Saturday, 13 November 2021

Capítulo XIII del libro "Un legionario en la Sevilla del 23-f".

 


 

 

Capítulo XIII.- Una dote para Merceditas.




Cuando Pepe abandonó la tasca que, dicho sea de paso, apestaba a orines y vinos de mala casta, intentó respirar profundamente pero sus pulmones se quedaron a mitad y volvió la tos. Escupió y miró si el galipo llevaba sangre. Luego pensó dónde ir. No le apetecía volver a la pensión y decidió comer ese día en el Avenida, el bar de su querido barrio. Una vez en su calle, aparcó junto al estanco de doña Pepita y fue antes a echar un vistazo a su casa. Abrió la puerta y se encontró con la sorpresa de que toda la vivienda estaba patas arriba. Alguien había entrado y la había registrado de arriba a bajo y viceversa.
––¡Este cabrón de Romanones!––rugió el legionario, cogiendo el teléfono para llamar al inspector.
––¡Oiga usted...!
––Sí, ya sé ––repuso Romanones sin darle opción a hablar––. Que han entrado en tu casa para robarte. ¿No es así?
––¡Ha sido usted! ¡Usted ha entrado en mi casa ilegalmente y lo voy a denunciar!
––Haz lo que te parezca ––repuso el policía, muy tranquilo––. Pero si me sigues dando problemas te meto en prisión preventiva hasta que me lleguen las pruebas. ¿Te ha quedado claro?
El inspector Romanones colgó el teléfono y el legionario quedó mirando el destrozo que le habían hecho. Aquello era una venganza. No hacía falta romper cosas, como la lámpara de cerámica del salón o desencuadernar los cajones del aparador para hacer un registro. Sin embargo, se lo tuvo que comer todo tras la nueva amenaza del inspector de meterlo en prisión preventiva. Solo faltaba eso, pensó, ahora que había puesto en marcha su propio operativo para el golpe.
Cerró la puerta con un portazo, cruzó la calle y entró en el bar. Antonio, que no daba basto en la barra. Lo saludó.
––Siéntate fuera. Ahora te llevan el menú.
Había bastante gente en la terraza. Unos lo saludaban y otros lo miraban con recelo o le volvían la cara directamente. El legionario supuso entonces que la accidentada muerte de Shaila había corrido como la pólvora por el barrio. Aún así intentó olvidarse de todo y relajarse. ¡Se estaba tan bien allí!  Pronto llegó el chaval que atendía las mesas y se alegró de ver a Pepe porque, a veces, le daba muy buenas propinas. Le ofreció la carta del menú y le aconsejó pedir paella de marisco. El legionario accedió a la recomendación y cuando el camarero se iba, el legionario le preguntó:
––¿En estos días han venido por aquí Merceditas y su abuela?
El joven se detuvo y luego se volvió.
––Ah, pero, ¿no se ha enterado?
––¿De qué debía enterarme? ¿Le ha pasado algo a la niña?––preguntó, sobresaltado.
––A la niña no, pero sí a la abuela. Murió la semana pasada de un ataque al corazón. Creo que a  la chiquilla la van a llevar a un hospicio.
––¡¡Eso nunca mientras yo viva!!---pegó un puñetazo en la mesa, haciendo que todos se volvieran a mirarle —. ¿Dónde está ahora la niña?
El alboroto hizo que Antonio, el dueño del bar, acudiera para ver lo que ocurría.
––¿Qué pasa, Pepe? ¿Te encuentras bien?
––Sí, si. ¿Pero dónde está mi pobre niña?
––Bueno, de eso te puede informar doña Pepita.  Ya sabes que es muy beata. Creo que avisó a unas monjas que ella conoce para que se hicieran cargo de la niña unos días. Luego, lo más seguro, es que la metan en un orfanato. Vamos, digo yo.
Esa tarde doña Pepita abrió el estanco puntualmente, como era hábito en ella. Al abrir la puerta del establecimiento  se encontró con la patética figura del legionario que esperaba impaciente. Estaba muy nervioso y la mujer lo hizo pasar al interior. Pepe le habló de Merceditas, rogándole que le contara todo lo que sabía de ella. Doña Pepita lo tranquilizó.
––La niña está bien, Pepe. Hablé con las monjitas de la Cruz (Sor Ángela de la Cruz) y allí la van a tener hasta que, bueno, se vea lo que se puede hacer por ella.
––Me han dicho que la pueden llevar a un orfanato ¿Es eso cierto?
––Bueno, sí ––perdió la sonrisa doña Pepita––. Si nadie se hace cargo de la pobre niña la recogerá una institución pública hasta que cumpla dieciocho años.
––¡No! –– negó con energía el legionario–– La niña se quedará en el convento. Yo la podía adoptar pero soy muy viejo, vivo solo y tengo muchos problemas. Debe quedarse en ese santo convento y hacerse monja.
La estanquera miró al legionario un tanto perpleja y repuso a continuación:
––No es tan fácil, señor Pepe. Eso tiene unos procedimientos legales...
––Sí, ya –– no la dejó terminar ––. Se refiere a la dote. ¿No es así? Pagaré una generosa cantidad de dinero al convento por la niña. Pero, por favor, hable hoy mismo con las monjas y dígale mi oferta. Mañana la llamaré por teléfono y me informa del resultado.
––Está bien. No se preocupe y tranquilícese, hombre. Merceditas está en buenas manos.
     La noticia había quitado a Pepe el apetito y también las ganas de estar allí. Decidió entonces regresar a la Alameda. Antes de abandonar el lugar miró a la gente que quedaba en el Avenida por si estaba Benito con la mujer, que a veces solían ir a comer, aunque ya era muy tarde.
Cogió su viejo Renault 4 y lo puso en marcha. Luego observó las ventanas de su casa y sintió respirar tras ellas la tragedia. Un cúmulo de sentimientos se agolparon en el cansado corazón del viejo soldado y una emoción desbordada de raíces muy profundas rompió en su garganta.
A esas horas, el azul del cielo de Sevilla reflejaba la tristeza de una tarde de invierno. Solo en su Aljarafe, donde habitaba el monumento al Sagrado Corazón levantado por Segura, negruzcas bandas de espesos nimbos marchaban con destino incierto. Pepe atravesó Chapina con un llanto desconsolado. En esos instantes afloraron de golpe todas las emociones contenidas a lo largo de su truculenta y penosa existencia. El nombre de Lucía se repetía, una y otra vez, en sus temblorosos labios como si se tratara de un mágico y extraño mantra que actuaba como bálsamo a su dolor.
––Yo te salvaré, niña mía. Yo cuidaré de ti ––temblequeó su voz mientras asía con férrea decisión el volante del vehículo.
La tarde alargaba las afiladas sombras de las columnas de Hércules cuando la figura del legionario las franqueó camino de la pensión. En el pequeño salón encontró a Rosa con un par de jóvenes aprendizas del oficio más antiguo del mundo. Jugaban a las cartas alrededor de una mesa camilla.
––Hombre, legionario. Siéntate con nosotras a jugar un rato. Tengo la copa puesta y las piernas abiertas ––dijo la Rosa entre risas.
Pepe se detuvo unos momentos para mirar aquel par de niñas que acompañaban a la vieja meretriz. Sus rostros estaban horriblemente pintarrajeados. Por un momento creyó ver en una de ellas la inocente imagen de Lucía, que le miraba con perversa provocación y no pudo contenerse:
––¡No! Maldita zorra. Estas niñas debieran estar estudiando... 

 

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