¿Manifestarse nunca sirve de nada? El TTIP ha descarrilado por las protestas.
El poder de la gente da resultados. Los políticos europeos nunca
habrían imaginado que un acuerdo comercial suscitaría ningún interés, ni
mucho menos protestas masivas. La causa anti-TTIP se ha manifestado por
toda Europa
Para aquellos que queremos
sociedades dirigidas según los intereses de la mayoría y no los
inexplicables intereses empresariales, "ardua lucha" es la mejor forma
de definir esta era. Por eso, cuando se logran victorias, habría que
darles gran difusión para motivarnos de cara a una lucha más amplia
contra una poderosa élite de grandes empresas, medios de comunicación,
políticos, burócratas y thinktanks financiados por corporaciones.
Hoy es uno de esos momentos. El Tratado Transatlántico de Comercio e
Inversión (TTIP) –esa infame propuesta de acuerdo comercial que da un
poder incluso más amplio a los gigantes empresariales– está herido,
quizá de muerte. Aún no ha fallecido, pero el TTIP es un conjunto de
restos que será difícil volver a unir.
A los que hemos hecho campaña contra el TTIP –en particular otro columnista de the Guardian, George Monbiot– nos
han tachado de alarmistas. Dijimos que el tratado llevaría a una
carrera hacia el abismo en todo, desde la protección del medio ambiente a
la de los consumidores, y nos empujaría al nivel más bajo que hay en
Estados Unidos. Advertimos de que socavaría nuestra democracia y nuestra
soberanía y permitiría a los intereses empresariales usar tribunales
secretos para bloquear políticas que no les gustaran.
Alarmistas, nos llamaron. Pero cientos de documentos filtrados de las
negociaciones revelan, de alguna forma, que la realidad es peor, y ahora
el gobierno francés se ha visto obligado a insinuar que podría bloquear el acuerdo.
Los documentos insinúan que incluso los líderes europeos más cobardes
creen que las demandas de EEUU van demasiado lejos. Como dice War on Want,
muestran que el TTIP "abriría la puerta" a productos ahora prohibidos
en la UE "por razones de salud pública y medioambiental".
Como revelan los documentos, ahora hay diferencias "irreconciliables" entre las posturas de
la Unión Europea y Estados Unidos. Según Greenpeace, "la postura de la
UE es muy mala, y la de EEUU es terrible". Los documentos muestran que
Washington está intentando activamente diluir las regulaciones europeas
sobre protección del consumidor y del medio ambiente. En el futuro, para
que la UE pudiera siquiera aprobar una normativa, podría estar obligada
a implicar a las autoridades y las grandes empresas estadounidenses,
dando a estas últimas el mismo peso que a las europeas.
Con estas revelaciones condenatorias, las autoridades francesas,
asediadas, se han visto obligadas a decir que rechazan el TTIP "en esta
fase". El presidente Hollande dice que Francia rechazaría "que se pongan
en duda los principios esenciales de nuestra agricultura, nuestra
cultura y el acceso mutuo a los mercados públicos". Y con el responsable
de comercio del país diciendo que "no puede haber un acuerdo sin
Francia y mucho menos contra Francia", el TTIP tiene ahora un futuro
verdaderamente sombrío.
Hay varias cosas que podemos
aprender de esto, y todas ellas deberían dar esperanzas. En primer
lugar, el poder de la gente da resultados. Los políticos y burócratas
europeos nunca habrían imaginado que un acuerdo comercial suscitaría
ningún interés, ni mucho menos protestas masivas. Como síntoma de su
desprecio hacia la gente a la que se supone que sirven, por la que
existen, las negociaciones sobre los aspectos más importantes del
tratado se llevan en secreto. Es fácil, entonces, acusar a los
activistas anti-TTIP de "alarmismo" mientras revelan poco de la realidad
en público.
Sin embargo, en lugar de rendirse, los
activistas de todo el continente se han organizado. Han intoxicado el
TTIP y obligado a sus diseñadores a ponerse a la defensiva. Alemania –el
mismísimo núcleo del proyecto europeo– ha tenido manifestaciones
masivas con la participación de hasta 250.000 personas.
De Londres a Varsovia, de Praga a Madrid, la causa anti-TTIP se ha
manifestado. Los eurodiputados se han visto sometidos a la presión
apasionada de ciudadanos enfadados. Sin esta presión popular, el TTIP
habría tenido poca vigilancia ciudadana y seguramente se habría
aprobado, con consecuencias catastróficas.
En segundo
lugar, esta es una situación muy embarazosa para el gobierno británico.
En 2011, David Cameron vetó un tratado de la UE para defender
supuestamente el interés nacional. En realidad, le preocupaba que fuera
una amenaza para el sector financiero británico. Está claro que la City
de Londres y Reino Unido no son lo mismo, pero Cameron está entre los
defensores más acérrimos del TTIP. Está más que satisfecho de socavar la
soberanía y la democracia británicas, siempre y cuando los intereses
empresariales sean los beneficiados. Por eso acabamos en la perversa
situación en la que es el gobierno francés, y no el nuestro propio, el
que protege nuestra soberanía.
Y en tercer lugar,
esto tiene consecuencias reales para el debate del referéndum sobre la
UE. De forma bastante cínica, el UKIP se ha apropiado del argumento del
TTIP. Ha criticado, con razón, que el tratado amenaza nuestro Servicio
Nacional de Salud (NHS). Pero, teniendo en cuenta que su líder, Nigel
Farage, ha propuesto suprimir el NHS en favor de los seguros de salud
privados, eso es el colmo de la desfachatez.
El UKIP
se ríe de la gente de izquierdas que, como yo, en este asunto del
referéndum del Brexit respalda la postura de permanecer en la UE con una
postura crítica. Pero si saliéramos de la unión, no solo se abandonaría
el capítulo social y varios derechos de los trabajadores –sin que
nuestro gobierno de derechas los reemplace–, sino que Reino Unido
acabaría negociando una serie de acuerdos TTIP. Acabaríamos viviendo con
las consecuencias del TTIP, pero sin los elementos progresistas que
quedan en la UE.
En lugar de eso, hemos visto lo que
pasa cuando los europeos corrientes dejan de lado los obstáculos
culturales y lingüísticos y se unen. Su fuerza colectiva puede lograr
resultados. Esto sin duda debería ser el punto de partida de un
movimiento que construya una Europa democrática, sensata y transparente
gobernada según los intereses de sus ciudadanos, y no de las grandes
empresas. Esto también implicaría extenderse a través del Atlántico.
A pesar de la retórica de esperanza y cambio del presidente Obama, su
gobierno –que ha promovido con fervor el TTIP– ha defendido con
demasiada frecuencia los intereses empresariales. Sin embargo, aunque
Bernie Sanders tiene pocas probabilidades de ser el candidato demócrata,
el increíble movimiento que hay tras él muestra –en particular entre
los estadounidenses más jóvenes– un deseo creciente de unos Estados
Unidos diferentes.
En los próximos meses, esos
europeos que han hecho campaña contra el TTIP deberían sin duda ponerse
en contacto con sus homólogos estadounidenses. Incluso si se frustra el
TTIP, seguimos viviendo en un mundo en el que las empresas más
importantes tienen a menudo más poder que los Estados-nación: solo los
movimientos organizados que crucen fronteras pueden tener alguna
esperanza de desafiar ese dominio incomprensible.
Desde la justicia fiscal hasta el cambio climático, se ha demostrado que
la brigada del "las protestas nunca sirven de nada" estaba equivocada.
Aquí hay una posible victoria en la que deleitarse y sobre la cual
construir algo más.