado a los tiempos que vivimos. Un saludo.
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