Dedicado a todas las víctimas del franquismo, y a los valientes que se han atrevido a denunciar sus infamias.
Los historiadores que quieran conocer la verdadera tragedia de España
desde 1939 se encontrarán con grandes dificultades para investigar.
Porque no solo los archivos de tantas instituciones han sido destruidos o
falsificados al terminar la Guerra civil y a la muerte de Franco, sino
que apenas contamos con los testimonios de los testigos y supervivientes
de aquel genocidio.
La victoria fascista supuso el exterminio o el exilio de los
dirigentes políticos y sindicales, de los cargos institucionales, de los
intelectuales, de los maestros, de las feministas, de los masones, de
los anarquistas, de los socialistas, de los comunistas, de los
republicanos, de los homosexuales. La victoria fascista organizó no sólo
las detenciones, las torturas y los fusilamientos de los más
inteligentes y valientes activistas que luchaban por la libertad y la
democracia, no sólo el robo de los hijos de las presas republicanas, no
sólo la purga de los funcionarios que no fueran considerados afectos al
régimen, no sólo la censura de todos los artículos, libros, periódicos,
conferencias, clases y declaraciones contrarias al fascismo, no sólo la
prohibición de hablar, escribir y publicar en cualquier otra lengua
española que no fuera el castellano, sino también, y no menos
importante, logró implantar un ambiente de terror en el país que
impidiera a los supervivientes y a las generaciones siguientes
levantarse contra el régimen.
Durante cuarenta años muchos de los hombres y mujeres de las
generaciones que vivieron la guerra, que nacieron en la postguerra y que
sufrieron la dictadura hasta su fin, ocultaron a sus hijos e hijas y a
sus nietos y nietas la masacre que habían padecido. Es clásico oír a
muchachas y muchachos de veinte años, y a quienes no son tan jóvenes, “a
mi mis padres no me contaron nada de la guerra ni de la postguerra”, o
mis abuelos o mis tíos. En la mayoría de las familias de los vencidos se
cernió una nube espesa de silencio, de secretos férreamente guardados.
Los mayores sabían que los niños podían ser imprudentes si conocían la
verdadera historia de su familia. La supervivencia solo se podía
suponer, no garantizar, si nadie hablaba.
Mi querido amigo Luciano Rincón, escritor, periodista, gran persona y
gran hombre, que militó en el FELIPE, prematuramente desaparecido
después de la persecución a que fue sometido primero en el año 1959 a un
Consejo de Guerra por su adscripción política, y todavía en 1971 por
haber escrito una, entonces famosa, biografía titulada Francisco Franco,
Historia de un Mesianismo con el seudónimo de Luís Ramírez –quizá el
mantenimiento de sus iniciales les dio pistas a la policía- publicó
antes un espléndido libro Nuestros Primeros Veinticinco Años. En él
explicaba el funcionamiento de la organización franquista que se ocupó
de dominar todos los resortes del Estado, especialmente sus arcas, en
colaboración, connivencia y complicidad con las oligarquías: banca,
industria, latifundios, y la represión sistemática que ejercía contra
las clases trabajadoras, en aquel primer cuarto de siglo de dictadura.
Un capítulo, Los silencios y los Gritos, nos relató como en España solo
se oían los gritos de los vencedores que se imponían como un único ruido
sobre el pantano de silencio en que se habían hundido los vencidos.
Pronto, en un año, habrán transcurrido ochenta desde el comienzo de
la Guerra Civil, y en las cunetas, las carreteras, los caminos, los
huertos, los campos y los cementerios de España están esperando los
restos de más de ciento cincuenta mil asesinados por las hordas
fascistas: falangistas, carlistas, policías, Guardias Civiles, militares
y otros espontáneos, que hacían “las sacas” en las casas de los pueblos
y de las ciudades, y con la metralleta calada se llevaban al padre, a
la madre, al abuelo, a la abuela, al hermano, al hijo, al marido, a la
mujer, y, a veces delante de sus familiares, lo asesinaban. Ni siquiera
los restos del famosísimo poeta Federico García Lorca han sido hallados,
ni los de mi tío, el Capitán de Aviación republicano Virgilio Leret,
fusilado con trece compañeros más en la Base de Hidros de Mar Chica en
Melilla, el 17 de julio de 1936. Miles de nietos y bisnietos llevan
veinte, treinta años, intentando localizar las fosas comunes donde yacen
sus antepasados, excavarlas, abrir las investigaciones necesarias y dar
entierro digno a sus parientes.
En cuarenta años de supuesta democracia no se ha conseguido. España
es el único país que ha sufrido una dictadura genocida en el que no se
han exigido responsabilidades a los autores de los crímenes ni a los
políticos que los organizaron y los consintieron. Ni aún siquiera se ha
establecido una Comisión de la Verdad en la que se investigue y se hagan
públicas las atrocidades vividas, como consuelo a las víctimas y a sus
descendientes, puesto que pedir “Verdad, Justicia y Reparación”, como es
el lema de la Comisión de la ONU encargada de estos temas, es imposible
para nosotros. A algunos genocidas se juzgó en la Alemania nazi y en la
Italia fascista, en Portugal y en Grecia. Algo se ha reparado en
Argentina, en Chile, en Guatemala hasta el presidente Ríos Montt fue
procesado, incluso en Camboya se explica la negra etapa de su dictadura.
En Sudáfrica se organizó una Comisión de la Verdad para hacer públicas
las atrocidades del apartheid como pequeño consuelo para las víctimas.
En cambio el franquismo organizó la llamada Causa General Instruida
por el Ministerio Fiscal sobre la dominación roja en España, conocida
abreviadamente como la Causa General (CG), que fue la venganza
interminable contra los republicanos iniciada por el ministro de
Justicia franquista, Eduardo Aunós, tras la Guerra Civil, mediante
Decreto del 26 de abril de 1940, con el objeto, según su preámbulo, de
instruir «los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional
durante la dominación roja». En la Exposición de Motivos se leía: “La
Causa General […] atribuye al Ministerio Fiscal, subordinado al
Ministerio de Justicia, la honrosa y delicada misión de fijar, mediante
un proceso informativo fiel y veraz para conocimiento de los Poderes
públicos y en interés de la Historia, el sentido, alcance y
manifestaciones más destacadas de la actividad criminal de las fuerzas
subversivas que en 1936 atentaron abiertamente contra la existencia y
los valores esenciales de la Patria, salvada en último extremo, y
providencialmente, por el Movimiento Liberador…”
La Causa General, con la excusa de recopilar información sobre las
circunstancias y detalles “no solamente de abusos y crímenes contra
personas y bienes cometidos durante la contienda en la zona republicana
sino todo tipo de acciones emprendidas por las autoridades, fuerzas
armadas y de seguridad y partidarios de los gobiernos republicanos y de
izquierdas desde la instauración de la Segunda República en 1931”, se
atrevió a perseguir a diputados y representantes legítimamente elegidos
por el pueblo.
Se incorporaron a la Causa General, cuya instrucción duró
prácticamente hasta los años sesenta, toda clase de testimonios falsos,
calumnias y denuncias inspiradas por la venganza y el deseo de
apropiarse de los bienes de los denunciados, ya que las condenas que se
producían en el cien por cien de los procesos implicaban la expropiación
de los bienes del sentenciado. Durante los treinta años en que se
incoaron miles de procesos judiciales en contra de todo aquel que era
considerado no afecto al régimen, y por supuesto los que habían sido
republicanos como alcaldes, concejales, diputados, miembros de las Casas
del Pueblo, hasta los bibliotecarios, y desde luego contra aquellos que
poseyeran tierras o inmuebles y no fueran fascistas, se encarceló, se
torturó y se fusiló a unas 250.000 personas. Las pruebas eran
inexistentes o falsas. Las declaraciones de unos vecinos, la denuncia
del cura párroco, las afirmaciones de los falangistas del pueblo,
bastaban para llevar al paredón al que había sido alcalde republicano,
afiliado a los sindicatos o maestro de la escuela. La persecución basada
en la Causa General –aparte de la represión de los hechos
contemporáneos – duró hasta la promulgación por el gobierno de Franco en
1969 del Decreto-Ley 10/1969, por el que prescribían todos los delitos
cometidos antes del 1 de abril de 1939, (es decir, el final de la Guerra
Civil). Dicho Decreto-Ley fue dictado a los treinta años de acabada la
Guerra Civil. Y como se puede ver no prescribían los “delitos” cometidos
entre el 39 y 69, que podían seguir siendo perseguidos.
El proceso de la Causa General fue empleado tanto como instrumento
para la represión de un gran número de opositores, como para los fines
propagandísticos del régimen de legitimar la sublevación en contra del
Gobierno de la República y explicar la necesidad de la Guerra Civil.
Esta estrategia de mentiras y falsedades, al estilo de Goebbels, es
la que ha escrito la historia de España de los últimos ochenta años y la
que se está enseñando a las niñas, a los niños, a los jóvenes en todas
las escuelas, institutos y universidades, la que se difunde por las
cadenas de televisión y la que se publica en la mayoría de los
periódicos y revistas. Y, ahora, en Internet.
Así, en ese medio, una serie de individuos me están dirigiendo
insultos y calumnias cuando me he decidido a contar, con detalle, las
torturas que sufrí en la Dirección General de Seguridad de Madrid, en
septiembre de 1974, con motivo de mi detención, en la que pretendieron
implicarme en el atentado de la calle del Correo de Madrid. Como en la
entrevista se dice que en 40 años no había explicado con detalle
aquellos siniestros hechos deducen que son falsos. La síntesis a que
obliga una entrevista realizada a pie de calle no me permitió, ni creí
necesario, precisar que las detenciones y las prisiones están
documentadas en los atestados policiales y en los sumarios judiciales
que se conservan en el Archivo del Ejército y en el Archivo de
Salamanca. Las torturas no están documentadas, ¡lástima! Hubiera sido
oportuno que un notario hubiera estado presente. Pero sí constan las
estancias hospitalarias, en el Hospital Penitenciario de Carabanchel
primero y en las sucesivas intervenciones que he sufrido en diversas
clínicas.
Ninguno de estos hechos fue tampoco ocultado en su época puesto que
tanto la prensa como la televisión franquistas dieron cuenta detallada
de cada día que transcurrió entre las detenciones y la libertad.
¡Lástima también que no fotografiaran los cuerpos amoratados y los
miembros dislocados de los torturados! No solo yo, los doscientos
detenidos en el proceso del atentado de la calle del Correo, y los
muchos más que pasamos por las catacumbas de las Jefaturas de Policía y
la Dirección General de Seguridad. Fuimos miles las víctimas en el
llamado tardofranquismo. El día que murió Franco éramos 25.000 los y las
que estábamos en libertad provisional. Y varios años más tarde
siguieron secuestrando y apaleando en las comisarías de policía a los
opositores políticos. Mi amiga Concha, detenida durante una semana el
año 1976 en Valladolid y salvajemente torturada a la que humillaron con
múltiples agresiones sexuales. Agustín Rueda, el preso anarquista que
mataron a palos en la cárcel de Carabanchel en años de Transición. La
muchacha que exhibió en Interviu la paliza que le había propinado la
policía en el culo hasta quedar absolutamente negro. Y muchos cientos
más que desearía que se personaran en la querella argentina como al
final me he decidido yo a hacer.
Los siniestros detalles de la tortura los he hecho públicos hoy por
apoyar la labor esforzada de los que llevan adelante ese proceso por las
víctimas del franquismo. Porque los relatos de las detenciones y de las
prisiones los publiqué años ha. Remito a las lectoras y a los lectores a
mis libros En el Infierno y Viernes y 13 en la Calle del Correo. Pero
durante este tiempo he intentado, si no olvidar, sí archivar los
recuerdos, para que la angustia y las emociones no me impidiesen seguir
viviendo. Y sobre todo para que mis hijos no conocieran con detalle el
infierno que pase.
Los recuerdo la primera vez que los vi en la Prisión de Yeserías al
otro lado de las rejas, un mes después de la detención. Tenían 18 y 20
años, estábamos separados por un doble cristal y una doble reja.
Afortunadamente, porque así era más difícil observar el estado en que me
encontraba. Se les veía lívidos, desencajados. Habían adelgazado
bruscamente en aquellos días, cuando ya eran de por sí delgados, y
tragando saliva, les dije, riéndome, que me encontraba bien, que no me
había pasado nada, y les hice la broma de que tampoco tenía que salir
enseguida de prisión porque sería un desprestigio para mi mientras
tantos otros estaban mucho más tiempo. Y la broma y las risas les
devolvieron un poco de color a las mejillas. Ya después, ¿para qué
atormentarlos con aquel relato de terror?
De aquel horrible proceso nunca se vio juicio, y aunque en alguna
ocasión intenté que algunos de mis compañeros de calvario y yo
exigiéramos que se celebrara la vista oral, los sufrimientos estaban
demasiado vivos, la justicia seguía administrada por los mismos jueces
franquistas, la vida con sus exigencias nos arrastraba –la mayoría
padecíamos graves dificultades económicas- y sobrevivimos, lo que es
mucho.
Pero hoy, con la ayuda de mis esforzados compañeros que trabajan en
la querella argentina, me he decidido a explicar algunos de los
episodios más horribles, que tenía escondidos en las neuronas cerebrales
para darme descanso. Y lo he hecho para que nadie más lo ignore, para
que nadie más lo tergiverse, para que nuestras generaciones jóvenes
sepan lo que les sucedió a sus padres y logren evitar que se repita.
/Editado en Diario Público/