Thursday, 13 October 2016
S.J. Alcalde y Mártir (Capítulos 30-31-32)
Capitulo XXX
Esa misma tarde, Juanote tornó a reunirse con su pequeña trouppe de indeseables y en esta ocasión, Papelinas, se trajo a un individuo esquelético y de aspecto repugnante que se balanceaba continuamente en medio de tenebrosos lamentos bronquiales. Juanote preguntó entonces:
––¿Este es el tísico del que me hablaste?
––Este es, sí señor. Os presento al señor Chapas.
––¡Jesús! ¡Parece que va a morirse de un momento a otro! ––exclamó la Palmira haciéndose ascos.
––Es verdad ––asintió Juanote –– Me has traído a un moribundo.
––¡Que no, Juanote! ¡Que el señor Chapas, aquí donde le ves, lleva así más de treinta años y los que le quedan! –– le tranquilizó Papelinas, que era un lince vendiendo desechos.
––¡Joder con el Chapas! ¿Y es capaz de hacerse el cojo?
––¿Qué si es capaz, dices? ¡Ándale, señor Chapas y demuestra al jefe lo que sabes hacer!
Enseguida, la ruina aquella comenzó a cojear estrepitosamente por el salón, llevándose por delante muebles y enseres.
––¡Vale, vale! ¡Que pare, que me lo va a romper todo el cabrón este! –– ordenó el alcalde ante el estropicio ––. Creo que deberá llevar un par de muletas para hacer más realista el milagro.
Después de la penosa exhibición del señor Chapas, Juanote les hizo sentar a todos para explicarles la situación. Estaba seguro que ese sábado no iba a ser como el anterior porque iban a venir gentes de todas partes y muchos para fisgonear, contando con los consabidos periodistas, políticos del Gobierno y quizás algún que otro representante de la jerarquía católica.
––De esta manera ––concluyó Juanote ––, es necesario que no haya ningún fallo porque todo el mundo va a estar muy pendiente de la historia, ¿está claro? Si alguien me estropea el negocio, lo capo.
––¿A mi también me va a capar, alcalde?
––¡A ti, Palmira, te coso el asunto con alambre de espino!
En ese instante sonó el móvil y Juanote creyó entonces que su madre volvía a la carga.
––Dime, mamá ––respondió sin preguntar.
––¡Déjate de chorradas, gilipollas! ¡Soy su ilustrísima, el Cardenal Enemicus!
––Va...vaya ––tartamudeó el alcalde, impactado por la agresividad de la llamada ––¿Y qué se le ofrece?
––¡Qué me ofreces tú, cacho cabronazo! ––repuso sin más protocolo el alto mandatario de la Iglesia.
––No le entiendo, cardenal.
––¿Qué no me entiendes? ¡Menudo pelotazo te estás montando, granuja! ¡Pero con la virgen no se juega porque ella es parte de mi negocio! ¡Si la utilizas como lo estás haciendo, tendrás que pagarme un elevado canon por uso y disfrute de bienes de la Iglesia! ¡Aquí o comemos todos o...!
Juanote tapó el fono del móvil con una mano y con la otra se frotó la oreja, traumatizada por los berridos del cardenal. Se quejó entonces a sus compinches:
––Es el cardenal Enemicus. El muy sinvergüenza se ha olido el negocio y quiere que le untemos manteca por lo de la virgen...
––Desde luego este mundo está podrido ––hizo ascos Papelinas.
––Bueno, señor ilustrísimo ––recuperó Juanote la conversación con el cardenal ––, ¿de cuánto se trata ese canon del que me habla?
––De momento y para que te deje continuar con tu sacrílega estafa deberás depositar ciento veinticinco mil euros en el buzón de limosnas que hay a la entrada de mi palacio, y tendrás que hacerlo antes de la próxima aparición mariana que has prometido, porque de no ser así te hecho abajo todo el tinglado que llevas entre manos. ¿Lo tienes claro, mequetrefe?
––¡Está bien, está bien!
Luego de colgar, el alcalde arrojó el teléfono lejos de sí maldiciendo su suerte:
––¡El muy...! ¡Pues no me ha llamado mequetrefe, el chorizo ese!
––Tranquilo, Juanote –– le calmó Papelinas ––. Debes de entender que así es la vida. Todo el mundo va a robar lo que puede.
––¡Hombre, pero que al ilustrísimo cardenal le llame usted chorizo suena muy fuerte, alcalde! ––incidió la Palmira que era muy beata –– Yo creo que a lo mejor quiere el dinero para limosnas. Sí, estoy segura que es para ayudar a los desamparados de la vida y... ––pero Juanote, como casi siempre, la interrumpió de mala manera.
––¡Y un mohón pa tí y para el cardenal Enemicus! –– le espetó –– ¡Pues menudas juergas he escuchado que se tira ese pendón con sotana!
De repente, el señor Chapas, que estaba sentado frente a Juanote, comenzó a abrir su enorme boca al tiempo que desorbitaba sus ojos como si fuera a dar su último suspiro.
––¡Eh! ¿Pero que le pasa ahora al tío este?
––¡Apártate de su línea de tiro, Juanote, rápido! ––le empujó Papelinas.
––¿Qué haces? ¿De qué línea de tiro me hablas...?
––¡¡¡Aaaa...aaatchíííssss!!! ¡¡¡Plasshhh!!
Un enorme y viscoso galipo de proporciones sobrenaturales escapó de la desdentada boca del personaje aquel, inundando la zona del sofá donde momentos antes Juanote permanecía sentado.
––Pero, pero...,¿esta guarrería...? ¡Joder, este tío que me has traído está podrido, está muerto! ¡Fuera todo el mundo de mi casa! ¡Qué asco!
Cuando abandonaron la vivienda, Juanote tornó a maldecir su suerte. La llamada del cardenal, y ahora aquel monstruoso gargajo resbalando, inmenso, sobre el respaldar del sofá eran ya demasiados contratiempos para un día que finalizaba, ya de por sí, bastante complicado. Con el humor engurruñado abrió las ventanas, –– el grumo aquel apestaba a perro muerto ––, y salió al jardín a tomar un poco de aire. Allí se sentó un rato y dio vueltas al asunto pensando que los problemas comenzaban a amontonarse y eso no era nada bueno. ¿De dónde iba a sacar ahora los veinte millones de pesetas que le exigía aquel delincuente con sotana? Pensó que podría vender la fábrica, pero ¿encontraría un comprador en esos tres días que faltaban para el sábado?
En estas cavilaciones, escuchó ruidos en la casa y se incorporó:
––¡Quién anda por ahí!
––¡Ssshhhh!... Soy yo, hijo ––apareció doña Elvira, trémula, bajo el dintel de la corredera del jardín.
––Pero, ¿otra vez estás aquí?
––¡Ay, que ya estoy harta de oler a boñigas, hijo...! Oye, que aquí también hace un pestazo... ¿Has tirado la basura?
––¡Son estos fantasmas que son unos guarros! ¡Mira el sofá!
––¡Qué asco! Parece un moco enorme.
––No es un moco, es un fantasma espachurrado.
Doña Elvira observó con aires de experta el inmenso gargajo de relucientes tonos verdes con venillas rojizas y salpullidos amarillentos y luego aulló de terror.
––¡Ahhh! ¡Eso es el ectoplasma de mi pichurri! ¡Lo he reconocido al instante! ¡Qué horror y cómo apesta el pobrecico mío!
––Sí, supongo que habrá que desinfectar la casa.
Doña Elvira se sentó en otro sillón, totalmente amurriada, y enseguida comenzó a hacer pucheros y a gemir. Un par de segundos después lloraba a grito pelado. Juanote se acercó a ella para intentar calmarla:
––¿Pero qué te pasa ahora? Tus berridos los están escuchando en el pueblo entero.
––¡Ay, ay...! ¡Ya estoy harta de este mundo! ¡Yo me quiero ir con mi pobre Silverio!...
––¿Qué te quieres ir con eso? ––señaló Juanote el infecto pollo.
––¡Ay, y yo qué sé con quién me quiero ir ya!
––¿Quieres que te lleve a un hotel de la capital?
––¿Me lo vas a pagar tú? –– continuó llorando.
––Tú siempre tirando de codo, mamá.
En esos precisos instantes golpearon fuertemente la puerta, y Juanote tapó con su mano la boca de su madre pensando en quién podía ser a esas horas. Instintivamente la levantó de donde estaba y la llevó a trompicones a una habitación.
––Calladita, mamá que voy a ver quien es.
––¿Pero por qué me ocultas en una habitación? ¡Yo quiero ver gente viva! ––se quejó ella.
––Luego te lo explico todo. Además, pueden ser más difuntos.
––¡Ay, no me digas eso! ¡Me escondo, me escondo!
Acto seguido Juanote se acercó a la puerta y preguntó con voz potentente:
––¿Quién anda ahí?
––¡Gente de paz! ¡Somos del Gobierno!
––¿Del Gobierno? ¿A estas horas?
––¡Venga, abra de una vez!
Juanote abrió la puerta y se encaró a los desconocidos, aunque enseguida reconoció a uno de ellos, bajito, regordete y con bigote de chupatintas, como un notable pez gordo del gobierno de la Autonomía. Éste le alargó la mano con frialdad:
––Soy Caspar Tarrinas ––se presentó, alzándose sobre sus calzas.
––¡Bueno y qué quiere! ––le increpó Juanote sin dejarle pasar ––Esta tarde ya hablé con don Chavitos.
Uno de los dos gorilas que acompañaban al sujeto aquel arrolló sin previo aviso a Juanote, entrando todos en la casa. Ante la manifiesta violencia, Juanote desencajó su rostro y a punto estuvo de golpear al orangután aquel, pero se contuvo aunque sí le puso condiciones al enanito del Gobierno:
––Si quieres hablar conmigo, los perros que te acompañan deberán quedarse en la puerta, que es su sitio, ¿entendido?
El tal Caspar hizo entonces un enérgico ademán y los dos gorilas salieron fuera de la casa, circunstancia que Juanote aprovechó para darles un portazo en las narices. Una vez pasaron al interior, el enanito agitó de forma ostensible sus pequeños hocicos y comentó:
––¡Qué mal huele aquí!
Entonces, y como por arte de magia, apareció doña Elvira, gritando como las locas:
––¡Diga usted que sí! ¡Todo esto está lleno de fantasmas y cadáveres putrefactos! ––exclamó, buscando conversación con el recién llegado.
––Por favor, mamá, regresa a tu habitación que tengo que hablar de negocios con este tipo.
––¡Me niego a estar encerrada en una habitación!
––¿Qué tienes a tu madre encerrada en una habitación? Eso es un delito ––advirtió el Tarrinas.
––Es que mi madre sufre una depresión y sólo ve fantasmas por todos los lados ––justificó Juanote, haciendo un significativo gesto con su dedo en la sién.
––¡Ah, que está loca! ––exclamó el otro, sonriendo.
––¡Oye, enano cabezón ––se revolvió doña Elvira ––, loca estará tu puta madre!
––Está bien, mamá ––la cogió Juanote del brazo, y la arrastró hasta la puerta de la casa mientras sacaba dinero de su bolsillo ––. Anda, toma y lárgate a un hotel a dormir.
Cuando ella abrió la puerta y vio a los matones se revolvió y, moviendo el culo, dijo:
––¿Me presentas a este par de chicarrones del norte?
––Nada de eso, mamá. Éstos son dos zombis condenados y confesos. ¡Hala, vete para el coche antes que te cojan! –– la ahuyentó con aspavientos.
––¡Coño con tantos difuntos! ¿Es que ya no queda gente viva en este mundo? ––se alejó corriendo, tragándosela pronto la oscuridad.
Cuando Juanote regresó al salón, el tal Caspar Tarrinas se había ajustado un pañuelo que le tapaba boca y nariz para librarse del insoportable hedor. Parecía un Mickey Rooney sin pelo y disfrazado de pequeño bandolero. Juanote se lo llevó entonces al jardín y allí se sentaron.
––Bueno, pues usted dirá, Tarrinas.
––Sí. He estado hablando con don Chavitos sobre el asunto de la Ensenada y me ha dado instrucciones para ti ––dijo, quitándose el pañuelo y guardándoselo en el bolsillo.
––¿Y qué instrucciones son esas?
––Pues que lo tienes difícil si pretendes montarte en solitario algún tipo de negocio con eso de las apariciones de la virgen.
––¿En solitario dices? ––se soliviantó Juanote ante el nuevo buitre ––¡Ya tengo al cardenal Enemicus pisándome los talones! ¡De momento me ha pedido para hacer boca veinte millones de las antiguas pesetas que tengo que darle esta misma semana, antes del sábado!
––¿Veinte millones...? ¿Por qué?
––Por alquilarme los servicios de la Virgen.
––¡Joder con el cardenal! ––exclamó Tarrinas con risita de vieja ––Bueno, pues dáselos.
––¡Hombre, mira que bien discurre el enanito! ¡Dáselos tú o que se los de don Chavitos! ¿No queréis meter los hocicos en mi negocio? ¡Pues a pringarse en todo! ––despotricó, Juanote.
––¡Eh, eh, eeeeehhh! ¡Para ahí, alcalducho! ––se incorporó con energía el Tarrinas, aupándose aún más sobre sus invisibles ortopedias –– ¡Para el carro qué tú eres una puta mierda para hablar así del Partido y de su Presidente! ¡Ya me advirtió don Chavitos de tu mala casta.
A Juanote, eso de mala casta le llegó al tuétano. Repentinamente se le resecó el rostro y sus fauces se constriñeron, peligrosamente, como las de un perro enfurecido.
––¿Qué quieres decir con es eso de mala casta, gnomo asqueroso? ¡Te voy a morder el tarro...! ––arremetió con la intención de saltar sobre el tipo, aunque éste lo frenó de inmediato, sacándose del bolsillo un enorme pito con el que le amenazó ––¡Quieto ahí, vil villano de villorrio! ¡A un pitido mío entrarán en un santiamén los de ahí afuera y te harán picadillo!
Ante la contundente amenaza, Juanote se retrajo y respiró hondo para intentar calmarse, mientras Tarrinas jugaba con el silbato en plan desafiante. Tuvo claro que nada podía hacer, y sintió con rabia que el negocio se le venía abajo. Aún así consideró que debía seguir empleando la astucia porque disponía aún de una baza que tenía que jugar si no quería perderlo todo.
––Está bien, si queréis el negocio para vosotros, lo haré por el Partido ––dijo con el rostro lívido.
––Eso está muy bien, hijo. Así me gusta, que tengas compromiso militante ––respondió Tarrinas con una mueca de triunfo ––. Aunque don Chavitos cree que debes tú seguir al frente de esta historia como alcalde de Pozopodrido de la Ensenada. Luego ya discutiremos la tajada que te toca a ti en todo este asunto. Porque según tengo entendido, la cuestión pasaría por urbanizar la Ensenada, ¿no es así?
En ese momento, a Juanote le cayeron los cascotes de la casa encima. Ya se vio como el pringao de toda la operación, el mariachi zumbón de don Chavitos y de toda la hueste de carroñeros que poblaban el Gobierno de la Autonomía y adyacentes. Pero eso era más de lo que Juanote podía digerir. O controlaba él mismo el juego o lo mejor era dejarlo porque con aquellos mafiosos podía perder hasta la camisa. Aún le quedaban los terrenos que, aún no siendo suyos del todo, podía negociar con ellos. De esta manera se negó en redondo a las pretensiones de Tarrinas:
––Pues no tío, no me mola tu oferta ––respondió Juanote, y en esta ocasión con chulería ––. Dile a tu querido jefe que le regalo el negocio. Os vendo los terrenos de la Ensenada y me olvido.
Aquellos que saben sobre la sabiduría popular, dicen que no hay un cojo ni enano bueno, y Caspar Tarrinas parecía cumplir sobradamente con este sabio dicho cuando desplegó, maliciosamente, sus carnosos labios mientras limpió, sobradamente, sus gafas con la punta de su corbata. En realidad si Tarrinas pretendió crear suspense antes de responder al alcalde, lo consiguió ampliamente. Juanote tuvo la espantosa sensación de que iba a machacarlo de un momento a otro con algún tipo de jaque mate y no se equivocó:
––¿De qué terrenos me hablabas, alcalde? ––respiró al fin el jerifalte del Gobierno.
––¿Me estás vacilando o qué? ––repuso a su vez Juanote –– Sabes que sin los terrenos de la Ensenada no hay negocio que valga. Y da la casualidad que éstos son míos.
––¡Ah, sí! Lo olvidaba. Los terrenos esos del Migraña. ¿Y qué pasa con ellos?
––¡Pues que son míos y si queréis hacer vosotros el negocio me lo tendréis que comprar!
En esta ocasión, Caspar respondió automáticamente, sin pensárselo:
––Bueno, a unas malas siempre podemos expropiártelos.
––¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso? ––se sobresaltó Juanote ––¿Qué es eso de expropiármelos?
––Pues lo que oyes, compañero. Cuando sean tuyos, porque aún no lo son del todo, el Gobierno te los puede expropiar por cuatro perras con sólo aplicar a los terrenos la tontería legal de considerarlos de “interés público y social”. ¿Comprendes? ¡Menudos pelotazos hemos conseguido nosotros con esa argucia! –– se carcajeó abiertamente.
––¡Pero a mi me cuestan trescientos mil euros! ––protestó Juanote, más pálido que una vela.
––Pues te lo expropiaremos por cincuenta mil y aún vas que te matas.
Dicho esto, Caspar Tarrinas, sabedor de su triunfo, se incorporó solemnemente de la silla y miró a un Juanote derrumbado y consciente de que había perdido la batalla, la guerra y todo. En la cabeza del alcalde sólo palpitaba en esos instantes un ánimo de tremebunda venganza. Sentado como estaba, elevó su mirada para clavarla con indescriptible ferocidad sobre la inofensiva imagen de aquel tipo de aspecto insignificante que, sin embargo, daba al traste y de un plumazo con su mayor y más preciado sueño. El avezado representante del Gobierno se mostró ahora paternalista cuando dijo:
––Cuando se juega, alcalde, hay que saber hasta donde puedes llegar. Me han informado que eres un tipo listo, y por lo que advierto, con una gran ambición personal, y eso es bueno para los intereses del Partido. Tu talante me recuerda vagamente al del Gilito –– que en paz descanse ––, aunque ese era más listo que tú y sabía que no podía mangonear los dineros de Marabella sin contar con nosotros. Con ese cerramos buenísimos negocios. Luego llegó el tontopollas del Yulián y lo estropeó todo. Lo que vengo a decirte con esto es que el P.O.T.E. es una gran familia donde todos colaboramos de la mejor manera para su éxito y mantenimiento. ¿O acaso no te lo explicó Tapacubos? Don Chavitos es nuestro padre, nuestro jefe, nuestro amigo y él cuida de nuestras vidas y haciendas. Si te quedas en paro, él busca un empleo para ti en nuestras Empresas Públicas, Diputaciones y Consejerías; él siempre vela por los suyos, enchufándolos en los Ayuntamientos, Consorcios, Mancomunidades y muchos más inventos públicos que hemos desarrollado con el ánimo de proteger y colocar a los nuestros, a los que nos siguen, a los que nos votan fielmente... ¿Cómo crees tú que ganaríamos, una tras otra, las elecciones si no actuáramos de esta manera? Pero eso cuesta mucho dinero. Por eso nosotros te damos y a cambio tú nos das. Esa es nuestra filosofía de triunfo.
––¿Así que el Gobierno también estaba detrás de todo el choriceo de Marabella?
––Se dice corruptela democrática, Juanote. No olvides que la corruptela es menos corruptela si es democrática y se comparte, ¿comprendes...? –– aquí hizo Tarrinas una pausa como pensando en concluir y finalmente aconsejó a Juanote –– Creo, alcalde, que deberías recapacitar y admitir que cualquier negocio que se te ocurra debes compartirlo democráticamente con tu gente, con tu Partido. Si no lo haces y te enfrentas a nosotros, la vida puede volverse muy dura para ti. Como decía nuestro jefe e inefable compañero, el Guerritas, fuera del P.O.T.E. hace mucho frío. Te voy a dar veinticuatro horas para que te lo pienses con tranquilidad.
––Bueno, y en el caso que aceptara ¿qué hago con el canon que el cardenal me exige? Yo no tengo dinero para pagarlo.
Gaspar Tarrinas, que ya se dirigía hacia la puerta de salida, se volvió y golpeó cariñosamente el brazo del alcalde diciendo:
––Tú haz tu trabajo que nosotros haremos el nuestro. Sabemos que ese cardenal lleva algunos negocios bastante sucios. Ya hablaremos con él para que rebaje la cifra o se olvide de sus pretensiones.
Capitulo XXXI
Minutos después, Juanote volvía a encontrase solo y con un problemón que en esos instantes consideró muy difícil de superar. con nerviosismo un pitillo y después marchó al aparador para coger la socorrida botella de güisqui y beber a gañote partido. Sus manos aún temblaban de ira aunque también de temor porque, de momento, se quedaba sin su negocio por el que, incluso, había matado y, posiblemente, sin sus tierras y la alcaldía. En esos instantes la moral le navegaba por las alcantarillas de la perdición, y en un fatal arrebato deseó mandarlo todo a paseo. Llegó a la conclusión que lo suyo eran sus juergas y bacanales y pare usted de contar. Pero Juanote sabía que mantener ese tren de vida costaba mucho dinero y ¿de dónde lo iba a sacar? ¿Debía ponerse a trabajar en la fábrica y seguir así la senda de su padrastro? Sin embargo, Juanote, nunca iba a asumir tal cosa porque odiaba todo lo que significara un trabajo constante y tedioso, lleno de obligaciones y responsabilidades. También tenía muy claro que nadie se hacía rico en los tiempos actuales fabricando tornillos a un euro el kilo. Sólo con pensar en estar enclaustrado de sol a sol en aquel cutre despacho, rodeado de obreros mendicantes y facturas impagadas, le daba ganas de vomitar. No, la fábrica estaba sentenciada y sus trabajadores también. Definitivamente iba a venderla por el dinero que le dieran. Ahora debía decidir y de la manera más acertada lo que hacer con la Ensenada y sólo tenía dos opciones: o pasar por el aro del Gobierno o volver a recuperar la iniciativa. Esto último le hizo saltar del sillón como espoleado por una invisible catapulta. ¡Claro que ese era el camino a seguir, recuperar la iniciativa, su propia y arrolladora iniciativa!, se dijo.
Más ciego que uno de la O.N.C.E., su cuerpo se cimbreó con poderío al vislumbrar una más que posible salida a su atolladero. La solución pasaba por sobornar directamente a don Chavitos, ya que el jefe del P.O.T.E. también debía tener su precio; sólo tenía que hacerle una oferta lo suficientemente atractiva que fuera imposible de rechazar. Estaba, incluso, dispuesto a ofrecerle el cincuenta por ciento del negocio, porque aún así la tajada sería de lo más suculenta. Sin embargo fue consciente de que éste era un paso decisivo y tremendamente audaz, quizás el último que le restaba, y entonces pensó que la suerte debía acompañarle. Juanote se echó ahora a reír como un histérico, y entre magistrales pasitos de claqué, cogió otra botella –– en esta ocasión de ron Bacardí –– para echársela al coleto y festejar de esta manera el desiderátum de su próximo movimiento. Borracho como una bodega gaditana, se encomendó a su virgen de la Ensenada para que le diera la suerte necesaria, prometiéndole que si le ayudaba, mandaría a cincelar la más bella y admirada escultura del mundo que superara, incluso, la Piedad de Miguel Ángel que ya era decir. Un rato después, su apocalíptico pedo desembocaba en una abominable resaca que le llevó a sucumbir en la cama entre lamentos y revolcones, porque un mal rollo le había trastornado en esos momentos la sesera, culpándole de que la virgen, su virgencita del alma, no fuese más que un horrendo y piojoso maniquí al que era imposible reconocer. <¡Maldito seas, Papelinas, te voy a dejar la cara como la de ese monstruo que me has traído, joputa más que joputa!> mascullaba entre otros improperios por el estilo. Pronto se durmió o perdió el conocimiento que para el caso da igual.
Pero esa noche la pasó con enorme desasosiego, atacado por horripilantes y caóticas pesadillas. Soñó que corría a oscuras por la casa perseguido por los fosforescentes y putrefactos fantasmas del Tugurio y de su padrastro. Éste último le amenazaba con voz cavernosa:
––¡Tendrás que pasar por mi cadáaaaver si quieres vender mi fáaaabrica!...
El otro también arreciaba con susurros de ultratumba:
––¡Yo quiero mi huertecillo con mis tomaaaates y mis ceboooollas!
Así se pasó Juanote la noche, corriendo si tenía que correr por la casa, tejados y aledaños. Cuando despertó, ya había levantado el día y su cuerpo estaba bañado en sudor.
––¡Joder con las putas pesadillas! ––exclamó tras apartarse con pereza un mechón de pelo que no le dejaba ver. Fue entonces cuando advirtió con espanto que el muñeco sin nariz lo tenía delante, erguido a los pies de la cama, y mirándole con su grotesca y descarnada sonrisa pintada con lápiz de labios rojo chillón... ––¡¡Aahhh!! –– gritó Juanote horrorizado.
Con los vellos como escarpias, y moviéndose con la cautela de un gato apaleado, se arrastró lentamente por la cama, sin dejar un momento de observar al engendro aquel, y se preguntó cómo pudo llegar hasta allí desde la bodega. Sin embargo pronto le tranquilizó la idea de que fuese él mismo quien lo pusiera con aquel desquicie de borrachera que llevaba. Entonces rió con total desvergüenza al imaginar la clase de sacrílega orgía que pudo montarse esa noche con el dichoso maniquí.
Después de llevarlo de nuevo a la bodega, se duchó y se vistió dispuesto a aprovechar la mañana. Perfumado y enfundado en su impecable traje de lino crudo, de aspecto afrikaner –– al que en esta ocasión dio el elegante toque de una pequeña rosa púrpura en la solapa, cosecha temprana de la tumba del Tugurio ––, se dispuso a enfrentarse a la aventura más seria y decisiva de su vida: sobornar a don Chavitos.
Capítulo XXXII
Más contento que unas pascuas, y con el ánimo dispuesto a triunfar a costa de lo que fuera, abandonó la casa y cogió su coche rumbo a la capital a la que arribó poco después de las diez de la mañana. Antes que nada desayunó en una elegante cafetería, y después enfiló su automóvil al palacete del Presidente. Tras superar un vía crucis de escáneres de medio cuerpo, cuerpo entero y órganos genitales, alcanzó por fin el despacho de la secretaria personal de don Chavitos, acantonado en las profundidades del sonrosado y repipi palacete.
––¿Tenía cita para hoy con el señor Presidente? ––le inquirió una emperifollada cuarentona con pinta de alcahueta de toda la vida.
––Dígale al Presidente que necesito verle inmediatamente ––conminó Juanote con autoridad.
Ella cumplió la orden y luego, con mirada resbaladiza, le hizo pasar a un pequeño habitáculo muy coqueto y amueblado a base de Art Decó del bueno, del que vale unos cuantos miles de euros.
––Espere unos momentos que el Presidente está ahora ocupado en una importante reunión sobre el desempleo ––le informó la enchufada de toda la vida.
Pasaron las once, las doce, las trece... Harto de esperar, y pensando que le estaban tomando el pelo, Juanote, se incorporó de donde estaba y, ante las protestas de la secretaria, invadió intempestivamente el amplio despacho del Presidente, que en esos instantes se lo montaba intensamente con dos jóvenes y hermosas fulanas. Juanote, entonces, palmeó de forma festiva el respingón culo de una de aquellas señoritas liberadas y se echó a reír estrepitosamente, exclamando:
––¡Joder con don Chavitos! ¡Menudo problema de desempleo tienes aquí montado!
El Presidente miró al intruso y quedó inmóvil y descompuesto, sin saber que decir. Juanote pensó, entonces, que su entrada había sido de lo más afortunada y aprovechó la ventaja de la iniciativa:
––¡Venga, zorritas, que el trabajo se os terminó por esta mañana! ¡El Presidente y yo tenemos que hablar de alta política! ¡Venga, venga...! ––las aventó de allí con palmaditas de institutriz.
Una vez las proletarias de la vida desaparecieron, Juanote cerró la puerta del despacho y encendió un cigarro que saboreó con arrogancia mientras caminó despacio, casi contorneándose, hacia la mesa que presidía don Chavitos. Allí apoyó sus manos con descaro y esperó pacientemente a que el Presidente terminara de abrocharse, torpemente, los botones de su bragueta. De pronto Juanote dio un soberbio puñetazo en la mesa y le espetó, remachando las palabras a media voz:
––Anoche estuvo en mi casa ese hijo puta de enanito tuyo y no me gustaron nada de nada sus amenazas.
El Presidente, con el semblante totalmente quebrado, soltó ahora una forzada y ridícula risita, mientras se afanaba en meter los bajos de su camisa de seda dentro del pantalón.
––¡Ah! ¡El bueno de Caspar! –– exclamó ––. Cuando al pobre mío le sale el complejo de inferioridad que tiene, le da por hacerse el jabato.
––¡Pues no quiero ver más a ese gusano en mi casa, ¿entendido Presidente? ––atajó Juanote sin perder un ápice de dominio sobre aquella suerte de entrevista ––. ¡A partir de ahora no quiero ninguna clase de intermediarios en mi negocio de la Ensenada! Si acaso, sólo tú serás mi único interlocutor, y en este sentido vengo a hacerte una oferta que no podrás rechazar.
––¿Una oferta? ––en esta ocasión don Chavitos se retrepó en el sillón dispuesto a escucharle ––¿Qué clase de oferta, muchacho?
––El cincuenta por ciento de los beneficios que se obtengan de la lujosa urbanización, hotel incluido, y estoy hablando de millones de euros. Pero para ello el Gobierno tendrá que asumir las recalificaciones de los terrenos del Migraña, cuyas plusvalías las repartiremos al treinta y setenta. El setenta será para mi, puesto que yo compro los terrenos, y el treinta para ti por dar el visto bueno a la recalificación. Y por último, el negocio, será exclusivamente para los dos. Nada de repartir con la gran familia del P.O.T.E. ni sus muertos, ¿está claro, Presidente?
El Presidente apretó su embrutecido rostro, aceptando de mala gana que Juanote le hablara en aquellos términos prepotentes y poco respetuosos. Pero en esos momentos, no sólo se encontraba desarmado del honorable respeto debido, si no que, por el contrario, se sintió gratamente fascinado con la actitud mafiosa del joven y pútrido alcalde. Por lo demás, la oferta era demasiado tentadora y pronto comenzó mentalmente a echar números sobre aquel cincuenta por ciento de beneficios, advirtiendo enseguida que hablaban de muchos millones si todo salía bien. Aún así quiso dejar claro esto último:
––Bien, el juego es tuyo, muchacho. Pero si hay problemas serán sólo de tu responsabilidad y si hay pérdidas también. Estas son mis condiciones. Por lo demás, el dinero me lo irás enviando a unas cuentas que tengo en paraísos fiscales porque, como comprenderás, cara a la opinión pública yo tengo menos dinero que un jubilado con paga no contributiva [risitas maliciosas]. Fíjate que en mi declaración de bienes patrimoniales sólo admito tener una vivienda social [carcajadas obscenas].
––¡Joder, qué de puta madre te lo montas, Presi! ¡Eres un monstruo! ¡Qué digo! ¡Una máquina de matar seres vivos! ––se entusiasmó Juanote con el talante del Presidente –– ¿Y cuánta pasta tienes en verdad? Supongo que la tira.
––¡Ah, jovenzuelo! Ese es el gran secreto del mundo mundial ––continuó riendo el Presidente.
––Bueno, pues trato hecho socio, aunque hay una cosilla más que me gustaría que me ayudaras a resolver –– aprovechó, Juanote, intentando sacar el máximo provecho de aquel acuerdo ––. Tengo al Cardenal Enemicus que también quiere vela en este entierro y me exige ciento veinte mil euros de impuesto revolucionario por utilizar la virgen en el montaje que ya conoces. Yo no dispongo ahora de esa pasta y mucho me temo que si no pago nos arruine el negocio.
––¡Ese tipo es gentuza! ––bramó don Chavitos, cambiándole el talante ––Créeme, alcalde, que el país va como va por culpa de corruptos como ese cardenal de pacotilla. Pero no te preocupes porque hoy mismo llamaré a Rubalcabras, el jefazo de los espías del C.N.I. y le hablará de los puticlubs que ese golfo gestiona a través de una madam china de alias “La Bikoka-Me-latoka” y de la pandilla de chaperos disfrazados de ONGs que trafican hasta con la pederastia, que ya es decir. ¡Vamos, un escandalazo!
––¡Vaya con el cardenal!
––¡Ay, si yo te contara, Juanote...! ¡Aquí el que no corre vuela! ––se lamentó don Chavito con cara de circunstancias.
––¡Vamos, que el que no hace dinero con esta democracia es que es tonto del culo!
––Así es, Juanote. Eso mismo dijo nuestro economista e insigne compañero, Cholcaga. El que no se hace rico en esta España que tenemos es que es gilipollas –– remató el Presidente, solazándose ambos con un insano festival de cómplices y socarronas risas.
Antes de abandonar el lujurioso despacho, Juanote contó al Presidente su proyecto para el siguiente sábado, y el ambiente de fervor que se estaba creando alrededor de las apariciones de la virgen. Don Chavitos se frotó las manos con la codicia de un judío converso, y alabó la estrategia de Juanote, diciéndole:
––En verdad tengo que reconocer que eres un fenómeno, Juanote. Con el estado de opinión religiosa que estás creando, será muy difícil que el Gobierno pueda negarte la recalificación de esos terrenos. De hecho podías, incluso, montar una super manifestación frente al Parlamento para exigir la aceptación del proyecto. De esta manera yo salvaría mi talante de ateo izquierdoso ante mi gente y esos ecologistas, diciendo que no tengo más remedio que plegarme a la voluntad democrática de Pozopodrido. ¡Ah, bendita democracia que todo lo puede! –– suspiró el Presidente.
Después, facilitó a Juanote el número de un teléfono secreto al que dijo que podía llamarle para ponerle al corriente de todo.
––Este número no lo sabe ni Sitel, que ya es decir –– y después añadió –– . De lo que has visto aquí esta mañana, ¡ni una palabra!
––De eso puedes estar seguro, colega. Lo que tienes que hacer es llamarme cuando tengas estas moviditas de sexo loco.
––Si las tengo casi todos los días ––se echó de nuevo a reír el Presidente.
Cuando Juanote abandonó el corrupto Palacete Presidencial, se sintió totalmente eufórico e imparable. Pero lo más blasfemo del asunto era su creciente y paranoica devoción a la futura virgen de la Ensenada. En su delirio, creyó a pie juntillas que era ella la que guiaba sus delictivos pasos, derribándole obstáculos y siendo, incluso, cómplice inductor de todas las aberraciones nacidas de su trastornada mente. Tuvo claro que ella había dado el espaldarazo final al proyecto, colocando al Chavito y a las fulanas en el momento preciso. ¿Acaso no debía considerar eso un milagro de lo más milagroso?
continuará
SUSANA O LA VERGÜENZA DE LOS SOCIALISTAS.
Ahí la vemos. Vestida de rojo para aparentar lo que no es. Saludando con su sonrisa lagarta al jefe de la banda que nos roba a todos los españoles. Muchos socialistas llorarán de pena, de rabia e impotencia con esta imagen. El gobierno de Andalucía ya es oficialmente una sucursal del PP. Los amores a España siempre han sido para esta gentuza la ruina de su población trabajadora. Malditos sean los amores traidores de esta impúdica felona.
Monday, 10 October 2016
S.J. Alcalde y Mártir (Capítulos 27-28-29)
Capítulo XXVII
Al poco de llegar a su domicilio, acudieron los socios, y la Palmira, nada más verle, se arrojó a sus pies sollozando ante el estupor de Papelinas.
––¿Qué le pasa ahora a esta loca?
––¡Ay, San Juanote! ¡Ya se lo advertí yo a su madre, doña Elvira! ––berreó la vidente envuelta en un pegajoso llanto.
Juanote se la sacudió de un puntapié, aunque enseguida la mujer volvió a engancharse a la otra pierna, lamiéndole los calcetines. Papelinas entonces se echó a reír aunque esto le duró bien poco porque enseguida Juanote le alcanzó el cuello con su huesuda mano, al tiempo que lo fulminaba con la mirada.
––Eh, eh..., ¿pero que he hecho yo ahora?
––¡Has estado a punto de chafarme el espectáculo, desgraciado!
––¿Yoooo? ––se le quebró a Papelinas la voz.
––¡Sí, tú, mamarracho! ¡Te has retrasado un cuarto de hora, has permanecido luego más tiempo del debido, meneabas el muñeco como si estuvieras borracho, has dejado volar la capa y ahora todo el mundo sabe que es del Corte Inglés! ––lo zarandeó como a un guiñapo.
––¡Pero Juanote, eso son imprevistos! ¡Había mucho oleaje y viento!
––¿Imprevistos? ¡Me cague en tu sombra! ––le soltó de un empujón –– Eso me pasa por trabajar con aficionados. ¡Quita ya, coño! –– intentó de nuevo zafarse de la garrapata de la Palmira, que ahora le mordisqueaba la espinilla.
––Está bien, alcalde –– asintió Papelinas con cara de ovino arrepentido ––La próxima lo haré mucho mejor. ¿Me vas a pagar ahora? Es que ando tieso, tío.
––¡Ni lo sueñes! ¡Hasta que no terminemos el asunto no hay dinero! Y ahora sentaros que quiero comentaros lo que tengo pensado para la próxima aparición.
Se acomodaron en el salón de la casa y Juanote les sirvió un vaso de güisqui de don Carlos Garrafa mientras él se llenaba sin ningún pudor otro de Chivas Regal de quince años. Se disponía a hablar cuando le sonó otra vez el móvil. Era doña Elvira:
––¿Se han marchado ya los fenómenos paranormales esos? ––preguntó a su hijo con voz agobiada.
––¿Los fenómenos qué? No te entiendo, mamá.
––¡Qué si los fantasmas del Silverio y del Tugurio se han ido ya a tomar viento por ahí, coño, que ya estoy harta de estar en la finca! ¡Aquí me aburro con tanto olivar y arriero apestoso!
––Ah, pues me temo que no ––respondió Juanote ––. A decir verdad las cosas han empeorado porque ahora los muebles corren solos por la casa y han venido varios espíritus, unos hablan en francés y otros en alemán y ruso... En fin, un desacato, mamá.
––¿Coño, qué ha entrado en mi casa la internacional de los fantasmas?
––¡Déjeme hablar con su madre! ––se abalanzó la Palmira sobre el móvil al escuchar la conversación, aunque Juanote la apartó de un manotazo.
––¿Quién está contigo, hijo? Me ha parecido escuchar una voz familiar.
El alcalde aprovechó para ponerse aún más dramático:
––¡Es otro espíritu horrible y sin cabeza que ha llegado nuevo y me está atacando! ¡Yo me voy de la casa ahora mismo, adiós , mamá!
Juanote apagó del todo el teléfono y se pasó la mano por el rostro, resoplando. Cuando levantó la mirada advirtió que sus dos socios le observaban espantados.
––¿Pero qué os pasa ahora? ¿Por qué me miráis con esa cara?
––¡Qué yo también me voy pero que ahora mismo! ––exclamó Papelinas con los vellos como escarpias –– ¡La casa está embrujada!
En ese instante la Palmira se incorporó y, como una sonámbula, comenzó a recitar de manera lúgubre:
––¡Difuuuuntos del otro muuundo, regresad a vuestras frías y eteeernas moraaadas...!
Juanote aulló fuera de sí:
––¡¡Bastaaa!! ¡Queréis atenderme de una puta vez y dejar de hacer el gilipollas!
––Pero, ¿y los fantasmas? ––preguntó Papelinas con voz trémula.
––¡Que no hay fantasmas! ¡Qué sólo pretendo mantener a mi madre alejada de la casa, coño!
Resuelto el entuerto, el alcalde explicó a sus compinches los pormenores que había pensado para la siguiente aparición mariana:
––En esta ocasión, la cosa deberá ser más efectista y contundente ––dijo, tras encender un cigarrillo y relajarse sobre el respaldar del sofá –– Veréis, ahora la aparición irá acompañada de un milagro.
––¿De un milagro? ¿Y de dónde sacaremos un milagro? ––preguntó Papelinas todo apurado.
––Pues tú mismo ––repuso Juanote –– ¿Acaso no conoces a nadie que quiera hacerse el cojo o el ciego por cincuenta euros?
––¡Por cincuenta euros te hago yo el preñao!
––¡Eh, eh, que si es cuestión de una "preñaura", la indicada soy yo que para eso soy mujer! ––protestó la Palmira.
––Que nooo, que vosotros ya tenéis vuestro papel asignado en el asunto –– intervino Juanote, cargándose de paciencia –– Deberá ser alguien en quien podamos confiar y no nos la juegue, ¿comprendido, Papelinas?
––Bueno, yo conozco a uno, al señor Chapas. Ese encajaría bien ––comentó Papelinas, rascándose profusamente sus partes.
––¿El señor Chapas? ¿Por qué eso de señor Chapas? ¿A qué se dedica el tipo ese? ––le interrogó Juanote, desconfiando del tratamiento aquel.
––No se dedica a nada, Juanote. Simplemente le gusta que le llamen así. El pobre está podrido de los pulmones y echa unas chapas que te ahogas en ellas. ¡Qué asco, tío!
––Ah, bien. Pues ese nos puede valer. Tráetelo mañana mismo y le enseñaré lo que tiene que hacer.
––¿Y yo también me tengo que traer a alguien? Conozco a una...
––No, Palmira. Tú de momento te vas a tu casa y procura salir lo menos posible. Mañana por la noche ensayaremos con ese Chapas la actuación del próximo sábado. Y sobre todo, ándate con cuidado de lo que cuentas por ahí. Cuanto menos le des a la sin hueso, mejor que mejor, porque nadie debe sospechar ni por un instante nuestra movida.
Capítulo XXVIII
Cuando abandonaron la vivienda, Juanote se sintió agotado, exhausto. Puso la televisión para relajarse un poco y enseguida apareció un tipo de una cadena de noticias que, con sonrisa de oreja a oreja, enumeraba los desastres cotidianos de siempre, bombazos, matanzas, destripamientos, hambrunas, invasiones, terremotos y, como nuevas catástrofes, la quiebra de los bancos estadounidenses y de los europeos y las hazañas de los grandes y más ricos chorizos del mundo mundial desvalijando el planeta a gogó y sin piedad, y con cara de no haber roto un plato en su vida. “Las culpables de todo son las subprimes y los paquetes tóxicos” ––aseguraba el muñeco parlante con pretensiones de periodista, como si los paquetes tóxicos y las subprimes esas fueran plagas venidas directamente del cielo y no de la banda de facinerosos y criminales que gobierna el mundo.
A pesar que Juanote no comprendía muy bien todos estos tinglados financieros, sonrió al saber que él no era el único ladrón y estafador en el mundo y que muchos le llevaban una envidiable ventaja en tales menesteres. Entonces se le ocurrió que si la cosa le funcionaba bien con lo de la Ensenada, se haría banquero porque en definitiva eran ellos los amos del universo universal. Los banqueros podían comprar, vender, robar, quebrar sin ninguna cortapisa ni temor porque siempre tendrían de su lado, no sólo la socorrida legalidad democrática, adalid de la Gran Propiedad Privada –– que entre otras cosas les permite toda clase de atropellos y vandalismos––, sino que también a los Gobiernos pútridos, vendidos por cuatro perras para cubrirles las espaldas con el dinero de todos los currantes y desgraciados del orbe orweliano.
Sin embargo, las alarmantes noticias sobre el cataclismo económico hizo que Juanote sintiera cierta inquietud al considerar que la inmensa debacle pudiera afectar al proyecto que llevaba entre manos, ya que, en España, la hecatombe estaba dando al traste con el inmenso chollo del ladrillo. Pero enseguida se tranquilizó al considerar que su negocio estaba amparado por la virgen, y esto le proporcionaba, sin duda, un valor seguro. De esto daba buena fe una Iglesia, que tras miles de años vendiendo humo continuaba a la sazón incólume y podrida de poder y dinero. Y es que en épocas de sangrantes carestías, tanto la religión como los juegos de azar se comportan como auténticos valores al alza. Al final todo el mundo quiere escapar de la miseria, sea con rogatorias a Dios y al santo de turno, o gastando el dinero que no tiene en lotería y otros juegos fatuos por si eso de la suerte.
Estos pensamientos fustigaron por un momento la fantasiosa mente del alcalde, que acarició, incluso, la posibilidad de hacerse Papa y tirarse la gran vida rodeado de riquezas y de putas de lujo en el inmenso palacio del Vaticano. ¿Y por qué no? ––se preguntó ––. Lo mismo si le hacían santo, como había pronosticado la Palmira, podía conseguirlo. Todo era cuestión de proponérselo.
Aburrido de tantas y siniestras noticias, apagó la caja para subnormales y se fue a dormir con la certera intuición de que las jornadas venideras serían de lo más agotadoras. Y no se equivocó porque desde las primeras luces del nuevo lunes, su móvil no paró de funcionar. Mientras desayunaba su pulcro y dietético vaso de frutas atendió una de las llamadas más insistentes que resultó ser –– cómo no ––, la de Carajote. Éste se encontraba muy nervioso cuando le comunicó que el Ayuntamiento estaba lleno a rebosar.
––¿Lleno? ¿Lleno de qué? ¿De qué me hablas, tío? ––repuso Juanote.
––Han venido todos los presidentes de las Hermandades, de las Asociaciones de Vecinos, el párroco, las monjitas del convento del Tírate al Precipicio, periodistas de la capital, gente que quiere saber lo que pasó el sábado en la Ensenada.
––¡Está bien, está bien! ¡Déjame pensar!
––¡Pues piensa por el camino! ¡Vente para acá porque yo no puedo contenerlos por más tiempo!
Juanote apagó el móvil y comenzó a despotricar de cómo la gente podía ser tan gregaria y estúpida. Sin dejarse llevar por las prisas, se duchó y afeitó tranquilamente mientras le daba vueltas a la perola de lo que debía de contar sobre el milagro de la Ensenada. Realmente lo que más le preocupó fue la prensa. Con esa gente, que sólo vivía del chismorreo y la maledicencia, se prometió cogérsela con papel de fumar.
Una vez perfumado y embutido en un marfileño traje de lino colonial con corbata de piel beige a juego, nuestro singular alcalde se dio un magistral toque de gomina en el pelo y marchó al garaje. En poco menos de diez minutos se presentó en el Ayuntamiento y quedó sorprendido ante el tumulto que se hacinaba a sus puertas. Cuando descendió del vehículo, los más humildes, que casi siempre suelen coincidir con los más crédulos y cretinos ––el mundo va como va por culpa de los crédulos y cretinos, que siempre son abrumadora mayoría ––, comenzaron a corearle "!Santo, santo!". Juanote pasó fugaz entre ellos, saludando a lo fhürer y se abrió camino sin contemplaciones a través de la marea de micrófonos y flashes que asediaban la puerta Consistorial. El interior estaba todo alborotado y había gente por todos los lados y rincones que aparecían y le tocaban y le sonreían de la manera más tontaina. El párroco de Pozopodrido, que acechaba como un cuervo embuchado en el rellano de la escalera, le asaltó cogiéndole por el brazo y reclamó su derecho a ser el primero en obtener audiencia, pero Juanote se desembarazó bruscamente de él, refugiándose rápidamente en el despacho. Allí aguardaba Carajote, de pie, frente a la balconada.
––¡Esto es increíble! ––exclamó el alcalde sentándose en el sillón.
Carajote se volvió y, tras mirarle unos instantes de forma rara, dijo con su odioso retintín:
––¿Digo yo que no será más increíble que la virgen se aparezca en esta mierda de pueblo?
Juanote acusó la malévola insinuación de su teniente alcalde. Estaba claro que no podía dejarle al margen por más tiempo.
––Está bien. Te voy a dar una participación del diez por ciento en el negocio –– le dijo mientras curioseó algunos papeles de la mesa.
Carajote se le acercó, entonces, con más cara de palurdo que de costumbre y preguntó tras forzar la clásica sonrisa del que no sabe pero intuye:
––¿Pero de qué negocio me hablas?
––¡Coño, el de la Ensenada! ––respondió el alcalde con mal humor.
––¿Entonces lo de la aparición de la virgen...?
––Sí, es todo un montaje. Eso ya lo habrás supuesto, ¿no?
Carajote se sentó en una silla, totalmente estupefacto. Su envidiosa admiración por Juanote creció lo indecible cuando comentó:
––Claro. Ahora entiendo que me dieras tanta vara con lo de Fátima. ¡Joer, tío, tengo que reconocer que eres un crak!
––Bueno, pues ahora ya lo sabes ––encendió Juanote un cigarrillo.
––Pues me tienes que dar el veinte ––exigió, Carajote, por si caía esa breva.
––¿El veinte...? ¿El veinte de qué...? ¿Por hacer el qué...? ––reaccionó Juanote con mirada un tanto torva que enseguida enfrió la pretensión de su segundón de a bordo ––. En verdad no te necesito para nada. La idea y los terrenos son míos. Con el diez ya vas que te matas y quiero que sepas que lo hago por tu padre. O lo tomas ahora o lo dejas.
Carajote comprendió al instante que con el formidable buitre que tenía delante no había nada más que rascar y se plegó al trato de plano.
El escándalo de afuera recordó al alcalde que debía decidir qué hacer con toda la marea humana que esperaba más allá del despacho, y entonces ordenó a Carajote de forma expeditiva:
––Mete a toda esa gente en el salón de Plenos.
––¿En el salón de...? ¡No cabrán todos!
––Ese no es mi problema. Llama a la Local para que ponga algo de orden si es preciso.
––La Local no vendrá porque no ha cobrado.
––¡Pues llama a la Guardia Civil, a la Policía Montada del Canadá o qué se yo! ¡Solucióname el problema, Carajote, y no me pongas más pegas, coño! ––aulló el alcalde, dando manotazos en la mesa.
Poco después, una compacta y sudorosa masa humana se estrujaba en el salón plenario con la respiración contenida de emoción, como si esperara ver salir a la Esperanza de la Macarena. Las Hermandades, el párroco, el sacristán y las monjitas del Tírate al Precipicio ocuparon por derecho divino los asientos de la primera fila y todos aguardaron expectantes algún atisbo de movimiento en los vacíos sitiales de los concejales y del sillón del Alcalde, que comandaba el centro del escenario. Unos minutos después, que a la mayoría le parecieron eternos, apareció Juanote por un lateral de la atalaya y fue entonces cuando los aplausos y los relámpagos de las digitales cayeron sobre él de manera que éste se sintió como una primerísima y espectacular estrella del rock. Cuando comenzó a hablar, toda la personalidad de Juanote se creció a medida que su verbo trascendía misteriosamente, como poseído por el espíritu de algún sublime predicador catedralicio. Pero el momento cumbre fue cuando comenzó a relatar a los presentes el mensaje de la virgen dirigido al pueblo pecador de Pozopodrido de la Ensenada. En esta ocasión su rostro se transformó, y sus dedos y manos se agitaron, crispados, al tiempo que su inflamada retórica se tornaba vibrante y devastadora como un incendiario sermón del mismísimo Fray Diego José de Cádiz, que puso a los presentes los vellos como escarpias. Todo el mundo se incorporó de sus asientos, y con los ojos como cebollas de tanto llorar por sus asquerosos pecados, aplaudieron a rabiar mientras las monjitas, que ya creían estar en el cielo, entonaron, cual malsonante y enlutado coro de urracas, una temblona salve ante la promesa de redención espiritual de Pozopodrido de la Ensenada y del país entero si hacía falta.
En uno del los momentos del apoteosico acto, Juanote desveló que habrían más apariciones marianas en Pozopodrido de la Ensenada y que, incluso, se produciría algún que otro milagro. Cuando terminó de hablar, intentó zafarse de las preguntas de los periodistas, escapando por donde había entrado, pero antes de conseguirlo escuchó la bizarra voz de uno del Heraldo de los Príncipes que le preguntó a bocajarro:
––¿Conserva aún el manto de la virgen, alcalde?
La gente quedó expectante y contuvo el aliento mientras Juanote se giraba lentamente, y con mucho teatro, trataba de improvisar la respuesta más conveniente. Para ganar tiempo, sonrió como el que no ha escuchado bien y preguntó:
––¿El manto...?
––Sí, el manto que le llegó del mar y que todos vieron que usted lo recibió.
––¡Ah, sí...! ¿Y quién cree usted que lo tiene ahora? –– comenzó Juanote a vacilarle sin perder su burlona sonrisa.
––Bueno, es usted quien lo tiene que decir. No soy adivino, señor alcalde.
––¡Su pregunta, además de estúpida, es de lo más tendenciosa! ¿Pues quién ha de tener el manto? ¿Ha visto usted alguna vez una virgen sin su manto? ¡Además de ateo es usted un gilipollas de cuidado, amigo mío! ––machacó, Juanote, arropado por el cerrado aplauso de un foro totalmente integrista y deseoso de una nueva cruzada.
Ni que comentar tiene que no hubo más preguntas y el periodista tuvo que abandonar precipitadamente el salón por temor a ser linchado en medio del general abucheo y con más de un pescozón en el cogote. Tras el incidente, la turba comenzó a aplaudir rítmicamente mientras coreaba:
––¡¡Juanote, alcalde y santo!! ¡¡Juanote, alcalde y santo!! ¡¡Plas, plas, plas...!!
Envuelto en un ambiente de histerismo colectivo, el alcalde elevó sus brazos como un perturbado chamán de una enloquecida iglesia evangelista, y se dejó bañar durante unos minutos por las insistentes y desaforadas aclamaciones que santificaban su nombre. Arropado en todo momento por su inquietante sonrisa, Juanote tuvo meridianamente claro que tenía a todo el pueblo en el bolsillo.
Cuando concluyó el acto, el alcalde abandonó rápidamente el Consistorio mientras aquella impresentable tropa, comandada por el párroco preconciliar, se desparramó por las calles del pueblo entre cánticos y bendiciones a diestro y siniestro. Pozopodrido parecía regresar a sus ancestros religiosos, acontecimiento bastante peligroso para comunistas, anarquistas, masones, mariquitas licenciosos y gentes de mal vivir, que enseguida otearon el peligro y corrieron a esconderse en los armarios y sótanos de sus casas no fuera a ser que algún nostálgico le diera por reeditar los temibles “paseillos”. En verdad el pueblo daba miedo con tanto rosario en mano y escapulario al pecho.
Capítulo XXIX
Juanote había escapado de esta atmósfera irrespirable, haciéndose acompañar por su primer teniente alcalde. Había pensado invitarle a comer en la ciudad y aprovechar para explicarle los prolegómenos del negocio. Ya casi estaban llegando cuando le sonó el móvil a Carajote y al cogerlo se le descompuso el rostro, pasándole de inmediato la llamada al alcalde.
––¿Quién es?
––Es el Presidente. Quiere hablar contigo ya.
––¿Qué Presidente? Dile que estoy conduciendo, que llame más tarde.
––¿Estás loco, tío? ¡Es don Chavitos, el Presidente de la Autonomía y está muy cabreado!
––¿Y qué quiere el tipo ese?
––¡Y yo qué sé! ¡Ponte de una vez!
Juanote aparcó el coche a un lado de la carretera y cogió el móvil de mala gana.
––¡Aló, Presidente!
––¡Oye, mamarracho! ––le espetó el Presidente ––¿En qué partido crees que estás? ¿Qué cuento es ese que te traes con las apariciones de la virgen?
––¡Eh, eh,!... No me hable en ese tono porque no se lo permito ni a mi madre, que ya es decir ––le chuleó un Juanote henchido de gloria.
––¡¡Como te atreves, alcalducho de mierda!! –– berreó don Chavito al otro lado –– ¡Mañana te quiero ver en mi palacete a las diez de la mañana y vas a saber lo que vale un peine!
––Pues va a ser como que no, Presidente ––respondió, Juanote, tranquilamente.
––¡¡¿¿Cómo??!!
––Lo que oye. Esta semana la tengo muy apretada. Tendría que ser para el lunes de la que viene. Si quiere lo toma o si no lo deja.
––¡¡Me cague en santo Tomás de Arguindola!! ––aulló el Presidente –– ¡Te estás jugando la alcaldía y las habichuelas, niñato de mierda! ¡Cuando acabe contigo no te van a encontrar ni en las alcantarillas...! ¡Está bien, te espero el lunes a primera hora sin falta!
Cuando Juanote cerró la llamada y se giró a Carajote para devolverle el móvil, éste se encontraba totalmente hundido en el asiento y con los pulgares taponándose las orejas. Y es que le pareció inconcebible que Juanote le hablara de aquella manera al todopoderoso Presidente de la Autonomía. El alcalde enderezó entonces el vehículo para continuar el camino y comentó con su insoportable sonrisa:
––Hoy a don Chavitos le sentará mal todo lo que coma... ¡Que se joda!
Carajote se secó el abundante sudor que resbalaba por su frente e intentó afear la conducta de su compañero:
––Lo que has hecho no está nada bien, Juanote. Don Chavitos es el compañero Presidente además de Secretario General de nuestro partido, el más votado del país, y es normal que se preocupe de lo que ocurre en nuestro pueblo. Además, nuestro partido se declara de izquierda y laico y eso que te llevas con la virgen...
––¡Anda ya, Carajote! –– le interrumpió el alcalde –– Nuestro partido no es na de na. Lo único que le interesa, como al resto, es el poder y la pasta gansa. ¿O es que don Chavitos, ahí donde lo ves, le mueve algo más que no sea su añosa poltrona? ¡Lleva el tío más de un cuarto de siglo aferrado al poder como una garrapata! El P.O.T.E., amigo Carajote, no es más que un negocio como otro cualquiera aunque mucho más lucrativo y eso lo vamos a comprobar nosotros muy pronto.
Carajote quedó un tanto consternado con la respuesta de su compañero. En realidad no llegaba a entender como un novato podía haber aprendido tanto en tan pocos meses.
Durante la comida, el alcalde se interesó por conocer los artilugios legales para poner en marcha lo de la Ensenada, consciente de que según como lo hiciera, podía poner en grave riesgo los inmensos beneficios que, sin duda, prometía la suculenta operación. Carajote, que además de sus años de municipalismo había tenido en su padre un gran maestro en toda clase de chanchullos habidos y por haber, de estas marrullerías sabía bastante.
––Hombre, de cómo gestionar el negocio depende mucho de lo que tengas pensado y hasta donde quieras llegar ––explicó el primer teniente alcalde ––. En lo que se refiere a que el Ayuntamiento recalifique esos terrenos, no vamos a tener muchos problemas si contamos con el Gobierno y con el voto del viejo Manubrio.
––El comunista votará que sí –– se apresuró Juanote en responder ––. El viejo está loco con la idea de ganar pasta, pero ¿y el Gobierno?
Aquí Carajote dio un pequeño bufido que se podía traducir como una posible complicación.
––Bueno, el Gobierno y después de la bronca que has tenido con don Chavitos... Desde luego si mantiene la protección de los terrenos no hay nada que hacer. Eso me imagino que lo sabrás.
––Pero se le podía untar manteca a alguien, ya sabes ––sugirió Juanote.
––Sí, pero a quién.
––A don Chavitos, por ejemplo, que es el mandamás.
Carajote soltó los cubiertos como fulminado por un rayo, y espetó:
––¿Estás loco, tío? ¿Vas a sobornar al Presidente?
––¿Por qué no? Todo el mundo tiene su precio.
––Ni lo intentes, compañero o te quedarás sin negocio. don Chavitos es un tío de izquierdas, legal y honrado. Los demás no sé, pero él...
––Déjate de coñas, Carajote. Lo que tengo claro es que sin la seguridad de una recalificación nada se puede hacer. La compra de los terrenos aún siendo como tú dices, rústicos, me cuestan una fortuna. Tengo que tener claro el asunto antes de invertir y por eso he puesto en marcha lo de las apariciones de la virgen. Ahora tengo a todo el pueblo a favor de mi proyecto y eso puede presionar al Gobierno.
Carajote, que no estaba acostumbrado a movidas de tan altos vuelos, quedó con la boca abierta ante la audacia del alcalde.
––Ahora lo entiendo. Por eso te estás montando lo de las apariciones. Eres genial, tío. Está claro que si tienes a todo el pueblo detrás, lo más probable es que el Gobierno acceda a esa recalificación.
Juanote bebió el rioja de su vaso y luego mostró su extrañeza a Carajote:
––Lo que no comprendo es como no has deducido antes que la movida de la virgen iba en esa dirección. Te creía más listo, hermano.
––Y yo qué sé, Juanote. Eres un tipo tan extravagante.
––Está bien, prosigamos ––continuó el alcalde ––. Imaginemos que el Gobierno accede a la recalificación. El proyecto va a suponer muchos millones de euros, quizás más de los que estimó en su momento tu padre. Pero claro, he supuesto que no podré gestionarlo personalmente siendo yo alcalde.
––Bueno, podías crear una empresa fantasma y buscarte un mariachi que de la cara como administrador único, o también poner en marcha una SICAV truculenta de esas con base en un paraíso fiscal y que pague una mierda de beneficios a Hacienda, aunque en este caso necesitarías contar con al menos cien mariachis y eso es más complicado.
––Oye tú, que lo que busco es montar una empresa no cantar rancheras ––protestó Juanote con tanto mariachi.
––No, Juanote. En estos negocios, el mariachi es como decir el hombre o accionista de paja, el tapadera, el que da la cara a cambio de pasta, ¿comprendes? Yo podía ser tu mariachi si no fuera un concejal muy conocido en el pueblo. Bueno, y una vez tuvieras resuelto este primer paso, habría que buscar después financiación para el proyecto, aunque esto sería lo más fácil porque los bancos y cajas son verdaderos buitres en olfatear y apoyar negocios como el que llevas entre manos donde se puede sacar mucha pasta. También y como última opción, podrías renunciar a la alcaldía para dar tú mismo la cara en el negocio. Total, para qué quieres continuar de alcalde si te vas a forrar de millones.
––No, no. Yo no renuncio a ser alcalde.
––Pues entonces, tú mismo ––repuso Carajote algo molesto, ya que por un instante acarició la idea de sucederle en la alcaldía. Pero ese “tú mismo” no le gustó nada a Juanote y así se lo manifestó:
––Esa no es la respuesta que esperaba de ti ––le dijo con expresión severa –– Porque entonces, ¿para qué te necesito? En este negocio cada uno tendrá que hacer su papel, y tú tienes que ganarte tu diez por ciento ––que no es poco –– buscando la mejor manera de montarme este chollo.
––¿Y qué es lo que tengo que hacer? –– se quejó Carajote –– Ya te he contado todo lo que sé.
––Bueno, pues continúa buscándome las mejores artimañas para ganar el máximo dinero posible con el menor riesgo. ¿Entendido? No olvides que de ese dinero tú te llevarás el diez por ciento. Ese será tu trabajo y quiero una solución satisfactoria para la semana que viene.
––Podría hablar con el abogado de confianza de mi padre. Él era el que le asesoraba con las historias del PGOU ––comentó Carajote.
––Yo no me fiaría mucho de ese abogado. Al fin y al cabo tu padre está en la cárcel, ¿no?
...continuará.
A UN MOVIMIENTO DEL TABLERO SIRIO.
El último cartucho de los terroristas para ganar tiempo en Alepo lo han defendido Francia y España en una impresentable resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU que ha sido logicamente tumbada por Rusia. Ya no se vislumbran más recursos diplomáticos para detener una espiral enloquecida hacia la destrucción patrocinada por EEUU y sus miserables monaguillos.
La apuesta rusa, lejos de achicarse ante las amenazas y bravuconería occidentales, sube de nivel y el Kremlin lanza un órdago en forma de ultimatun al imperio, algo que hasta hoy era impensable. Rusia pone condiciones a Washington y le exige que se acomode a los nuevos tiempos. Que se olvide de su psicópata actitud de actuar como el amo del mundo porque ya ha dejado de serlo y le lanza un guante retador que aún no se ha atrevido el yanqui a recoger. Si EEUU no responde se afianzará su derrota no solo en Siria, aunque si lo hace su respuesta militar puede ser brutal hasta el punto de entrar en una guerra termonuclear en pocas horas.
En estos momentos la administración Obama y el Pentágono está buscando con desesperación esa brutal respuesta que ponga punto final a la insolencia rusa y al grave entredicho en que se encuentra en estos momentos su liderazgo mundial. Porque prácticamente ya está todo dicho en Siria y las cartas de cada cual permanecen boca arriba. Alepo será el final donde se dirima el vencedor de esta trágica contienda en la que se bate el futuro del mundo que conocemos.
Alepo, ciudad siria, está a punto de ser recuperada por el Estado sirio. Es lo mismo que si Marsella hubiera caido en manos de unos terroristas foráneos y salvajes y estuviera a punto de ser reconquistada por el Estado francés ¿No sería lo legítimo? ¿No deberíamos alegrarnos todos llegado el caso?
Bueno, pues en el caso de Alepo la basura de comentaristas y medios occidentales, verdadera ralea de perros a sueldo de la élite, dice que no es legítimo y quieren hacer creer al mundo que Alepo, por lo demás importante ciudad siria ocupada y esclavizada por el EI y las bandas terroristas, incluidas las "moderadas" está siendo masacrada por el presidente Asad, al que ponen como un terrorista que se dedica a matar niños y a bombardear hospitales de su propio pueblo como el otro día quería hacernos creer la corrupta e indecente cadena pública TVE-1 de España. Las cadenas privadas van a la zaga en eso de vomitar las mentiras de siempre. Ya no hablan ni denuncian la barbarie de los islamistas ni de sus salvajes y abyectos crímenes. Ahora solo les interesa denostar al Presidente sirio y a los malísimos rusos [¿Por matar a los muchachos terroristas de McCain?]
Otra vez se repite la misma infamia criminal empleada para los monstruosos fines del imperio. La misma que usaron contra Libia, Irak Afganistán y Yugoslavia. ¿Cuántos niños y civiles inocentes murieron masacrados por la OTAN y sus demócratas?
¿Dónde estaban por entonces estos medios, hoy tan respetuosos por los derechos humanos en Siria?
Occidente es una jauría de psicópatas muy peligrosa. La desgracia es que vivimos en este hemisferio mucha gente de paz que tenemos que sufrir las terribles consecuencias de nuestros criminales gobernantes.
Estamos a un solo movimiento del tablero para que esta locura se desate en una guerra termonuclear que nos achicharre a todos. Y lo asombroso es que la inmensa mayoría de la gente da la espalda a este peligro inminente. No protestan por sus vidas. No dicen nada. Es como si estuvieramos todos drogados.
Saturday, 8 October 2016
S.J.Alcalde y Mártir. (Capítulos 24-25-26)
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Capítulo XXIV
Una vez en la calle, el alcalde se limpió con asco las babas de sus manos y tras mirar la hora llamó a Papelinas para comprobar si había conseguido el material:
––¿Tienes el maniquí y la ropa?
––El maniquí, el camisón, la capa, las bragas... Lo tengo todo en la furgonetilla, Juanote.
––Bueno, pues vete al hotelucho y espérame allí que yo salgo ahora mismo del pueblo y en menos de una hora estoy contigo. ¡Ah, y llévate algo de nieve de la guapa.
––Si no me das dinero... Tengo que buscarme un nuevo proveedor.
––Está bien, olvídate.
Cuando Juanote llegó al hotel, encontró a su secuaz sentado en el cutre vestíbulo junto a lo que parecía una momia envuelta en papeles de periódico.
––¿Pero, qué llevas ahí?
––¡Cóño, el muñeco! ¿Qué voy a llevar, cohones?
––¿Y la ropa?
––Aquí, en esta bolsa la llevo.
––Pues venga, subamos a la habitación y me lo enseñas todo –– echó Juanote escaleras arriba.
Una vez en el cuartucho, Papelinas comenzó a desnudar cuidadosamente el muñeco de su envoltorio y mientras lo hacía, Juanote observó el ridículo traje de mercadillo que llevaba puesto y la hortera corbata de floripondios, cuyo nudo asemejaba al de un desesperado de la vida. Se burló:
––¡Mira que eres ridículo vistiendo, tío!
––¿Lo dices por mi traje? Tío, yo no me puedo comprar esas mariconadas que llevas tú.
––Es que siempre han habido clases, Papelinas ––se recochineó el alcalde ––. Pero al menos podías comprarte ropa de tu talla, que pareces un Cantinflas del tres al cuarto. Bueno, termina de desenvolver el muñeco y vístelo mientras bajo a la cafetería del vestíbulo por una botella de algo para chupar.
Cuando a los pocos minutos Juanote regresó, se topó con el maniquí vestido en medio de la habitación y por poco le da algo.
––¡Joder, qué espanto! ¿De dónde has sacado eso, maricón? ¡Menudo careto tiene! ¡Con la nariz carcomida y esa boca pintarrajeada de rojo...! ¡Parece un drácula, coño!
––Bueno, bueno. Pensé que pintándole un poquito los ojos y la boca...
––¿Y esa ropa que lleva? ¿Se la robaste a un sin techo o a alguien del Vacie? ¡Apesta a kilómetros! ¡Te dije un manto azul y no una manta cuartelera!
––Bueno, tampoco se va a notar tanto en la oscuridad. Por la noche, todos los gatos son pardos.
Juanote le arreó, entonces, una colleja y le gritó:
––¡Imbécil! ¡Habrá que iluminarla! ¡Si es una aparición nocturna habrá que iluminarla para que la gente la vea...! –– después Juanote pareció reflexionar un instante y se preguntó ––El problema es cómo la vamos a iluminar.
––Podíamos utilizar linternas ––comentó Papelinas rascándose el cogote.
––Sí, en algo parecido estaba yo pensando. Las linternas se podían poner en la parte de abajo del maniquí. Aunque habría que ver antes el efecto que hace ––repuso Juanote, mientras observaba el engendro aquel.
Las luces podían ser de colores y que fueran intermitentes, pis, pas, pis, pas... Quedaría chulo, ¿no crees, Juanote? ––apuntó Papelinas con ánimo de congraciarse.
––¡Que estamos hablando de la aparición de la virgen y no de una verbena, cacho animal!
––¡Está bien, Juanote, pero no me des más cates en la cabeza que tengo esa parte del cuerpo muy senseble y me mareo enseguida.
––Conque senseble, ¿eh? ¿También tienes senseble los cojones? ––le arreó una tremenda patada en la entrepierna que hizo que el poca monta rodara por el suelo, aullando de dolor. Juanote entonces se ensañó con él –– ¡Te he dado doscientos euros para que compres material de primera! ––le arreó otra en la espalda ––¡Quiero una ropa en condiciones, un camisón blanco y una capa celeste, ¿lo tienes claro? ––le pisó la cabeza con el tacón del zapato ––¡No me traigas más esa basura arpillera porque te la hago comer fibra a fibra!
––¡Ay, ay! ¡Me vas a matar, tío! ¡No me pegues más, por favor! ¡Haré todo lo que me dices! ––suplicó, Papelinas, intentando refugiarse bajo la cama.
––Bueno, pues ahora que supongo tienes bien aprendida la lección, coge el muñeco y llévatelo para vestirlo como Dios manda. Compra también linternas nuevas que iluminen bien y mañana por la noche nos reuniremos de nuevo.
Papelinas se incorporó hecho un cisco y, tras mirar con temor a Juanote, cogió el maniquí para marcharse. Ya en la puerta el alcalde recompuso el maltrecho traje del pillo y luego fue amenazador cuando dijo:
Espero que por tu bien hayas captado mi mensaje, Papelinas.
––Sí, sí... Lo he captado, Juanote, lo he captado estupendamente.
––Pues hasta mañana entonces.
Al día siguiente por la noche, y aprovechando que doña Elvira se había marchado a pasar un largo fin de semana a la finca, Juanote citó en su casa a Papelinas y a Palmira para ultimar los detalles del esperpéntico evento. Papelinas fue el primero en llegar y expuso, muy nervioso, el muñeco vestido con las ropas indicadas por Juanote. Éste dio una vuelta completa al maniquí en el momento que llegaba la vidente.
––Bueno, ahora con esta ropa parece que no queda del todo mal ––dijo, buscando la aprobación de la Palmira.
––Pero el rostro de ese muñeco da escalofríos, alcalde –– repuso ella con expresión de temor ––Con ese manto en la cabeza parece la parca en vez de la virgen. ¡Qué horror de muñeco!
––De noche todos los gatos son pardos, Palmira. De momento nos servirá para esta primera función del sábado y ya Papelinas, por la cuenta que le trae, buscará otro maniquí más decente ––zanjó Juanote, ansioso por explicar con detalle el plan que había establecido para la primera aparición. De este modo rescató de su bolsillo una especie de chuleta e hizo sentar a los presentes con ridícula solemnidad ––.Y ahora quiero que prestéis mucha atención para que no haya ningún fallo la noche de autos: tú, Papelinas, transportarás el muñeco a través de la pinada hasta alcanzar el mar, procurando en todo momento no ser visto. Una vez en el sitio adecuado, fijarás la imagen, de pie, sobre una tabla y colocarás a continuación las linternas bajo las ropas. Después esperarás a que sean las doce de la noche y a esa hora, ni un minuto más, echas con cuidado la tabla al agua y enciendes las linternas. Luego nadas con sigilo hacia el centro de la ensenada y encaras la virgen mirando hacia la playa y la mantienes así durante diez minutos exactos. Procura no acercarte demasiado a la orilla no se os vaya a ver el plumero. Después apagas todas las linternas y te retiras de nuevo hacia la pinada. No olvides guardar a continuación todos los bártulos en la furgoneta y abandonas el lugar a todo escape y sin dejar rastro. ¿Te ha quedado claro, tío? ¿Alguna pregunta?
––¿Y la tabla? De eso no me habías dicho nada, Juanote.
––¡Joder, qué torpe eres! Es obvio que tienes que buscarte una tabla o un palé de madera con un mástil para amarrar el muñeco. ¿Tan difícil es?
––Está, está claro, Juanote. Pero, ¿y si de pronto viene una ola gigante y lo jode todo? ¿Un tsunami de esos jodidos...?
––¡Déjate de gilipolleces, Papelinas, que te arreo! ¡En la Ensenada no hay olas gigantes, capullo!
––¿Y yo qué tengo que hacer, alcalde? ––apremió Palmira, ansiosa por conocer su papel.
––Tú estarás sentada en los veladores del chiringuito tomándote un refresco. En cuanto adviertas que aparece la cosa en el horizonte te incorporas lentamente y llamas la atención de la gente. Enseguida te montas el teatro y caes de rodillas con gran devoción. Luego gritas que la virgen te está mandando un mensaje y finges un trance de esos de los tuyos. Cuando termine la aparición, te diriges a los presentes y cuentas el mensaje que escribimos ayer.
––¿Y no me puedo tomar un par de cubatas en vez de un refresco, señor alcalde? Es para ponerme a tono.
––¡Ni se te ocurra! ¡Sólo faltaba que el mensaje lo diera una borracha! ¡Os advierto que si alguien lo hace mal, no habrá pasta para nadie!
––¿Y usted dónde estará? ––preguntó la vidente.
––Yo permaneceré en el interior del chiringuito y saldré en cuanto escuche el tumulto. Entonces me dirigiré a ti para que me cuentes el mensaje delante de todos y luego actuaré.
––¿Qué hacemos ahora con el maniquí? Yo no lo puedo dejar en la furgoneta porque mañana tengo que cargar una partida de tomates.
––Está bien. Lo guardaré en la bodega y el sábado lo recoges.
––¡Lo tienes todo pensado, fiera! ––bromeó el delincuente en plan festivo.
––Tú procura hacer bien tu trabajo o esta fiera te rebanará ese pescuezo de tísico que tienes ––repuso Juanote con su talante habitual.
––¡Joer! ¡Hay que ver el subidito que ha cogido el nota éste desde que es alcalde! ––se quejó Papelinas a la Palmira.
––¡Venga, venga! ––apremió Juanote dando un par de palmadas –– Ahora cada uno a su casa que mañana tengo que levantarme temprano.
––¿Puedo quedarme a dormir aquí, señor alcalde? ––preguntó la vidente, entornando sus pastosas pestañas ––Es que vivo un poco lejos y es tarde...
––¡Ni hablar! Te acercará Papelinas a tu casa.
Capítulo XXV
Ese sábado amaneció muy caluroso y el alcalde se frotó las manos pensando en la abundante clientela que abarrotaría esa noche el chiringuito del Manubrio. Después de atracarse de comer en un restaurante de la capital, regresó a Pozopodrido con el ánimo de echarse una buena siesta al refugio de las insoportables calores del sur. Por lo demás, creía tenerlo todo controlado y eso le tranquilizó a la hora de dejarse vencer por el plácido sopor que precede al sueño. Sin embargo estaba a punto de sucumbir cuando un espantoso grito le hizo saltar de la cama totalmente sobresaltado. Se ponía ya los pantalones cuando apareció doña Elvira, jadeando bajo el dintel de la puerta de la habitación, con los pelos encrespados y el rostro desencajado por el terror.
––¿Pero, qué te pasa? ¿Cuándo has llegado? ––preguntó Juanote, alarmado.
––¡Ay, que me muero!
––Pero, ¿qué ocurre?
Los ojos de la mujer se desorbitaron, aún más, cuando respondió:
––¡Está en la bodega! ¡Mi pichurri está en la bodega y ha venido a llevarme con él!
Juanote tuvo claro que su madre había descubierto el muñeco, y se dirigió a ella para calmarla:
––Venga ya, mamá. Eso son imaginaciones tuyas. En la bodega no hay nadie.
––¡Baja! ¡Baja tú y lo compruebas! ¡Lleva un trapo en la cabeza como la muerte canina! ¡Ay, madre santa, viene a llevarme con él!
––¡Bah, la muerte canina, la muerte canina...! Dices cosas de chiquillos. Ahora mismo bajo yo a la bodega, ya verás...
––¡Ten cuidado que lo mismo viene también a por ti! ¡Dicen que los muertos siempre regresan para llevarse a alguien de la familia y aquí ya hemos tenido dos en pocos días!
Juanote bajó, entonces, a la bodega y escondió el maniquí bajo el hueco de la escalera. Mientras lo hacía pensó la forma de deshacerse de su madre, porque podía estropear los planes de esa noche. Decidió decirle que no había visto nada pero que había percibido en la bodega cierto hedor a muerto. Quizás eso la asustara y la hiciera regresar a la finca.
––¿Lo ves, hijo mío? ¡Si yo tenía razón! ––se dirigió muy dispuesta al salón con la intención de coger el teléfono.
––¿A quién vas a llamar? ––corrió Juanote tras ella.
––A la Palmira. Esa mujer sabe de estas cosas.
––Ni se te ocurra ––le hizo colgar el teléfono ––.No quiero a esa clase de gente en esta casa.
La madre giró su embuchado rostro de batracio y miró al hijo con repentino odio.
––¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Mataste a su hermano y ahora viene a vengarse!
––Yo no le maté. Se murió solo ––repuso Juanote con tranquilidad.
––¡Tú le dejaste morir, monstruo!
––¡Ya está bien de historias! ––la zarandeó ––. ¡Debes de estar borracha como una cuba para decir tantas tonterías! ¡Hala, vete a dormir un rato la mona!
––¡Ni hablar! ––se revolvió ella ––. ¡Yo no me quedo en esta casa ni un segundo más! ¡Me vuelvo a mi finca y ya hablaremos cuando regrese!
Cuando minutos después la vio subirse al coche, Juanote respiró más tranquilo. Indudablemente su madre suponía un verdadero incordio para sus planes, hecho que le hizo acariciar de nuevo la idea de quitarla también de en medio, y de camino recuperar su parte de la herencia, aunque pronto la desechó al considerarla demasiado arriesgada en esos momentos. Lo importante era ahora mantenerla alejada de la casa y del pueblo el tiempo necesario para llevar a cabo su plan.
Ese atardecer, Juanote, se encontraba tremendamente nervioso. En realidad necesitaba meterse, al menos, un par de rayas para tranquilizarse y a punto estuvo de llamar a Papelinas para que se las consiguiera al precio que fuese, pero se contuvo. A cambio se sirvió un Chivas triple y se sentó en el jardín de la casa a pensar detenidamente en los pasos que debía seguir una vez los milagros cuajaran en el pueblo y allende sus fronteras. El sofocante calor junto al alcohol le hacía bullir en la mente grandiosas epopeyas, como la de movilizar a todo el pueblo y a los que hiciera falta en una gran manifestación frente al Parlamento Autonómico, exigiendo la recalificación de los terrenos. Conseguido este primer paso, vendría después todo el emporio urbanístico y lo que era más importante, los millones de euros a esportillas.
Juanote sonrió con soberbia frente a las postreras luces de un rojizo crepúsculo empañado de asqueroso calor, y le pareció mentira que unos meses atrás se encontrara en la maloliente fábrica y a las órdenes del cretino de su padrastro. Ahora tenía el convencimiento de que el mundo estaba hecho para los audaces, para los que carecen de escrúpulos, para los que pisan fuerte y saben renunciar a tontunas moralinas que sólo conducen a la mediocridad y a la miseria. En esos instantes, y con la mirada perdida en abyectos horizontes, se sintió como un ganador implacable al que nadie podía detener ya. El móvil le despertó del arrebatador ensueño. Era Papelinas.
––¿Me acerco ya a recoger el muñeco?
––Está bien, vente ya ––respondió Juanote, desperezándose. Después llamó a la Palmira.
––¿Por dónde andas? ––le preguntó.
––Estoy en mi casa ––respondió ella ––. Me estoy poniendo guapa.
––A ver lo que te pones. Debes ir normalita, como siempre acostumbras.
––Ah, pues yo pensaba ponerme un traje largo de noche y un collar de esos de Majórica.
––¡Con delantal, Palmira, con delantal como las pastorcitas! ¡Déjate de trajes de fiesta que la vamos a cagar, leche!
––Lo que usted diga, señor alcalde.
––Recuerda que la aparición tendrá lugar a las doce. A las once y media debes estar en el chiringuito.
Cuando terminó con la Palmira, Juanote, llamó a su madre para saber por donde andaba y con la intención de asustarla aún más para tenerla alejada de la casa el máximo tiempo posible.
––¿Ya estás en la finca, mamá?
––¡Sí, ya estoy aquí de nuevo, oliendo a boñigas y a cagarrutas! ¡Menudo porvenir tengo!
––Pues mira por donde, esto sigue apestando a un muerto que te cagas ––repuso Juanote, intentando mantenerse serio.
––¡Dios nos asista! ¡Eso es que mi pobre pichurri continúa ahí, clamando venganza!
––Y además se escucha unos lamentos de ultratumba horrorosos...
––¡Ay, Juanote de mi alma, no sigas que no voy a poder pegar ojo esta noche! ¡Eso es que la casa está totalmente infestada! Debes de llamar a la Palmira que ella sabe lo que hay que hacer en estos casos...
––No, mamá. No quiero que se enteren en el pueblo. Yo soy el alcalde y una historia así me perjudicaría.
––¿Entonces qué vas hacer?
––Buscaré a alguien de la capital que estudie el asunto con discreción. Eso me llevará un tiempo. Tú no vengas por aquí hasta que lo tenga todo bien resuelto, ¿de acuerdo?
––Sí, eso haré aunque aquí me aburro mucho.
––Tranquila que yo te avisaré en cuanto lo tenga solucionado.
Juanote cerró la llamada con repugnante sonrisa. En ese instante la cetrina palidez de su rostro se recortó en el anochecer con el claror de un fantasma. Se dirigió al interior de la casa y encendió la luz de una coqueta lámpara de mesa dispuesto a esperar a su compinche, Papelinas. Mientras tanto se sirvió otro Chivas, y tras ojear su criminal reloj de pulsera, se sentó en el sofá. Enseguida comenzó a rumiar sobre el negocio, y en esta ocasión para preguntarse si debería gestionarlo él mismo o subastarlo al mejor postor. Sólo los terrenos, una vez recalificados y con el beneficio añadido de las apariciones, podían suponer una inmensa fortuna.
Al poco llamaron al timbre de la casa y Juanote se incorporó para abrir. Papelinas apareció sonriente bajo el marco de la puerta.
––¿Es buena hora para recoger la mercancía?
Los dos granujas marcharon a la bodega, y luego subieron con el maniquí para introducirlo en la furgoneta que Papelinas dejó, previamente, aparcada en la puerta. Después ultimaron detalles.
––Vamos a ver, llevas el muñeco, el palé con el mástil para amarrarlo, las linternas... ––repasó el alcalde.
Papelinas se dio entonces un cate en la frente.
––¿Qué se te ha olvidado ahora?
––¡El bañador, Juanote! ¡Qué se me ha olvidado el bañador!
––Pues a nadar en calzoncillos.
––No llevo calzoncillos.
––Pues con el culo al aire.
––Pero, ¿tú no tienes algún bañador que prestarme?
––¡Que no, coño! ¡Que no te dejo ninguno de mis bañadores de marca para tapar tu apestoso culo! ¿No me dijiste que tenías lombrices?
––¡Joder, Juanote! ¿Y si me pica la churri un bicho o una medusa de esas?
––¡Pues que te vayan dando! Lárgate ya y procura hacer bien tu trabajo porque si no...
––Vale, vale. Ya me voy.
Capítulo XXVI
Tal y como Juanote había previsto, a esas horas el chiringuito del Manubrio se encontraba abarrotado de gente que intentaba escapar de la sofocante noche. El alcalde se asomó a la puerta del local con una cerveza en la mano y comprobó que la Palmira estaba sentada en uno de los veladores, y de animada cháchara con un par de vecinas del pueblo. Al menos ella estaba ya en su puesto. Luego revolvió sus ojos para escrutar la negra pinada, y acto seguido comprobó la hora en su execrable reloj. Faltaban diez minutos para las doce cuando la impaciencia le hizo coger el móvil y llamar a Papelinas. Supuso que éste debía estar preparando ya la pequeña balsa de madera, sin embargo nadie atendió la llamada. Entonces pensó que su secuaz podía encontrarse ya en el agua y giró su nerviosa mirada para concentrarla sobre el horizonte de la pequeña playa.
Pasaron los minutos y llegaron las doce, momento en que la Palmira se incorporó y miró hacia el mar y luego miró al alcalde, que continuaba apoyado en el quicio de la puerta del chiringuito. Pasaron las doce y cinco, las doce y diez, las doce y cuarto y la virgen sin aparecer. Palmira permanecía de pie y giraba continuamente la cabeza hacia el mar y luego hacia el alcalde, y del alcalde al mar, y del mar al alcalde, y así una vez y otra, como un esperpéntico muñeco diseñado sólo para satisfacer estos dos movimientos. La gente pronto se percató de este raro asunto, y comenzaron a murmurar sobre lo que podía haber entre el joven alcalde y la madura pitonisa.
Juanote, con el móvil en la mano, temblaba de furor. Papelinas continuaba sin dar señales de vida. Con el rostro desencajado y más pálido que de costumbre, el primer edil se volvió a la barra y pidió otra jarra de cerveza. Los parroquianos le saludaban y agasajaban, pero él pasaba olímpicamente de todos ellos porque en su cerebro sólo bullía la idea de sacarle las tripas a su compinche nada más le echara la vista encima. En esto escuchó afuera un barullo, y a la Palmira dando voces de gallinácea. Salió al exterior al tiempo de observar la fantasmagórica aparición, flotando en la lejanía del horizonte marítimo.
––¡¡Es la virgen!! ¡¡Es la virgen!! –– se desgañitaba la Palmira, reclamando la atención de los presentes.
En ese instante, Juanote se hizo ostensiblemente presente y, abriendo los brazos con un gesto de actor de tercera, cayó de rodillas exclamando:
––¡¡Aleluya!! ¡¡La virgen visita nuestro amado pueblo, queridos vecinos!!
La gente enseguida le imitó con un silencio impresionante. Todos clavaron los ojos en la espectral y sinuosa mancha luminosa en la que apenas se dibujaba imagen alguna. La Palmira recuperó protagonismo y con voz chillona, berreó como las locas:
––¡¡Silencio todos!! ¡¡La virgen me está hablando!!
Un viento repentino comenzó entonces a soplar del mar y con tal fuerza que arrancó la túnica del maniquí, haciendo que ésta volara hacia la playa para caer en manos del alcalde.
––¡¡Es el manto de la virgen!! ¡¡El alcalde tiene el manto de la virgen!! –– gritaron los presentes totalmente enfervorizados.
Ante aquel imprevisto fuera de guión, Juanote dudó unos instantes aunque rápidamente comprendió que aquello podía beneficiarle y reaccionó:
––¡¡La virgen quiere algo del alcalde de Pozopodrido y por eso me envía su manto!! ––vociferó, paseándose con el manto entre las manos y los ojos transpuestos.
La gente, entonces, se le acercaba para tocar y besar el manto, aunque los más audaces intentaban arrancárselo de las manos. Juanote entonces los apartaba a empujones y los maldecía a diestro y siniestro:
––¿Cómo os atrevéis siquiera a tocarlo, malditos pecadores?
Por otra parte Palmira continuaba en su burdo papel y vociferaba como una vendedora ambulante, reclamando la atención de la audiencia:
––¿Queréis que os cuente el mensaje que me ha dado a mi la virgen? ¿Os lo cuento, si o no?
––¡¡Síííí!! –– gritó al unísono un tumulto totalmente entregado para cualquier cosa.
––Pues os cuento –– se sentó ella con gran ceremonia mientras los presentes comenzaron a rodearla con bobalicona ilusión, como si fueran a escuchar un cuento entrañable, de esos de Maria Castaña o algo parecido ––. Pues bien ––continuó la Palmira ––, la señora me ha dicho que debemos todos rezar mucho para que nuestro querido pueblo de Pozopodrido de la Ensenada se convierta y deje de pecar, y también para que queramos mucho a nuestro alcalde, que es un santo. También me ha dicho que si os portáis bien volverá a aparecerse el próximo sábado, Dios mediante, si hace buen tiempo y no hay luna llena, porque a la virgen no le gusta la luna llena...
Al alcalde comenzaron a rechinarle los dientes. Pensó que aquella imbécil se estaba enrollando demasiado y le inquietó el cariz de patochada que podía tomar e asunto. Para colmo miró al horizonte y aún estaba allí el maniquí en camisón, y ladeándose raramente de un lado a otro como si se tratara de un pingüino o del mismísimo don Manuel. Tanto era así que uno de los presentes, que no le perdía ojo a la aparición, exclamó a voces y entre socarronas risotadas:
––¡¡Más que la virgen, aquello parece un extraterrestre harto vino!!
––¡¡Blasfemo!! ¡¡Maldito impío!! ––reaccionó Juanote como el rayo, abofeteando sanguinariamente al graciosillo aquel ––¿Cómo te atreves a decir que la virgen está borracha, canalla?
La chusma, que advirtió la escena, se abalanzó sobre el desgraciado, que a duras penas pudo escapar de la santa ira de aquellos fanáticos. Cuando en esta ocasión Juanote volvió a mirar al horizonte marítimo comprobó con alivio que el muñeco ya había desaparecido. Entonces respiró más tranquilo e informó al gentío:
––¡¡La virgen ya se ha marchado!! ––gritó a los cuatro vientos sin percatarse de que un moscón curioso se estaba fijando en la etiqueta que llevaba el manto, y que exclamaba después, mofándose:
––¡¡Es del Corte Inglés!! ¡¡La virgen se viste en el Corte Inglés!! [risotadas]
Enseguida Juanote saltó sobre el nuevo incauto, arreándole una patada borriquera en todo los huevos mientras lo maldecía:
––¡¡Maldito piojoso!! ¿Dónde se iba a vestir la virgen, en el apestoso mercadillo donde lo haces tú?
Una vez más, la gente vitoreó la valerosa acción de su alcalde mientras le rodeaba entre gestos conmovedores y susurrantes plegarias. Juanote decidió, entonces, terminar cuanto antes la función, temeroso de que otros listillos comenzaran con más inoportunos comentarios. De esta manera, y con la agilidad de un gato, saltó sobre una de las mesas y desde allí se dirigió a los presentes, arropándose en esta ocasión de sus atribuciones como alcalde del pueblo:
––¡Queridos vecinos de Pozopodrido de la Ensenada! ¡He de comunicaros que en esta sagrada noche y como habéis tenido ocasión de comprobar, se ha producido un portentoso milagro aquí, en nuestra bendita playa de la Ensenada. ¡La virgen nos ha visitado y nos ha prometido hacerlo el próximo sábado. Y en señal de su firme compromiso con este pueblo pecador, ha dejado su santísimo manto en manos de su alcalde, el alcalde de todos. Tengo que deciros que nuestra santísima madre me ha pedido que le construya un hermoso templo para que todos vayamos a rezarle. Y yo, como primer edil de este pueblo elegido, recojo su petición con el compromiso de construir en este bello paraje la basílica más bella que se haya visto jamás de los jamases...
Los presentes no le dejaron terminar y aplaudieron a rabiar mientras coreaban:
––¡Santo, santo, santo...!
En verdad, en esos momentos el rostro de Juanote estaba como iluminado, y mostraba una semblanza tan beatífica y misteriosa como la de San José María Escribá de Balaguer frente a la Banca Vaticana.
Después de su perorata abandonó la playa entre loores de multitud y se dirigió al coche con la intención de regresar a su casa. Estaba contento y al mismo tiempo malhumorado porque se había desbordado el guión previsto para esa primera aparición. Dejó la capa en el asiento trasero y llamó a la Palmira y después a Papelinas para que se reunieran con él esa misma noche. Cuando se disponía a poner en marcha el vehículo, sonó el móvil, comprobando que la llamada era de Carajote:
––¡Sí, dime compañero!
––Vaya, señor alcalde, ya me he enterado de la noticia ––respondió el otro con extraño retintín ––. Ahora comprendo tu jodido interés por preguntarme cosas de Fátima.
––Está bien, Carajote. Mañana desayunamos juntos y hablamos. Ahora es muy tarde.
––Pero, ¿se ha aparecido la virgen de verdad?
––Te he dicho que mañana hablamos ––cortó Juanote la comunicación...
Friday, 7 October 2016
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