Esta extraña historia sucede a
principios del siglo pasado en la localidad de Peña Muerta, un pueblecito
perdido en las faldas de un espectacular macizo rocoso, y junto a un lago de
aguas negruzcas, contaminadas desde tiempos inmemoriales por una vieja cuenca
carbonífera en desuso.
Ese día de autos, desde muy
temprano las luces de la mísera vivienda de la vieja Eulalia estaban
encendidas. Su hijo, Pastor, había fallecido esa madrugada de un tiro de
escopeta en el pecho. Sue cuerpo yacía
sobre una desvencijada cama de cabecero metálico en una umbrosa
habitación al fondo de la casa, junto a un cobertizo donde guardaban un pequeño
rebaño de cabras. La tristona luz de un quinqué de petróleo apenas llegaba a
iluminar el rostro extrañamente plácido de un hombre de mediana edad, que
aguardaba cristiana sepultura. El cadáver vestía una camisa blanca abrochada al
cuello y una apedazada y oscura chaqueta con pantalones remendados y de
indefinible color. Sus pies desnudos los cubría un trozo de manta cuartelera de
cuando el fallecido cumplió con el ejército allá en su juventud.
Algunos vecinos entraban a rendir
un último adiós a Pastor, que así se llamaba el difunto, y para dar el pésame a
su madre, la vieja Eulalia, que sin embargo no parecía muy afectada por la
trágica muerte del hijo. Algunos llegaron a decir que la pobre mujer había
perdido la cabeza porque aseguraba que su hijo no estaba muerto. Sin embargo,
pronto algún vecino pudo comprobar con sobresalto que la madre podía tener
razón porque le había visto al muerto mover las piernas y algo más en el
interior de… su bragueta.
La noticia corrió como la pólvora
y pronto llegó a oídas del viejo médico del pueblo.
––Eso es imposible ––le dijo al
vecino que había corrido a darle tal extraña información –– Esta madrugada lo
examiné y su corazón no latía ni sus pulmones respiraban. Ese hombre está
muerto.
––Lo mismo está resucitando
––repuso el vecino con cara de susto.
Movido por una curiosidad mezclada
de inquietud, el doctor cogió el abrigo y echó calle arriba camino del
domicilio del fallecido. En la puerta había bastante gente y la vieja Eulalia
clamaba a quien quería escucharla:
––¡No está muerto! ¡Se hace el
muerto para no sacar hoy las cabras!
El médico se abrió paso entre el
corrillo y entró en la vivienda. Al poco salió con la cara descompuesta y
exclamó:
––¿Quién ha flexionado las
piernas del cadáver?
La mayoría entraron para ver, y
efectivamente, el muerto tenía las piernas flexionadas como si durmiera
plácidamente.
––¿Lo está viendo, doctor? La
manta que le puse en los pies está en el suelo. El muy bribón se está haciendo
el muerto para no trabajar hoy.
El facultativo sacó de su maletín
el aparatejo de auscultar y examinó de nuevo al difunto mientras observaba con
detenimiento su rostro, que ya cogía el severo color de la cera. Después de
escuchar el fúnebre silencio de su corazón destrozado por el plomo agarró sus
manos, entrecruzadas en el pecho, e intentó moverlas.
––Este hombre ya tiene la rigidez
cadavérica ––exclamó, informando a los temerosos presentes que no salían de su
asombro –– Dentro de pocas horas comenzará a descomponerse –– dijo.
Después de manifestar esto tocó
las piernas del difunto y comprobó con asombro que la rigidez cadavérica no las
afectaba y que, incluso, estaban tibias. De esta manera intentó flexionarlas
hacia abajo al tiempo que se espantó al ver como se formaba una abultada tienda
de campaña en su bragueta. Tal hecho lo consideró inexplicable y lo achacó a
algún raro fenómeno desconocido. Después fue tajante cuando sentenció:
––A este hombre hay que
enterrarlo puesto que está muerto.
––Pero, ¿por qué mueve las
piernas? ––insistió la vieja Eulalia, buscando complicidad con los vecinos
presentes –– Un muerto no mueve las piernas.
El viejo doctor improvisó una
respuesta para salir del paso.
––El motivo sin duda se debe a la
retracción de los músculos y tendones en el proceso de rigidez cadavérica.
La explicación no le convencía ni
a él mismo, pero ¿qué podía decir? Lo que tenía claro que un hombre con un
corazón parado era un hombre muerto. Aquello era de primero de carrera.
Pero el muerto no era un muerto
cualquiera y eso bien lo sabían algunas mujeres del pueblo que lloraron la
muerte del amante. Porque el cabrero, no solo era un hombre con cierto retraso
mental además de tener cierto retraso mental era un semental infatigable,
siempre listo a complacerlas una, dos , tres
y las veces que fueran falta con su descomunal pene siempre en ristre,
siempre dispuesto.
La tarde caía brumosa y fría en
el pueblo de Peña Muerta cuando metieron en el féretro el cuerpo del pastor.
Los vecinos tuvieron que esforzarse varias veces para mantener inmóviles las piernas del
cadáver, que no paraban de moverse de un lado a otro como aquejadas del baile
de San Vito. Por fin lograron cerrar el ataúd. A pesar de la explicación del
doctor aquello causó gran revuelo y temor en los habitantes de Peña Muerta, que
así se llamaba el pueblo, pues no lo consideraban nada normal. Al sepelio
acudieron la mayoría de los hombres del lugar, y la comitiva fúnebre partió de
la casa sobre la cinco de la tarde para perderse con lentitud en la espesa
niebla camino del cementerio levantado en la solitaria y pedregosa loma que
había junto al lago.
Durante el tiempo que duró el
responso del cura antes de meter la caja en uno de los nichos abiertos, algunos
creyeron escuchar algunos golpes sordos que hizo estremecer los espinazos de
más de uno, que pensó que estaban enterrando a un no muerto.
Al regreso, las pocas farolas de
carburo que iluminaban el pueblo ya se encontraban encendidas, enrojeciendo la niebla de su
alrededor y arrancando tenues destellos de fuego en el pulido y húmedo
empedrado de las calles. Esa noche la taberna más popular del pueblo estuvo
menos animada que de costumbre. Los pocos parroquianos que la habitaban en esos
momentos bebían en silencio aunque otros comentaban en voz baja el singular
acontecimiento de ese día. Más de uno miró con temor la puerta del
establecimiento, temiendo que entrara Pastor, que era asiduo del
establecimiento cuando recogía sus cabras. Poco antes de la media noche y a
punto de cerrar, entró un vecino totalmente descompuesto y gritando:
––¡He visto a Pastor!
Los presentes lo rodearon
inmediatamente.
––¿Qué dices, Anselmo? Eso no es
posible. Lo enterramos esta tarde. Tú viniste.
––¡Qué sí, que sí pero que lo he
visto! ––se arropó el cuello con las solapas de su tabardo como protegiéndose
de un intenso frío –– ¡Me he cruzado con él en la calle de la Iglesia! Apareció
de pronto de entre la niebla y andaba de manera horrible, con los brazos caídos
y el torso bamboleándose, como el de un muñeco de trapo. La cabeza le daba
tumbos de un lado a otro… Horrible, horrible. ––tiritó de miedo.
––Está bien, siéntate y tomate
este vasito. Te hará bien.
––Puede que hayas sufrido una
alucinación ––dijo otro de los presentes, intentando calmar los miedos del
vecino.
...
Bueno. Ya ha anochecido y estoy solo en la casa.
Hasta mañana.