Tuesday, 27 September 2016

Como seguimos sin gobierno, pues allá va una novelita por entregas para hacer tiempo..


SAN JUANTOTE, ALCALDE Y MÁRTIR (Novela de 42 capítulos y 214 páginas )


Obra publicada en autoedición al principio de la crisis del 2008.



Capítulo I
 
     Pozopodrido de la Ensenada era, a la sazón de esta historia, una pequeña localidad bendecida por un bello entrante de mar que aliviaba en algo las duras inclemencias del estío; un pueblo tranquilo y plácido sin más incidencias a señalar que la de un paro galopante a duras penas suavizado por los miserables subsidios y las ayudas sociales de índole municipal. En el pasado, su gente vivió siempre del olivar, y en su zona antigua aún daba fe de éstas raíces los restos de una gran almazara, hoy muerta y embalsamada por la civilización en un cursilón museo de bruñidas reliquias. Y es que esa sospechosa modernidad con la que muchos políticos nos venden la moto de que todos vamos a ser prósperos y ricos, alcanzó también a Pozopodrido, que de esta guisa dejó de ser un municipio olivarero para pasar al estatus de un pueblo de “ninis”, o lo que es lo mismo, ni agrícola, ni industrial, ni de servicios ni, por supuesto, de ricos, claro está. Hoy debate sus días en un limbo económico producto del pelotazo inmobiliario y de la fatal crisis, de cuya trágica combinación podemos contemplar nefastos resultados como los cientos de inmuebles vacíos y otros por terminar, abandonados a su suerte entre sombríos y civilizados paisajes de cemento.
 Al otro lado de la playa, salvando el casco histórico, se alzaban sobre un altozano, que en su tiempo fuera olivar, lujosas urbanizaciones con espléndidos y ajardinados chalés y viviendas unifamiliares donde residía una pudiente población dormitorio procedente de la capital, que se encontraba a poco más de cien kilómetros. En uno de ellos, el respetado industrial, señor Colomer, comentó a su mujer mientras cenaban en su espléndida terraza: 
     ––La verdad, Elvira, es que no sé lo que hacer con  este chico tuyo. Me está hundiendo la fábrica.
La mujer ignoró la queja del marido y continuó con la atención fija en un programa basura de la televisión. El hombre, entonces, protestó indignado:
     ––¿Me escuchas o qué? Te estoy hablando.
     ––Sí, te escucho, Silverio, pero no sé de que va tu historia de esta noche. Juanote no es un empleado tuyo si no tu hijo y siempre vas de quejas con el pobrecico mío.
     ––¿Pobrecito dices...? –– reaccionó el empresario, aparcando en el camino el trozo de róbalo que viajaba hacia su boca –– ¡Teniendo a Juanote en la fábrica no necesito crisis económicas porque con él las tengo todos los días del año! ¡No he visto chico tan irresponsable y torpe que encima le guste tanto el dinero fácil!
     ––Pero bueno, ¿qué ha hecho esta vez? –– respondió doña Elvira sin percatarse del cariz de marejada de fondo que tomaba la disc usión.
     ––¿Qué ha hecho esta vez dices? ¡Pues nada! ¡Ese es el problema que no hace nada de nada, que no pega golpe! ¡Sólo gastar y gastar! ––gritó el señor Colomer con el rostro de un cangrejo congestionado.
     ––Cálmate, Silverio, que te va a dar algo. Compréndelo, aún es muy joven. Sólo tiene treinta y tres años..., o treinta y cinco..., ahora no recuerdo bien –– continuó la buena señora atendiendo la televisión como si nada. El hombre soltó los cubiertos con violencia al tiempo que su estado sanguíneo subió de nivel. En esta ocasión bramó:
     ––¿Joven dices? ¡A su edad ya estaba yo reventado de trabajar! ¡Pero el problema no es tanto que trabaje o deje de hacerlo si no los vicios que se gasta el buen señor! ¿O acaso ignoras que se pone hasta el culo de coca y de otras porquerías todos los días? ¿O que se apropia del dinero con el que hay que pagar a los proveedores para gastarlo en indecentes y disolutas juergas con gentuza y prostitutas de la ciudad?
     ––Desde luego cuando te pones vulgar es que no te soporto, Silverio ––repuso doña Elvira, mirándole muy señora ella ––¿Acaso el chico no puede divertirse ahora, que tiene edad de hacerlo? ¿Qué tiene que hacer el pobre mío lo que tú, todo el santo día en la sucia fábrica? ¡Qué horror!
      ––¿En la sucia fábrica dices? –– aquello le tocó las gónadas al señor Colomer ––¡Esa sucia fábrica, como tú la llamas, te da para vivir como vives, gordinflona de mierda! –– explotó el empresario, llevándose por delante la mesa, la silla y un gato bicolor que escuchaba atentamente la discusión. Realmente estaba muy furioso cuando se revolvió contra su esposa con la mirada hecha una fogata. ––¡Ah, pero esto se acabó! ¡Ese monstruo no volverá más a mi fábrica! ¡Que se busque la vida como pueda! ––gritó, agitando sus puños y con el rostro desencajado.
     A doña Elvira le subió un repentino sofoco, y sólo supo protestar de la actitud del marido:
     ––¡No puedes hacer eso con tu hijo! ––gritó con la tilde de una gallinácea.
     ––¿Cómo que no puedo? ¡Para empezar el hijo es tuyo, señora mía, y ya sabemos de qué padre! ¡Y como te pongas por medio te devuelvo a tu pueblo, a la porqueriza de la que nunca debiste salir, doña Elvirita de los cojones! ¡Habráse visto los dones que se gasta la buena señora!
     En esta ocasión la mujer agachó el morro porque nunca había visto al marido tan furibundo. La amenaza de devolverla a la pocilga de sus padres actuó como un fulminante purgante para sus aires de gran señora. Por eso, cuando en esta ocasión se dirigió a su hombre lo hizo con voz distinta, esforzándose por arroparse de una humildad de la que ya apenas guardaba recuerdo pues sólo la utilizó cuando fueron novios y se propuso cazar con malas artes al infeliz empresario.
     ––Bueno, mi amor, si lo tienes decidido ––sucumbió entre melosa y resignada ––¿Y a qué puede dedicarse el pobre mío? ¿Has pensado en buscarle algo?
     ––Pues no sé –– dudó el señor Colomer, intentando tranquilizarse –– Es difícil que sirva para algo, aunque el perfil de charlatán y mentiroso que tiene... Desde luego se ajustaría como anillo al dedo al de político. Sí, creo que podría ser un excelente político ––sentenció Colomer.
     Al día siguiente, el empresario se puso manos a la obra en buscarle a Juanote una oportunidad en eso de ser político. Para ello visitó al alcalde de Pozopodrido que era del partido del P.O.T.E. (Partido de Obreros Terminales de España) de la llamada izquierda putrefacta, y le habló del interés suyo por colocar a Juanote de concejal para las siguientes elecciones municipales:
     ––Si me lo metes en un puesto de salida te lo sabré agradecer –– le dijo.
     El alcalde, que era un paleto cincuentón y más listo que el hambre sonrió y luego intentó zafarse de cualquier compromiso:
     ––Hombre, señor Colomer, si me lo hubiera dicho con más tiempo. Las listas están prácticamente cerradas, aunque le puedo buscar un hueco en los suplentes.
     ––¡Nada de huecos ni suplentes! ¡Puesto de salida, alcalde! ¡Quiero para el muchacho un puesto de salida! –– machacó el señor Colomer que en esto de los negocios era implacable –– Nada de rellenos ¿entendido? No olvides que una parte de la campaña la financio yo. ¿Queda claro?
     Tapacubos, que así se apellidaba el sagaz primer edil, meneó la cabeza con cierto apuro:
     ––Es que su hijo... ––tartamudeó un poco –– Bueno, ya sabe. No tiene buen cartel en el pueblo –– en esos momentos el alcalde pensó que todo el mundo consideraba a Juanote un facha de mucho cuidado.
     ––¡Infundios, Tapacubos, sólo son infundios! Tampoco lo tienes tú y sin embargo llevas más de veinte años engañando a la gente con tu verborrea de tres al cuarto. Una buena campaña hace milagros. Quiero a Juanote en el puesto número dos, ¿queda claro?
     ––Eso no va a poder ser, señor Colomer –– negó el alcalducho bajando la cabeza ––. De número dos va mi hijo, Carajote. Verá usted, es que el pobre está parado y no tiene oficio ni beneficio...
     ––¿Pero qué clase de ética política es la suya? Enchufar a su hijo es nepotismo puro y duro. Que se olvide el carajote de tu hijo que ya le contrataré yo en mi fábrica si lo que quiere es trabajar. Voy a infestar el pueblo de vallas con un nuevo lema que diga: “Tapacubos y Juanote, la revolución del P.O.T.E.” ¡Vais a arrasar con mayoría absoluta, ya verás!
     ––Si usted lo dice. Los votos aquí están siempre muy ajustados, señor Colomer. ––respondió el alcalde nada convencido.
     ––¡Pues claro que lo digo y lo firmo! Pero ya sabes, a Juanote lo quiero de segundo. ¿O prefieres que te haga una contracampaña con tus trapos sucios, que no son pocos?
     Tapacubos se puso pálido. Conocía a Colomer y sabía que el empresario era capaz de hacer lo que decía. Por eso su discurso cambió en ciento ochenta grados:
     ––Lo que haga falta, señor Colomer. Por supuesto que Juanote irá el segundo ––respondió, reverenciando con la cabeza ––. Será para mi un honor llevar a mi lado al hijo del gran benefactor de este pueblo y bla, bla, bla.
     ––¡Bueno, déjese de palabrería, Tapacubos, que no estamos en un mitin y tengo prisa. Mañana te mando a Juanote y lo dejas todo solucionado con él, ¿entendido?
     El señor Colomer abandonó la alcaldía muy satisfecho. Sabía que Tapacubos cumpliría con lo pactado y más le valía porque estaba dispuesto a todo con tal de quitarse a Juanote de encima. Tenía muy claro que la fábrica no aguantaría por mucho más tiempo sus saqueos y desfalcos.
Cuando el chofer le abrió la puerta trasera del Mercedes, el empresario se introdujo y buscó el móvil para hablar con Juanote. En esos momentos éste se hallaba en la ciudad con una pendona de mucho cuidado que le estaba sacando los tuétanos. El empresario le conminó, entonces, que quería verle en casa a la hora de comer y lo hizo sin  contemplaciones.
     ––¿Está claro, Juanote? Si no estás a las tres en casa considérate despedido de la fabrica.
Luego el imponente vehículo negro abandonó la plaza del Ayuntamiento a toda velocidad y a punto de arrollar a un arguellado chucho que esperaba su vale de comida a las puertas de Bienestar Social.
Colomer se sintió en esos momentos eufórico y potente, como en los mejores tiempos de su vida. Ahora tornaba a recuperar aquella enérgica autoridad suya, adormilada desde que conociera a su esposa Elvira, y estaba decidido a cortar por lo sano, incluso con su propia familia si era necesario, con tal de salvar su fábrica del alma.


Ca pítulo II

     Esa tarde, nada más ver a Juanote, no le dejó siquiera sentarse a la mesa cuando le planteó el asunto a cara de perro y sin rodeos:
     ––He decidido que dejes la fábrica y seas concejal de este pueblo. ¿Te ha quedado claro?
Juanote le miró con sorpresa y luego se volvió a su madre con cara de estúpido, aunque enseguida reaccionó con su habitual y desvergonzada sonrisa.
     ––¿Concejal yo? ¿A qué viene esa estupidez? ––se sentó en la mesa con la cautela de un gato, y miró de nuevo a su madre sin saber de qué iba aquello.
El señor Colomer trinchó un trozo de solomillo, y masticándolo como una cabra se volvió a Juanote y le confirmó su irrevocable decisión:
     ––Pues sí. He hablado con el alcalde y en estas próximas elecciones te va a meter en su lista como número dos, por lo que tienes asegurada una concejalía.
     Juanote continuaba sin entender nada y protestó:    
     ––Pero bueno, ¿a qué viene esto? ¿Yo de concejal en esta mierda de pueblo? ¿Y mi puesto de director comercial en la fábrica...?
     ––Ya no tienes el puesto ––respondió tranquilamente el empresario sin dejar de rumiar la jugosa carne.
     El joven revolvió de nuevo sus ojos a la madre en demanda de ayuda pero ésta bajó los suyos y se atrincheró en el plato que tenía delante. En verdad la funesta amenaza del marido de devolverla a la porqueriza de Cáceres la hizo enseguida olvidarse del hijo. De repente a Juanote se le derrumbó su habitual tren de vida, sus fiestas golfas, sus impúdicas orgías, sus amantes viciosas, su coca diaria... ¿Cómo iba a mantener todo eso siendo concejal de un miserable pueblo? Se puso a lloriquear como el niño que le quitan de pronto la suculenta teta.
     ––Pero, ¿cómo voy a vivir yo siendo un concejal?
     ––Aquí siempre tendrás un techo y un plato de comida. No necesitas más ––repuso con dureza el señor Colomer al tiempo que enderezaba su espinazo, muy satisfecho de ir poniendo las cosas en su sitio ––Las elecciones municipales tendrán lugar dentro de poco más de dos meses. Hasta entonces te quiero ver en capilla, preparándote, porque ahora de ti depende conseguir por tus propios méritos el habitual y asqueroso tren de vida que llevas. ¿Te ha quedado claro?
      ––Pero el sueldo de un concejal en este poblacho no debe dar ni para tabaco. ¿Qué hago yo con esa miseria? ––insistió Juanote con amargura.
     En esta ocasión el empresario dejó de comer para mirar al joven con tristeza, y no porque le diera pena de él sino más bien por lo que le caía encima al pobre pueblo de Pozopodrido. Sin alterar la voz comentó:
     ––Pues no sé lo que cobrarán los concejales de este Ayuntamiento, pero no creo que su sueldo esté por debajo de los mil euros. Muchos de los trabajadores de este país no cobran ni eso y sin embargo viven. ¿Por qué tú no?
     ––¡Porque yo soy el hijo del empresario Colomer! ––alzó Juanote su desagradable y ahuevada voz en un ataque de cochina soberbia.
     ––Bueno, bueno eso de hijo...
     De nuevo el empresario tornaba a sembrar la terrible sospecha que desde hacía tiempo atormentaba de manera obsesiva a Juanote sobre su nebuloso origen. Éste, aunque sabía que su madre se casó embarazada, siempre quiso creer que era hijo legítimo del empresario. Sin embargo y como ya ocurriera en otras ocasiones, las veladas manifestaciones del señor Colomer removían de nuevo el cenagal de incertidumbres sobre quién fue realmente su padre. Como en otras tantas ocasiones, Juanote protestó y pidió explicaciones:
     ––¿Por qué dices “eso de hijo”con tanto desdén? ¿Acaso no soy tu hijo? ¡Ya estoy cansado de tanta mierda de insinuaciones! ¡Creo que soy suficientemente mayorcito para que me contéis la verdad de una vez por todas!
     Sin embargo tan delicado tema se había convertido en una especie de tabú inexpugnable donde las respuestas siempre brillaban por su ausencia, y cuando se suscitaba, Colomer mandaba a callar a Juanote poniendo fin a la discusión. Era entonces cuando éste se revolvía contra su madre exigiéndole algún tipo de explicación porque ella, mejor que nadie, debía conocer la verdad de tan desagradable asunto, pero doña Elvira sabía zafarse y siempre de la peor de las maneras.
     Ciertamente, hablar de los orígenes de Juanote producía una enorme crispación en la familia, como si en realidad se tratara de una mancha abominable que tanto doña Elvira como el señor Colomer quisieran olvidar. Pero a Juanote, esta situación le creaba una violencia que a veces le era difícil de controlar. En esos instantes saltaría sobre ambos para sacarles la verdad a puñetazos, aunque también, en esta ocasión, se limitó a retirarse a su habitación dando un solemne portazo.
     La tarde la pasó sin salir de su cuarto, chateando con cuantas zorras y gentes de mal vivir le salieron por Internet y una vez cayó la noche, escapó al club de la urbanización para hincharse con desespero de cubatas de ron con Bacardí. Luego, rozando la madrugada, regresó a su casa, más pálido y tieso si cabía, y se echó a la cama aunque en esta ocasión apenas pudo conciliar sueño alguno. La decisión que había tomado su padre o lo que fuera éste, suponía una sentencia de muerte para la desenfrenada vida que había llevado hasta ese momento. Juanote se preguntaba ahora ¿qué iba a hacer él de político si no sabía ni papa de política? Tampoco tenía ningún interés en aprender sobre tal aburrido asunto si es que la política se aprendía en algún sitio o academia. Delirando a causa de la borrachera, se revolvió, una y otra vez, en la cama y odió al señor Colomer hasta el punto de imaginárselo muerto de las mil y una formas posibles y más dolorosas... Lo vio degollado, envenenado con matarratas, empalado, mutilado trozo a trozo con una muerte lenta y terrible. Se recreó así mismo armado de un tremendo cuchillo cebollero, descuartizándole de manera lenta y minuciosa, comenzando por los dedos de los pies, luego de las manos, después la nariz, las orejas, los glóbulos oculares y todo ambientado con los alaridos de dolor de la desgraciada víctima que a Juanote, claro está, le sonaban a cantos celestiales.
     Arrullado por estas imagines y otras aún más abominables, logró al fin entornar plácidamente sus párpados hasta caer en un profundo sueño.
     Al día siguiente se despertó, pasado el medio día, y por la tarde acudió de mala gana a la agrupación del partido del P.O.T.E. Allí encontró al alcalde peleándose con sus secuaces precisamente por la lista de la candidatura donde todos querían estar entre los cinco primeros puestos. A tal fin se descalificaban los unos a los otros, insultándose de la peor de las maneras:
     ––¡Tú quieres enchufarte de concejal para no trabajar! ––gritaba uno.
     ––¿Enchufarme yo? ¡Tú si que eres un fascista infiltrado! ––vociferaba el otro señalándole con el dedo.
     ––¿Fascista yo? ¡Tú padre sí que lo era y lo sabe todo el pueblo!
     ––¡A qué te doy!
     ––¿A quién le vas a dar tú, cacho mierda?
Ante estas edificantes discusiones y otras por el estilo, intervino Tapacubos para presentar a Juanote Colomer:
     ––Compañeros, os informo que el hijo de nuestro empresario benefactor, señor Colomer, irá de segundo en la lista ––dicho esto, todos miraron de reojo al advenedizo.
     ––Pero, ¿no iba tu hijo Carajote de segundo? ––preguntaron, sorprendidos.
     ––No, pues ya no va. Mi hijo se ha sacrificado por la causa y en su lugar irá Juanote Colomer aquí presente.
Todos volvieron a mirar con estupor al señorito aquel, pensando que Tapacubos debía tener muy buenas razones para meter en la lista a un degenerado. Sin cortarse un pimiento, Juanote les obsequió una larga y chulesca sonrisa, y el alcalde continuó:
     ––Como veréis, la renuncia de mi hijo a tan preciado puesto en la lista os debe de servir como ejemplo a la hora de que esta agrupación asuma lo que más le conviene al partido y a nuestro querido pueblo de Pozopodrido de la Ensenada, bla, bla y bla.
La intervención del alcalde apaciguó los ánimos de tal manera que, enseguida, Juanote, aprendió lo manejable que podía ser la gente. Unas cuantas y fútiles mentiras envueltas en papel de celofán bastaban para hacerla cambiar de criterio al instante. Cuando Tapacubos terminó su perorata, todos le aplaudieron, poniéndose a sus órdenes. Éste sonrió, campechano, y luego cogió a Juanote por el brazo y se lo llevó al despacho. Allí cerró la puerta con sigilo y, después de hacerle sentar, le hizo estas confidencias:
     ––No creas que los aplausos de estos energúmenos indican que todos están contentos con mis decisiones, porque muchos de ellos continuarán conspirando y no dudarán de apuñalarme mortalmente el hígado al menor descuido. Aunque lo cierto es que ahora estarán todos muy pendientes de ti y de cómo te manejes hasta el día que se vote definitivamente la lista.
     Juanote le miró con suspicacia porque creyó que su nominación estaba ya resuelta. De todas maneras como no tenía interés alguno en el asunto, así se lo hizo ver a Tapacubos:
     ––Que si no puede ser a mi me da igual, alcalde. Esta estúpida idea de que vaya de concejal, como ya sabrás, no es mía.
     ––Que sí, hombre ––se precipitó el alcalde en quitarle aquellas dudas ––, que prácticamente ya eres el número dos de la lista, pero hay que cubrir las apariencias y ratificarlo en la próxima asamblea general de la agrupación, y ya sabes lo que pasa con el carácter voluble de las personas. Si durante este intervalo de tiempo no te comportas pues luego vienen y murmuran, hablan... Ya sabes, que si el número dos es un baranda, un niñato enchufado y con dinero, que si no es de izquierdas y todas esas zarandajas.
     ––Oiga, ¿qué insinúa con eso de baranda? ––se mosqueó Juanote, removiéndose en la silla.
     ––Que noooo, que todo es un decir muchacho ––le cogió Tapacubos paternalmente por los hombros ––. Ya sé que lo que cuentan de ti es mentira cochina, que sólo son infundios nacidos de la envidia. ¡Sabré yo a quien escojo de número dos! ––le tranquilizó el alcalde con unas palmaditas en la espalda.
     ––Entonces... ¿qué tengo que hacer yo hasta el día de la dichosa asamblea esa? –-volvió a incidir Juanote que deseaba tener el asunto claro.
     ––Pues tienes que ir dándote a conocer, visitar las asociaciones de vecinos, las hermandades religiosas, a los viejos para que te conozcan... Les invitas a unos vinos y te juegas algún dominó con ellos y ya los tienes en el bolsillo.
     ––¿Así de sencillo?
     ––¡Hombre, Juanote! Aunque aún eres relativamente joven, a ti se te ve hombre de mundo y sabes que todo tiene su arte en la vida. Te tienes que trabajar la cosa sin que se note mucho tu interés por el voto. A la gente le hablas de lo bonito que tenemos el pueblo, de los buenos proyectos que llevamos en el programa y todo eso.
     ––¿Y qué proyectos son esos?
     ––Eso es ahora lo de menos, Juanote. Te inventas lo que quieras. Lo importante es que no les hables de problemas. La gente no quiere problemas. Les puedes decir que vamos a subir las pensiones, por ejemplo. Eso pone muy contentos a los viejos.
     ––Pero, ¿el Ayuntamiento puede subir las pensiones? ––preguntó Juanote que no lo tenía claro.
     ––Nooo, pero eso da igual, muchacho ––rió el veterano Tapacubos ––. Ellos se creerán todo lo que tú les digas, según como lo digas.
     Juanote abandonó la agrupación del P.O.T.E. con una sensación extraña por no decir contradictoria. Por un lado no estaba en su interés meterse a político, aunque por otro, no le disgustaba demasiado porque tal oficio parecía ajustarse a su carácter mentiroso y haragán. Sin saber cómo, algo le sugirió en su interior que si se lo proponía podía, incluso, llegar a ser alcalde de Pozopodrido antes de lo que él mismo se esperaba...

continuará 
(Publicados 17 capítulos en el blog)

Monday, 26 September 2016

LA DESVERGÜENZA DE OCCIDENTE ES TOTAL


El ministro francés de Exteriores, Jean-Marc Ayrault, pide a Rusia y a Irán que retiren su apoyo al Gobierno sirio y a la lucha de este contra el terrorismo.
"Hago un llamamiento a sus apoyos, Rusia e Irán, para que rectifiquen y muestren su responsabilidad poniendo fin a esta estrategia que no conduce a ninguna parte", señaló el domingo Ayrault antes de acudir a una reunión urgente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (CSNU), sobre Siria, convocada por el Reino Unido, Francia y EE.UU.
El diplomático galo, que volvió a culpar al Gobierno sirio de Bashar al-Asad de la crítica situación humanitaria que vive la ciudad de Alepo (norte de Siria), advirtió de que si Rusia e Irán no dejan de apoyar a Damasco "serán cómplices de los crímenes de guerra cometidos en Alepo".

SI MAÑANA LOS FRANCESES SUFREN OTRO ATENTADO SANGRIENTO  TENDRÍAN QUE JUZGAR Y CONDENAR A SU GOBIERNO POR APOYAR EL TERRORISMO ISLÁMICO. (Blog)

Friday, 23 September 2016

Thursday, 22 September 2016

EL TRABAJADOR SIEMPRE TIENE LA CULPA.


Los medios de comunicación se ceban con maquinista de tren por cumplir su jornada laboral.

El pasado 14 de Septiembre, se publicaba la noticia “Maquinista abandona tren y deja tirados a más de 100 pasajeros para cumplir con su horario”. La mayoría de los medios se hicieron eco de la noticia usando el término “abandona”, en las cuales se dejaba al trabajador en una posición irresponsable por su parte.
En ellas también se daba a entender que el trabajador estaba cumpliendo con su horario, pero ya dejaba en entredicho las causas por las que ese trabajador no pudo más que cumplir con su trabajo estipulado por ley. No hay que olvidar que estos trabajadores tienen que estar al 100% de sus facultades pues de ello depende la seguridad de los viajeros, cosa que se olvida en muchas ocasiones.
Renfe ha abierto una investigación interna o “parte de incidencias” y ha citado al maquinista para que aporte todos los datos del suceso. Con esta actuación publicitada a los medios, Renfe se desmarca, de las declaraciones que ha realizado Carlos Segura, secretario de Organización del Sindicato de Maquinistas y Ayudantes Ferroviarios (Semaf). Según el sindicato, el maquinista iba a cumplir su jornada de conducción y avisó de esta circunstancia al centro de gestión para su relevo, como ha constatado fuentes del comité de empresa de Renfe; “Ya había preavisado varias veces” que estaba a punto de cumplir su jornada máxima diaria de conducción.
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Criminalizar a un trabajador por cumplir con su horario de trabajo es una práctica en cubierto para desacreditar ante la opinión pública el exigir los pocos derechos laborales que les quedan a los empleados, algo tan básico como el horario de la jornada. También se pretende desacreditar lo poco que pueda quedar de empresa pública, como ya se ha hecho en otros sectores, con la falsa expectativa de que el sector privado gestiona mejor los recursos.
Lo que demuestran hechos como éste es una falta de organización en el seno de RENFE, y no una falta de profesionalidad del propio maquinista. Responsabilidad que habría que atribuir a la empresa por no tener a punto las debidas sustituciones del personal maquinista. La existencia de múltiples subcontratas y empresas privadas que intervienen en el transporte ferroviario, como en otros transportes públicos, provoca esa desorganización que puede llegar al caos. Nertus, Actren, Sermanfer o CAF son algunas de las empresas privadas implicadas sólo en el mantenimiento y fabricación de trenes.
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Esta desorganización dificulta la prevención de accidentes como el del tren Alvia de Santiago con 81 muertos y 114 heridos. En este último caso los medios y autoridades enseguida señalaron al maquinista como principal responsable, pero apenas se ha mencionado que no estaba activado el sistema europeo de seguridad ERTMS, que realiza un control continuo de la velocidad.

AGUIRRE NO QUIERE QUE LE QUITEN LA CALLE A MILLÁN ASTRAY

FRANCO Y MILLÁN ASTRAY.


A Millán Astray y al otro te los pones en tu casa, guapita. Les montas un "altarito" con las velas que consideres oportunas y luego les rezas con tus amigas un rosario. Te quedará todo muy propio. Ya verás.

DE CRIMINALES Y HÉROES.


¿Qué importa que los trasvases y embalses de Franco se construyeran con sangre de esclavos? Estos de la fotografía  reivindican a su héroe y aún pretenden llamarse personas.

Thursday, 15 September 2016

FERNÁNDEZ VARA.Y EL SOCIALISMO PARA RICOS.

 

 "No me traigas pobres ni desarrapados que no quiero saber nada de ellos".


Con esta frase suya, el señor Fernández Vara se retrata. Este barón "hijosdalgo" no quiere saber nada de ese más de un tercio de la población española que sobrevive en la pobreza. El señor Fernández Vara es un ¿socialista? de profesión no de corazón. Ahora no quiere que Sánchez intente formar un gobierno donde no entre el PP y prefiere que se abstenga para que gobierne el capo popular. 

A igual que sus amigos Susana, Felipe, Rubalcaba, Madina y otras poltronas del PSOE, prefiere que a España la gobierne una organización criminal ---a la que no entiendo como aún no se le ha aplicado la ley de partidos---, con tal de que los ricachos del IBEX, a los que sirven junto a Rajoy,  esten contentos. Prefieren a un individuo que continúe generando corrupción, pobres y desarrapados antes de intentar salvar a este país con una alternativa regeneradora.  

Los militantes socialistas también deberían hacer limpieza en su propia casa y recuperar la honradez e ideales de este histórico partido, echando a patadas a todos estos vendidos e indeseables.
  

Susana Díaz con Luis Pineda, el presidente de AUSBAN, un delincuente con actitudes mafiosas. Esta es la clase de gente con la que gusta codearse los felipistas del PSOE.

Monday, 12 September 2016

FINAL DEL RELATO Y SEGÚN PARECE SEGUIREMOS SIN GOBIERNO.





...Algunos de los que en ese momento ocupaban la taberna eran, por decirlo de alguna manera, los más bragados del pueblo. Pronto se recuperaron del impacto de la noticia, y envalentonados por los efluvios del vino, arengaron al resto para dar una batida por el pueblo y encontrar a Pastor.


Cinco hombres salieron de la taberna dispuestos a enfrentarse a lo que fuese. La bruma había espesado tanto que apenas podían ver más allá de sus propias narices. Aún así deambularon un par de horas por el pueblo y después abandonaron la búsqueda sin encontrar rastro del cabrero. Esa noche muy pocos vecinos pudieron conciliar el sueño. Los perros parecían haberse vuelto locos y ladraban aquí y allá, pero sus ladridos a veces se transformaban en aullidos de miedo como si algo o alguien los persiguiera o les diera patadas para ahuyentarlos. Muchos  vecinos se santiguaban al paso de la escandalosa jauría por sus ventanas y otros se asomaban y miraban a través de las celosías para intentar ver lo que ocurría, pero con la oscuridad y aquella niebla era imposible vislumbrar más allá de los escarchados cristales.


Todos tenían en mente la extraña muerte del cabrero Pastor, y muchos, arropados hasta los ojos en sus camas se hicieron tenebrosas películas mentales que sobrecogieron sus corazones. Pastor había regresado clamando venganza y ahora vagaba por el pueblo como ánima en pena, pensaban.

Al día siguiente no hubo otra conversación en boca de los vecinos que la de Pastor y la nocturna rebelión de perros de esa noche.

––Sí que es extraño todo esto, sí –– dijo, Albert, al hombre que regentaba la pequeña casa de comidas de la plaza y que le terminaba de contar lo ocurrido ––  También pudiera tratarse todo de una broma. No sería la primera vez –– concluyó el joven periodista de ciudad, cerrando su pequeña y manoseada libreta de campo.

––Hombre, si dicen que lo vieron deambular anoche por el pueblo, habría que comprobar si el nicho sigue o no tapiado. ¿No cree? ––comentó el de la taberna.

––Pues sí ––repuso el joven periodista de provincias terminándose el café con leche.


Pero por el pueblo comenzó a correr otra noticia bastante alarmante. Al parecer, en la madrugada de esa misma noche alguien apegó su bragueta al ventanuco de la Gervasia con el pene al aire y totalmente excitado. La Gervasia era una moza madura y pechugona de casquivana conducta. Cuentan en el pueblo que el difunto había estado durante un tiempo loco por ella. Al ser el ventanuco muy bajo y pequeño la mujer sólo pudo identificar, horrorizada, la imagen de un hombre de cintura para abajo. Pero todos dedujeron que ningún cristiano en su sano juicio actuaría así y que sólo podía tratarse del cabrero.


Ante el revuelo que produjo en el pueblo este otro asunto, la guardia civil de la localidad tuvo que intervenir para calmar los ánimos de los vecinos, que ya habían formado varias cuadrillas en la plaza para buscar a Pastor al que consideraban vivito y coleando.

El par de guardias seguido por el periodista y un tropel de vecinos echaron camino arriba, al cementerio, para ver la tumba de Pastor. La gente comenzó a hacerse apuestas, y despuntaba como ganadora la que predecía que se encontrarían con el nicho abierto y sin el cabrero. El día había amanecido despejado, pero a esas horas de la mañana comenzaba a abatirse la niebla procedente del lago, cubriendo a jirones el lúgubre camino que ascendía al campo santo. Una vez en el interior todos pudieron comprobar que la tapia de ladrillos del nicho estaba reventada y el ataúd de Pastor por el suelo y con la tapa destrozada. Allí no había ni rastro del cadáver. Un murmullo de asombro y después de indignación recorrió la improvisada hueste y algunos gritaron que debían coger las escopetas para dar caza al cabrero. El cabo de la guardia civil puso entonces orden, que era lo suyo:

––De eso nada. Ahora se marcharán todos a sus casas y cerrarán las puertas. El resto es cosa nuestra –– conminó con autoridad, acariciándose un consabido y abundante mostacho negro.


Cuando bajaban del lugar de regreso al pueblo, vieron entre la niebla como algo horrendo andaba a grandes zancadas y se metía en el lago. Enseguida los guardias le dieron el alto e instantes después el cabo le disparaba una ráfaga con su naranjero reglamentario que impactó sobre aquella forma poco humana.

Todos rugieron de satisfacción mientras el cuerpo se hundía en las oscuras aguas del lago. Hasta el guardia se jactó de su puntería:

––¡Ea! Creo que le he dado! Ahora sí que el muerto está bien muerto.

La mayoría rió la ocurrencia del guardia civil aunque Albert, el periodista, estaba espantado. Lo que había visto no era un ser humano vivo. Nadie que pertenezca a este mundo podía caminar como aquello. En esos instantes le vino a la memoria una historia de zombis que había leído recientemente y que narraba historias horrendas de no muertos en algunas plantaciones de Haití. Un presentimiento le hizo pensar, entonces, que el problema no había terminado. Tanto los guardias como los que allí se encontraban esperaron varios minutos para ver si Pastor daba señales de vida, pero no fue así.


Cuando regresó al pueblo, Albert, marchó a casa del doctor que había certificado la muerte del cabrero para que éste le diera información de primera mano al margen de algún tipo de explicación sobre lo que estaba sucediendo.

––He certificado decenas de muertes y es la primera vez que me enfrento a una situación como esta –– dijo el viejo médico como avergonzado que se pusiera en entredicho su capacidad ––Créame cuando le digo que ese hombre estaba muerto y bien muerto.

––No dudo de su profesionalidad, doctor ––repuso el periodista con sumo tacto para no ofender al anciano médico ––, pero mis ojos lo han visto esta mañana.

El médico observó unos instantes al periodista con cierta tribulación. En verdad la muerte del cabrero escondía algún secreto insondable de la naturaleza. Pensó en aquellas piernas que se movían y mantenían el calor de la vida mientras el resto del cuerpo se tornaba frío y rígido.

––¿Podía haberse convertido en un zombi? ––preguntó, Albert, buscando una explicación al fenómeno.

––No, no ––negó el médico, que también había leído algo sobre ese tema ––. Sobre los zombis hay mucho de sensacionalismo. O estás muerto o no lo estás. No hay otra.

––¿Y una broma? ––insistió.

––¿Usted cree que un corazón se puede parar a capricho?
El periodista asumió su estupidez con un gesto. El médico tenía razón. Nadie puede parar su corazón para gastar una broma.

––Esta mañana cuando le dispararon en el lago –– continuó Albert –– tuve la sensación que sólo sus piernas estaban vivas. Su torso se mostraba, incapaz de mantenerse erecto como si estuviera descoyuntado. La cabeza la llevaba colgando hacia atrás, como si tuviera el cuello roto. Estoy seguro que los disparos del guardia impactaron en su espalda y cabeza, y aún así continuó adentrándose en el lago. Fue espantoso.

––Les traigo un poco de café –– interrumpió una hermosa joven.

Era la sobrina del médico la que entró en la habitación y depositó en una mesa de mantel blanco y apuntillado una pequeña bandeja con un par de tacitas y una humeante cafetera de china con prosaicos adornos pintados. Al salir obsequió al joven con una cautivadora sonrisa.

Poco después Albert se despedía del doctor.

––Bueno, creo que mañana la guardia civil buscará el cuerpo de Pastor en el lago. Me quedaré esta noche en el pueblo y escribiré para mi periódico sobre este extraordinario suceso.

––Está bien, señor Albert. Si necesita algo más de mi ya sabe donde encontrarme.


Cuando el joven periodista abandonó la casa del doctor comenzaba a llover. La niebla se había disipado y en su lugar cubría el cielo negruzcos nubarrones que corrían a toda velocidad hacia la montaña, arrastrados por un fuerte y gélido viento del norte. Albert se levantó la solapa y caminó deprisa hacia la plaza del pueblo. Allí pensó picar algo en la taberna y después subir a la pensión que se encontraba en la segunda planta del mismo edificio. No se cruzó con nadie en el camino de tal modo que el lugar le pareció un pueblo muerto.

La taberna era pequeña pero confortable. Lo mismo servía bebidas que vendía pastelillos y algunos comestibles para los desavíos. Frente a la barra había una gran chimenea de obra con un par de troncos encendidos, que daba un cálido ambiente al sitio. Albert se arrimó al hogar y se frotó las manos para entrar en calor. En esos momentos pensó lo desaprovechado que estaba el establecimiento porque no había nadie aparte de él y el dueño. Éste, que permanecía detrás del mostrador de madera, observándole, pareció adivinar sus pensamientos y comentó:

––La tengo encendida porque dentro de un par de horas algunas mujeres del pueblo vienen a tomarse su café y su pitisú, y también a charlotear. Ya sabe como son las mujeres.

Albert no sabía como eran las mujeres porque ni tan siquiera tenía novia, sin embargo asintió con la cabeza. Luego se instaló en una de las mesas que daba a la pequeña plaza donde, como en la mayoría de los pueblos a este lado del mundo, se levantaba la iglesia. Pidió un bocadillo de queso y un refresco de naranja. En la cabeza le bullía, aún, las espantosas escenas de esa mañana. Por otro lado, la noticia podía suponer un auténtico espaldarazo a su trabajo en el periódico y conseguir al fin que el director le hiciera fijo en la sección de sucesos. De esta manera cobraría un sueldo decente además de las dietas. Éstas últimas apenas le llegaban para hacer su trabajo, por lo que quedarse allí esa noche para cerrar la noticia le iba a costar dinero de su propio bolsillo o mejor dicho, del bolsillo de su sacrificado padre, que era ferroviario, guardagujas para mayor precisión. Su mayor preocupación era ahora escribir un buen artículo porque en verdad el suceso bien se lo merecía. Volvió a mirar al exterior y comprobó que había dejado de llover. Un hombre larguirucho y con una gorra cruzaba en esos instantes la solitaria plaza con un carromato tirado a mano con unos bultos que parecían muy pesados a juzgar por el esfuerzo que empleaba.

Pasaban ampliamente de las dos de la tarde cuando Albert terminó de comer y subió a su habitación. Sobre una pequeña mesa de madera depositó cuidadosamente su cuadernillo de apuntes y su lápiz. Pensaba comenzar su artículo esa tarde. Después se dejó caer en la cama. Su cabeza no dejaba de vislumbrar las terribles imagines de esa mañana. El féretro, vacío y destrozado en el desolado cementerio,  la guardia civil disparando sus naranjeros sobre aquello que no parecía humano, las aguas negras del lago bajo un cielo pálido y brumoso…

Albert cerró los ojos y quedó dormido.

Apenas habían transcurrido un par de horas cuando un griterío de mujeres le llegó de la planta de abajo. Se puso a toda prisa la chaqueta y corrió escaleras abajo. Los gritos eran de personas aterrorizadas que pedían auxilio.

Cuando entró en el local se encontró con un espectáculo pavoroso. Allí estaba Pastor, desnudo de cintura para abajo y con los brazos colgando, intentando achuchar a las mujeres, que no sabían donde esconderse. Su cabeza le colgaba hacia atrás y la tenía destrozada de tal modo que le faltaba un gran trozo de cráneo por el que escapaban puñados de gusanos de la putrefacción. Su torso aún vestía la vieja y oscura chaqueta con la que lo enterraron, aunque llena de barro y restos orgánicos. Albert se quedó inmóvil, galvanizado por aquel espectáculo imposible. Aún así se fijó que de cintura para abajo, Pastor, estaba vivito y coleando con las carnes aparentemente saludables, aunque sus piernas se movían de un lado a otro con enorme torpeza, dando sonoros zapatazos en el suelo como para orientarse o mantener el equilibrio. El dueño del establecimiento había rescatado una escopeta de caza de una de las alacenas de detrás de la barra y temblando si tenía que temblar apuntaba a Pastor sin atreverse a disparar para no herir a alguna de las mujeres. De pronto Albert reaccionó y corrió a la puerta del local para abrirla de par en par y que así éstas pudieran escapar. Cuando la última salía a toda carrera, el camarero disparó su escopeta sobre el extraño cadáver, haciéndole un enorme boquete en el pecho. Pero Pastor continuaba en pié, en medio del local, dando puntapiés a todo lo que encontraba a su paso. El camarero volvió a cargar su escopeta a toda prisa al tiempo que escuchó la voz del periodista, que le gritaba:

––¡A las piernas! ¡Dispárele a las piernas!

Instantes después del estampido, Pastor, se derrumbó y cayó al suelo. A pesar de tener las piernas destrozadas con aquel tiro a quemarropa, éstas continuaban moviéndose pero cada vez que lo hacían, borbotones de sangre escapaban de sus heridas hasta que al fin dejaron de moverse.


Un olor a pólvora mezclado con carne putrefacta inundaba el local cuando entró la guardia civil en el establecimiento. Casi todos los vecinos del pueblo aguardaban en la plaza bajo la lluvia y en sepulcral silencio. Poco después un vehículo especial para estos casos guardó el inerte cadáver de Pastor ante la atemorizada mirada de todos.

Después de relatar los hechos a los guardias, Albert, marchó a casa del anciano médico para darle la noticia. En realidad también sentía un gran interés por volver a ver a su bella sobrina. El amor y la muerte parecían caminar juntos en tan trágicas circunstancias. Allí hablaron largo tiempo sobre lo sucedido, al abrigo de una mesa camilla y un reconfortante café con leche y pastas. Albert buscaba ante todo una explicación a lo ocurrido para cerrar su artículo con algún tipo de razonamiento que no fuera lo puramente sobrenatural. Entonces el viejo médico le habló de una noticia divulgada años atrás sobre un individuo natural de la tundra siberiana al que descubrieron dos corazones en su cuerpo.

––Los dos los llevaba en el pecho, uno a cada lado ––dijo moviendo el café con la cucharilla ––. Puede ser que Pastor tuviera ese otro corazón en su vientre y continuara funcionando de forma independiente, como una especie de compartimento estanco o algo parecido, manteniendo la circulación sanguínea en la zona y por tanto la vida de cintura para abajo. De todas maneras es sólo una teoría que podía explicar este extraño fenómeno. Sólo la autopsia nos dirá exactamente lo que pasó.

Albert terminó su café y meditó por unos momentos sobre las misteriosas e insondables fronteras entre la vida y la muerte. Tenía por delante una gran historia que contar. Antes de abandonar el domicilio del médico, prometió volver a visitarles, y cuando lo dijo clavó sus ojos en las hermosas facciones de la sobrina, que recogió el mensaje con ilusionada y púdica sonrisa.


Esa misma noche, a las mismas horas que el periodista escribía su artículo en el pequeño cuarto de la pensión, un furgón de color gris oscuro abandonaba el pueblo  por la pedregosa carretera que daba al lago. La noche era opaca y fría. Los dos funcionarios que iban en el interior permanecían en silencio y con el miedo metido en los tuétanos. Detrás, en un ataúd de cinc, transportaban el cuerpo destrozado de Pastor.

La luna salió por unos instantes de entre las espesas nubes, iluminando los horizontes de la fantasmal carretera que les conducía a la ciudad. En uno de los momentos, el conductor miró a su acompañante y exclamó:

––¿Has sido tú el que ha dado esos golpes?

––¿Qué golpes? –– repuso el otro.




Un relato de j.m.boix