Wednesday 17 November 2021

EL CIELO NO ES COMO TE LO CUENTAN.






 

 



Capítulo VII
 

Prott pensó enseguida que debió tratarse de la última cena. Aquello era grandioso. Estaban en la Jerusalén del año uno y, según parecía, en vísperas de la crucifixión de Jesús. Un soldado romano apostado en la barra y que tenía la oreja puesta en la conversación aquella se acercó a Prott y le preguntó si eran amigos de Jesús. El irlandés respondió  que eran discípulos del maestro.
--Pues andarse con cuidado que los del Sanedrín van a por vosotros. Ya han ido en más de una ocasión a quejarse ante el gobernador, Poncio. Os acusan de revolucionarios y subversivos.
Prott miró a Juanote y luego al tabernero. Lo de revolucionarios y subversivos le sonaba bastante. Era lo mismo de siempre. Cuando los que detentan el poder ven peligrar su chollo, pues eso. Revolucionarios, subversivos, terroristas. El irlandés reaccionó al comentario del soldado romano.
--¿Subversivo dices? ¿Un hombre que predica una religión de paz y amor entre los hombres es un subversivo?
El legionario miró a Prott con hostilidad  antes de espetar .    
--Roma no ha creado un imperio universal dando besitos a sus enemigos sino con la fuerza de la espada. Las doctrinas de tu maestro no son buenas para Roma.  Tu maestro es un enemigo del imperio cuando asegura ser  rey de los judíos, socavando la autoridad del emperador y las leyes de Roma.
El irlandés miró al romano y no dijo nada. Para qué--pensó-- Aquel soldado no estaba diciendo nada nuevo que no se repitiera tozudamente en la historia de la humanidad. Las guerras, los imperios, la ambición desmedida, el afán de dominar y esclavizar al semejante... Esa sería a resultas la dramática historia de los hombres y  claro que en este contexto  la doctrina de Jesús resultaba singularmente peligrosa.
Juanote había salido fuera de la taberna y se había sentado en uno de los pequeños taburetes que había en el porche. En una mano sostenía una jarra de vino y en la otra un puñado de aceitunas aliñadas. Estaba atardeciendo y se estaba bien allí fuera, bajo el sombrajo y frente a la higuera. Por un momento toda aquella aventura le pareció un sueño. Porque aquello no podía ser otra cosa que un maldito sueño y hasta cierto punto podía tener razón porque estaban en una especie de archivo temporal de los miles de millones que existían en el cielo de cada uno de nosotros. Sin embargo, aquellos que marcaban acontecimientos humanos importantes como en este caso lo era la vida y muerte de Jesús de Nazaret,  disfrutaban de una mayor capacidad de interacción con los visitantes siempre y cuando éstos nunca trataran de cambiar o distorsionar el curso de estos mismos acontecimientos.
Prott conocía estas leyes básicas de relación y decidió por ello entrar en el Monte de los Olivos para cumplir con aquella extraña cita con Jesús lejos de observadores que pudieran referenciar en la historia de los hechos. Observó a Juanote que parecía estar en la inopia observando desperezarse el  mandango de un aburrido burro atado a una argolla de la pared de la taberna.
--¿Vienes? --le preguntó.
--¿A dónde?
--A ver a Jesús.
--No. Ve tú. Yo me quedo aquí a la fresquita. El vinillo este está de cojones.
--Bueno. Allá tú si quieres desperdiciar la ocasión de conocer al Maestro.
El irlandés penetró en Getsemaní y la oscuridad se abatió de tal manera que solo acertaba a ver las sombras de los olivos que de manera mayoritaria ocupaba el pequeño huerto.
Escuchó entonces un leve siseo que parecía provenir de detrás de uno de los árboles aquellos y se detuvo.
--¿Jesús? --preguntó con un susurro.
--Sí. Aquí, aquí.
Prott marchó hacia un robusto olivo de enorme copa.
--Aquí, aquí--volvió la débil voz.
El irlandés se acercó y advirtió entonces a un hombre que trataba de ocultarse tras el fornido tronco del olivo.
--¿Jesús?--repitió.
--Sí, soy yo. Pero agáchate no sea que nos vean-- dijo el hombre, visiblemente nervioso.
Pott lo miró y apenas se lo pudo creer. Ante sí estaba un hombre delgado y de pequeña estatura cuyas greñas apenas dejaban ver un rostro ojeroso y pálido. No era de ninguna manera el Jesucristo alto, guapo y rubio sajón representado en la imagineria de los creyentes en la Tierra. Además, parecía asustado.
--Yo soy de los tuyos --apenas afirmó Prott, intentando reponerse al desencanto de aquella imagen.
--Ya lo sé, Prott. Perdona que no haya dado la talla de la imagen que te han vendido de mi persona--dijo, advirtiendo el estado confuso del irlandés-- Pero se han dicho tantas mentiras sobre mi...
Una majestuosa luna rojiza comenzó a elevarse entre el olivar, iluminando raramente aquel extraño encuentro  de Prott con Jesús el galileo.
El irlandés titubeó antes de comenzar a hablar pero jesús tocó con su índice sus labios para que no lo hiciese.
--No dispongo de mucho tiempo, joven Prott --dijo el maestro--. De un momento a otro me van a denunciar y vendrán a detenerme los guardias del Sanedrín. Ya conoces la historia. Necesitamos urgentemente una revolución para derrocar a mi padre.
--¿Cómo?--reaccionó con estupor el irlandés-- ¿Una revolución...?
--Sí, hombre. En la Tierra estáis acostumbrados a esas cosas... Una revolución que quite de en medio a Jehová es la única forma de salvar a la humanidad.
Prott estaba consternado. ¿De qué clase de revolución hablaba Jesús?
--Pero, maestro. La gente allá abajo pasa ya de revoluciones con sus wasap, sus twitter, sus “tremending topyc”, sus puñaladas por la espalda, sus folleteos puteros, sus botellonas, sus telediarios ...
--Vale, vale ya --protestó Jesús--¿Quieres decir que la humanidad se ha tirado al vicio del becerro de oro y que todos se dedican a robar y follar mientras echan la primitiva los jueves o sábados por si les toca?
--Pues más o menos.
--¿Y por esta gentuza me he dejado crucificar?
El maestro de Nazaret estaba irritado. Su tez aceitunada enrojeció por momentos. Prott quiso suavizar la situación e intentó quitar hierro a la golfería humana.
--Bueno, no se sofoque maestro. Aún quedan buenos cristianos en el mundo.
--Cuántos, dime cuántos joven Prott.
--Hombre así de pronto --dudó el irlandés--. Pero al menos media docena contándome yo, seguro.
El nazareno se pasó la mano por la cara, arrastrando el ensangrentado sudor que emanaba de su frente. Luego miró la luna y se lamentó, totalmente hundido.
--Antes que cambie esta luna volverán a crucificarme por diezmillonésima vez en el maldito Gólgota.Ya he perdido hasta la cuenta.
--¿Por diezmillonésima vez? --se estremeció un Prott incrédulo.
--Si hijo, sí. Como te lo digo-- asintió el maestro-- Desde que tuve la desgraciada idea de salvar al hombre de sus perrunos vicios y pecados me paso la vida colgado de una cruz...
Prott seguía sin entender de lo que estaba hablando Jesús. Por eso rogó que le aclarara el maestro aquella barbaridad.
--A ti te crucificaron hace tres mil años más o menos ¿no es así? Ahora mi compañero y yo hemos regresado en el tiempo a esa época donde te van a crucificar pero eso ya pasó. Sería algo así como llamamos como un holograma del pasado.
Cuando Prott terminó de hablar, Jesús lo miró algo burlón. Después meneó la cabeza con cierto desengaño al considerar lo equivocado que estaban los humanos con el sublime y eterno acto de la redención. Después miro con ternura al joven y le palmeó cariñosamente una de sus sonrosadas mejillas.
--Ah, amigo mío. Si todo fuese como dices sería hasta cierto punto feliz. Créeme que este tiempo de Pasión es algo tan cruel y doloroso que ya no me quedan fuerzas para sobrellevarlo. Las cosas no son como tú dices. Aquí no hay hologramas ni trampa ni cartón. Hay cientos de miles de dimensiones paralelas y en cada una de ellas debo de  representar mi pasión de manera sólida, y debo morir para redimir los pecados de los hombres. Y si sirviera para algo. Pero de todas las dimensiones me llegan noticias que la maldad humana, lejos de redimirse, prospera de manera alarmante. Tú fíjate con que esperanza puedo  volver a inmolarme por los hombres de esta nueva dimensión en la que ahora nos encontramos. Hace un rato, antes que tú llegaras le pedí a mi padre como en tantas otras ocasiones que pasara de mi este nuevo cáliz, que ya no puedo más. Pero ni caso.Creo que disfruta con mi tortura. Nunca me perdonará que lo desafiara.
Ante la inmensa angustia que emanaba aquel frágil cuerpo, Prott lloró con desconsuelo. La mano del maestro cayó entonces sobre su hombro y dijo con voz dulce pero firme:
--Ya no es tiempo de lloros, amigo mío. Hay que intentar deshacer este entuerto. Se me cae el alma cuando tantos buenos cristianos condenados en la Tierra lo son también en el cielo. Este no es el cielo que les prometí. Mi padre me ha hecho quedar como un estafador. Como un ridículo charlatán loco que un día predicó la paz y el amor entre los hombres.
Al mismo tiempo que ocurría la dramática conversación entre Jesús y Prott, en la taberna, Juanote Colomer había cogido una “tajá” como un piano y hablaba y hablaba sin piedad de sus milagros y abyectas aventuras como concejal y alcalde en la Tierra, causando el aburrimiento general de los parroquianos. De pronto entró en la taberna un nutrido grupo de soldados y comenzaron a observar a la gente del establecimiento.
--Vaya. La soldadesca de Caifás --dijo Demetrio, secando unos vasos.
Juanote volvió la cara y cruzó su mirada con la del mandamás de aquella tropa, que le espetó:
--Eh, tú. ¿Has visto al nazareno?
--¿Nazareno? ¿De qué cofradía?--balbuceó, Juanote, entre babosas risas.
--¿De qué te ríes, subnormal?
Esa noche el jefe de la hueste del Sanedrín estaba de muy mala leche. Se había enterado que su esposa era lesbi y se la pegaba con una maciza cortesana del rey Herodes Antipas. De esta manera se acercó de forma amenazadora a Juanote y echando mano a la empuñadura de su espada espetó:
--Dime si has visto a Josuá de Nazaret o te rebano una oreja.
--Bueno, bueno. Tampoco es para ponerse así. Está con mi amigo en el huerto de ahí enfrente.
El soldado cogió entonces de uno de sus bolsillos una bolsa de cuero y se la entregó a Juanote.
--Toma. Tus treinta monedas de plata.
Inmediatamente, los soldados dieron media vuelta y en perfecta formación salieron del local zapateando el suelo al un dos, un dos...
El viejo gladiador miró a Juanote con asco y dijo:
--Además de borracho eres un chivato de mierda. Acabas de vender a ese tal Jesús a los esbirros del criminal Herodes.
Pero, volvamos al huerto de Getsemaní. Jesús estaba en esos momentos como ausente, con los ojos fijos en un lugar perdido del cuidado olivar. Un escalofrío estremeció de pronto su cuerpo y dijo:
--Me acaban de entregar a los guardias del Sanedrín.
Prott elevó la mirada para fijarla en la abatida figura del Maestro.
--¿Quién ha sido? ¿El hijo puta ese de Judas Iscariote?-- espetó con rabia.
--No--repuso el Maestro-- En esta ocasión ha sido tu compañero Juanote Colomer.
--¡¡¿Queeé!!?
Prott enrojeció de cólera.
--¡Lo voy a matar!
--Nooo--intentó Jesús calmarlo-- Desgraciadamente individuos como ese, malvados y sin escrúpulos son a veces necesarios para ciertas cosas. Y ahora vete. Están a punto de llegar los del Sanedrín.
Prott lo cogió entonces por los hombros y le suplicó:
--Huye, Maestro. Tu causa está perdida...
Al fondo se escuchaba aproximarse el herraje de la soldadesca.
--No puedo huir. Estoy atado para siempre a mi propia promesa. Escúchame, Prott. Para acabar con esto hay que terminar con el Estado de Israel. Hacerlo desaparecer. Es la única manera de que Jehová se quede sin energía y termine en el Panteón de los Dioses Dormidos para no despertar jamás. Solo así podré regresar a la tierra y rescatar a los Justos en este fin de los tiempos que se avecina. Adiós, amigo y ojalá tengas suerte. Ahora vete.
Prott se alejó al interior del olivar, esquivando a los guardias que se apresuraron a prender a Jesús. Los amigos y discípulos que acompañaban al maestro salieron de la oscuridad y comenzaron a proferir gritos de protesta contra la policía de Caifás.
--¡Cabrones! ¡Detener a los ricos mercaderes que nos roban y estafan, canallas!  
--¡Muerte a los enemigos del pueblo!
--¡Fuera mamporreros del imperio! [se refieren a los romanos no a los yankis]
--!Chaperos de putas y bolleras!–– gitaban.
Esto último activó la violencia del jefe de policía que mandó cargar contra los discípulos de Jesús con inusitada violencia. El irlandés saltó una pequeña valla que cerraba el olivar y se alejó del huerto camino a la taberna de Demetrio donde encontró a Juanote echado sobre una de las mesas y borracho como una cuba. Sin mediar palabra, Prott lo cogió de la pechera y le propinó un par de tremendos puñetazos que lo hizo derrumbarse al suelo.
--Sí, señor. Se los merecía el gilipollas y chivato ese.  --aplaudió el gladiador, que cogiendo una espada de debajo del mostrador se la tiró a Prott.
--Ahora acaba con esa alimaña---puso el pulgar hacia abajo.
El irlandés quedó mirando a Demetrio. Con la espada en la mano y la tentación de cumplir aquella orden acosándole, se acordó entonces de las palabras de Jesús cuando dijo que Juanote podía ser bastante útil en aquella extraña aventura que se avecinaba. Prott dejó la espada en el mostrador y pidió una jarra de vino de Galilea. Lo necesitaba.
--Y pensar que tú, Demetrio, no eres más que una copia que se repite en estos instantes en decenas de miles de dimensiones... --comentó pensativo, mirando al tabernero con incredulidad-- Sin embargo, el Maestro no tiene copias. Él no se repite. Todo esto es increíble.
--¿Qué dices, galo?. No te entiendo.
--Soy irlandés. Y no te preocupes porque tampoco me entiendo yo.
Se asomó a la puerta y vio que el asno que los tenía que sacar de aquella dimensión estaba allí, esperando.
Entonces intentó despertar a Juanote a base de cubos de agua y algunos guantazos propinados con mala leche.
--¡Despierta, cabrón! ¡Es hora de marcharnos!
Lo cogió y lo cargó como pudo sobre su hombro.
--Adiós, gladiador. Ha sido un placer conocerte.
--Adiós galo. Si vuelves por Jerusalén aquí tienes tu casa.

 José M. Boix Fernández

 

El cielo no es como te lo cuentan.

Próximamente en este blog.




Tuesday 16 November 2021

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 Próximamente ire´publicando los Pdf de algunos de mis libros y Relatos para descargar gratis en ALMAS EN LA NIEBLA.

Saturday 13 November 2021

Capítulo XIII del libro "Un legionario en la Sevilla del 23-f".

 


 

 

Capítulo XIII.- Una dote para Merceditas.




Cuando Pepe abandonó la tasca que, dicho sea de paso, apestaba a orines y vinos de mala casta, intentó respirar profundamente pero sus pulmones se quedaron a mitad y volvió la tos. Escupió y miró si el galipo llevaba sangre. Luego pensó dónde ir. No le apetecía volver a la pensión y decidió comer ese día en el Avenida, el bar de su querido barrio. Una vez en su calle, aparcó junto al estanco de doña Pepita y fue antes a echar un vistazo a su casa. Abrió la puerta y se encontró con la sorpresa de que toda la vivienda estaba patas arriba. Alguien había entrado y la había registrado de arriba a bajo y viceversa.
––¡Este cabrón de Romanones!––rugió el legionario, cogiendo el teléfono para llamar al inspector.
––¡Oiga usted...!
––Sí, ya sé ––repuso Romanones sin darle opción a hablar––. Que han entrado en tu casa para robarte. ¿No es así?
––¡Ha sido usted! ¡Usted ha entrado en mi casa ilegalmente y lo voy a denunciar!
––Haz lo que te parezca ––repuso el policía, muy tranquilo––. Pero si me sigues dando problemas te meto en prisión preventiva hasta que me lleguen las pruebas. ¿Te ha quedado claro?
El inspector Romanones colgó el teléfono y el legionario quedó mirando el destrozo que le habían hecho. Aquello era una venganza. No hacía falta romper cosas, como la lámpara de cerámica del salón o desencuadernar los cajones del aparador para hacer un registro. Sin embargo, se lo tuvo que comer todo tras la nueva amenaza del inspector de meterlo en prisión preventiva. Solo faltaba eso, pensó, ahora que había puesto en marcha su propio operativo para el golpe.
Cerró la puerta con un portazo, cruzó la calle y entró en el bar. Antonio, que no daba basto en la barra. Lo saludó.
––Siéntate fuera. Ahora te llevan el menú.
Había bastante gente en la terraza. Unos lo saludaban y otros lo miraban con recelo o le volvían la cara directamente. El legionario supuso entonces que la accidentada muerte de Shaila había corrido como la pólvora por el barrio. Aún así intentó olvidarse de todo y relajarse. ¡Se estaba tan bien allí!  Pronto llegó el chaval que atendía las mesas y se alegró de ver a Pepe porque, a veces, le daba muy buenas propinas. Le ofreció la carta del menú y le aconsejó pedir paella de marisco. El legionario accedió a la recomendación y cuando el camarero se iba, el legionario le preguntó:
––¿En estos días han venido por aquí Merceditas y su abuela?
El joven se detuvo y luego se volvió.
––Ah, pero, ¿no se ha enterado?
––¿De qué debía enterarme? ¿Le ha pasado algo a la niña?––preguntó, sobresaltado.
––A la niña no, pero sí a la abuela. Murió la semana pasada de un ataque al corazón. Creo que a  la chiquilla la van a llevar a un hospicio.
––¡¡Eso nunca mientras yo viva!!---pegó un puñetazo en la mesa, haciendo que todos se volvieran a mirarle —. ¿Dónde está ahora la niña?
El alboroto hizo que Antonio, el dueño del bar, acudiera para ver lo que ocurría.
––¿Qué pasa, Pepe? ¿Te encuentras bien?
––Sí, si. ¿Pero dónde está mi pobre niña?
––Bueno, de eso te puede informar doña Pepita.  Ya sabes que es muy beata. Creo que avisó a unas monjas que ella conoce para que se hicieran cargo de la niña unos días. Luego, lo más seguro, es que la metan en un orfanato. Vamos, digo yo.
Esa tarde doña Pepita abrió el estanco puntualmente, como era hábito en ella. Al abrir la puerta del establecimiento  se encontró con la patética figura del legionario que esperaba impaciente. Estaba muy nervioso y la mujer lo hizo pasar al interior. Pepe le habló de Merceditas, rogándole que le contara todo lo que sabía de ella. Doña Pepita lo tranquilizó.
––La niña está bien, Pepe. Hablé con las monjitas de la Cruz (Sor Ángela de la Cruz) y allí la van a tener hasta que, bueno, se vea lo que se puede hacer por ella.
––Me han dicho que la pueden llevar a un orfanato ¿Es eso cierto?
––Bueno, sí ––perdió la sonrisa doña Pepita––. Si nadie se hace cargo de la pobre niña la recogerá una institución pública hasta que cumpla dieciocho años.
––¡No! –– negó con energía el legionario–– La niña se quedará en el convento. Yo la podía adoptar pero soy muy viejo, vivo solo y tengo muchos problemas. Debe quedarse en ese santo convento y hacerse monja.
La estanquera miró al legionario un tanto perpleja y repuso a continuación:
––No es tan fácil, señor Pepe. Eso tiene unos procedimientos legales...
––Sí, ya –– no la dejó terminar ––. Se refiere a la dote. ¿No es así? Pagaré una generosa cantidad de dinero al convento por la niña. Pero, por favor, hable hoy mismo con las monjas y dígale mi oferta. Mañana la llamaré por teléfono y me informa del resultado.
––Está bien. No se preocupe y tranquilícese, hombre. Merceditas está en buenas manos.
     La noticia había quitado a Pepe el apetito y también las ganas de estar allí. Decidió entonces regresar a la Alameda. Antes de abandonar el lugar miró a la gente que quedaba en el Avenida por si estaba Benito con la mujer, que a veces solían ir a comer, aunque ya era muy tarde.
Cogió su viejo Renault 4 y lo puso en marcha. Luego observó las ventanas de su casa y sintió respirar tras ellas la tragedia. Un cúmulo de sentimientos se agolparon en el cansado corazón del viejo soldado y una emoción desbordada de raíces muy profundas rompió en su garganta.
A esas horas, el azul del cielo de Sevilla reflejaba la tristeza de una tarde de invierno. Solo en su Aljarafe, donde habitaba el monumento al Sagrado Corazón levantado por Segura, negruzcas bandas de espesos nimbos marchaban con destino incierto. Pepe atravesó Chapina con un llanto desconsolado. En esos instantes afloraron de golpe todas las emociones contenidas a lo largo de su truculenta y penosa existencia. El nombre de Lucía se repetía, una y otra vez, en sus temblorosos labios como si se tratara de un mágico y extraño mantra que actuaba como bálsamo a su dolor.
––Yo te salvaré, niña mía. Yo cuidaré de ti ––temblequeó su voz mientras asía con férrea decisión el volante del vehículo.
La tarde alargaba las afiladas sombras de las columnas de Hércules cuando la figura del legionario las franqueó camino de la pensión. En el pequeño salón encontró a Rosa con un par de jóvenes aprendizas del oficio más antiguo del mundo. Jugaban a las cartas alrededor de una mesa camilla.
––Hombre, legionario. Siéntate con nosotras a jugar un rato. Tengo la copa puesta y las piernas abiertas ––dijo la Rosa entre risas.
Pepe se detuvo unos momentos para mirar aquel par de niñas que acompañaban a la vieja meretriz. Sus rostros estaban horriblemente pintarrajeados. Por un momento creyó ver en una de ellas la inocente imagen de Lucía, que le miraba con perversa provocación y no pudo contenerse:
––¡No! Maldita zorra. Estas niñas debieran estar estudiando... 

 

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Wednesday 13 October 2021

EL DESASTRE DE LA OPERACIÓN TETUÁN (Del libro un Legionario en la Sevilla del 23-F)

 Capítulo XIV.- El desastre de la Operación Tetuán.




Al día siguiente, 1 de febrero por la mañana, Pepe ultimó con Mustafá el viaje a Tetuán y le  hizo entrega del dinero y los billetes para salir al día siguiente, viernes. También le ordenó que lo llamara cada dos días por la noche a su casa y de paso le recordó la amenaza que pesaba sobre su hijo si no cumplía a rajatabla los planes acordados. Una extraña hiperactividad le hizo después regresar a su casa del Tardón para referenciar de manera minuciosa en una vieja libreta sus ultimas actividades en esa semana y los desembolsos económicos. Se sentía eufórico porque barruntaba que con aquella dimisión de Suárez el golpe estaba más cerca.
Ciertamente, después de la intervención televisiva de Adolfo Suárez el día anterior, en España comenzaron a sonar ciento de miles de llamadas telefónicas, entre ellas la del cabo legionario, que desde el Avenida intentaba ponerse en contacto con su amigo, el guardia civil.
––Benito viene mañana, señor Pepe––repuso la mujer, un tanto agobiada.
––¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra bien?
––Sí, sí. Lo que pasa es que he visto lo de la dimisión del Presidente en televisión y me he puesto nerviosa, ¿sabe? Es que temo por mi marido.
––Que no pasa nada, mujer ––la tranquilizó el legionario ––. Dentro de unos días elegirán un nuevo presidente y ya está. Estamos en una democracia. Bueno, si mañana viene Benito, ¿le puede decir que me llame? Es urgente.
Pepe colgó el teléfono.
Al día siguiente recibió la llamada de Benito y ambos quedaron citados en el bar de doña Manolita al medio día. De la manera que le habló, el legionario dedujo que el de la Benemérita tenía cosas que contarle.
Se sentaron en los veladores de afuera. A esa hora, el sol picaba lo suyo prometiendo alguna tormenta para esa semana. Pidieron dos riojas y el guardia parecía muy contento.
––Ahora sí que creo que la cosa va en serio, amigo Pepe ––palmeó, festivo, la rodilla del legionario [la que le quedaba]––. Se está reclutando gente. Y no te puedo contar nada más por ahora, pero te adelanto que están implicados en el golpe mandos de la Brunete de Madrid.
––¡Joder, joder! La noticia es para emborracharse. Solo con la Brunete y la Guzmán el Bueno reconquistamos España en un periquete. Y luego mis moros... ––se le escapó.
––¿Qué moros? ––preguntó Benito.
––¡Bah! Una sorpresa que estoy preparando.
––Pero esto es muy serio, Pepe. Déjate de sorpresas que arriesgamos mucho.
––¿Estás dudando de mi capacidad?
––Hombre, no. Pero a qué santo me hablas de moros ahora.
––¿También dudas de la capacidad del gran Queipo de Llano?
––Pero, hombre. ¿En qué año vives? Esta vez no viene ningún ejército de África. No estamos en 1936.
––¿Cómo que no viene? Lo traigo yo con mi dinero. Todo por la patria---se golpeó el pecho.
El guardia civil quedó mirando a Pepe y por la manera que lo hizo, éste se dio cuenta que había metido la pata que le quedaba hasta el corvejón. Quiso arreglarlo.
––Joder, tío. No pongas esa cara, que es solo una broma. ¿Crees acaso que estoy loco? ¿Cómo voy yo a traerme un ejército de África? Yo no soy más que un simple cabo mutilado de la legión. Aunque a patriota no me gana nadie,  y tú lo sabes, Benito.
––Claro, claro ––se tranquilizó el guardia civil––. Ya suponía que solo podía ser una broma de las tuyas –– rió.  
La semana siguiente la prensa se hizo eco de la fecha de investidura del nuevo presidente. El 18 de febrero Leopoldo Calvo-Sotelo expuso ante el Pleno del Congreso de los Diputados su programa de Gobierno para obtener la investidura de la Cámara, pero no obtuvo en la primera votación la mayoría necesaria, 176 votos. Pero no adelantemos acontecimientos.
Un par de semanas antes, el miércoles día 3 de febrero por la noche, el legionario recibió una llamada de Tetuán.
 ––¿Qué pasa, Mustafá? Te dije que me llamaras cada dos días. ¿Todo en orden?
---Sí, mi cabo. Misión cumplida. ¿Ya puedo regresar a Sevilla?
---¿Venirte a Sevilla?––preguntó, extrañado–– ¿A cuántos has reclutado?
---A seis, mi cabo.
Por un instante el legionario tuvo la loca esperanza que fueran seiscientos.
––Seiscientos. Muy bien Mustafá.
––No, no, mi cabo. Seis viejos.
––¡¿Cómo qué seis viejos?!
––Aquí la juventud pasa de todo.
––Pero, ¿no pasan hambre?
---Sí, pero roban lo que pueden, trapichean con la droga o se van a Francia a trabajar la uva. Ya no es como antes, mi cabo. Aquí algunos hasta se han hecho comunistas.
––¡¡Que son comunistas!! ¡¡Perros moracos!!
––Bueno, mi cabo. Mañana nos vamos para Sevilla que ya apenas me queda dinero–– colgó sin más, Mustafá.
El cabo legionario pegó un violento cachiporrazo al teléfono de manera que este quedó colgando de la pared. Estaba que echaba babas.
––¡¡El hijo de puta se ha gastado mi dinero en seis viejos!! ¡¡Seré imbécil!!––le dio un golpe de tos y a continuación un patatús y cayó al suelo.
Sobre las diez y media de la noche recobró el conocimiento. Al caer se había dado un golpe en la cabeza que le había producido una brecha en la frente. Tenía la cara cubierta de sangre y buscó las muletas, palmeando el suelo a gatas. Con enorme dificultad logró ponerse en pie y se limpió la sangre de la cara con el primer trapo que encontró a mano. Luego salió a cenar al Avenida. En realidad más que cenar necesitaba algo fuerte para apechugar con el disgusto que terminaba de darle el moro Mustafá. Al salir a la calle se dio de bruces con un coche de la policía que se encontraba aparcado frente a su domicilio, junto al estanco de doña Pepita. Dudó entonces seguir adelante o regresar a su casa. En esos momentos de tribulación vio apearse del coche celular al inspector Romanones, que le sonrió de manera que el legionario tradujo que venía a darle más problemas.
––¡Hombre, cabo legionario! ––saludó mientras se dirigía hacia él--- .Pasaba por aquí y he pensado invitarte a una cerveza ---dijo, señalando el Avenida.
Pepe no tuvo más remedio que aceptar. Además, prefería al inspector en el bar antes que en su casa.
––Yo voy a cenar. Si desea acompañarme ––dijo Pepe, cumpliendo con la cortesía de un caballero legionario.
––No. Me espera mi mujer en casa ---dijo el policía ––. Solo tomaré un vinito.
Pepe pidió cena para él y un rioja para Romanones.
––Bueno. ¿Y qué le trae por el Tardón a horas tan intempestivas, inspector?–– preguntó el legionario––¿Ya tiene las pruebas de laboratorio?
El comisario miró largamente a Pepe de manera que este intuyó que tenía problemas sobre este asunto.
––Tienes suerte, legionario. Mucha suerte ––manifestó, cambiándole el semblante de la cara––. Esos manirotos de Madrid han extraviado parte de las malditas pruebas ---afirmó después, mordisqueando una oliva.
El legionario respiró aliviado. Al menos ese día recibía una pero que muy buena noticia.
––¿Y ha venido a contármelo?
––No ––concluyó el inspector––. He venido por otro asunto que si no lo aclaro no podré dormir esta noche.
––¿Qué otro asunto, inspector? ––preguntó Pepe con temeraria curiosidad.
El comisario se bebió media copa de vino de un solo trago. Luego escurrió el bigote con los dedos y miró fijamente al legionario con ojos escrutadores.
––¿Qué te traes tú con ese tal Mustafá en Tetuán?
A Pepe se le atragantó una cucharada de sopa y miro espantado a Romanones. ¿Cómo podía saber él eso? Intentó tranquilizarse y negó la mayor.  
––No sé de qué me habla, inspector.

Un libro para comprender el 23-f en Sevilla.

En venta en Amazón.

Tuesday 3 August 2021

UN LEGIONARIO EN LA SEVILLA DEL 23-F (Libro)


 Muy poco sabemos de la verdad de lo que ocurrió el 23-F en España. También forma parte de esa historia oscura en la que transcurre nuestro lento camino hacia la democracia en una Transición plagada de lagunas donde la información brilla por su ausencia o en muchos casos aparece tegiversada. ¿Qué pasó en España al margen de los consabidos tanques de Milans en las calles de Valencia y la toma del Congreso de Diputados en Madrid por la Guardia Civil? ¿Y en otras ciudades?

Sevilla era muy importante para la consecución de este nuevo golpe de Estado militar. Una capital tradicionalmente conservadora con un sector muy nutrido de terratenientes y propietarios (rentistas) adeptos a eliminar libertades, añoraban en los exclusivos salones del Club Pineda al anterior régimen fascista.Tampoco el Ejército, como en el resto de España, fue fiable bastión defensor de la democracia en el que confiar. En Sevilla hubo un compás de espera donde muchos ansiaban la movilización de los tanques de la poderosa Mecanizada Guzmán el Bueno. Pero Pedro Merry Gordón, Capitan General de la 2ºRegión Militar no movió un dedo. Además de bebido, estaba muy dolido con un agresivo Milans del Boch que lo había puenteado saltándose el escalafón.

Esa noche en Sevilla a igual que en Valencia somatenes de falangistas de algunos pueblos del Aljarafe, algunos de ellos armados, hicieron vela en la Plaza de España, esperando posibles órdenes del Capitán General en caso de una sublevación que afortunadamente no llegó por puro milagro.

La Prensa, sobretodo el ABC de Sevilla y su director Nicolás Sala, actuó descadamente a favor del golpe militar con soflamas contra la democracia y Adolfo Suárez por entonces dimitido presidente del gobierno.

En fin, un libro interesante además de entretenido donde también relata las hazañas de un viejo y pintoresco legionario que, en su locura, organiza en estos días una particular invasión de moros ayudado por el rifeño Mustafá para aterrorizar a los sevillanos, paseándolos en camiones por Sevilla como en tiempos de Queipo. Como si esto fuera poco, el enajenado personaje, que está perseguido por la policía por un crimen múltiple perpetrado en un mesón del Aljarafe sevillano, recibe en un sueño la orden del propio Caudillo de matar al Rey por traición a la patria. Orden que se dispone a cumplir. 

 

Libro publicado en Amazón.    

 

 

Thursday 8 April 2021

LOS "TRANSICIONALISTAS".

ROBO, FRANQUISMO ENCUBIERTO, CORRUPCIÓN ES EL RESULTADO DE CASI CUARENTA AÑOS DE TRANSICIÓN POR NO DECIR ESTAFA, QUE CONFIGURÓ LA CONSTITUCIÓN FRANQUISTA DEL 78.


La Constitución de 1978 es la Constitución de los Vencidos. Una Carta Magna para burlarse de los que perdieron la Guerra ante el fascismo. La Constitución tutelada del 78 es una fantasmagoría para la mayoría de un pueblo idiota y vencido y para  una minoría, eso sí, de listos. 
La monarquía del borbón ni es democrática en su origen, ni representa a nadie excepto así mismo y al régimen anterior. No es más que un tutelaje impuesto por el general Franco para preservar en el tiempo los derechos de conquista de los vencedores. Ya está bien de embustes y engaños.
Los llamados constitucionalistas se aferran en verdad a esta Transición interminable que es lo que resta en verdad de una Constitución del 78 destrozada en sus capítulos más sociales y en su propia soberanía como Estado. Cabría conocer las numerosas correcciones que se han hecho a escondidas a lo largo de los últimos cuarenta años de la Carta Magna para adecuarla a los intereses y exigencias del neoliberalismo (nuevo capitalismo financiero global) del que ya sufrimos consecuencias catastróficas a partir del estallido de la crisis del 2008. Por entonces conocimos la puntilla mortal, el rostro real a tan pretendida constitución social con el artículo 135 del felón Zapatero.  En estos tiempos se ha hecho mucho más visible el fracaso y la mala fe de una Constitución del 78, más voluntarista (por ser benévolos) que real, de la que apenas queda nada.
De esta manera, los encendidos fervores "constitucionalistas" [españolistas] actuales, que impregna a todo el arco constitucional, renacido y fustigado a partir de la eclosión catalana, no es más que otra pantomima interesada para el consumo borreguil de los oé, oé descerebrados que mantienen esta España con tintes fascistas. 
Ante tal situación de falso fervor patriótico (la patria es hacerse rico a costa de los demás) nadie se preguntó ni se pregunta durante estos años de Transición dónde ha quedado nuestra Constitución y su estado de derecho a una vivienda, consintiendo cientos de miles de desahuciados. O el estado de derecho de todo español a un trabajo decente. O el derecho de una familia a comer todos los días. En estos días de Navidades me pone enfermo las hipócritas campañas ciudadanas de recogida de alimentos para dar de comer a cientos de miles de familias. ¿Estado de derecho o caridad ciudadana? ¿Nos hemos olvidado de que la Constitución no ha existido a la hora de proteger a los ciudadanos en sus derechos sociales más básicos en esta grave crisis de la que aún nos queda por salir?
La Constitución del 78 ya no existe. Solo quedan los transicionalistas o aquellos que han aceptado una situación política como forma de vivir cómodamente dentro del soborno del Régimen.
 
j.m.boix




Monday 8 March 2021

"LOS QUE FUERON FUSILADOS POR EL FRANQUISM0 SE LO MERECÍAN" Alcalde de Baralla.


Este señor, Manuel González Capón, que es regidor del pueblo gallego de Baralla, no ha hecho enaltecimiento del terrorismo en un twitter si no algo peor: justificó los asesinatos del régimen franquista en el pleno de un ayuntamiento democrático condenando de nuevo a muerte a las víctimas diciendo que "se lo merecían".
Imagínense por un momento que algún alcalde dijera lo mismo de las víctimas de ETA, "que se lo merecían" o lo que es lo mismo "que merecían ser asesinados". Estoy seguro que como es lógico hubiera sido destituido y probablemente encarcelado. 
En un escrito firmado por el fiscal jefe de la Secretaría Técnica de la Fiscalía y fechado el pasado 5 de agosto, al que tuvo acceso Efe, se comunica a la ARMH que no se han encontrado "elementos suficientes como para ejercer acciones penales o civiles" tras el análisis del informe que presentó la asociación recogiendo diversos recortes de prensa con declaraciones de políticos, entre ellos, el miserable alcalde del PP, González Capón, que falleció en el 2019.

¿Es esta la JUSTICIA del Estado de Derecho que tenemos?  

 
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Saturday 6 March 2021

OJOS NEGROS. (Relato completo) José M. Boix Fernández

                                                                                           

A sus cuarenta años el hombre se encuentra en la tercera planta de un viejo hospital provincial, postrado en una vetusta silla de ruedas. Más allá de la pequeña ventana que le comunica con el mundo observa el bullir de la gente de un lado para otro por la amplia avenida, y cómo se arremolina frente a los relucientes escaparates de los grandes almacenes. Todo está vistosamente engalanado con multitud de lucecitas coloreadas para una festiva tarde de Reyes.
La habitación continúa entristecida por el neón blanco y sus padres aguardan en silencio, como perdidos en un rincón de la pequeña estancia. En el ambiente flota una insoportable espera. Ella observa al hijo de soslayo y en sus pupilas brilla una indefinible mezcla de tristeza y reproche. Su padre tiene la mirada ausente, y en sus labios sólo habita el silencio y una mueca de eterna resignación. El hombre vuelve la cabeza para mirarles y el cuadro se le hace insufrible. El padre viste de gris y la madre de negro. Entonces les ruega que se marchen, que allí nada les queda por hacer. La madre rompe, entonces, en sollozos y lo hace sobre un pequeño pañuelo que arruga entre sus dedos. Después, arrastra penosamente sus pies y se acerca al hijo. Saca de su bolso algo envuelto y se lo ofrece:
––Es un rosco de Reyes –– le dice.
Él la mira sin sentimientos. La maligna enfermedad ha transformado sus ojos en horrendas y oscuras cuevas y sus pupilas están opacas y secas. La madre siente por unos momentos la necesidad de abrazar a su hijo con un grito de desesperación, pero algo oscuro en su interior la contiene. Algo que le dice que su hijo está recibiendo el justo castigo que merece una vida licenciosa y crapulenta. El hombre que habita la habitación conoce los pensamientos de la madre. Sabe que nunca le perdonará sus locos amoríos con la vida y las drogas, e intuye en ella una recóndita complacencia con esa extraña justicia divina que le llevará a la tumba.
Al fin se han ido.
Aún puede escuchar sus tristes pisadas alejarse por los solitarios pasillos. Sus murmullos le llegan como rezos distantes… Son sus padres pero piensa que lo hubieran podido ser de cualquiera.
Los pellejos y huesos que le restan por manos se aferran, crispados, sobre las ruedas de su silla, haciéndolas girar de nuevo a la ventana. Allí advierte el cielo gris azulón y la humedad de un anochecer que empaña los cristales, difuminando en fantasiosos colores el festival de luces que se extiende por la gran ciudad. Entonces desea que llueva. Siente un incontenible deseo de ver llover por última vez.
Las horas pasan lentas y con ellas retazos de recuerdos que ocupan, desordenados, su débil memoria como protagonistas de un tiempo que se acaba. Se detiene en uno de ellos, quizás el más querido y enigmático de todos. Aquel que, sin duda, hizo de su vida una quimera inalcanzable. Por entonces aún le quedaba lejana su pubertad en aquel largo viaje que un mes de septiembre hizo en compañía de sus padres. Era la primera vez que subía a un tren y la experiencia le impresionó mucho, tanto que, a pesar del tiempo transcurrido, aún recuerda con asombrosa nitidez el viejo y penoso vagón. Aún es capaz de percibir el espeso y grosero ambiente que en esos lejanos momentos le rodea; un ambiente infestado de carbonilla, olores a sufridas sobaqueras y alientos a huevo duro.
La gente se hacina como puede en el largo pasillo, en las plataformas, en los saturados compartimentos. Hay un revoltijo ensordecedor de palabras, gritos, llanto de niños soñolientos, risas destempladas y socarronas. A veces, cuando decae el fragor humano, se escucha a lo lejos el tímido gorgojeo de alguien que canta a la tristeza. Su lamento se pierde por los secos y luminosos paisajes de la vieja Andalucía. La mayoría es gente del sur que regresa a ese trabajo que habita al norte.
Sus padres van sentados en el pasillo sobre roñosas maletas de cartón reforzadas con cuerdas de esparto. Apenas hablan entre sí. Su padre mantiene la mirada perdida en algún rincón de su vida, mientras su madre distrae su soledad organizando el escaso fiambre que envuelve entre aceitosos papeles de estraza. Pero él es solo un niño y lo pasa bien con su trompo de madera al que busca espacio donde hacerlo bailar. Quizás aquel viaje sólo hubiera supuesto para él un recuerdo más de sus años de niñez; una experiencia digna de recordar como cuando descubrió por primera vez el mar y sintió como su inmensidad le ahogaba. Pero ella viajaba también en aquel vagón, agazapada en un oscuro recodo de su vida. Es una niña de su edad la que, sentada sobre una cestilla de mimbre, observa con avidez todos sus movimientos como si nada en el mundo le importase más. La gente que se agolpa en la plataforma apenas deja entrever el penumbroso rincón donde ella habita. En su regazo arrulla con frío movimiento una muñeca rota. Él se acerca a ella sin saber por qué. Se siente atrapado por sus negras pupilas de tal manera que no puede evitar en ningún momento dejar de mirarlas. Son instantes en los que todo cuanto le rodea parece desvanecerse misteriosamente. Ya no hay gente, ni vagón, ni cielo ni tierra. Sólo ella perdura en la inmensidad de un universo vacío y sin vida; ella y sus enormes ojos negros, abiertos como un imposible y gélido incendio en la oscuridad de una fría madrugada.
Cuando la negra locomotora de vapor hunde sus sombríos penachos de humo en las entrañas de la enorme estación de hierro, siente como su madre tira de él y le arranca para siempre de aquel extraño y arrebatador ensueño. El hombre recuerda en esos instantes la amarga sensación que sufrió en aquel despertar, como si de repente le hubiesen arrojado a un mundo al que ya no pertenecía; un mundo triste y lúgubre del que, presiente, será ya incapaz de evadirse. Señal de aquello fue mirar su fantástico trompo y descubrir que es solo un estúpido trozo de madera.
Al bajar del vagón sus ojos recorren con temor la sucia y monstruosa estación impregnada de olores insalubres y de gente que anda a prisa de un lado a otro entre una marejada de bultos y maletas. En esos momentos su agobiante obsesión es volverla a ver, y por eso gira la cabeza, una y otra vez, intentando avistarla entre el pasaje que abandona los vagones. Pero fue inútil porque  ella no bajó de aquel tren y si lo hizo, él no la pudo ver. Fue entonces cuando sus ojos se llenaron de amargas lágrimas.
En la soledad de la habitación, y frente al manto de la noche que se extiende por la ciudad, el hombre vuelve a llorar el recuerdo y lo hace con la misma desolación de entonces. Aquella niña le arrebató para siempre su inocencia y su corazón. En su congoja no advierte que alguien penetra con sigilo en la pequeña estancia y le habla.
––¿Estás enfermo?
La voz a su espalda le sobresalta y le hacer girar penosamente su silla para conocer al intruso. Es un niño el que le ha preguntado a bocajarro. Antes que el hombre pueda responder, el pequeño invasor deja sobre la cama una gran caja que sostiene entre sus manos y la destapa:
––¡Mira, tío, que tren mas chulo me han echado los Reyes! ––exclama. Es un crío encantador.
––Sí que es un tren de categoría ––le responde el hombre con un hilo de voz.
El niño se afana ahora en arrancar los plásticos que lo sujetan a la caja. Al fin lo consigue y se lo muestra, henchido de satisfacción:
––¡Mira! ¡Es un Talgo!
––Sí señor. El último grito en trenes.
––¡El que más corre! ––se apresura el chaval, lleno de vida.
Después lo deja sobre la cama dispuesto a jugar con él, y es entonces cuando se vuelve para mirarle de forma extraña.
––¿Sabes? Cuando sea mayor seré médico y te curaré –– le dice.
El hombre sonríe y asiente con la cabeza. El niño vuelve a preguntarle, sin mirarle, mientras saca las vías de la caja:
––¿Y tú cuando te pongas bueno qué vas a ser?
––Yo soy pintor.
––¿Y qué pintas?
El hombre titubea unos momentos. Luego su voz es fatigosa.
––Pinto niñas de hermosos ojos negros.
La mirada del niño recorre con aburrimiento el sobrio y frío habitáculo para detenerla de nuevo en la triste imagen que tiene enfrente. Entonces le pregunta:
––¿Es que no tienes amigos que jueguen contigo?
Aquello coge al hombre por sorpresa y le retira la mirada, avergonzado de su propia soledad. Al fin se repone y responde, forzando una mueca por sonrisa:
––Sí, sí que tengo muchos amigos, pero ya sabes lo que pasa. Ahora están ocupados porque esta noche es la gran noche mágica de los niños.
En aquel momento hubiera querido contarle la verdad, decirle que ya no tenía amigos porque los pocos que le quedaban huyeron de él y de su maldita enfermedad. Sin embargo, el niño sabe que le ha mentido. Quizás por eso se le acerca y deja el tren sobre su esquelético regazo mientras le dice:
––Juega un ratito mientras monto las vías sobre la cama para que lo veas funcionar.
Mientras ajusta las vías con destreza, el hombre no le quita la vista de encima. Si alguna vez hubiese deseado un hijo le hubiera gustado que fuera como aquel.  Después observa el precioso juguete y sus dedos se deslizan sobre sus redondeadas formas. Mientras lo hace, sus pensamientos vuelan y se recrean en aquella magnífica máquina de vapor que siempre soñó poseer cuando fue niño. Se le ocurre, entonces, la extraña idea de pedirle esa noche algo a los Reyes Magos. Una noche en la que pueden hacerse realidad todas las fantasías de la inocencia. Pero, ¿qué puede pedirles? ¿Acaso una nueva oportunidad de vivir? ¿O quizás aquella magnífica locomotora que nunca tuvo como último deseo de un moribundo? Pero pronto comprende que es inútil, porque su corazón ha perdido la inocencia para creer en sus propios deseos.
Alguien, entonces, entra  bruscamente en la habitación.
––¿Qué haces aquí? ––le grita al niño con voz desagradable ––¡Te ando buscando toda la tarde!
Es una mujer de mediana edad y rostro sofocado la que regaña al chaval de forma destemplada. El hombre la mira y se da cuenta que su imagen la ha horrorizado. Ella coge al niño por un brazo y lo saca de allí a trompicones. El niño entonces protesta:
––¡El tren, el tren…! ––señala donde está.
––¡Déjalo ahí! ––le ordena la mujer, tajante ––¡Ya te traerá otro los Reyes!
Antes de desaparecer, la madre fulmina con la mirada al solitario morador de la estancia. En sus ojos destella la irracional crueldad de una leona que ha sentido peligrar a su joven cachorro. Después la escucha espetar al chico mientras bajan las escaleras precipitadamente:
––No habrás tocado a ese enfermo, ¿verdad? ––son sus últimas palabras.
Aquello daña al hombre y le parece mentira que tal sentimiento le suceda  cuando ya se creía vacunado de tanto gesto, de tanta marginación…
El enfermero del  turno de noche acaba de entrar. Su figura le es tan familiar, que apenas percibe su presencia. Es como si formara parte del penoso decorado de su habitación. Como siempre, lleva largos guantes de goma y una mascarilla blanca que le cuelga del cuello. Le mira unos instantes y luego hace lo propio con el tren que aún anima entre sus dedos:
––¿Te han venido tempraneros los Reyes este año, eh? ––comenta jocoso.
Después retira las vías de la cama y la destapa con firmeza. Mientras lo hace canturrea una cancioncilla discorde de la que él sólo sabe. Sus movimientos son precisos y mecánicos, no hay nada personal en ellos. Por un momento, el hombre de la habitación le compara con alguno de aquellos embalsamadores egipcios que adecuaban la mortaja de su cliente para su gran encuentro con Horus, al otro lado del río de la muerte. El enfermero se ajusta la máscara y le coge en volandas con la misma facilidad que lo haría con una pluma de ave. El hombre cierra los ojos para no verse en sus brazos y luego siente como le posa, suavemente, sobre la cama y le arropa. Mientras lo hace hay en la mirada del cuidador un destello de compasión que el hombre detesta. Después le ruega que por esa noche le deje la luz de la habitación encendida, y el enfermero acepta con un esbozo de sonrisa y desaparece. Vuelve la soledad a la fría estancia. Boca arriba como está, sus ojos tropiezan otra vez con ese techo tan suyo y que durante tanto tiempo ha servido de pantalla a sus propios pensamientos. Sin embargo, ya no le quedan pensamientos, sólo una extraña espera.
Al exterior es noche cerrada, y en el silencio que le rodea escucha llover. Es una lluvia sorda y mansa. Sus vidriosos y resecos ojos se vuelven hacia la solitaria silla de ruedas que aguarda junto a la ventana. Algo le dice que ya nunca más volverá a sentarse sobre ella y eso le alegra. Desea entonces ser su último ocupante, la última víctima de aquella terrible enfermedad nacida al trote del amor y el abismo.
Como un funesto relámpago surgido de la más lóbrega de las simas, el hombre vislumbra por un instante el famoso lienzo de Turner donde la muerte, revestida de niebla, cabalga sobre un pálido caballo para sembrar el mundo con la más feroz y perversa de las pestes. El sida.
Algo le dice que si en esos momentos pudiese pintar aquel cuadro que nunca sus pinceles se atrevieron a plasmar, lo haría sin técnica ni estilo. No habría en él motivo alguno, ni mensaje. Sólo un oscuro caos; un caos impenetrable e irreconocible aunque tremendamente bello y seductor. Recuerda a Leoparde cuando escribió sobre el amor y la muerte como los dos acontecimientos mas hermosos de este mundo. Sin saber por qué, retornan las imagines de aquel lejano viaje en tren y los ojos de la desconocida niña. Aquellos ojos negros que le robaron el alma.
El tiempo en la habitación pasa lento y sin futuro. Los párpados del hombre se cierran cansados, sin apenas fuerza para mantenerlos en vigilia. Pero no quiere dormirse porque teme no estar consciente cuando llegue la hora, ese singular instante donde todo se torna noche y día al mismo tiempo. Su respiración es ahora dificultosa, cuajada de silbantes lamentos que afloran de su reseco pecho. Le falta el aire y esto le hace jadear continuamente a la búsqueda de una bocanada más de vida. Empapado en un sudor que pronto anega la cama, siente como su cuerpo se torna gélido y distante. Por unos momentos el sobresalto angustioso de una precipitada agonía embarga todo su ser y entonces siente el deseo de gritar, de contarle al mundo que se está muriendo…
Ya no llueve. Sólo los viejos canalones vomitan el agua de los tejados y aleros del añoso edificio. En el ambiente flota ahora un suave y agradable aroma a tierra mojada.
El hombre parece recuperar la calma y su mirada se relaja. Recorre, una vez más, la silenciosa estancia donde ha sufrido largos meses de cautiverio. Al hacerlo descubre la vistosa caja de cartón que contenía el tren que aún conserva entre sus manos. Casi maquinalmente se acerca el juguete al rostro y sus ojos se detienen en sus vivos colores, en su anagrama, en las ventanillas de plástico que traslucen su interior... Sus pupilas penetran en el vagón y todo le parece magnífico, la exquisita decoración, las luces tenues y unos pasajeros que se ordenan en largas filas, acomodados sobre mullidos y confortables asientos color rojo vino. Varios de ellos le saludan de manera amable y distinguida, mientras un revisor de hermosa gorra y revestido con la pompa de un general le indica cortésmente que se apresure, que el tren va a salir ya.
Ahora, el hombre camina de forma resuelta por el centro del largo y enmoquetado pasillo. A medida que avanza, una indescriptible sensación de bienestar embarga todo su ser. Todos le miran complacientes a su paso al tiempo que sus rostros irradian una misteriosa sonrisa de complicidad. Son todos los que viajarán esa noche con él...
Al final del pasillo reina una oscura penumbra. Una penumbra mágica y sin contornos.Un vacío infinito en un extraño universo sin luces ni sombras… Allí habita ella. Sus ojos negros  le arropan, eternos. 

Del libro "Ni Vivo, ni muerto, ni Zombi y otros Relatos."

 


                                                                                                     

 








Friday 5 March 2021

LA SOMBRA DE LA LOCURA. (1ºCAPÍTULO)


 

 

 CAPITULO I.- Jon conoce a Nihil.
 

 

Esa mañana de domingo de primeros de abril, el joven Jon Mester despertó con la inquietante resaca de un extraño sueño que no logró poner en pie por más que lo intentó. Un sueño en el que se vio así mismo paseando por el puerto en la oscuridad de la noche, acompañado de alguien que se esforzaba en explicarle algo, aunque de él sólo le llegaban palabras extrañas y sin sentido que le inspiraban desconfianza y temor. Aunque, sin saber la razón, aquel personaje del sueño al que en ningún momento logró verle el rostro lo identificó con un desconocido tío suyo llamado Araba, muerto antes de él nacer y del que sus padres nunca quisieron hablarle.
Con las reminiscencias del misterioso sueño rondándole la cabeza, Jon bajó las escaleras del viejo edificio y abandonó el estudio.
Jon Mester era aficionado a la pintura y en esta parte de la ciudad vieja tenía alquilado con su amigo Odón, también amante de estas artes, un pequeño ático donde solían trabajar con mayor o menor asiduidad los fines de semana. A Jon le gustaba quedarse a dormir los sábados en la pequeña buhardilla del ático, y de esta manera amanecer a la sombra del añoso barrio y despertar al amparo de sus evocadoras callejuelas.
En sus habituales paseos por el puerto, Jon buscaba siempre  el contacto con gente de todo pelaje y condición: pescadores, bohemios, borrachos o sencillamente personas que, como a él, el mar solía producirles una inexplicable y misteriosa adición.
Esa mañana Jon conoció a un individuo que desbordaba los perfiles habituales de este rol de pintorescos personajes a los que se había aficionado a tratar. Le divisó enseguida, sentado sobre la cubierta de un pequeño barco de estructura oscura, que fondeaba muy cerca de la taberna portuaria donde, Jon, acostumbraba a desayunar. En principio se sorprendió porque esa zona del puerto estaba reservada para embarcaciones de pesca y no de recreo, aunque aquel pequeño barco era difícilmente catalogable, al menos a primera vista.  
El hombre en cuestión se encontraba de espaldas al muelle y parecía entretenido con algo que sujetaba entre sus dedos. Vestía su torso con un suéter oscuro, quizás negro, de cuello vuelto que contrastaba, ostensiblemente, con unos largos cabellos rubios, casi blanquecinos, que descolgaban a media espalda sujetos a una coleta. Jon, dedujo que el  sujeto debía ser nórdico y no se equivocó al advertir el viejo y desgarrado pabellón que ondeaba a la popa de la embarcación y que procedía de Noruega.
Antes que Jon entrara en la cafetería, el individuo aquel giró la cabeza y le miró con unos ojos en los que, sorprendentemente, el joven no logró distinguir sus pupilas. Parecían los ojos quemados de un ciego. Una  irrefrenable curiosidad le hizo entonces intentar entablar conversación:
 ––¡Bonito barco el suyo! ––saludó en un inglés torpe.
El forastero continuó con el rostro vuelto hacia Jon, pero no dijo nada. Jon insistió sin dejar de sonreír:
––¿Noruego, verdad?
––Y del universo ––respondió en esta ocasión el desconocido en perfecto castellano.
El rostro de aquel hombre era de hermosas y angulosas facciones y poblaba una corta barba del mismo tono que sus claros cabellos dorados. El desconocido habitante de aquel barco se incorporó y, dejando en la cubierta lo que parecía una pequeña red de pesca, se acercó a la proa. El joven Jon pudo advertir entonces que las pupilas del extranjero apenas eran perceptibles al ser de un gris tan pálido como el que embargaba los cielos del puerto. Sin pensarlo y movido por el interés que le suscitaba aquel tipo, el joven tomó una decisión de la que luego se arrepentiría largamente.  
––Voy a desayunar, ¿me acompaña?
El noruego pareció titubear unos segundos y luego  respondió afirmativamente, acompañándose de una cordial sonrisa.
––Sí, tomaré un poco de té ––dijo.
El desconocido alcanzó el muelle de un poderoso salto y se acercó a Jon en un par de zancadas. Cuando estuvo a su altura, éste se sintió un tanto aturdido por la extraordinaria fuerza y personalidad que derrochaba aquel poderoso cuerpo. El noruego alargó su mano y se presentó sin más:
––Me llamo Nihil ––dijo, mostrando una dentadura blanca envidiable.
En los pocos metros que caminaron juntos hasta el Arantxa ––así se llamaba el establecimiento, muy conocido en la zona ––, Jon pudo comprobar la exultante envergadura de aquel individuo, que le sobrepasaba al menos un par de palmos. Indudablemente su humanidad rezumaba un poder ciertamente perturbador. Por unos instantes, Jon, intentó calcular la edad que podía tener su ocasional acompañante, pero fue incapaz de estimarla.
Una vez en el interior del establecimiento, el joven le invitó a compartir una mesa, sentándose uno frente al otro. Fue entonces cuando Jon se fijó en los detalles del rostro del desconocido y lo primero que  le llamó la atención fue que no estuviera quemado por el sol ni por la salinidad marina, algo por otro lado bastante raro en alguien que navega en un barco donde se le presupone excesivas exposiciones al sol y a la acción corrosiva del mar. Pero la piel de aquel sujeto lucía de un pálido nacarado difícilmente explicable en un marino; incluso era anormalmente fina, casi transparente, como si jamás hubiera estado a la intemperie de elementos de ningún tipo y, mucho menos, expuesta a la luz solar y a los vientos marítimos. Pero lo más sobresaliente era, sin duda, la fortaleza que emanaba de sus bien equilibradas facciones y, sobre todo, unos fríos y felinos ojos que habitaban al fondo de robustas y bien pobladas cejas. Tanto era así que, durante los primeros minutos, el joven Jon se sintió afectado por la acción perturbadora de aquellas pupilas grises cuya mirada recalaba en sus ojos como un aristoso iceberg repleto de insondables vivencias y misterios.
Los primeros tanteos de conversación fueron superfluos y banales. Los justos para coger algo de confianza, aunque a Jon le sorprendió bastante que el noruego le tratara desde el principio con gran familiaridad, como si le conociera de toda la vida.  Jon pronto se sintió acomplejado o, al menos, en notable desventaja ante un personaje que deslumbraba también por su singular y refinado verbo.
 El joven comenzó a hablarle de si mismo y de sus  inquietudes artísticas como pintor y de sus devaneos artísticos ante la creación y nuevas formas de expresión. Y era, sencillamente, admirable comprobar como aquel hombre no sólo mantenía el nivel de la conversación si no que le superaba en conocimientos sobre el mundo del arte y sus protagonistas. Era tal su erudición que en algunos momentos rayaba lo inverosímil. El noruego lo mismo hablaba de Chirico, de Turner, de Goya, de Miguel Ángel o de cualquier otro como si realmente los hubiera conocido en persona, y tal proceder desconcertaba enormemente a Jon porque, o se enrollaba de mala manera, inventándose todo aquel cúmulo de datos íntimos y desconocidos que no constaban ni en los mejores manuales, o bien había bebido de unas fuentes que el joven desconocía. Sin embargo, hubo un momento que lo que manifestó dejó a Jon totalmente descolocado:
––Aún recuerdo, gratamente, cuando posé de modelo para Caspar David Friedrich ––dijo el noruego sin inmutarse.
––¿Cómo? ––preguntó, Jon, sin dar credibilidad a lo que terminaba de escuchar.
––Sí. Hace ya bastantes años posé para ese empedernido pintor romántico alemán, amante de la naturaleza jupiterina y de la muerte ––prosiguió el noruego con pasmosa naturalidad ––. Ciertamente,  Caspar, era un personaje curioso, siempre obsesionado con lo trágico de la vida y el más allá. Recuerdo que un buen día, comiendo en su casa, me pidió que le sirviera de modelo para un nuevo cuadro que tenía en mente y que  luego recreó en su estudio, “El caminante en el mar de nubes” creo recordar que se llama la obra. Sí, un cuadro de gran belleza. El personaje que está de espalda soy yo. En verdad, siempre me fascinaron los románticos y su enfermiza atracción por la belleza sublime de la Naturaleza, que trasciende al hombre, y los misterios insondables que ofrece todo lo relacionado con la muerte... Sí.  La época de este hombre fue muy interesante. Recuerdo, incluso, que después de acabar el cuadro  hicimos un viaje juntos a las ruinas de Palmira. Si le hubieses visto palpando con sus manos desnudas aquellas piedras muertas, testigos de su esplendoroso pasado. Era como si pretendiera aprehender en ellas toda la exultante destrucción que un lejano día se abatió sobre la mítica ciudad.
Ni que decir tiene que de la sorpresa inicial, Jon pasó a un penoso escepticismo. Fue como un jarro de agua fría descubrir que aquel hombre no podía estar en sus cabales. ¡Caspar David  pintó ese cuadro en el año 1819!, retumbó el dato en su cabeza. Sin embargo, a pesar de aquella solemne barbaridad, Jon se mostró prudente y dejó que el sujeto continuara hablando porque, a pesar de todo y aún reconociendo que aquel tipo podía tratarse de un charlatán o un loco, no le cupo duda que, al menos, sobre arte e historia de la pintura lo sabía todo. Su erudición era sencillamente aplastante. Mientras le escuchaba, no paraba de preguntarse cómo un hombre con aquella enciclopédica cultura podía decir una tontería como la que terminaba de manifestar momentos antes. Aunque también cabía la posibilidad de que estuviera burlándose de él. Esto último hizo que Jon acariciara la idea de poner fin a la conversación, pero no lo hizo porque no se atrevió o porque, y a pesar de todo, aquel tipo continuaba fascinándole de manera inexplicable. Fue el noruego quien, minutos después y de manera intempestiva puso fin a la conversación, después de hacer el gesto de mirar la hora en su muñeca aunque en ella no se advirtió reloj alguno. Entonces se levantó de la mesa y, a modo de despedida,  le dio un mensaje a Jon que en ese instante careció de sentido para él:
––Tendrás que hacer un viaje importante para mi, Jon–– dijo sin más. Sin explicar el motivo.
Jon quedó perplejo. Antes que pudiera responder, Nihil desapareció del local, dejando al joven totalmente desconcertado. ¿Qué había querido decir con lo del viaje? se preguntó, aunque pronto se olvidó del asunto al considerar que, posiblemente, fuera una extravagancia más del peculiar sujeto aquel.
Cuando Jon abandonó el establecimiento observó con estupor que el barco del noruego había desaparecido de donde estaba fondeado. Se preguntó cómo podía suceder tal cosa en los escasos minutos transcurridos desde que el tipo aquel abandonara el local. Nadie en tan poco tiempo podía poner en marcha un trasto de aquellos y desaparecer por las buenas.
Jon, abandonó el puerto sobre el medio día para tomar rumbo a su domicilio. Puso la radio del coche y encendió un cigarrillo con los pensamientos centrados en el peculiar personaje que había conocido esa mañana. Poco después llegaba a la barriada donde vivía, advirtiendo que su amigo Odón le esperaba en la puerta de su domicilio. Le invitó a subir al apartamento y a que se quedara a comer.  Jon sabía que su amigo había venido en busca de compañía. Aún no había superado la dramática muerte de su compañera en un accidente de coche apenas un año antes. Luego le invitó a unas cervezas mientras se ocupó en hacer algo de comer. Sin embargo, pronto advirtió que su amigo estaba ese día más abatido que de costumbre. Entonces se interesó para que le contara lo que le ocurría.
––Anoche soñé con Anabel ––comentó, Odón.
Jon dejó lo que estaba haciendo y le miró sorprendido.
––¿Y eso es malo? Pues creo que debías alegrarte de soñar con ella y no poner esa cara.
––Sí, pero en esta ocasión, Anabel estaba triste y abatida...Me he pasado toda la noche jodido, Jon.
Jon se acercó entonces a su amigo y le cogió por los hombros.
––Con los sueños ya se sabe, Odón ––intentó reconfortarle –– . A veces no son agradables pero no por ello debes entristecerte. Por  la noche se sueña según el estado de ánimo que se haya tenido durante el día y tú tendrías ayer un mal día.
Dejó que se guisara el tomate para los espaguetis y abrió un nuevo par de cervezas para sentarse luego junto a Odón. Jon le apreciaba mucho y la muerte de Anabel le estaba afectando de manera que le preocupó su salud. Aquellos largos silencios en los que solía hundirse, no auguraban precisamente una mejoría de su estado de ánimo. Por eso meneó cariñosamente el hombro de su amigo y continuó hablándole:    
––Ya sé que no es fácil, incluso para mí mismo, decirte que tienes que seguir adelante y rehacer poco a poco tu futuro. Tú ya le distes lo mejor de tu vida mientras ella estuvo en este mundo. Ahora ya no está, querido amigo, y debes seguir viviendo. Incluso deberías pensar en volver a casarte.
––¿Qué dices? ––espetó, Odón, despertando de su letargo ––¿Casarme? ¿Cómo puedes tú decirme eso? Yo no podría querer a otra mujer y lo sabes.
Odón jugueteo por unos momentos con el vaso de cerveza que sostenía su mano y lo dejó sobre la mesa, para hundirse de nuevo en su apática tristeza. El silencio entre ambos se espesó de tal forma que Jon interpretó que no era producente continuar insistiendo sobre el doloroso tema, al menos en aquellos momentos. Cambió entonces el tercio de la conversación haciendo girar ésta sobre su suerte al conseguir ese mismo año una plaza de administrativo en el Ayuntamiento de la ciudad y que tal acontecimiento propiciara el alquiler del pequeño apartamento que le independizó de casa de sus padres, y la adquisición de su Wolkswagen Golf de color rojo que le tenía entusiasmado. Odón reconoció que, ciertamente, aquel año le había salido a Jon redondo. Luego hablaron de pintura y del tiempo que Odón no le daba a los pinceles, porque además de ser profesor de Historia en un instituto a las afueras de Donostia, también era un entusiasta del óleo. En su modestia solía  decir de sí mismo que no era más que un aficionado en ensuciar lienzos con pretensiones de arte, aunque en realidad y según Jon, lo hacía bastante bien. Éste le insistió en la oportunidad de seguir pintando, al menos como terapia. Odón pareció entonces animarse:
––Quizás tengas razón ––dijo –– Creo que me vendría bien volver a coger los pinceles en serio.
 ––Claro, es lo que debías hacer. Pintar ––aprovechó Jon ––. Creo que sería bueno para tu cabeza. Además, ya sabes la ilusión que le hacía a Anabel verte pintar. Ella decía que eras realmente bueno, cosa que comparto.
––Anabel era muy complaciente conmigo. Sí, quizás tengas razón ––asintió Odón, recuperando cierto ánimo ––. Además, ella no soportaría verme en esta situación. A pesar de su juventud, poseía una extraordinaria entereza a la hora de enfrentarse a cualquier desventura, fuera ésta la que fuese. Créeme, Jon, que a  veces cuando la observaba, creía adivinar más allá de su melancólica mirada la experiencia de alguien que ha vivido mucho y que nada de este mundo la coge ya por sorpresa. Bueno, qué te tengo que contar. Tú también la conociste y sabes que ella era muy especial, algo irrepetible y único.
Jon asintió con la cabeza y también con el corazón ."Claro que lo sabía, querido Odón” pensó para sus adentros con repentina amargura. Lo que nunca le dijo a su amigo es que él también necesitaba desesperadamente olvidarla. Bajó la cabeza con amargura.
Una vez comieron y ya en la sobremesa, Jon le comentó lo ocurrido esa mañana en el puerto y la extraña conversación que mantuvo con el noruego, Nihil.
––¿Y dices que sabía de pintura?
––Ese tío es una enciclopedia y mucho más. Algo impresionante, Odón.
––A lo mejor es verdad que estuvo posando para Caspar David —bromeó Odón, echándose a reír por la ocurrencia.
––¿Y lo que me dijo después, antes de despedirnos? ––continuó Jon, divertido.
––¿Que te dijo?
––Pues algo que no venía a cuento. Vino a decir, más o menos, que necesitaba que yo hiciera un viaje. Luego se fue sin que pudiera preguntarle por la clase de viaje. En fin, un despropósito.
Odón meneó la cabeza y echando la colilla al interior de la lata, banalizó:
––¡Bah! No te comas el coco con ese payaso. ¿Por qué no le pides que pose para ti?
Se echaron de nuevo a reír para despedirse luego con un abrazo.
Jon detestaba las tardes de los domingos porque las consideraba la antesala del fatídico lunes y esta aversión le venía de lejos pues desde edad muy temprana ya comenzó a odiarlas, cuando los lunes suponía la vuelta al colegio.
Sin saber qué hacer, dio una vuelta por el piso y revisó el pienso y el agua del viejo Iker, el gato que Jon se trajo de casa de sus padres para no encontrarse solo. El pobre animal estaba comido por la vejez. Había perdido dos colmillos y apenas le restaban fuerzas para maullar y andar por la casa. Lo descubrió, como siempre, durmiendo en su mantita mejicana tal y como lo dejara esa misma mañana. Al acariciarlo, el minino respondió con un gesto de puro compromiso.
Pasaban ya más de las seis y media  y Jon continuaba nervioso, sin hacerse a lo que restaba de domingo. La televisión daba fútbol y más fútbol por lo que obvió que existía tal aparatejo y decidió coger un libro con la pretensión de leer un poco, aunque pronto desestimó la idea, dejándolo de nuevo en la librería. En realidad se encontraba un tanto excitado y quizás el motivo fuera la visita de Odón y la conversación sobre Anabel. El hecho es que finalmente se sirvió una copa con la intención de relajarse recostado sobre el respaldar del sofá. Cómodamente instalado le apeteció darle vueltas a los acontecimientos de esa mañana, el paseo por el puerto y su encuentro con el  enigmático noruego. No pudo evitar una sonrisa al recordar aquella ocurrencia sobre Caspar David que parecía descalificarle como persona en sus cabales. Sin embargo, la impronta de aquel hombre le pareció tan grandiosa que difícilmente podía pensarse que estuviera desvariando o que, sencillamente, fuese un charlatán. En esos instantes no le cupo duda que el encuentro con aquel individuo, lejos de dejarle indiferente, le había despertado una salvaje curiosidad por saber más sobre él. ¿Qué hacía? ¿A qué se dedicaba? y sobre todo, lo más peliagudo: ¿cómo pudo posar para el famoso pintor alemán?
Faltaban pocos minutos para las nueve de la noche cuando Jon bajó a la cafetería del Catalán para comprar una cajetilla de tabaco. ¿Una cerveza? le preguntó el dueño del establecimiento, llenándole un vaso sin esperar respuesta. Jon se sentó  en un taburete de la barra y miró con apatía la televisión y el maldito fútbol, que seguía dominándolo todo. Con mirada perezosa persiguió, luego, todos los movimientos del Catalán a lo largo del mostrador. Le preguntó por su familia porque parte de ella aún la tenía viviendo en Barcelona. A esta pregunta el hombre siempre contestaba lo mismo: "Ya falta menos para que todos estemos en Donosti" En realidad, el Catalán era parco en palabras y tenía la virtud de ser un sujeto bastante reservado, cosa comprensible en alguien que regenta un establecimiento público. Aún así, bromeaba a veces con Jon sobre  cuestiones que ya consideraban rutina: “¿Cuándo va asentar la cabeza,  Jon? " “¿Ya hay algo por ahí?”... En esto, el Catalán se parecía a la mayoría de las madres del mundo. Jon no entendía esa obsesión de identificar el sentar la cabeza con el matrimonio. Por lo demás, tampoco pensaba casarse en la vida, por lo menos así lo decidió un lejano y fatídico domingo ante la fría y destrozada imagen de Anabel. De su Anabel querida y amada desde siempre en el silencio de su soledad...  
Con este recuerdo, rondándole de nuevo el ánimo, Jon abandonó la taberna y subió al piso. Después de prepararse una frugal cena, recibió la llamada de su madre para saber de él. Bueno, en realidad desde que Jon abandonó la vivienda familiar, ella le llamaba casi todos los días preguntándole lo de todas madres, si había comido, si se encontraba bien y cosas por el estilo. En realidad su madre aún no se había acostumbrado a la independencia del hijo, aunque Jon procuraba visitar a sus padres un par de veces a la semana y cenar con ellos. Su padre y su madre vivían solos puesto que Jon era hijo único y a ellos no les quedaba más familia.   
Cuando dieron las once de la noche decidió acostarse. Antes de hacerlo fijó su atención en un sonido sordo que llenaba el ambiente de la casa. Se asomó a la ventana y comprobó que el tiempo había cambiado y llovía con cierta fuerza. La primavera era así de variable y maravillosa en su amada Donosti.
Apagó las luces y se retiró a su alcoba. Ya en la oscuridad del lecho su mente recreó la conversación sostenida con Odón aquella misma tarde y fue entonces cuando las imagines de Anabel volvieron con más fuerza, frágiles y etéreas, como el dulce ensueño de un tiempo que ya no regresaría jamás. Eran aquellos lejanos días en que los tres eran aún amigos y salían juntos a divertirse; de cuando Anabel aún no se había decidido por ninguno de los dos. Lo recordaba como si fuera ayer mismo, aquella primera llamada de Odón, comunicándole que había conocido a una chica extraordinaria que le quería presentar... Poco a poco el sueño fue adueñándose de Jon hasta dejarle profundamente dormido.
Pero la noche no le fue tranquila porque una pesadilla le despertó, sobresaltándole bien entrada la madrugada. Soñó que estaba durmiendo y que le desvelaba el formidable sonido de la sirena de un barco. El puerto, además de ser pesquero, estaba relativamente lejos de donde vivía y era imposible que sonara tan cerca. En el sueño se incorporó para dirigirse a la ventana de la habitación y fue, al abrirla, cuando advirtió con pavor que su vivienda se encontraba en medio del mar y que impetuosas olas impactaban en la base de la ventana como en una furiosa galerna. Al levantar la mirada advirtió, entonces, la gigantesca sombra de un barco con todas sus luces apagadas que como un inmenso fantasma se abría paso en la niebla, enfilando su negra e imponente proa hacia donde él se encontraba. Se despertó, angustiado, resonándo aún en sus oídos la espantosa sirena del horrible navío. Después de tranquilizarse unos momentos se dirigió a la ventana y la abrió no sin cierto temor por lo que pudiera encontrar, comprobando con alivio que la calle estaba tranquila y que había dejado de llover. Por un instante y sin saber por qué, relacionó la pesadilla con el barco del noruego.
Esa mañana el zumbido del despertador sonó como siempre, a las siete y al despertar Jon se sintió muy cansado cosa que consideró normal porque la pesadilla aquella apenas  le permitió reconciliar el sueño.
La nueva semana transcurrió de lo más tediosa y sobre todo muy larga. El jueves le llamó Odón y quedaron en verse en el estudio el sábado por la tarde. Le escuchó muy animado con retomar los pinceles y Jon se alegró que al fin reaccionara y decidiera normalizar su vida. En esos momentos pensó que él también necesitaba recuperar el ritmo de trabajo pues ya tenía dos cuadros empezados y por terminar.
Ese viernes, al salir del trabajo, Jon, arrancó el coche y puso rumbo al puerto pues había decidido comer ese día en el Arantxa. Durante el camino pensó en invitar al noruego, si es que aún permanecía fondeado en el puerto. En verdad necesitaba verle y hablar con él, aunque tampoco supo explicarse la razón de esta necesidad.
Después de otear durante algunos minutos los horizontes del pequeño embarcadero, se convenció que el barco de Nihil no estaba. Algo desilusionado entró en el restaurante y pidió un plato de paella y un segundo de mero con patatas. Mientras le preparaban el menú se distrajo ojeando, sin interés, un periódico pasado de fecha. En esos momentos no había muchos clientes en el establecimiento.Pensó que debía haber invitado a su amigo Odón. Consideró que aún estaba a tiempo de hacerlo y lo llamó al móvil pero lo tenía apagado. Poco después, ya había concluido su primer plato, cuando escuchó la potente sirena de un buque y ¡le pareció la misma que escuchara en la pesadilla de la noche anterior! Tal acontecimiento le hizo levantarse y salir precipitadamente al porche del establecimiento donde vio acercarse, silencioso, el oscuro barco del noruego. Enseguida advirtió a Nihil en su proa, radiante y soberbio como un dios nórdico. Esperó, entonces, que atracara y el reencuentro fue muy agradable, incluso a Jon le pareció que el noruego mostraba alegría de verle de nuevo. Entraron en el restaurante y Jon le invitó a que se sentara en su mesa.  
––Pues me ha pillado comiendo ––se disculpó Jon –– . Me he asomado al escuchar la impresionante sirena que lleva su barco.
Quiso invitarle a comer pero el noruego rehusó, apuntándose de nuevo al té.  Jon ardía en ganas de preguntarle un montón de cosas en las que había estado reinando casi toda la semana, pero ahora que le tenía enfrente no acertaba a recordar prácticamente ninguna. Al fin, y después de comentar una tontería sobre el tiempo que hacía, le confesó su extrañeza por lo sucedido el domingo, cuando su barco desapareció casi de manera instantánea del puerto.
––¿Cómo pudo hacerlo en tan poco tiempo? ––le preguntó.
El noruego pareció querer obviar la pregunta y comenzó a recorrer su mirada por el establecimiento mientras sonreía, amablemente, a todo aquel que se cruzaba con sus ojos. Su actitud la consideró Jon como una evasiva que le molestó y de este modo volvió a insistir:
––Por favor Nihil, le he hecho una pregunta que me gustaría que respondiese.
Nihil revolvió entonces sus frías pupilas y sin perder la expresión cordial le respondió, mirándole fijamente a los ojos:
––Hay cosas que te sorprenderían aún mucho más, amigo Jon. Sin embargo, puedo tranquilizar tu curiosidad informándote que tengo un barco extremadamente eficiente y rápido –– dijo con enorme suficiencia.
La respuesta le supo a Jon aún peor. ¿Qué podía sorprenderle “aún mucho más” y por qué empleaba aquel críptico lenguaje?  Por unos segundos permaneció en silencio, terminándose el mero que tenía delante. En su cabeza bullían otras preguntas que necesitaban respuestas claras y reales, sin embargo, intuyó que el noruego no estaba por la labor de satisfacerle. Pensó entonces en la posibilidad de que aquel hombre le tomara por un estúpido o algo parecido o que se estuviera burlando, y esto era algo que no estaba dispuesto a soportar. Por eso, pertrechándose de valor, fijó la mirada sobre la de Nihil y le retó con desafío:
––Dice usted que puede sorprenderme aún mucho más, ¿no es así? Pues no se prive, Nihil, y hágalo. Sorpréndame aún más.
El noruego mantuvo la mirada sobre Jon como pensativo. Luego amplió sus finos labios con enigmática sonrisa y preguntó después:
––¿Estás seguro de lo que dices, amigo Jon?
––Completamente ––respondió, Jon, sin apearse del pulso aquel.
––Pero, ¿por qué antes no termina de comer? –– repuso, señalando el mero del segundo plato.
Instintivamente, Jon, miró el plato, advirtiendo con enorme estupor que estaba sin tocar. Allí estaba, intacto, el filete de mero al completo y también las patatas fritas. Pero aquello era totalmente imposible. ¡Estaba seguro de haber acabado de comer!
––Pero ¿qué clase de broma es esta? ––preguntó aturdido.
––Pues una broma sorprendente ––contestó, Nihil, de manera encantadora.
Jon permaneció boquiabierto, paseando sus incrédulos ojos por el plato que parecía recién servido. Con admiración levantó la mirada hacia el noruego. Ahora creyó tenerlo todo un poco más claro y exclamó festivo:
––¡Sí señor! Confieso que es el mejor truco de magia que he visto en mi vida. ¿Cómo lo ha hecho, Nihil?
––No es un truco de magia, amigo mío ––respondió el Noruego con semblante grandioso.
––¿Entonces cómo lo ha hecho? –– insistió Jon.
––Sería muy complicado explicártelo en estos momentos. Estoy seguro que al final lo descubrirás tú mismo.
––Pero yo necesito saberlo ahora ––repuso, Jon ––Primero me cuenta lo de Caspar David y ahora esto ––espetó ––.Venga, cuéntemelo. ¿Cómo ha logrado hacerlo?¿Tenía por ahí otro plato escondido por algún lado?
Nihil se echó a reír y Jon no supo si hacerlo también. Pero, ¿qué estaba  pasando? ¿Era un mago, un ilusionista...? Su incomodidad creció ante la posición de pardillo que estaba adquiriendo. ¿A qué jugaba el tipo aquel? Muy serio, decidió llamar al camarero para asegurarse si alguien había encargado otro plato de mero con patatas para aquella mesa. El mozo le confirmó que no. Cuando se alejó,  Jon revolvió su aturdida mirada a Nihil y apartando el plato aquel, dijo:  
––Quiero que me cuente ahora la verdad. Prometo no divulgar el truco. En serio.
––Te repito que no hay truco, Jon.
––¿Y piensa que soy tan estúpido que me voy a creer que ha sido un milagro? ¡No debería, usted, burlarse así de las personas!
Jon estaba tan excitado que Nihil consideró que debía calmarle y le puso amigablemente la mano en el hombro, intentando tranquilizarle:
––Eh, eh. No pasa nada ––dijo, con divina sonrisa ––. Nadie intenta burlarse. Eres tú el que te empeñas en no creer lo que te digo. No te he mentido cuando te comenté que serví de modelo para el "Caminante en un mar de nubes" del cuadro que pintó Caspar David y que tengo un barco eficiente y rápido, ni tampoco te miento ahora.
De repente la mirada de Nihil se tornó lejana. Como si muy al fondo de sus cristalinos ojos una niebla oscura se espesara, escondiendo todo un inabarcable océano de secretos. Jon quedó entonces atrapado como un pajarillo deslumbrado por una linterna en la oscuridad de la noche. No supo que decir ni que pensar, sólo se sentía con la angustiosa tribulación de un niño a expensas de un adulto tremendamente superior al que no alcanza a comprender. Después de una larga pausa, Nihil continuó hablando con cierta gravedad:
––Quizás no debí hacerlo ––dijo ––. No creas que voy por el mundo pregonando a los cuatro vientos mis, llamémosle, habilidades. Lo hago contigo, Jon, porque tú me caes bien y creo que he acertado al elegirte. Ninguno de los aquí presentes en este establecimiento se ha dado cuenta ni recuerda nada de lo acontecido. Ignoran que durante un escaso tiempo dejaron de existir y que ya no viven en la misma zona temporal. Tú, sin embargo, sí has sido consciente del antes y después porque recordaste haberte acabado el segundo plato y eso me confirma que tú eres el elegido para mi propósito. Créeme, Jon, si te digo que no soy ningún loco ni tampoco un chiflado y muy pronto lo irás comprobando.
Las palabras de Nihil, lejos de tranquilizar a Jon,  acuciaron más sus paranoias sobre aquel tipo. Si no estaba loco, si Nihil no era un chiflado ¿qué es lo que debía pensar? ¿Quién podía ser aquel tipo? ¿Un extraterrestre y su barco una nave interestelar? ¿Un extravagante y poderoso  mago que controlaba el tiempo o algo parecido? ¿Quizás el mismísimo Conde Saint Germain, reencarnado? Pero si debía de creer en la sinceridad de Nihil, ¿también debía asumir que es el personaje del cuadro que pintó Caspar David allá por el 1800? Pero eso era imposible.
––Lo siento, pero puedo creerme que posara para Caspar David. Es del todo infumable ––manifestó Jon, muy nervioso.
Nihil apuró el té del vaso y, recuperando su  sonrisa,  respondió:
––¿Has pensado que yo podía ser un reencarnado? Eso podía explicarlo. O un viajero de los planos paralelos, ¿no crees?
Al escucharle Jon se aturdía aún más. Él no creía en la reencarnación de las almas, ni en los viajeros del espacio ni en nada de esas historias, aunque sí aceptaba la inmortalidad del alma como así se lo enseñaron como creyente que era. Se mordió los labios sin saber que decir y así se lo expresó al extraño aquel:
 ––De verdad que estoy como noqueado —se disculpó mientras se rebanaba con la palma mano un repentino sudor que comenzaba a salpicar su frente. En realidad estaba deseando salir de aquel desagradable trance. Entonces, Nihil, le hizo una invitación:
––¿Por qué no me acompañas mañana a dar una vuelta en mi barco y hablamos? ¿Te parecería bien a las nueve de la noche?
La invitación cogió a Jon por sorpresa. No es que tuviera en mente hacer algo en especial ese sábado, pero en esos momentos le atemorizó la idea de acompañar al desconocido aquel y menos en su misterioso barco y de noche. Por eso intentó ser evasivo sin pecar de descortés:
––No sé, Nihil. Para mayor seguridad podía confirmárselo por teléfono mañana por la mañana... Podía darme su número.
––No tengo teléfono ––contestó el noruego.
La respuesta tampoco le encajaba.¿Cómo el tipo aquel podía ir navegando por esos mares sin un teléfono?
––¿Tampoco dispone de algún aparato transmisor en el barco, de esos que se llevan a bordo para no perderse?—preguntó, ya por curiosidad.
––No lo necesito.
Jon, decidió entonces no aceptar de ninguna de las maneras aquella invitación e, incluso, un repentino escalofrío le alertó de que no debía ver más al personaje aquel. De esta manera improvisó una excusa definitiva.
––Ahora recuerdo que he quedado con una amiga, precisamente mañana por la noche. Lo siento de veras, Nihil –– dijo, intentando ser convincente.
––¿Quizás con Raquel? –– preguntó el extraño.
Los ojos de Jon quedaron entonces fijos y espantados sobre aquel hombre. Una pregunta imposible revoloteó en su mente como un rayo. ¿Cómo diablos podía conocer la existencia de Raquel si nunca le habló de ella? Sin embargo, el comentario que a continuación hizo el misterioso personaje rebasó ampliamente el vaso de sus tribulaciones mentales.
––Lástima. Podíamos haber aprovechado el paseo para hablar de Anabel.
"¿De Anabel? Pero, ¿cómo podía saber él de Anabel?" Una chispa eléctrica no hubiera producido mayor estrago en la mente del joven, que en esta ocasión reaccionó presa de un irracional pánico:
––¿Quién es usted? ¡Dígame ahora mismo quién es y quién le ha hablado de Anabel! –– gritó fuera de sí. En realidad, un mortal y repentino terror se apoderó de Jon, nublando sus sentidos.
Nihil se incorporó de la mesa y lo que dijo, aún más le aterrorizó:
––Ya es tarde para escapar, amigo Jon. Tú viniste a mi y ahora tu destino está ligado al mío. Sé que mañana vendrás, aunque debes hacerlo solo ––respondió con una expresión que, en esos momentos se tornó arrogante y poderosa, como la de un ser que se sabe infinitamente superior al resto de los mortales.  
Jon estaba agarrotado, observando como momentos después, el noruego abandonaba el local. En verdad su mente parecía negarse a funcionar, a recuperar su ritmo; como si repentinamente todo hubiera dejado de fluir a su alrededor; como si el establecimiento hubiera enmudecido repentinamente y la vida se hubiese detenido como en una vieja foto perdida en el tiempo. Escuchó alejarse la amenazadora sirena como un largo aullido cargado de perversos augurios. Todo transcurrió en un tiempo incalculable, que lo mismo pudieron ser siglos o escasos segundos. Sin embargo, pronto regresó todo a la normalidad y el tiempo recuperó su pulso habitual. Jon salió entonces al exterior del establecimiento  a tiempo de ver alejarse la silenciosa embarcación de Nihil hacia la estrecha bocana, bajo un manto de oscuras y tenebrosas nubes. ¿Qué es lo que estaba pasando? ––se preguntó, totalmente aturdido.
Como un autómata insensible a la realidad que le rodeaba, cogió el coche y lo puso en marcha. La mente le latía totalmente desbocada, incapaz de concentrarse en nada. De esta manera llegó a su barrio, al Gros, aparcando junto a la taberna del Catalán. Sin tan siquiera proponérselo, entró en el local y pidió una cerveza. El dueño de la cafetería le comentó algo que en esos instantes fue incapaz de traducir. Como si le hubieran hablado en otra lengua. Después sonó la sintonía de su móvil varias veces antes que reaccionara. Al fin lo cogió y era Odón el que estaba al otro lado. Le dijo algo pero le escuchó bastante mal. Entonces Jon le informó donde se encontraba y colgó a continuación. Se bebió la cerveza casi de un tirón y  luego pidió otra.
––¿Qué le ocurre, Jon?--aprovechó el Catalán mientras le servia ––Tiene mal aspecto.
––Sí, debo tenerlo—zanjó el joven sin mirarle.
Fuera, la tarde amenazaba con ser lluviosa. La calle se iluminaba con intermitentes relámpagos de alguna tormenta que se acercaba. Al poco, vio entrar a Odón, escurriendo el agua de sus rizados cabellos con las manos. Pidió un vino y se acercó hacia donde Jon estaba. Debió verle bastante mal porque enseguida se interesó por lo que le ocurría. Jon le miró con una ansiedad que lo devoraba. Apenas lo dejó sentarse cuando le cogió fuertemente del brazo para preguntarle:
––¿Has hablado con Nihil? ¿Le has hablado al tipo ese de Anabel? Contéstame por favor.
––Me estás machacando el brazo, Jon ––protestó Odón ––¿Quién es ese Nihil?
––No me mientas, Odón. Tú has ido al puerto y le has hablado a Nihil de Anabel y también de Raquel. Él conoce a Anabel –– insistió,  Jon,  alocadamente.
––¿Te estás refiriendo a ese loco noruego que te dijo que había posado para Caspar David...? ¿El que conociste en el puerto?
––Exacto y no está loco –– repuso,  Jon ––Ese tipo sabe de Anabel, y el único modo de que esto suceda es que tú hayas hablado con él.
––Yo no he estado en el puerto ni he hablado con nadie –– aseguró Odón ––¿Por qué debía mentirte?
Jon soltó el brazo de su amigo y se abismó sobre sí mismo. Hubiera preferido que Odón le engañara, le mintiera. Hubiera sido todo más fácil. Ahora un miedo sin fondo penetraba lentamente en todo su ser como un desconocido fantasma, informe y aterrador...
––¿Qué ocurre,  Jon? ¿Has vuelto a ver a ese sujeto...? Me estás asustando.
Pero estaba claro que Odón no le había mentido. Sus ojos le observaban con desconcierto, esperando una respuesta a la angustiada actitud de su amigo.
––Dios mío, ese tipo no es de este mundo –– balbuceó,  Jon, totalmente abatido.
––¿Y dices que conoce a Anabel y a Raquel? ––insistió Odón.
––Sí –– repuso, Jon, arropado por oscuros y tenebrosos pensamientos.
––Lo mismo es un telépata y te ha leído el pensamiento ––sugirió Odón ––. Podía ser, ¿no? Quizás sea una especie de vidente o mago...
––No sé. Eso mismo llegué a pensar, pero hoy han sucedido cosas imposibles de explicar. Creo que termino de contactar con algo que escapa a nuestra imaginación. No sé lo que es ni quién es,  pero lo que sí te puedo afirmar es que esconde un poder inimaginable –– repuso Jon con amargura.
––¿Por qué dices eso? ¿Cuéntame qué ha pasado?
Sin muchas ganas y de forma aturrullada le contó a su amigo lo sucedido en el restaurante del puerto. Odón atendía con preocupación cada una de las  palabras de Jon, de sus gestos, mientras éste incidía una y otra vez en sus impresiones y en aquellas oscuras sospechas que sobresaltaban su ánimo de manera alarmante. Nihil ya no le ofrecía aquella extraordinaria sensación de relajación si no más bien todo lo contrario. Ahora su mirada, su expresión, cada una de sus palabras parecían esconder una amenaza terrible, inquietante y tenebrosa. Y lo que aún era peor: ahora sentía la vaga sensación de conocer a Nihil desde siempre.
––Créeme si te digo, Odón, que ese hombre o lo que sea ha estado presente gran parte de mi vida y me conoce –– comentó ––. Y lo más tremebundo es que creo conocerle yo también y eso me aterroriza.
Odón intentó sonreír para quitar hierro al dramatismo de las palabras de su amigo, pero sólo le salió el esbozo de una penosa mueca. Jon se dio cuenta entonces que él también estaba asustado y no era para menos. Odón conocía bien a su amigo y sabía que su carácter no era fácilmente impresionable por esta clase de historias, máxime si éstas no eran acompañadas de poderosas razones y evidencias.
Quedaron un tiempo en silencio, sin hablar; como abundando sobre lo que allí se había manifestado. Fuera la tarde empeoraba. Llovía densamente y los  truenos eran cada vez más cercanos y rotundos. El establecimiento se encontraba vacío de gente, sólo los dos amigos esperaban que la tormenta pasara.
––¿Irás el sábado?–– rompió, Odón el incómodo silencio.
––Bueno, no he quedado. Aunque él asegura que iré –– respondió Jon, jugueteando con un cigarrillo.
––Podría acompañarte.
––Tengo aún algunas cuantas horas por delante para decidirlo. Mañana estaré en el estudio. No sé. Podías venir y allí lo hablamos.
Poco después la tormenta cesaba y ambos amigos se despidieron. Jon se sentía muy cansado, con un día que le había parecido demasiado largo y agotador.
Cuando subió al piso encendió todas las luces y se sentó en el sofá, mirando a su alrededor con la desagradable sensación de no estar en su propia casa. En esos instantes su percepción de la realidad estaba como distorsionada y todo adquiría para él una lejanía extraña y confusa, que hacía desconocidos los objetos más cotidianos; como si éstos y él mismo pertenecieran a universos distintos. Entonces recordó que algo vagamente similar le ocurrió aquella infausta tarde, cuando regresó del tanatorio con la destrozada imagen de Anabel, aún viva en sus retinas. Pero por entonces él aún vivía en casa de sus padres...