Tuesday, 4 October 2016
S.J. Alcalde y Mártir (Capítulo 15-16-17)
Capítulo XV
Una vez en la capital, Juanote se pasó por un determinado semáforo para contemplar a la joven emigrante marroquí que habitualmente vendía pañuelos en ese lugar y cuya belleza le tenía fascinado. Siempre que subía a la ciudad pasaba por dicho semáforo y le compraba, aunque nunca se atrevió a hablarle, por otro lado cosa bastante extraña en un tipo como él, más descarado que el culo de una mona, y sobre todo, un desvergonzado en su trato con las mujeres a las que despreciaba profundamente. Pero ella, la de los pañuelitos de papel, le producía una enorme atracción y un especial respeto. Porque a pesar de la humildad y pobreza de su aspecto, la recatada belleza de la joven, su sonrisa dulce, y sobre todo, la mágica finura de sus movimientos le daba a su imagen una majestad demasiado extraña y singular para un Juanote acostumbrado a andar siempre con golfas y pendonas de la peor ralea.
En esta ocasión, el concejal no quiso perder la oportunidad de hablar con ella y de este modo, nervioso como un zagal quinceañero ante su primera cita, se dirigió a la musulmana con lo primero que se le ocurrió:
––¿Por qué llevas ese pañuelo en la cabeza? –– le preguntó con la mejor de sus sonrisas ––Con la que está cayendo debes pasar mucho calor.
Ella miró al concejal con unos ojos que fundieron sus sentidos y respondió con voz cantarina, como es de cumplimiento en tales historias:
––Si la muegte me trinca sin velo, lo demonio me agastragán de lo pelo al infiegno.
A Juanote le encantó la media lengua de la muchacha, entre afrancesada y de las Tres Mil Viviendas, y después sonrió ante la misteriosa explicación de la joven que hablaba de la muerte y de los demonios. Pero el caso es que la almendrada mirada de la musulmana penetró de tal manera en su interior que, quizás y por primera vez en su vida, alguien lograba iluminar sus negras y pervertidas entrañas.
––No serán capaces de llevarte esos demonios que dices si estoy yo delante. ¿Cómo te llamas? –– preguntó, extasiado ante aquellos ojos azabache.
––Shaila –– respondió ella con infinita humildad, al tiempo que mostraba al resto de conductores un par de paquetes de pañuelos.
Juanote sacó entonces un billete de cincuenta euros y se lo ofreció.
––Dame todos los pañuelos que llevas y no trabajes más por hoy.
Dicho esto a punto estuvo de invitarla a comer pero no se atrevió temiendo una negativa por respuesta. Y es que, de pronto, Juanote sintió que se había enamorado perdidamente de aquella extranjera desconocida. El semáforo ya se había puesto en verde y los pitidos de los demás vehículos apremiaban, ensordecedores, cuando le dijo:
––¡En cuanto pueda vendré a verte, Shaila!
A punto ya de arrancar su vehículo escuchó los impacientes bocinazos del conductor de atrás y algo más que le descompuso.
––¡¡Venga, calentorro, deja ya de ligar con esa guarra terrorista!!
Como azuzado por un invisible rayo, Juanote se apeó de un salto del coche, y con el rostro más pálido que el de la mismísima muerte, se dirigió al conductor aquel a grandes zancadas, y le atrapó sus partes obscenas para tirar brutalmente de ellas al tiempo que le gritaba, enseñando las fauces como las de un perro babeante y rabioso:
––¡¡Quieres ver como te dejo sin pito para siempre, joputa!! ¡¡Quieres verlo!!
Por mucho que el desgraciado aquel levantó las manos de la bocina, el furioso concejal continuó tirando de sus gónadas con violencia hasta sacarlo a rastras del coche y hacerle arrodillar a sus pies entre lágrimas y aullidos de dolor. Ni que decir tiene que la brutal reacción de Juanote hizo que el resto de los espantados conductores enmudecieran al unísono y se escondieran tras los salpicaderos, protegiéndose sus vergüenzas con ambas manos. Pero, ¿y Shaila? ¿Qué hizo la dulce Sahila ante la salvaje reacción de su fugaz cortesano? Pues que la pobrecilla echó a correr, totalmente atemorizada, hasta perderse por la populosa avenida. Por lo demás, cuando Juanote se cansó de machacarle los huevos al sujeto aquel, le despachó con una patada y se embarcó rápidamente en su vehículo para salir lanzado con el semáforo en rojo en busca de la joven. Estaba seguro que se habría asustado con aquel comportamiento suyo y necesitaba disculparse de alguna manera, pero no la encontró.
Camino ya del hotelito, se lamentó mil veces de que Shaila presenciara el follón, aunque asumió que había sido inevitable e incluso se alegró de haberle dado su merecido al bocazas aquel. Cuando arribó al cutre establecimiento, cogió la llave de su habitación y subió los peldaños de la vieja escalera de madera –– repintada mil veces ––, y que en días de calor como aquel, hedía más de lo habitual a sexo de veinte euros el servicio. En verdad, y en esta ocasión, Juanote, no se imaginaba la desagradable sorpresa que le esperaba cuando abriera la puerta del final del sofocante pasillo, porque allí le acechaba, agazapado en la penumbra, nada menos que el Rumano, blandiendo una monstruosa navaja “cola de rata” que enseguida ciñó al cuello del concejal nada más entrar éste en la habitación.
Me vas a pagar ahora mismo los tres mil euros que me debes o te rebaño el asqueroso cuello de pollo desplumado que tienes! ––le amenazó con voz cavernosa.
Juanote comprendió enseguida que algún chivato del hotel le había vendido. Con el acero de la penca helando su abultada nuez, apenas pestañeó cuando quiso mostrarse tranquilo:
––Venga, señor Rumano, que soy un buen cliente. Precisamente venía hoy a pagarle...
––¡Déjate de historias y a ver la pasta!
––Pero suélteme para que pueda enseñársela.
Venga, pero no hagas ninguna tontería o te rebano los mondongos de un tajo!
Cuando el musculoso brazo del Rumano le soltó, el concejal intentó recuperar la compostura. Sabía que con gentuza de la calaña del tipo aquel lo peor era mostrar miedo. De forma sibilina introdujo su mano en uno de los bolsillos de la chaqueta, haciendo como si buscara el dinero, y puso en marcha su potente grabadora. Luego sacó lentamente un abultado fajo de billetes de cincuenta euros y los agitó con media sonrisa:
––¿Ve como no le mentía, Rumano? No hacía falta que me pusiera la navaja en el cuello para atracarme ––dijo, dispuesto a contar el dinero sobre una mesilla ajustada a un rincón de la habitación.
––Yo no atraco a nadie. Yo sólo quiero lo que es mío. Mis tres mil euros y ni un céntimo más ––le apremió el temible traficante, que en los negocios era más serio y honesto que muchos encorbatados que juran serlo. Juanote, comentó entonces:
––¿De verdad que me hubiera asesinado por tres mil euros?
El Rumano cogió en ese momento el dinero que le ofrecía el concejal, y mientras lo contaba con pasmosa rapidez, respondió con mirada desafiante:
––No lo dudes, pijo de mierda. Aunque sea por un solo euro que me debas te rajo el gañote ahora mismo y te corto a trocitos. Porque ya no es cuestión de dinero sino de dignidad profesional. Yo te vendo y cumplo y tú me pagas y cumples, esa es la ley. No es la primera vez que me cargo a tipos que como tú van de listillos e intentan engañarme o traicionarme. Sin ir más lejos, el año pasado me crucifiqué a uno en un descampado porque intentó torearme quince euros y encima me amenazó con ir a la policía.
––¡Joder, que fuerte! ––le entró a Juanote un repeluco por el cuerpo.
Minutos después el Rumano abandonó la habitación y entonces el concejal echó mano de la grabadora y rebobinó. Efectivamente y para su contento, lo había grabado todo. Más tarde, denunciaba por teléfono el hecho a la policía, dando pelos y señales del peligroso traficante.
Sentado en el mugriento sofá, saboreó el triunfo de su venganza, pensando que no había enemigo que se le resistiera. Enseguida llamó a Papelinas para informarle de su proeza:
––Oye, búscate otro proveedor que al Rumano ese lo he metido en el puto talego. Ya ves, se puso chulo y ya sabes que eso no funciona conmigo ––le explicó, muy ufano.
---¡¿Qué has denunciado al Rumano?!
––Pues claro. Ha confesado sus crímenes y lo he gravado todo, tío. A ese desgraciado le caerán lo menos treinta años. Lo malo es que ya le había pagado lo que le debía.
––¡Estás loco, Juanote! ¡Loco de atar!
––¿Loco por qué, gilipollas?
––Porque el Rumano es todo un experto en fugas. Ya se ha escapado varias veces de la trena. Estás muerto, Juanote, estás muerto.
––¡Bah, eres un cagarrias, Papelinas! Lo dicho, búscate un nuevo socio, que después de mi investidura como alcalde, vamos a montarnos la juerga del milenio, tío. Ahora te dejo que voy a dormir un rato.
Juanote apagó el teléfono, y por unos segundos y sin saber por qué, le vino a la mente la imagen de la joven del semáforo, con sus ojos negros y misteriosos como la noche. Curiosamente, cada vez que la evocaba, su pensamiento era limpio y carente de cualquier bajeza, cosa insólita en un personaje acostumbrado a utilizar a las mujeres como simple instrumento de sexo. Después de recrearse un rato con la dulce ensoñación de Shaila bajó a tierra para ocuparse en acontecimientos más inmediatos, porque el pago a la Palmira y el tropezón con el Rumano le había dejado prácticamente sin dinero y por tanto, sin su juerga prometida para esa noche.
Después de ofuscados tumbos por la habitación, se echó en la cama boca arriba y comenzó a manosearse, obsesivamente, la churrilla hasta que cayó rendido por la fatiga.
Cuando despertó ya había anochecido y la habitación se encontraba totalmente en tinieblas, cosa que sobresaltó a Juanote que desde su más lejana infancia, padecía una enfermiza fobia a la oscuridad. Con los ojos muy abiertos y sudando si tenía que sudar, se incorporó para arrastrarse, lloriqueando, por las paredes buscando con desesperación el interruptor de la luz. Su incontrolado terror fue a más, de modo que pronto comenzó a pedir socorro a gritos. Alguien encendió entonces la luz amarillenta del pasillo de afuera y por fin pudo orientarse, guiándose por la claridad que se filtraba por la amplia rendija inferior de la puerta. Entonces escuchó la voz gangosa del viejo conserje:
––¿Le ocurre algo, señor Colomer?
Juanote dio por fin con el interruptor y encendió la luz.
––¿Se encuentra bien? –– insistió el de afuera.
––¡Véte a la mierda!
Capítulo XVI
Totalmente frustrado, Juanote abandonó el hotel para regresar al pueblo. Había dormido lo suficiente y pensó cenar algo en el chiringuito de la Ensenada. En realidad le obsesionaba el lugar desde que Tapacubos le confesara su magno proyecto. Con el coche lanzado a toda velocidad, llegó en poco tiempo a Pozopodrido, comprobando que el establecimiento del Manubrio estaba abierto y con abundante clientela en las mesas del exterior. El inconfundible aroma a calamares fritos se mezclaba de forma sutil con la suave fragancia marina que aportaba la brisa nocturna y que daba al ambiente ese carácter especial y mágico que sólo tienen los pueblos del sur. A punto de sentarse en una de los pocos veladores que quedaban libres escuchó que le llamaban, distinguiendo unas pocas mesas más allá a Carajote acompañado por alguien que así, a lo lejos, asemejaba una especie de enorme bulto. Cuando se acercó a la mesa, Carajote le invitó a sentarse y Juanote enseguida se preocupó con desfachatez de preguntar por su padre.
––Pues allí está, el pobrecico mío –– respondió aquel con repentina pesadumbre.
––¿Cuándo saldrá el juicio?
––El abogado ha dicho que aún puede tardar algunos meses.
Juanote chasqueó la lengua con pretendido disgusto y luego revolvió su aguilucha mirada hacia la enorme y obesa mujer que le acompañaba. Carajote enseguida se la presentó:
––Es mi novia, Lola ––dijo, satisfecho.
Cuando la cuarentona alargó la mano, Juanote la tomó, sintiendo con repugnancia que era el tipo de mano que más abominaba en una mujer. En más de algún sitio había escuchado que aquel formato de mano, pequeña y regordeta, era sinónimo de perfidia y malas artes para quien las poseyera, y sin duda, Juanote, había tenido sobradas experiencias en confirmar que tal teoría se ajustaba a la realidad, empezando por su propia madre. Cuando la mujer tomó la suya y sonrió, avispona, Juanote pudo advertir en sus mórbidas y recalentadas facciones, las leguas de insaciable sexo que la tal Lola le llevaba por delante al infeliz de su acompañante. Aunque nada proclive a sentimientos benévolos, a Juanote le dio lástima de Carajote por dejarse capturar por aquel saco de sexo manifiesto y apenas humanizado. En estos pensamientos estaba cuando apareció en escena la famélica figura del Manubrio, sonriendo con su repelente boca desdentada y portando una jarra doble de cerveza que ofreció a Juanote con gran peloteo:
––Señor Juanote, a esta fresquita le invita la casa.
––Ya puestos, invítame también a un bocata de calamares de esos que estás friendo y huelen tan bien.
––Eso está hecho, señor concejal.
A continuación y con mucho misterio, el viejo se le acercó al oído para susurrarle que contara con su voto de apoyo para el proyecto de la Ensenada. Pero Carajote, que tenía oreja de tísico en el valorado arte de escuchar, logró descifrar la confidencia y miró a Juanote bastante sorprendido. Cuando se alejó de allí el Manubrio, le interrogó con cierto recelo:
––¿Qué sabes tú de la Ensenada? ¿Acaso te contó algo mi padre?
Indiferente ante las preguntas, Juanote bebió de un largo trago la cerveza, y tras eructar como un cerdo, se tomó su tiempo en ajustarse comodonamente a la silla y encenderse un pitillo con gesto prepotente. Carajote volvió a insistir con mirada ansiosa:
––Dime, ¿te contó mi padre algo sobre la Ensenada?
––Que sí, hombre, que sí. Tu padre me lo contó todo ––respondió al fin Juanote.
––¿Y qué? ––amplió sus ansias el hijo de Tapacubos.
––¿Qué de qué?
––¡Joer, Juanote, que si le ves posibilidades al asunto ese!
––Aquí no se puede construir. Al menos eso me dijo tu padre.
Carajote puso cara de circunstancias y miró a su novia, que en esos momentos parecía estar en las Batuecas o en algún limbo peor a juzgar por el toqueteo de tetas en que se afanaba. Entendió entonces que ella no debía estar presente en aquella conversación y la despidió de allí bajo la excusa de que debían tratar importantes temas municipales. Una vez la prenda abandonó la mesa, el hijo de Tapacubos volvió a retomar la conversación con inusitado interés:
––Mi padre me contó que el negocio podía ser de lo más redondo y con muchos millones a ganar. Ahora cuando seas alcalde deberíamos retomar el asunto. Al menos ya no tenemos al Cirulo que nos de vara con lo del paisaje y el medio ambiente ––le manifestó, muy entusiasmado aunque en esos instantes Juanote no le prestaba atención porque estaba en otra onda, persiguiendo con la mirada a la tal Lola mientras ésta se alejaba con un monstruoso contorneo de culo.
––¿Cómo es que te has echado a esa tía por novia? ––preguntó sin venir a cuento.
––¿Cómo dices?
––¡Esa tía, coño! ¡Te lleva un palmo y parece tu madre! ¡Es más grande que una bendición de Dios!
Carajote miró de malos modos a Juanote y enseguida le afeó aquellos comentarios:
––Eso es asunto mío y no me gusta que hables así de mi novia. Ella es una buena moza y nos vamos a casar.
––¡Déjate de coñas, Carajote! Esa se divorcia de ti a los seis meses, arramplando con todo lo que tengas. Que te lo digo yo, hombre.
––Juanote, que te estás pasando tres pueblos ––tornó a protestar Carajote.
––Está bien, está bien. Tú mismo, Carajote. Yo sólo te lo decía por tu bien. Esa tipa con tanta teta y tanta miradita necesita mucho carburante. Te pondrá los cuernos a menos que te descuides... Ahora, si te da igual que folle a pata suelta con el primero que se presente porque eres un gilipollas de estos modernos... ––comentó Juanote con desvergüenza.
––¡Basta ya, Juanote, dejémoslo! ¡Mi novia es asunto mío!
La escaramuza produjo un silencio embarazoso que pronto rompió Juanote como si nada:
––Bueno, pues como íbamos diciendo, sobre la Ensenada habrá que estudiar detenidamente el asunto.
Carajote intentó enfriar su enfado con el resto de cerveza que le quedaba y luego comentó con gesto circunspecto:
––Este fin de semana me voy a Fátima. Mi madre se ha empeñado en visitar a la Virgen por lo de mi padre. Espero que no me haga caminar por allí de rodillas.
––Ojo que el Pleno de investidura lo tenemos el martes que viene y no puedes faltar, ¿eh? ––advirtió Juanote, aireando su mirada por los negros confines de la pequeña playa. Carajote le tranquilizó:
––No te preocupes porque el domingo por la tarde ya estaré de regreso.
Juanote, que continuaba oteando los límites del tranquilo paraje, preguntó entonces:
––Supongo que éstas tierras que lindan con la Ensenada tendrán dueño, ¿no?
––Sí, eran del Migraña –– se apresuró Carajote ––. Un tío que vivía en la ciudad. Dicen que murió del telele que le dio cuando se enteró que no se las recalificaban en el Plan General. Mi padre y él habían hablado de acometer el negocio juntos.
––¿Qué significa exactamente recalificar? ––se interesó Juanote, que en urbanismo como en todo lo municipal estaba bastante pez.
––Bueno, en el término general que nos interesa, recalificar unos terrenos es pasarlo de rústico a urbanizable. Sólo con eso aumenta su precio a lo que quieras, siempre que esté bien situado y la zona sea especulativa. Las recalificaciones son un chollo impresionante. Vienen los promotores y te dan lo que sea para que recalifiques aquí y allí ––sonrió Carajote ––. Es como si te tocara de repente la lotería.
––O sea, que tu padre se puso las botas con el Plan General ese –– repuso Juanote sin poder evitarlo.
––Pues no te creas. El pobrecico ha sido demasiado honrado.
––Sí, claro ––desistió Juanote en abundar sobre el tema –– . Bueno, ¿y ahora quién es el dueño?
––Pues la viuda del Migraña supongo, si es que no las ha vendido ya. Aunque en el Ayuntamiento no tenemos noticia de que esto haya sucedido. Con la crisis que hay ahora...
Juanote quedó unos instantes pensativo y luego volvió a preguntar:
––Entonces, ¿para hacer el negocio ese habría que comprarle las tierras a la viuda, supongo? ¿Cuánto pueden valer?
Carajote se puso a calcular mentalmente. En verdad su nombre no le hacía del todo justicia pues disponía de una sagaz y primitiva inteligencia, sobre todo cuando se trataba de asuntos de dinero. En menos de un minuto hizo unos cálculos y respondió:
––Bueno, eso es como todo en este libre mercado y puede pedir lo que quiera pero el metro cuadrado de rústico puede estar actualmente a no más de setenta euros. En su momento mi padre calculó que los terrenos podían valer alrededor de los trescientos mil euros, como rústicos claro. Aunque ese cálculo es de hace tres años.
Dicho esto, Carajote se incorporó.
––Bueno, pues me voy ya. ¿Quieres que te traiga algún recuerdo de Fátima? Aquello si es que es un chollo de negocio. Te venden hasta el agua, y el aire porque no pueden que si no...
Juanote miró a Carajote como si hubiera visto a Dios. Las últimas palabras del hijo de Tapacubos actuaron como un flash que iluminó su mente como un relámpago revelador. Ciertamente la viabilidad de la Ensenada pasaba por lo divino, porque ¿qué poder terrenal podía frenar las apariciones de la Virgen en cualquier lugar? Sin pretenderlo, el hijo de Tapacubos le había dado la solución al gran negocio de la playa de la Ensenada.
––Esta bien, Carajote. Que te lo pases bien y no te emborraches ni te tires a ninguna monja o la Virgen te castigará ––le despidió Juanote sin más, guardándose la preciada idea como una urraca su tesoro.
Capítulo XVII
Poco a poco y a medida que la noche avanzaba, la gente fue abandonando los veladores del chiringuito, dejando a Juanote prácticamente sólo con su media docena de cubatas que a esas horas almacenaba en su cuerpo. La luz de la luna fantaseaba el paisaje de la pequeña bahía de forma que sus tranquilas aguas resplandecían como un mágico espejo, sólo turbado por las imperceptibles ondulaciones de un oleaje sumiso que agonizaba sobre la blanquecina arena. Juanote cerró los ojos y logró escuchar los ecos de un mar profundo, agazapado al fondo de la densa oscuridad de la madrugada. Su rumor le llegaba como si trascendiera de las entrañas de una enorme e invisible concha marina. Se encontraba realmente feliz al tiempo que borracho como una cuba, aunque este acontecimiento, bastante habitual en él, le producía efectos contrarios a los que uno puede imaginar. Porque un Juanote borracho jamás daba tumbos al caminar, ni se le ajaba el rostro, ni balbuceaba, ni decía tonterías; muy al contrario, en este estado su porte se mostraba más solemne y erguido de lo acostumbrado, además de potenciarse en él otros rasgos como la inquietante y mortecina palidez de sus facciones y también, ¡cómo no!, su maldad. Cuando abandonó el establecimiento para dirigirse al coche, anduvo despacio, casi triunfal, marcando el paso en la soledad de la playa con la grandeza del que desfila seguro de su victoria. Y no era para menos porque esa noche, Juanote había encontrado la manera de hacer realidad el portentoso proyecto de la Ensenada, un negocio que le haría rico.
Una vez en el vehículo, tumbó el asiento hacia atrás y se recostó dispuesto a pasar la noche en su interior para pensar, tranquilamente, sobre un plan que comenzaba a bullir en su alcoholizada mente. La Ensenada iba a convertirse en una nueva Fátima donde se aparecería la Virgen con mensajes entre los que primaría la construcción de una capilla en su honor junto a un complejo hotelero rodeado de una urbanización de súper lujo.
Exultante por su propio ingenio, la perturbada mente de Juanote revoloteó, como un cuervo en celo, sobre las inmensas posibilidades de riqueza de un plan que se perfeccionaba a medida que lo iba manoseando. Todos los crédulos y capillitas millonarios del mundo se pelearían por conseguir un apartamento en la playa milagrosa y, claro está, tal formidable demanda haría que tuviesen que subastarse los apartamentos al mejor postor. Y esto significaba, de facto, pujas millonarias. Y no digamos la rentabilidad del hotel, con ocupaciones al ciento cincuenta por cien o más. Hasta las aguas de la playa podían embotellarse y venderse como sanadoras de toda clase de males y enfermedades.
Ahora que tenía claro la inmensa fortuna que le esperaba, pensó que era necesario comenzar a estructurar un proyecto en el que necesitaría, al menos, dos personas de confianza para preparar las supuestas apariciones de la Virgen y, sobre todo, disponer de pasta en mano con la que comprar las tierras que circundaban la pequeña playa antes de que alguien se le adelantase. En esos momentos el gran problema se resumía en cómo obtener aquella importante suma de dinero.
Apoyó su nuca sobre el reposa cabezas y entornó los ojos, apurando el cigarrillo con una calada que arrasó sus pulmones. Tuvo claro entonces que asesinar al señor Colomer se había vuelto la prioridad más importante de su diabólica agenda, y ya no sólo por la necesidad imperiosa de obtener dinero de inmediato. Las malas relaciones, así como las últimas broncas mantenidas con el viejo podían dar lugar a que lo desheredara. Sólo pensar tal cosa le produjo tal urticaria y agobio que abandonó el coche para caminar en obsesivos círculos bajo la húmeda brisa de la madrugada. Cigarrillo tras otro buscó la manera de liquidar al empresario de modo que pareciera un accidente. Se acordó entonces de Manonegra y de su magistral aporte a la consecución del crimen perfecto, pero Juanote no podía copiarle el método porque el jornalero dispuso de algún cómplice, seguramente del misterioso brigadista del que habló. De pronto se frenó en sus paseos y sonrió de manera críptica al encontrar una sencilla solución a su problema...
continuará
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