Tuesday 18 October 2016

S.J. Alcalde y Mártir (Capítulos 36-37-38 -39)




Capítulo XXXVI

     A esas mismas horas, en un lugar lóbrego y desconocido de la    capital, alguien observaba las portadas de los periódicos de ese día, desparramados sobre una mesa salpicada de restos de comida. Su risotada fue terrible, casi infernal, cuando el anónimo personaje, al abrigo de las penumbras de un infecto rincón, empinó de nuevo la botella del peleón, tragando a borbotones la abominable química. Después de un eructo inmenso y blasfemo se limpió la boca con el envés de la mano y marcó el número de un misterioso móvil:
––Sí, avisa al compañero, lo haremos esta noche –– informó a su oculto interlocutor con cavernosa voz ––Ten lista la furgoneta con las herramientas acostumbradas para tal ocasión, ¿queda claro?
Al colgar, otra horrorosa carcajada cimbreó el ignoto lugar, desconchando aún más sus sórdidas paredes.

 
Capítulo XXXVII

     Ya por la tarde, cuando Juanote dejó a Carajote, decidió subir a la capital porque de pronto le apeteció la idea de buscar a Shaila con la intención de invitarla a merendar. Cogió el coche, muy contento con aquella  repentina decisión, y mientras conducía, se recreó en recordar el bello rostro de la joven musulmana. Por unos instantes, alocadas ideas motivadas por colegiales sentimientos, le invitaban a un hermoso romance junto a la joven. Aunque bien era cierto que él repudiaba a las mujeres como compañía estable, sin embargo Shaila, revestida con aquella fascinante humildad de la que hacía gala...   Ciertamente ella era muy distinta a los sucios pedruscos de carne que estaba acostumbrado a consumir, por eso, cuando pensaba en ella, nunca lo hacía bajo los efluvios de un sexo barriobajero y sucio, si no con un sentimiento extrañamente limpio de toda aquella basura en la que estaba habituado a chapotear. ¿Era eso amor?, se preguntó, sonriendo, mientras su mano acompasaba sobre el volante la música de su aparato de radio. Sí, quizás Shaila lograra romper de algún modo la profunda aversión que sentía por todas las mujeres del mundo mundial, incluida su propia madre.
     Ya en la capital, enfiló su poderoso coche hacia la amplia avenida donde Shaila solía apostarse, y su corazón dio un vuelco al reconocer a lo lejos la delgada y esbelta figura de la joven junto al semáforo. En verdad tuvo que rogarle unas cuantas veces para que abandonara su sitio de trabajo y accediera a subir al coche. Al final ésta aceptó con la condición de no ir más lejos de alguna de las cafeterías que abundaban en la misma avenida.
     Esa tarde de principios de julio se abatió de lo más calurosa con un ventarrón de levante que asolaba fuentes y gargantas. Caminaron juntos unas decenas de metros hasta que encontraron un establecimiento con veladores en su interior y aire acondicionado. Juanote sudaba de tal manera que no paraba de sacar el pañuelo para rebañar de tan molesto líquido su rostro demacrado que parecía sufrir de tisis o de los hígados. Por lo demás, con Shaila a su vera, se sentía rozagante y embargado de una manifiesta sensación de orgullo como nunca antes había conocido; como si a su lado caminara la mejor y más despampanante de las mujeres, y ello a pesar de la insultante sencillez conque la joven vestía su cuerpo, o quizás también fuera por eso. Se sentaron en un velador y Juanote observó embobado el rostro que tenía delante y que, a pesar del calor y del pañuelo ceñido a su frente, se mantenía impoluto de sudor. Luego pidió al camarero que trajera café con leche para él y té con limón para ella con algunas pastas.
     Durante unos minutos, que para el alcalde se hicieron eternos, la pareja permaneció en silencio. La joven apenas levantaba los ojos de la mesa aunque a veces lo hacía para mirar a Juanote de soslayo mientras éste se afanaba en achicar una sudoración que no amainaba ni con el aire acondicionado. También él, con lo osado y cascabelero que solía ser con las mujeres, permanecía sin palabras y sin saber que decir, quizás por temor a meter la pata con su feo hábito de manejarse soezmente cuando se trataba de alternar con hembras. Al fin el alcalde hizo un esfuerzo y abrió la conversación con lo más recurrente y tonto que en tales situaciones vienen a mano:
     ––¿De dónde me dijiste que eras?
     ––Nunca te lo he dicho ––respondió ella sonriendo ––. Soy de Marruecos. Nací hace veinte años en un verde pueblecito del Valle del Sebou y soy hija del ulema Ujda [en las trascripciones voy a obviar el extraño acento de la joven, entre afrancesado y lo otro que dijimos].
     ––Vaya, una respuesta muy completa ––repuso Juanote, forzándose por mantener la conversación ––. Asi que eres hija de ¿un qué has dicho?
     ––De un ulema. En mi país, un ulema es como un sabio o un doctor. Enseña la Sharía, nuestra religión.
     ––Ah, entonces lo ganará bien, ¿no? ––se interesó, enseguida, el alcalde.
     ––No, no. Somos pobres. Vivimos de las aportaciones voluntarias de la gente a la que enseña mi padre. Ahora la cosa está muy mal allí. Yo he tenido que venir a tu país para intentar ganar algún dinero y mandárselo a mi familia. Somos ocho hermanos y la mayoría son pequeños.
     ––Pero vendiendo pañuelos no creo que ganes ni para mantenerte tú ––dijo Juanote, que en ese momento se le ocurrió una idea maligna para tentar a Shaila ––Aunque con lo hermosa que eres, muchos te pagarían una fortuna por... ––no se atrevió a continuar.
Ella clavó sus negros ojos en Juanote, y apenas insinuó una sonrisa de disculpa por no comprender.
     ––No te entiendo ––dijo con encantador mohín ––.¿Me pagarían una fortuna por hacer, el qué?
A Juanote se le multiplicó el sudor aunque en esta ocasión por lo embarazoso de una situación que podía terminar mal. Sin embargo pudo más la necesidad de saber de qué madera estaba hecha la muchacha.
     ––Bueno..., pues cómo te lo diría... ––titubeó unos instantes –– En fin, podías meterte a puta por un tiempo, pero de esas caras que lo cobran bien. Creo que te harías de oro –– lo soltó al fin.
Al escuchar aquello, Shaila abrió aún más los ojos e intentó sofocar una sorda indignación. Luego bajó la mirada y sonrió con ostensible desengaño. Juanote advirtió su gesto y enseguida quiso disculparse.
     ––Perdóname si te he ofendido, Shaila. Es que para mi las mujeres...
     ––Sí, o todas son tontas o putas ¿no es así? ––respondió la joven que, evidentemente, no vivía en el limbo.
     ––Bueno, mujer, dicho de esa manera...
     ––¿Sabes que la prostitución está prohibida en mi religión? ¿Sabes que mi padre podría matarme por practicarla?
     ––¡Joder, qué padre más cojonudo tienes! ––se felicitó Juanote –– Me lo tienes que presentar.
     ––¿Sabes que el pueblo que me vio nacer ––prosiguió la joven con manifiesto resabio –– podría lapidarme si me metiera a puta o engañara a mi marido?
     ––¡Ah, tu pueblo si que es un pueblo decente y de orden, sí señor! ––exclamó el alcalde, totalmente entusiasmado con lo que Shaila le contaba.
     ––En mi religión –– continuó la joven ––, la mujer está sometida al hombre. Debe casarse y respetarle, y el adulterio está condenado con la muerte. Sin embargo no es el miedo a esos castigos lo que me hace respetar los preceptos de la Sharía sino el ser consciente de que debe haber un orden moral en el mundo que se acepte y se respete. Además, yo practico mi religión por la salvación de mi alma.
     ––¿Y el hombre? ¿Qué pasa con el hombre en tu religión? ¿También se le mata si es un putero? ––preguntó Juanote por si las moscas.
     ––No. El hombre tiene otras obligaciones como la de mantener a su esposa y a su familia. Él puede tener todas las mujeres que su economía le pueda permitir.
Juanote entonces no cupo de gozo. "¡Qué maravilla de suegro, de religión y de todo!" exclamó para sus adentros antes de responder a la islámica:
     ––¿Sabes que has logrado convencerme, Shaila? ––dijo, totalmente emocionado.
     ––¿Convencerte...?
     ––¡Que sí, que tú eres la mujer de mi vida! ¡Me casaré contigo si me aceptas y me haré musulmán o lo que haga falta!
Ella no hizo mucho aprecio a la declaración de Juanote, y sorbió en silencio el poso de té que restaba en la tacita. A continuación miró fijamente a Juanote  para comentarle no sin cierta severidad:
     ––Te advierto que para nosotros el matrimonio es algo muy serio. No es como en vuestra sociedad que te casas y te descasas al día siguiente.
     ––¡Bah! Nuestra sociedad occidental no vale un duro. Somos todos una panda de hipócritas y sinvergüenzas ––repuso el alcalde, haciendo ridículos ascos –– Faltan buenos cancerberos como tu padre que guarden la honra de la familia y de los maridos.
     ––Bueno, también en mi pueblo hay de todo ––repuso la joven ––. Lo que pasa es que allí, al ladrón se le corta una mano, y si reincide pues se le corta la otra y ya no puede robar más. A los criminales se les ahorca y punto.
Al escuchar esto, al alcalde le entró un repeluco que le hizo tocarse instintivamente ambas manos y el cuello. Luego se aseguró:
     ––Bueno, pero eso será si robas o matas allí, en tu pueblo ese que dices.
     ––Sí, claro ––respondió ella ––Pero no se debe robar ni matar en ningún sitio. Eso está mal.
     ––¡Hombre, eso está claro! ––exclamó Juanote, sintiéndose a salvo.
     ––Bueno, debo marcharme ya ––concluyó la joven.
     ––¿Ya? Yo que pensaba invitarte a cenar y luego...
     ––¿A la cama?
     ––¡No por Dios, digo por Alá! ––se trabucó el alcalde
Enseguida rebuscó en sus bolsillos una tarjeta y se la dio a Shaila.
     ––Toma, aquí tienes mi número de teléfono. Si necesitas algo o cambias de semáforo, llámame. En cuanto termine unos negocios que llevo entre manos, regresaré a por ti y nos iremos juntos a ver a tu padre, que tengo gran interés en conocerlo para que me hable de eso que predica. Ahora te acompañaré al semáforo.
     ––No, no. Prefiero que te quedes donde estás ––le conminó ella con deliciosa sonrisa para desaparecer segundos después.
     Minutos más tarde, Juanote abandonó el local con la intención de regresar al pueblo. Al pasar por el semáforo advirtió que Shaila ya no estaba allí y se preguntó con desazón a dónde habría ido. Quizás a su casa. ¿Pero tenía casa? Lo mismo vivía en la calle y esto no era nada de extrañar, considerando sus medios y la abusiva usura del precio de los alquileres en la capital. Aunque lo más probable fuera que viviera hacinada junto a otros emigrantes en algún garito de un sucio y marginal barrio de la ciudad. Envuelto en estas consideraciones, se encorajó por no haberla seguido para conocer estos importantes detalles.


Capítulo XXXVIII

     Al atardecer, cuando Juanote llegó a su casa, una resolana de más de treinta y ocho grados centígrados penetraba por las cristaleras del salón que daban a poniente. Todo ardía como el infierno mismo cuando puso a tope el aire acondicionado de la casa y buscó algo fresco en la nevera. Después, y como aturdido, regresó al salón y se quedó por unos momentos allí plantado, inmovilizado por un vago sentimiento de tristeza que no supo explicarse. Quizás aquella especie de morriña que de pronto le asaltaba tuviera que ver con el maravilloso encuentro de esa tarde con Shaila, una sensación que sin duda experimentaba por primera vez en su pervertida vida.
     Con la imagen de la musulmana atrapada aún en sus retinas, marchó a su habitación con la intención de desvestirse, pero fue sentarse en la cama para desatarse los cordones de los zapatos cuando algo muy negro revoloteó peligrosamente sobre su cabeza. De un salto se incorporó e intentó espantar con las manos lo que creyó un enorme abejorro, tábano o algo de esas hechuras, aunque pronto se dio cuenta que sólo palmeaba el aire y que allí no había nada. Su espíritu supersticioso consideró, entonces, que tal figuración no era un buen augurio y que, posiblemente, algo malo le acechaba en las próximas horas por lo que pensó que debía mantenerse alerta.
     Preocupado porque el fenómeno tuviera algo que ver con la representación de ese sábado, repasó minuciosamente los pormenores de una actuación que en esos momentos consideró como definitiva para el negocio, y en la que estaba seguro de que todo el país estaría pendiente. Si algo salía mal podían, incluso, meterle en la cárcel.
     Cuando al anochecer abandonó la casa, pensó que aún tenía tiempo de quitarse el mal yuyo del moscardón o lo que fuera, arreándose un par de pelotazos de Bacardi en el chiringuito del Manubrio para animarse un poco.
     Su silencioso sedán germano sorteó un par de calles antes de abandonar la burguesa urbanización y atajar por una polvorienta carretera que serpeaba, entre baches y atolones de boñigas, hasta alcanzar la playa de la Ensenada. Ensimismado por múltiples y confusos pensamientos, el alcalde no se percató de una vieja y destartalada furgoneta Westfalia que le seguía a prudencial distancia desde que abandonó su vivienda.


Capítulo XXXIX

     La playa estaba muy concurrida de gente que intentaba huir del calor sofocante de la noche y que tomaba sus cervezas y vinos al amparo de una avariciosa brisa nocturna. Cuando los vecinos se percataron de la presencia del alcalde, comenzaron a tocarle las palmas y a recordarle su santidad entre desaforados gritos. Éste se refugió en el interior del local aunque allí tuvo que soportar los festejos y agasajos de una estridente parroquia, que pronto aprovechó su presencia para pedirle favores entre alcoholizadas farfullas y un amén de buenos propósitos. Sin inmutarse ante el pueblo mendicante, Juanote se bebió con soberbia los dos cubatas como si fueran dos vasos de agua y abandonó el antro a toda prisa, acelerando su coche con un derrape de niñato vacilón, que fue aplaudido con entusiasmo por todos los presentes.
     Poco después y ya en la dehesa, los pálidos faros de su vehículo iluminaron el ruinoso porche de una oscura casucha, deslumbrando como a pardillos lo que ya comenzaba a ser una inquietante y peculiar banda. Allí sobresalía la larga y fúnebre figura del señor Chapas, que en la oscuridad y bajo aquellas luces de mortaja, asemejaba un zombi escapado de algún cementerio olvidado de la mano de Dios.
     ––¿Qué pasa? ¿Es que no hay luz en la casa? ––exclamó contrariado el alcalde nada más apearse.
     ––Bueno, aquí no solemos venir casi nunca de noche. Me he traído un camping gas que nos hará el avío ––respondió Carajote.
     No muy lejos de allí, y hundida en la oscuridad, la misteriosa furgoneta que había seguido a Juanote vigilaba el apartado sitio camuflada entre los olivos. En su interior, un trío de sombras poco edificantes –– una corpulenta, la otra flaca y larguirucha, y la última, pequeña y repolluda ––, acechaban mientras saturaban un cenicero a rebosar de inmundas colillas de tabaco de contrabando.
Juanote y sus compinches estuvieron un par de horas largas en el interior de la casa y al final salieron al porche para ver la actuación estrella del señor Chapas que, en esta ocasión, venía provisto de un par de viejas muletas.
     ––¡Venga! ––apremió Juanote ––Tú eres un cojo que en esos momentos se encuentra entre la multitud y que sale con sus muletas, pidiendo a gritos que la virgen lo cure. Acto seguido pones cara de gilipollas, tiras las muletas al suelo y echas a correr gritando ¡Estoy curado! ¡Estoy curado!, y desapareces rápidamente de la playa. ¿Entendido?
     El señor Chapas hizo lo que le ordenó el alcalde pero con tal poca fortuna que, al primer intento, se le enredaron las piernas entre las muletas y cayó de bruces. Papelinas acudió en su ayuda pero el tipo no se movió.
     ––¡Joder, está muerto! ––se volvió a Juanote, espantado
     ––¿Cómo que muerto? ¿No me dijiste que el tipo este iba a durar otros treinta años más?
     ––¿Y ahora que hacemos? –– preguntó Carajote muy asustado    ––Tendremos que llamar a una ambulancia, a la policía...
     ––¡No llamaremos a nadie! ¡Eso faltaba, tener ahora que dar explicaciones a la policía! –– espetó Juanote viéndose el marrón –– Lo cargaremos en la furgoneta de Papelinas y en paz.
     ––¡Joer, siempre me cae a mi el muerto! ––protestó Papelinas ––¿Y qué hago yo con él?
     ––Ah, pues tú verás. Tú eras su amigo. Tíralo por ahí, pero lejos del pueblo.
     ––¡Me cague en to lo cagable! ––renegó el camello, arrastrando el cadáver a la furgoneta ––Al menos podíais ayudarme a subirlo.
     ––Conmigo no contéis porque me tengo prohibido tocar a los muertos ––se negó la Palmira, volviéndose de espaldas.
Carajote y Juanote ayudaron a Papelinas a cargar el cadáver y luego éste cerró la puerta de la furgoneta de un portazo. El alcalde, entonces, se encendió un pitillo y al arrullo de una concertina de grillos amenazó a Papelinas, golpeándole repetidamente el pecho con el dedo:
     ––No se te olvide que mañana sin falta me tienes que traer a otro tipo para el milagro del sábado, y procura que éste no se muera en el espectáculo. Sólo nos faltaba que la virgen, en vez de curar a un cojo, lo matara delante de todo el mundo.
La ocurrencia causó las carcajadas de los presentes, cosa que no pasó desapercibida para los habitantes de la emboscada furgoneta. El más joven y flaco exclamó con admiración:
––¡Joder, qué tíos! Se terminan de cargar al tipo ese y enciman se descojonan. Se ve que son muy duros y peligrosos, ¿eh, jefe?
    ––El que realmente es peligroso es el larguirucho ese que te se parece y que vamos a despachar esta noche. Mi venganza será terrible y dolorosa ––rió de forma espantosa, el hombre que iba despatarrado al volante.
     Minutos después la furgoneta de Papelinas se puso en marcha y detrás, el coche de Carajote que se ofreció a llevar a la Palmira a su casa. Juanote fue el último en abandonar el lugar, y antes de hacerlo ojeó su reloj con una fuerte chupada de su cigarro. Aún faltaban algunos minutos para las dos de la madrugada y entonces decidió regresar a la Ensenada para relajarse un rato, escuchando música en la playa. Cuando llegó no quedaba allí un alma, y el chiringuito lucía totalmente a oscuras. La madrugada era plácida y negra, y apenas se escuchaba el rumor perezoso de un mar adormilado. Juanote apagó el motor y salió del coche, abriendo sus puertas delanteras. La música del C.D. que llevaba puesto a toda pastilla se desparramó, entonces, por el lugar y el correoso cante de la Carmen de Pino Montano sobresaltó la silenciosa playa. Bajo sus destemplados gorgojeos, Juanote apalancó su espalda sobre una de las puertas y sacó un pitillo mientras su largo gañote se devanaba en imitar por lo bajini los desgañitados quejíos de la Carmen de marras...
continuará.

Monday 17 October 2016

S.J.Alcalde y Mártir (Capítulos 33-34-35)



Capítulo XXXIII

     Esa noche, Juanote, pernoctó en la ciudad para festejar su nuevo triunfo entre las cuatro paredes del pecaminoso hotelito, y en verdad se puso hasta las trancas de todo lo habido y por haber en vicio y sexo lagartón, aunque en esta ocasión prefirió montárselo solo y no llamó a su compinche de correrías, Papelinas. Aún tenía muy presente la última vez que a éste le entró con la borrachera el muermo del casamiento y todo esa apoplejía de encontrar una mujer decente con la que compartir los últimos años de vida, etc, etc. Y, ¡claro está que le aguó la fiesta a un Juanote que abominaba de todos esos rollos macabeos! La discusión que tuvieron entonces fue de órdago. Juanote le gritaba a su cómplice mientras se ventilaba a una prenda llamada la Silicona: "¡Estás loco, Papelinas! ¿Casarte ahora con una pendeja de esas liberadas para que luego te deje en cueros y con unos cuernos estratosféricos? ¡Joder, y para ya de llorar que me estás dando la noche, coooño!"
     Como habrán advertido a lo largo de esta edificante historia, Juanote tenía en muy baja estima al género femenino, al menos en todo lo que no fuese una primitiva relación carnal pura y dura. Por lo demás, ni su propia madre escapaba a tal deleznable consideración sobre las hembras, después que conociera por boca de su tío Totelen las andanzas de ésta con el cabrero que se dio a la fuga, y lo que era aún peor: el inmenso oprobio de su nacimiento, que a su manera de ver le convertía, de facto, en un miserable bastardo. No cabía duda que para el retorcido personaje, doña Elvira también entraba de lleno en esa conspiración cósmica de fulanas y mujeres de mal vivir que, a base de brujerías y otros malévolos encantamientos, dominaban a los incautos hombres, haciéndoles infelices.



Capítulo XXXIV

    Al día siguiente, Juanote, se despertó bastante tarde con una jaqueca de caballo y los ojos sanguinolentos como dos trozos de carne. Enseguida ahuyentó de mala manera a las dos jamonas que aún ronroneaban en su cama y bajó a desayunar a la cutre cafetería del impío establecimiento. En esto estaba cuando le sonó el inevitable móvil, pero al advertir que era Carajote se negó a cogerlo. Sin embargo el móvil continuó sonando y sonando...
     ––¡Me cague en...! ¿Qué tripa se te ha roto ahora, Carajote?
––¡Te está esperando el párroco del pueblo! ––repuso el otro con voz sofocada.
     ––¡Pues que espere el barrigón ese! ¿Para eso me llamas?
––¡Es que en esta ocasión viene acompañado, nada más y nada menos, que por el Presidente del Consejo Pepiscopal, el Ronco Vayatela!
     ––¿Y quién es ese tipo?
     ––¡Joer, Juanote! ¡El mandamás de los curas! ¡Viene con un séquito de la hostia!
     ––¡Me cague en el Ronco ese! ¡Entretenlos una miaja que ya voy para allá!
     Apenas podía andar con el escozor que le producía la asquerosa eccema de sus ingles, pero aún así salió corriendo y como pudo, renegando si tenía que renegar, alcanzó el coche. ¿Qué querría ahora el fulano aquel? ¡Seguro que venía también a mojar del negocio! –– farfullaba entre un sin fin de improperios contra la golfería que inundaba España.
     Una hora después se encajaba en la plaza del pueblo y, apenas, su vehículo pudo abrirse paso entre el gentío, advirtiendo enseguida que el aparcamiento municipal estaba totalmente atestado de impresionantes coches negros y limusinas con los cristales tintados y guarnecidos todos ellos por chóferes uniformados de rostro curtido y mirada aviesa que parecían sacados de una leva reclutada en las canteras sicilianas de la Cosa Nostra. Juanote se cabreó, entonces, un montón y llamó a un policía local que intentaba poner algo de orden en el alboroto aquel.
     ––¿Y ahora dónde aparcó yo? ––le preguntó el alcalde con mala leche.
     ––Es que la comitiva del Cardenal... ––intentó disculparse el poli.
     ––¡Ya me estás desalojando a uno de esos mafiosos! ––gritó Juanote.
     ––¿A cual, señor alcalde?
     ––¡Me caguen...! ¡A cualquiera, gilipollas! ¡Como si los quieres echar a todos del aparcamiento y del pueblo...! ¡Será posible!
El policía corrió a cumplir la orden de Juanote y poco después éste accedía al Ayuntamiento entre los vítores de la gavilla popular que acampaba a sus anchas en la reducida plaza. Carajote acudió a recibirle en el rellano de la escalera para darle novedades con pomposa y teatral sonrisa.
     ––Te esperan en el salón de Plenos ––le informó mientras ambos se hundían, presurosos, en las tripas del Consistorio.
Cuando Juanote entró en el salón plenario y advirtió que la alta curia había ocupado todo los sitiales de los concejales, incluido el sillón del alcalde, se puso como un verdadero basilisco:
     ––¡Fuera de mi sillón ahora mismo, pajarraco!
Carajote  le advirtió entonces con alarma:
     ––¿Estás loco? El que está en tu sillón es el mismísimo cardenal Ronco Vayatela, el presidente del Consejo Pepiscopal, y tiene una mala leche...
     A todas estas, el alto príncipe de la Iglesia se hizo el longui y ni se movió de donde estaba. El alcalde se le acercó entonces para preguntarle:
     ––¿Qué se le ha perdido a usted en Pozopodrido?
El cardenal Ronco escrutó unos instantes al alcalde, y luego de olisquearle como si se tratara de un viejo podenco, manifestó entusiasmado:
     ––¡Fueron dos! ¿A que anoche te lo montaste, intenso, con dos rollizas mozas, jovenzuelo? ––sonrió el cardenal de forma siniestra.
Juanote, pasmado por la sabiduría del tipo aquel, contestó lleno de satisfacción:
     ––¡Sí, señor! ¡Espatarré a dos bien macizas! ¿Cómo lo ha sabido?
     ––Ay, hijo. Yo también fui cocinero, y de los buenos, aquí donde me ves.
     ––¡Vaya con el cardenal! ¿Y qué se le ofrece por estos andurriales?
     ––La virgen ––repuso, lacónico.
     ––¡Ah, ya! Me lo estaba temiendo –– contestó el alcalde con mal humor.
     ––¿Tiene algún sitio donde podamos hablar en privado? ––bajó la voz, el cardenal, como si ahora estuviera confesando asuntos pecaminosos.
     Juanote le llevó al despacho de la alcaldía y cerró la puerta. Para curarse en sano le advirtió que el negocio estaba cerrado y que no se admitían nuevos socios. El cardenal entonces le respondió:
     ––No, hijo mío. Yo no necesito bienes materiales –– explicó ––. Lo que quiero es el amparo moral de tu virgen para mi batalla personal contra el mal que azota España. Un mal personificado, como sabes, por el chancletas ese que gobierna en Monkloa.
     ––No entiendo ––repuso, Juanote, muy extrañado.
     ––Sí, hijo. Esa monstruosidad de la nueva ley del aborto... Las niñas, en vez de estudiar y criarse en la decencia y templanza, se tiran a la coyunda noche y día, abortando más que mean, las muy zorrillas.
     ––¿Se tiran a la coyunda? ––se extrañó el alcalde de la palabreja.
     ––Sí, hombre, al ñaca-ñaca y dale que te pego ––hizo el cardenal un obsceno gesto con el brazo.
     ––¿Ah, pero eso es malo? No me diga que usted no ha practicado el ñaca-ñaca. Por lo que me ha demostrado hace unos momentos, seguro que más que yo ––repuso Juanote entre risas.
     ––No sea usted insolente, jovenzuelo. Lo que yo haga o deje de hacer en esta vida nada tiene que ver con este asunto. Cuando su virgen se aparezca de nuevo en la playa tiene que enviar un rotundo mensaje a España y al mundo entero.
     ––¿Qué mensaje es ese?
     ––¡¡No al aborto!! ––gritó, Ronco, como un energúmeno.
Juanote quedó unos instantes mirando al viejo carcamal aquel sin saber qué responder. Se suponía que la virgen decidía sus propios mensajes y así se lo manifestó al cardenal momentos después. Éste, con una espantosa mueca de ferocidad le respondió casi escupiéndole en la cara:
     ––¿Acaso me crees un estúpido, señorito de mierda? ¡La virgen no existe, ni tampoco Dios ni Jesucristo ni los santos ni nada de nada! ¡Todo es mentira! ¡Una inmensa farsa!
     Juanote volvió a echarse a reír ante la perplejidad del viejo prelado. Pensó que el mundo estaba más podrido de lo que imaginaba. Después preguntó por curiosidad:
     ––¿Entonces, me quiere decir que las apariciones de la virgen son todas un puro montaje? ¿Es eso?
     ––¡Pues claro, jovenzuelo! ¡Todos son montajes! ¡Fátima, Lourdes, el Vaticano, el Papa, los Reyes Magos, la O.N.U...! –– exclamó furibundo el cardenal, aunque enseguida bajó la voz y matizó ––... Montajes santos y necesarios, hijo mío. Por eso no tengo, por menos, que alabar tu idea. El mundo sigue necesitando de trucos como el que llevas entre manos para ser viable. ¿Sabes la cantidad de gente que se quedaría en el paro si se acaba el cuento de Dios? ¿Sabes que la inmensa parte de la humanidad aún se comporta como descerebrados borregos bajo el poderoso influjo de las religiones?
El alcalde miró al iracundo anciano un tanto desconcertado. Le apabulló la claridad de éste y así se lo manifestó:
     ––Desde luego y por lo que me cuenta, usted no tiene pelos en la lengua.
     ––Sí, pero no se equivoque, alcalde. Mi sinceridad la comparto sólo con los vividores y sinvergüenzas que, como usted, son necesarios en este negocio. Por lo que a mi respecta, yo sólo cumplo con mi trabajo de apacentar a estos rebaños de españoles que se están tomando demasiado libertinaje, los muy cabronazos.
     La respuesta del cardenal dejó a Juanote algo meditabundo de tal manera que, por un momento, algo parecido a un destello de tristeza cruzó su ánimo al considerar en qué manos se hallaba la humanidad. También él se consideró atrapado en aquella gigantesca impostura cósmica, ayudando a mantener un pérfido engaño que sólo unos pocos controlaban. Sin embargo pronto se alegró de no formar parte de la gran borregada y estar en el bando de los manipuladores. La voz ronca y casposa del cardenal le trajo de nuevo a la realidad presente:
     ––Bueno, ¿qué me contesta, alcalde? Le advierto que si se niega a lo que le pido no habrá más apariciones ni más negocio para usted.
     ––¿Y por qué lo hace? ––insistió Juanote por simple curiosidad     ––¿Acaso a usted le importa algo que las mujeres aborten y revienten o que el mundo se vaya al carajo?
     ––Pues ahora que lo dice, ciertamente me importa una mierda. Sin embargo, y por lo que deduzco de sus palabras, sigue usted sin entender las prosaicas razones que le termino de dar. Bueno, pues ya no se lo repito más. ¿Me va usted a ayudar o...?
     ––Vale, vale ––no le dejó Juanote terminar ––Trato hecho, cardenal. Mi virgen denunciará el aborto en su próxima aparición.
     Después de sellar el escabroso acuerdo con un apretón de manos, el alcalde aprovechó la presencia de la máxima jerarquía para salir al balcón municipal y darse un fervoroso baño de multitudes.   Ciertamente la imagen de ambos personajes en la balconada del Consistorio, reforzaba en todo aquel gentío la aureola de santidad del alcalde. Ronco Vayatela quedó gratamente impresionado del liderazgo que Juanote provocaba en las masas y su mente, astuta y ambiciosa, acarició entonces la idea de que aquel era la clase de personaje que en esos momentos se necesitaba para cambiar un  país hundido en la inmoralidad, el desempleo y el desencanto.
Antes de abandonar el despacho, el purpúreo se interesó por la siguiente aparición de la virgen y preguntó a Juanote en qué términos se produciría:
     ––Bueno, en esta ocasión he pensado introducir un milagro que impacte ––explicó el alcalde, muy puesto en el asunto.
     ––Ah, eso está muy bien, hijo mío –– asintió satisfecho, el prelado –– ¿Qué utilizarás? ¿La curación milagrosa de algún cojo o algún ciego? Aunque tal subterfugio está ya muy explotado, funciona siempre bastante bien.


Capítulo XXXV

     Poco después, el jefe de la Consejo Pepiscopal y su aparatoso séquito abandonaba con solemnidad Pozopodrido de la Ensenada, dejando tras de si a un Juanote abrumado por los acontecimientos que se producían a medida que transcurrían las horas. Ahora se preguntaba quién sería el próximo en visitarle, ¿el Bobón? ¿El Papa en persona...?
     Se dejó caer sobre el sillón de su despacho, y ojeó las portadas de los periódicos de ese día, dándose cuenta del tinglado que había puesto en marcha. Su fotografía destacaba en todas las primeras páginas y los editoriales se sucedían a favor o en contra de su persona según la línea de cada periódico. Para bien o para mal todo el mundo hablaba de él, y ciertamente este protagonismo le produjo en esos instantes un miedo casi infantil. Porque a decir verdad, y a pesar de la arrolladora y destructiva personalidad de Juanote, éste arrastraba ancestrales temores que nunca llegó a superar. Además del más visible, como era su terror a la oscuridad, otras fobias difíciles de clasificar, le asaltaban, hundiéndole en depresiones de las que solía defenderse a base de drogas y cubatas de Bacardí. Claro está que estos brutales remedios perturbaban aún más su precaria conciencia, además de potenciar su natural agresividad y una carencia de escrúpulos sin límites. De esta manera, y a pesar de estos graves desequilibrios o gracias a ellos, el éxito de Juanote descansaba, sin duda, en su monstruoso y desenfrenado ego que, como una apisonadora sin frenos, arrollaba y destruía sin contemplaciones cualquier obstáculo que se le pusiera por delante. Desgraciadamente y a fuer de ser justos con el personaje, Juanote no era más que un producto bastante elaborado de esta paranoica sociedad nuestra donde se alaba y admira con demasiada frecuencia el mito de los llamados “ganadores”, esos que llegan, pegan y triunfan y se llevan el parné y la gloria sin que al final importe demasiado si en tamaña proeza dejaron tras si un reguero de barbarie y de vidas truncadas.
     Esa tarde, el alcalde comió en el pueblo con Carajote pues consideró que era importante mantenerle bien cerca ya que era consciente que la envidia es muy mala. Y en este barrunto, Juanote, no se equivocaba demasiado porque había cierto resquemor en el montaraz aquel, ya que en verdad no terminaba de digerir la explosión de popularidad de alguien que, al fin y al cabo, siempre consideró un señorito remilgado, advenedizo y de derechas. Por eso, Juanote, que disponía de un singular instinto natural para olfatear las mezquindades y miserias humanas, decidió pringar a Carajote hasta las ingles en el asunto de las apariciones. De esta manera, siendo cómplice de la estafa se guardaría bastante en irse de la lengua.
     ––¿Entonces, dices que el próximo sábado tendremos la siguiente aparición?
     ––Correcto, Carajote. Esta noche he quedado con los colegas para ensayar la actuación. Tú también deberías venir.
      El hijo de Tapacubos meneó la cabeza con visible inquietud y después engulló de un trago el cubata recalentado que le restaba en el vaso. Juanote le preguntó, entonces, por lo que le pasaba:
     ––No sé, Juanote . Mi padre en la cárcel y ahora yo, metido en este jodido lío... No sé.
     ––¡El qué no sabes, gilipuertas! –– le espetó Juanote con su habitual agresividad ––. ¿Es que piensas ir de perdedor toda tu vida? ¡Ahora que te doy la oportunidad de hacerte rico me vienes con esas!
     ––¡Hombre, no digas eso! ––repuso Carajote, intentando excusar sus miedos ––Pero es que si algo no sale bien, si nos descubren...
     ––¡Venga ya! –– le arengó Juanote con su proverbial suficiencia ––. A nadie le va a interesar que salga mal este negocio porque todos van a chupar del bote de una manera o de otra.
     ––¿Y el Gobierno? ¿Qué me dices de don Chavitos?
     ––Ese el primero ––rió Juanote con malicia.
     ––¿Qué quieres decir con eso, tío?
     ––¡Qué te calles ya y no me hagas más preguntas, coño! ¡O te fías de mi o te largas ahora mismo!
     ––No, no. Tienes razón. Estoy contigo  para lo que haga falta.
     La respuesta de Carajote dejaba bien a las claras la enorme autoridad de Juanote a la hora de manipular y convencer. En realidad era su indiscutible aureola de triunfador lo que le hacía irresistible.
Después de la comida hablaron del ensayo de esa noche y Carajote apuntó la idea de hacerlo en una vieja casucha vacía de su propiedad, algo retirada del núcleo del pueblo. Juanote aceptó la propuesta porque tampoco tenía muy claro las intenciones de su madre y sus intempestivas apariciones en la casa.
El alcalde se puso enseguida en comunicación con sus secuaces para advertirle de la nueva dirección donde debían acudir.
     ––Sí, esta noche quedamos en la Dehesa del Pringao. ¿Qué dónde está eso, dices? Pues preguntando se llega a Roma, Papelinas. ¡Ah y no se te olvide traerte al medio muerto ese, sí, al señor Chapas! ¡A las once en punto y ni un minuto más!
Después de citar también a la Palmira, Juanote se dispuso a levantar campo cuando sonó de nuevo el dichoso móvil.
     ––¡Voy a tirar esta mierda de...! ¡Sí, dígame...! ¿Qéee? ¿Qué están en huelga los trabajadores de mi fábrica?... ¿Qué quieren cobrar? ¡Joder, aquí la gente sólo piensa en la pasta! ¡Está bien, mañana me pasaré por allí, pero que no me presionen o van todos a la puta calle sin un duro! ¿Queda claro?
Juanote colgó y miró con enfado a Carajote que enseguida le preguntó por lo que sucedía.
     ––¡El sindicato ese de los Cocos que no tiene vergüenza! ¿No que me amenazan con una huelga indefinida? ¡Por mi como si se tiran de huelga toda la vida!
     ––Ándate con ojo, Juanote, que te puedes quedar sin la fábrica –– le advirtió Carajote ––Debías de haber solucionado ese asunto en cuanto murió tu padre...

continuará


GRAN BRETAÑA BLOQUEA LAS CUENTAS BANCARIAS DE RT


A ESTO LE LLAMAN LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Hasta el momento ningún medio de comunicación español ha informado ni ha protestado ante este flagrante ataque a la libertad de información. Otro gallo cantaría si este suceso hubiera ocurrido en VENEZUELA. 

¿PRENSA LIBRE? ¿QUE PRENSA LIBRE, RATAS DE ALCANTARILLA? 

Sunday 16 October 2016

EL INDECENTE PAPELÓN DE FRANCIA.

¿Habría que juzgar a Vladimir Putin?


Los neoconservadores estadounidenses e israelíes consideran a Vladimir Putin responsable del resurgimiento de Rusia y desde 2001 tratan de detenerlo, juzgarlo ante una jurisdicción internacional y condenarlo. Fiel servidor de esa estrategia, el presidente francés Francois Hollande acaba de sugerir públicamente que su homólogo ruso debe ser considerado responsable de los crímenes de los yihadistas en Siria.
| Damasco (Siria)

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Francois Hollande y Vladimir Putin, hace un año.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el Jefe del Estado Francés que abolió la República Francesa y colaboró con la ocupación nazi, Philippe Petain, juzgó y condenó a muerte en ausencia a quien anteriormente había sido considerado su casi seguro sucesor, Charles De Gaulle, para entonces convertido en jefe de la Francia Libre.
Siguiendo el mismo esquema, el actual presidente de la República Francesa, Francois Hollande, acaba de mencionar la posibilidad de abrir un procedimiento judicial internacional por los crímenes de guerra cometidos en Siria y juzgar no sólo al presidente de la República Árabe Siria, Bachar al-Assad, sino también al presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin [1]; palabras de las que se hizo eco –aunque con mucha más prudencia– el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon.
Esas declaraciones llegan en momentos en que Canadá, Estados Unidos, Francia, Holanda y el Reino Unido apoyan a los yihadistas que ocupan barrios del este de Alepo luchando allí contra el Hezbollah, Irán, Rusia y Siria [2].
No es nuevo este deseo de condenar a Vladimir Putin. Ya pudo verse durante la segunda guerra de Chechenia, en relación con en el tema de Ucrania y ahora en el marco de la cuestión siria. Es una idea recurrente de los neoconservadores estadounidenses e israelíes. Durante la campaña electoral rusa de 2012, Estados Unidos llegó incluso a proponer al entonces presidente ruso Medvedev ayudarlo a presentarse como candidato en contra de Vladimir Putin, financiar su campaña electoral y garantizarle pleno acceso a los círculos de los dirigentes del planeta si se comprometía a entregarles a Vladimir Putin. Lo cual, evidentemente, Medvedev no hizo .
El 29 de julio de 2015, los neoconservadores se las arreglaron para hacer llegar hasta el Consejo de Seguridad de la ONU un texto de Victoria Nuland –la esposa del líder republicano Robert Kagan, convertida entonces en portavoz de la hoy candidata demócrata a la presidencia, Hillary Clinton, en aquella época secretaria de Estado (Victoria Nuland es actualmente asistente del secretario de Estado a cargo de Europa y Eurasia) [3]. Aquel texto proponía la creación de un Tribunal Internacional Especial para juzgar a los autores de la catástrofe del vuelo MH17, derribado sobre Ucrania, incidente que costó la vida a 298 personas. La proposicion mencionaba una Comisión Investigadora Internacional en la que Rusia figuraba oficialmente como miembro pero cuyos demás miembros la habían excluido, lo cual hacía posible endilgar la responsabilidad a Rusia así como juzgar y condenar a Vladimir Putin.
Rusia mostró que era absurdo crear un Tribunal Internacional para ocuparse de algo que era más bien un hecho criminal de crónica roja, al tiempo que mostraba igualmente el carácter tendencioso de aquel procedimiento y recurrió al veto. La prensa occidental minimizó aquella maniobra de Occidente.
Washington considera, con toda razón, a Vladimir Putin como el arquitecto de la reconstrucción de Rusia posterior a la disolución de la URSS y al periodo de saqueo que marcó la era de Boris Yeltsin (cuyo gobierno “ruso” fue conformado en las oficinas de la NED [4]). En Washington se imaginan, erróneamente, que si sacan a Putin del juego será posible rebajar nuevamente a Rusia a lo que fue hace 20 años.
El presidente francés Hollande hizo saber a su homólogo ruso que no lo acompañaría en la inauguración de la nueva catedral ortodoxa de París, prevista para el 19 de octubre, que se limitaría a recibirlo en el Palacio del Elíseo, sede de la presidencia de Francia, y que la conversación con él tendría que abordar obligatoriamente la situación en Siria.
El presidente Putin simplemente decidió posponer sine die su viaje a Francia. Su vocero declaró que el presidente ruso está dispuesto a viajar a París cuando su homólogo francés «se sienta cómodo», reacción que recuerda la manera de actuar de un adulto ante el capricho de un niño malcriado.
El actual desencuentro entre el presidente Hollande y la Federación Rusa tiene que ver simultáneamente con el tema de Ucrania (rechazo ruso del golpe de Estado nazi en Kiev, reincorporación de Crimea a la Federación Rusa y respaldo ruso a la República del Donbas) y con la cuestión de Siria (rechazo del intento yihadista de golpe de Estado y respaldo a la República Árabe Siria). Es poco probable que ese desacuerdo se resuelva antes de que termine el mandato presidencial de Hollande o con su sucesor –si resultara electo Alain Juppé, como parecen indicar actualmente los sondeos. Tanto Hollande como Juppé han vinculado sus destinos personales con Washington, a expensas de las vidas de miles de sirios.
Oficialmente favorable a la proposición de Francia, el ministro británico de Exteriores, Boris Johnson, llamó a los súbditos de Su Graciosa Majestad a realizar manifestaciones ante la embajada de Rusia en Londres, en una especia de respaldo a la campaña anti-rusa que en realidad prefigura una retirada del Reino Unido de los problemas vinculados al tema de Siria.

Thursday 13 October 2016

S.J. Alcalde y Mártir (Capítulos 30-31-32)














Capitulo XXX

     Esa misma tarde, Juanote tornó a reunirse con su pequeña trouppe de indeseables y en esta ocasión, Papelinas, se trajo a un individuo esquelético y de aspecto repugnante que se balanceaba continuamente en medio de tenebrosos lamentos bronquiales. Juanote preguntó entonces:
     ––¿Este es el tísico del que me hablaste?
     ––Este es, sí señor. Os presento al señor Chapas.
     ––¡Jesús! ¡Parece que va a morirse de un momento a otro! ––exclamó la Palmira haciéndose ascos.
     ––Es verdad ––asintió Juanote –– Me has traído a un moribundo.
     ––¡Que no, Juanote! ¡Que el señor Chapas, aquí donde le ves, lleva así más de treinta años y los que le quedan! –– le tranquilizó Papelinas, que era un lince vendiendo desechos.
     ––¡Joder con el Chapas! ¿Y es capaz de hacerse el cojo?
     ––¿Qué si es capaz, dices? ¡Ándale, señor Chapas y demuestra al jefe lo que sabes hacer!
     Enseguida, la ruina aquella comenzó a cojear estrepitosamente por el salón, llevándose por delante muebles y enseres.
     ––¡Vale, vale! ¡Que pare, que me lo va a romper todo el cabrón este! –– ordenó el alcalde ante el estropicio ––. Creo que deberá llevar un par de muletas para hacer más realista el milagro.
     Después de la penosa exhibición del señor Chapas, Juanote les hizo sentar a todos para explicarles la situación. Estaba seguro que ese sábado no iba a ser como el anterior porque iban a venir gentes de todas partes y muchos para fisgonear, contando con los consabidos periodistas, políticos del Gobierno y quizás algún que otro representante de la jerarquía católica.
     ––De esta manera ––concluyó Juanote ––, es necesario que no haya ningún fallo porque todo el mundo va a estar muy pendiente de la historia, ¿está claro? Si alguien me estropea el negocio, lo capo.
     ––¿A mi también me va a capar, alcalde?
––¡A ti, Palmira, te coso el asunto con alambre de espino!
En ese instante sonó el móvil y Juanote creyó entonces que su madre volvía a la carga.
     ––Dime, mamá ––respondió sin preguntar.
     ––¡Déjate de chorradas, gilipollas! ¡Soy su ilustrísima, el Cardenal Enemicus!
     ––Va...vaya ––tartamudeó el alcalde, impactado por la agresividad de la llamada ––¿Y qué se le ofrece?
     ––¡Qué me ofreces tú, cacho cabronazo! ––repuso sin más protocolo el alto mandatario de la Iglesia.
     ––No le entiendo, cardenal.
     ––¿Qué no me entiendes? ¡Menudo pelotazo te estás montando, granuja! ¡Pero con la virgen no se juega porque ella es parte de mi negocio! ¡Si la utilizas como lo estás haciendo, tendrás que pagarme un elevado canon por uso y disfrute de bienes de la Iglesia! ¡Aquí o comemos todos o...!
Juanote tapó el fono del móvil con una mano y con la otra se frotó la oreja, traumatizada por los berridos del cardenal. Se quejó entonces a sus compinches:
     ––Es el cardenal Enemicus. El muy sinvergüenza se ha olido el negocio y quiere que le untemos manteca por lo de la virgen...
     ––Desde luego este mundo está podrido ––hizo ascos Papelinas.
     ––Bueno, señor ilustrísimo ––recuperó Juanote la conversación con el cardenal ––, ¿de cuánto se trata ese canon del que me habla?
     ––De momento y para que te deje continuar con tu sacrílega estafa deberás depositar ciento veinticinco mil euros en el buzón de limosnas que hay a la entrada de mi palacio, y tendrás que hacerlo antes de la próxima aparición mariana que has prometido, porque de no ser así te hecho abajo todo el tinglado que llevas entre manos. ¿Lo tienes claro, mequetrefe?
     ––¡Está bien, está bien!
Luego de colgar, el alcalde arrojó el teléfono lejos de sí maldiciendo su suerte:
     ––¡El muy...! ¡Pues no me ha llamado mequetrefe, el chorizo ese!
     ––Tranquilo, Juanote –– le calmó Papelinas ––. Debes de entender que así es la vida. Todo el mundo va a robar lo que puede.
     ––¡Hombre, pero que al ilustrísimo cardenal le llame usted chorizo suena muy fuerte, alcalde! ––incidió la Palmira que era muy beata –– Yo creo que a lo mejor quiere el dinero para limosnas. Sí, estoy segura que es para ayudar a los desamparados de la vida y... ––pero Juanote, como casi siempre, la interrumpió de mala manera.
     ––¡Y un mohón pa tí y para el cardenal Enemicus! –– le espetó –– ¡Pues menudas juergas he escuchado que se tira ese pendón con sotana!
     De repente, el señor Chapas, que estaba sentado frente a Juanote, comenzó a abrir su enorme boca al tiempo que desorbitaba sus ojos como si fuera a dar su último suspiro.
     ––¡Eh! ¿Pero que le pasa ahora al tío este?
     ––¡Apártate de su línea de tiro, Juanote, rápido! ––le empujó Papelinas.
     ––¿Qué haces? ¿De qué línea de tiro me hablas...?
     ––¡¡¡Aaaa...aaatchíííssss!!! ¡¡¡Plasshhh!!
Un enorme y viscoso galipo de proporciones sobrenaturales escapó de la desdentada boca del personaje aquel, inundando la zona del sofá donde momentos antes Juanote permanecía sentado.
     ––Pero, pero...,¿esta guarrería...? ¡Joder, este tío que me has traído está podrido, está muerto! ¡Fuera todo el mundo de mi casa! ¡Qué asco!
     Cuando abandonaron la vivienda, Juanote tornó a maldecir su suerte. La llamada del cardenal, y ahora aquel monstruoso gargajo resbalando, inmenso, sobre el respaldar del sofá eran ya demasiados contratiempos para un día que finalizaba, ya de por sí, bastante complicado. Con el humor engurruñado abrió las ventanas, –– el grumo aquel apestaba a perro muerto ––, y salió al jardín a tomar un poco de aire. Allí se sentó un rato y dio vueltas al asunto pensando que los problemas comenzaban a amontonarse y eso no era nada bueno. ¿De dónde iba a sacar ahora los veinte millones de pesetas que le exigía aquel delincuente con sotana? Pensó que podría vender la fábrica, pero ¿encontraría un comprador en esos tres días que faltaban para el sábado?
En estas cavilaciones, escuchó ruidos en la casa y se incorporó:
     ––¡Quién anda por ahí!
     ––¡Ssshhhh!... Soy yo, hijo ––apareció doña Elvira, trémula, bajo el dintel de la corredera del jardín.
     ––Pero, ¿otra vez estás aquí?
     ––¡Ay, que ya estoy harta de oler a boñigas, hijo...! Oye, que aquí también hace un pestazo... ¿Has tirado la basura?
     ––¡Son estos fantasmas que son unos guarros! ¡Mira el sofá!
     ––¡Qué asco! Parece un moco enorme.
     ––No es un moco, es un fantasma espachurrado.
Doña Elvira observó con aires de experta el inmenso gargajo de relucientes tonos verdes con venillas rojizas y salpullidos amarillentos y luego  aulló de terror.
     ––¡Ahhh! ¡Eso es el ectoplasma de mi pichurri! ¡Lo he reconocido al instante! ¡Qué horror y cómo apesta el pobrecico mío!
     ––Sí, supongo que habrá que desinfectar la casa.
Doña Elvira se sentó en otro sillón, totalmente amurriada, y enseguida comenzó a hacer pucheros y a gemir. Un par de segundos después lloraba a grito pelado. Juanote se acercó a ella para intentar calmarla:
     ––¿Pero qué te pasa ahora? Tus berridos los están escuchando en el pueblo entero.
     ––¡Ay, ay...! ¡Ya estoy harta de este mundo! ¡Yo me quiero ir con mi pobre Silverio!...
     ––¿Qué te quieres ir con eso? ––señaló Juanote el infecto pollo.
     ––¡Ay, y yo qué sé con quién me quiero ir ya!
     ––¿Quieres que te lleve a un hotel de la capital?
     ––¿Me lo vas a pagar tú? –– continuó llorando.
     ––Tú siempre tirando de codo, mamá.
En esos precisos instantes golpearon fuertemente la puerta, y Juanote tapó con su mano la boca de su madre pensando en quién podía ser a esas horas. Instintivamente la levantó de donde estaba y la llevó a trompicones a una habitación.
     ––Calladita, mamá que voy a ver quien es.
     ––¿Pero por qué me ocultas en una habitación? ¡Yo quiero ver gente viva! ––se quejó ella.
     ––Luego te lo explico todo. Además, pueden ser más difuntos.
     ––¡Ay, no me digas eso! ¡Me escondo, me escondo!
Acto seguido Juanote se acercó a la puerta y preguntó con voz potentente:
     ––¿Quién anda ahí?
     ––¡Gente de paz! ¡Somos del Gobierno!
     ––¿Del Gobierno? ¿A estas horas?
     ––¡Venga, abra de una vez!
Juanote abrió la puerta y se encaró a los desconocidos, aunque enseguida reconoció a uno de ellos, bajito, regordete y con bigote de chupatintas, como un notable pez gordo del gobierno de la Autonomía. Éste le alargó la mano con frialdad:
     ––Soy Caspar Tarrinas ––se presentó, alzándose sobre sus calzas.
     ––¡Bueno y qué quiere! ––le increpó Juanote sin dejarle pasar ––Esta tarde ya hablé con don Chavitos.
Uno de los dos gorilas que acompañaban al sujeto aquel arrolló sin previo aviso a Juanote, entrando todos en la casa. Ante la manifiesta violencia, Juanote desencajó su rostro y a punto estuvo de golpear al orangután aquel, pero se contuvo aunque sí le puso condiciones al enanito del Gobierno:
     ––Si quieres hablar conmigo, los perros que te acompañan deberán quedarse en la puerta, que es su sitio, ¿entendido?
El tal Caspar hizo entonces un enérgico ademán y los dos gorilas salieron fuera de la casa, circunstancia que Juanote aprovechó para darles un portazo en las narices. Una vez pasaron al interior, el enanito agitó de forma ostensible sus pequeños hocicos y comentó:
     ––¡Qué mal huele aquí! 
Entonces, y como por arte de magia, apareció doña Elvira, gritando como las locas:
     ––¡Diga usted que sí! ¡Todo esto está lleno de fantasmas y cadáveres putrefactos! ––exclamó, buscando conversación con el recién llegado.
     ––Por favor, mamá, regresa a tu habitación que tengo que hablar de negocios con este tipo.
     ––¡Me niego a estar encerrada en una habitación!
     ––¿Qué tienes a tu madre encerrada en una habitación? Eso es un delito ––advirtió el Tarrinas.
     ––Es que mi madre sufre una depresión y sólo ve fantasmas por todos los lados ––justificó Juanote, haciendo un significativo gesto con su dedo en la sién. 
     ––¡Ah, que está loca! ––exclamó el otro, sonriendo.
     ––¡Oye, enano cabezón ––se revolvió doña Elvira ––, loca estará tu puta madre!
     ––Está bien, mamá ––la cogió Juanote del brazo, y la arrastró hasta la puerta de la casa mientras sacaba dinero de su bolsillo ––. Anda, toma y lárgate a un hotel a dormir.
Cuando ella abrió la puerta y vio a los matones se revolvió y, moviendo el culo, dijo:
     ––¿Me presentas a este par de chicarrones del norte?
     ––Nada de eso, mamá. Éstos son dos zombis condenados y confesos. ¡Hala, vete para el coche antes que te cojan! –– la ahuyentó con aspavientos.
     ––¡Coño con tantos difuntos! ¿Es que ya no queda gente viva en este mundo? ––se alejó corriendo, tragándosela pronto la oscuridad.
Cuando Juanote regresó al salón, el tal Caspar Tarrinas se había ajustado un pañuelo que le tapaba boca y nariz para librarse del insoportable hedor. Parecía un Mickey Rooney sin pelo y disfrazado de pequeño bandolero. Juanote se lo llevó entonces al jardín y allí se sentaron.
     ––Bueno, pues usted dirá, Tarrinas.
     ––Sí. He estado hablando con don Chavitos sobre el asunto de la Ensenada y me ha dado instrucciones para ti ––dijo, quitándose el pañuelo y guardándoselo en el bolsillo.
     ––¿Y qué instrucciones son esas?
     ––Pues que lo tienes difícil si pretendes montarte en solitario algún tipo de negocio con eso de las apariciones de la virgen.
     ––¿En solitario dices? ––se soliviantó Juanote ante el nuevo buitre ––¡Ya tengo al cardenal Enemicus pisándome los talones! ¡De momento me ha pedido para hacer boca veinte millones de las antiguas pesetas que tengo que darle esta misma semana, antes del sábado!
     ––¿Veinte millones...? ¿Por qué?
     ––Por alquilarme los servicios de la Virgen.
     ––¡Joder con el cardenal! ––exclamó Tarrinas con risita de vieja ––Bueno, pues dáselos.
     ––¡Hombre, mira que bien discurre el enanito! ¡Dáselos tú o que se los de don Chavitos! ¿No queréis meter los hocicos en mi negocio? ¡Pues a pringarse en todo! ––despotricó, Juanote.
     ––¡Eh, eh, eeeeehhh! ¡Para ahí, alcalducho! ––se incorporó con energía el Tarrinas, aupándose aún más sobre sus invisibles ortopedias –– ¡Para el carro qué tú eres una puta mierda para hablar así del Partido y de su Presidente! ¡Ya me advirtió don Chavitos de tu mala casta.
A Juanote, eso de mala casta le llegó al tuétano. Repentinamente se le resecó el rostro y sus fauces se constriñeron, peligrosamente, como las de un perro enfurecido.
     ––¿Qué quieres decir con es eso de mala casta, gnomo asqueroso? ¡Te voy a morder el tarro...! ––arremetió con la intención de saltar sobre el tipo, aunque éste lo frenó de inmediato, sacándose del bolsillo un enorme pito con el que le amenazó ––¡Quieto ahí, vil villano de villorrio! ¡A un pitido mío entrarán en un santiamén los de ahí afuera y te harán picadillo!
Ante la contundente amenaza, Juanote se retrajo y respiró hondo para intentar calmarse, mientras Tarrinas jugaba con el silbato en plan desafiante. Tuvo claro que nada podía hacer, y sintió con rabia que el negocio se le venía abajo. Aún así consideró que debía seguir empleando la astucia porque disponía aún de una baza que tenía que jugar si no quería perderlo todo.
     ––Está bien, si queréis el negocio para vosotros, lo haré por el Partido ––dijo con el rostro lívido.
     ––Eso está muy bien, hijo. Así me gusta, que tengas compromiso militante ––respondió Tarrinas con una mueca de triunfo ––. Aunque don Chavitos cree que debes tú seguir al frente de esta historia como alcalde de Pozopodrido de la Ensenada. Luego ya discutiremos la tajada que te toca a ti en todo este asunto. Porque según tengo entendido, la cuestión pasaría por urbanizar la Ensenada, ¿no es así?
     En ese momento, a Juanote le cayeron los cascotes de la casa encima. Ya se vio como el pringao de toda la operación, el mariachi zumbón de don Chavitos y de toda la hueste de carroñeros que poblaban el Gobierno de la Autonomía y adyacentes. Pero eso era más de lo que Juanote podía digerir. O controlaba él mismo el juego o lo mejor era dejarlo porque con aquellos mafiosos podía perder hasta la camisa. Aún le quedaban los terrenos que, aún no siendo suyos del todo, podía negociar con ellos. De esta manera se negó en redondo a las pretensiones de Tarrinas:
     ––Pues no tío, no me mola tu oferta ––respondió Juanote, y en esta ocasión con chulería ––. Dile a tu querido jefe que le regalo el negocio. Os vendo los terrenos de la Ensenada y me olvido.
     Aquellos que saben sobre la sabiduría popular, dicen que no hay un cojo ni enano bueno, y Caspar Tarrinas parecía cumplir sobradamente con este sabio dicho cuando desplegó, maliciosamente, sus carnosos labios mientras limpió, sobradamente, sus gafas con la punta de su corbata. En realidad si Tarrinas pretendió crear suspense antes de responder al alcalde, lo consiguió ampliamente. Juanote tuvo la espantosa sensación de que iba a machacarlo de un momento a otro con algún tipo de jaque mate y no se equivocó:
     ––¿De qué terrenos me hablabas, alcalde? ––respiró al fin el jerifalte del Gobierno.
     ––¿Me estás vacilando o qué? ––repuso a su vez Juanote –– Sabes que sin los terrenos de la Ensenada no hay negocio que valga. Y da la casualidad que éstos son míos.
     ––¡Ah, sí! Lo olvidaba. Los terrenos esos del Migraña. ¿Y qué pasa con ellos?
     ––¡Pues que son míos y si queréis hacer vosotros el negocio me lo tendréis que comprar!
En esta ocasión, Caspar respondió automáticamente, sin pensárselo:
     ––Bueno, a unas malas siempre podemos expropiártelos.
     ––¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso? ––se sobresaltó Juanote ––¿Qué es eso de expropiármelos?
     ––Pues lo que oyes, compañero. Cuando sean tuyos, porque aún no lo son del todo,  el Gobierno te los puede expropiar por cuatro perras con sólo aplicar a los terrenos la tontería legal de considerarlos de “interés público y social”. ¿Comprendes? ¡Menudos pelotazos hemos conseguido nosotros con esa argucia! –– se carcajeó abiertamente.
     ––¡Pero a mi me cuestan trescientos mil euros! ––protestó Juanote, más pálido que una vela.
     ––Pues te lo expropiaremos por cincuenta mil y aún vas que te matas.
     Dicho esto, Caspar Tarrinas, sabedor de su triunfo, se incorporó solemnemente de la silla y miró a un Juanote derrumbado y consciente de que había perdido la batalla, la guerra y todo. En  la  cabeza del alcalde sólo palpitaba en esos instantes un ánimo de tremebunda venganza. Sentado como estaba, elevó su mirada para clavarla con indescriptible ferocidad sobre la inofensiva imagen de aquel tipo de aspecto insignificante que, sin embargo, daba al traste y de un plumazo con su mayor y más preciado sueño. El avezado representante del Gobierno se mostró ahora paternalista cuando dijo:
     ––Cuando se juega, alcalde, hay que saber hasta donde puedes llegar. Me han informado que eres un tipo listo, y por lo que advierto, con una gran ambición personal, y eso es bueno para los intereses del Partido. Tu talante me recuerda vagamente al del Gilito –– que en paz descanse ––, aunque ese era más listo que tú y sabía que no podía mangonear los dineros de Marabella sin contar con nosotros. Con ese cerramos buenísimos negocios. Luego llegó el tontopollas del Yulián y lo estropeó todo. Lo que vengo a decirte con esto es que el P.O.T.E. es una gran familia donde todos colaboramos de la mejor manera para su éxito y mantenimiento. ¿O acaso no te lo explicó Tapacubos? Don Chavitos es nuestro padre, nuestro jefe, nuestro amigo y él cuida de nuestras vidas y haciendas. Si te quedas en paro, él busca un empleo para ti en nuestras Empresas Públicas, Diputaciones y Consejerías; él siempre vela por los suyos, enchufándolos en los Ayuntamientos, Consorcios, Mancomunidades y muchos más inventos públicos que hemos desarrollado con el ánimo de proteger y colocar a los nuestros, a los que nos siguen, a los que nos votan fielmente... ¿Cómo crees tú que ganaríamos, una tras otra, las elecciones si no actuáramos de esta manera? Pero eso cuesta mucho dinero. Por eso nosotros te damos y a cambio tú nos das. Esa es nuestra filosofía de triunfo.
     ––¿Así que el Gobierno también estaba detrás de todo el choriceo de Marabella?
     ––Se dice corruptela democrática, Juanote. No olvides que la corruptela es menos corruptela si es democrática y se comparte, ¿comprendes...? –– aquí hizo Tarrinas una pausa como pensando en concluir y finalmente aconsejó a Juanote –– Creo, alcalde, que deberías recapacitar y admitir que cualquier negocio que se te ocurra debes compartirlo democráticamente con tu gente, con tu Partido. Si no lo haces y te enfrentas a nosotros, la vida puede volverse muy dura para ti. Como decía nuestro jefe e inefable compañero, el Guerritas, fuera del P.O.T.E. hace mucho frío. Te voy a dar veinticuatro horas para que te lo pienses con tranquilidad.
     ––Bueno, y en el caso que aceptara ¿qué hago con el canon que el cardenal me exige? Yo no tengo dinero para pagarlo.
Gaspar Tarrinas, que ya se dirigía hacia la puerta de salida, se volvió y golpeó cariñosamente el brazo del alcalde diciendo:
     ––Tú haz tu trabajo que nosotros haremos el nuestro. Sabemos que ese cardenal lleva algunos negocios bastante sucios. Ya hablaremos con él para que rebaje la cifra o se olvide de sus pretensiones.


Capitulo XXXI

     Minutos después, Juanote volvía a encontrase solo y con un problemón que en esos instantes consideró muy difícil de superar.   con nerviosismo un pitillo y después marchó al aparador para coger la socorrida botella de güisqui y beber a gañote partido. Sus manos aún temblaban de ira aunque también de temor porque, de momento, se quedaba sin su negocio por el que, incluso, había matado y, posiblemente, sin sus tierras y la alcaldía. En esos instantes la moral le navegaba por las alcantarillas de la perdición, y en un fatal arrebato deseó mandarlo todo a paseo. Llegó a la conclusión que lo suyo eran sus juergas y bacanales y pare usted de contar. Pero Juanote sabía que mantener ese tren de vida costaba mucho dinero y ¿de dónde lo iba a sacar? ¿Debía ponerse a trabajar en la fábrica y seguir así la senda de su padrastro? Sin embargo, Juanote, nunca iba a asumir tal cosa porque odiaba todo lo que significara un trabajo constante y tedioso, lleno de obligaciones y responsabilidades. También tenía muy claro que nadie se hacía rico en los tiempos actuales fabricando tornillos a un euro el kilo. Sólo con pensar en estar enclaustrado de sol a sol en aquel cutre despacho, rodeado de obreros mendicantes y facturas impagadas, le daba ganas de vomitar. No, la fábrica estaba sentenciada y sus trabajadores también. Definitivamente iba a venderla por el dinero que le dieran. Ahora debía decidir y de la manera más acertada lo que hacer con la Ensenada y sólo tenía dos opciones: o pasar por el aro del Gobierno o volver a recuperar la iniciativa. Esto último le hizo saltar del sillón como espoleado por una invisible catapulta. ¡Claro que ese era el camino a seguir, recuperar la iniciativa, su  propia y arrolladora iniciativa!, se dijo. 
     Más ciego que uno de la O.N.C.E., su cuerpo se cimbreó con poderío al vislumbrar una más que posible salida a su atolladero. La solución pasaba por sobornar directamente a don Chavitos, ya que el jefe del P.O.T.E. también debía tener su precio; sólo tenía que hacerle una oferta lo suficientemente atractiva que fuera imposible de rechazar. Estaba, incluso, dispuesto a ofrecerle el cincuenta por ciento del negocio, porque aún así la tajada sería de lo más suculenta. Sin embargo fue consciente de que éste era un paso decisivo y tremendamente audaz, quizás el último que le restaba, y entonces pensó que la suerte debía acompañarle. Juanote se echó ahora a reír como un histérico, y entre magistrales pasitos de claqué, cogió otra botella –– en esta ocasión de ron Bacardí ––  para echársela al coleto y festejar de esta manera el desiderátum de su próximo movimiento. Borracho como una bodega gaditana, se encomendó a su virgen de la Ensenada para que le diera la suerte necesaria, prometiéndole que si le ayudaba, mandaría a cincelar la más bella y admirada escultura del mundo que superara, incluso, la Piedad de Miguel Ángel que ya era decir. Un rato después, su apocalíptico pedo desembocaba en una abominable resaca  que le llevó a sucumbir en la cama entre lamentos y revolcones, porque un mal rollo le había trastornado en esos momentos la sesera, culpándole de que la virgen, su virgencita del alma, no fuese más que un horrendo y piojoso maniquí al que era imposible reconocer. <¡Maldito seas, Papelinas, te voy a dejar la cara como la de ese monstruo que me has traído, joputa más que joputa!> mascullaba  entre otros improperios por el estilo. Pronto se durmió o perdió el conocimiento que para el caso da igual.
Pero esa noche la pasó con enorme desasosiego, atacado por horripilantes y caóticas pesadillas. Soñó que corría a oscuras por la casa perseguido por los fosforescentes y putrefactos fantasmas del Tugurio y de su padrastro. Éste último le amenazaba con voz cavernosa:
     ––¡Tendrás que pasar por mi cadáaaaver si quieres vender mi fáaaabrica!...
El otro también arreciaba con susurros de ultratumba:
     ––¡Yo quiero mi huertecillo con mis tomaaaates y mis ceboooollas!
Así se pasó Juanote la noche, corriendo si tenía que correr por la casa, tejados y aledaños. Cuando despertó, ya había levantado el día y su cuerpo estaba bañado en sudor.
     ––¡Joder con las putas pesadillas! ––exclamó tras apartarse con pereza un mechón de pelo que no le dejaba ver. Fue entonces cuando advirtió con espanto que el muñeco sin nariz lo tenía delante, erguido a los pies de la cama, y mirándole con su grotesca y descarnada sonrisa pintada con lápiz de labios rojo chillón... ––¡¡Aahhh!! –– gritó Juanote horrorizado.
     Con los vellos como escarpias, y moviéndose con la cautela de un gato apaleado, se arrastró lentamente por la cama, sin dejar un momento de observar al engendro aquel, y se preguntó cómo pudo llegar hasta allí desde la bodega. Sin embargo pronto le tranquilizó la idea de que fuese él mismo quien lo pusiera con aquel desquicie de borrachera que llevaba. Entonces rió con total desvergüenza al imaginar la clase de sacrílega orgía que pudo montarse esa noche con el dichoso maniquí.
     Después de llevarlo de nuevo a la bodega, se duchó y se vistió dispuesto a aprovechar la mañana. Perfumado y enfundado en su impecable traje de lino crudo, de aspecto afrikaner –– al que en esta ocasión dio el elegante toque de una pequeña rosa púrpura en la solapa, cosecha temprana de la tumba del Tugurio ––, se dispuso a enfrentarse a la aventura más seria y decisiva de su vida: sobornar a don Chavitos.

 

Capítulo XXXII

     Más contento que unas pascuas, y con el ánimo dispuesto a triunfar a costa de lo que fuera, abandonó la casa y cogió su coche rumbo a la capital a la que arribó poco después de las diez de la mañana. Antes que nada desayunó en una elegante cafetería, y después enfiló su automóvil al palacete del Presidente. Tras superar un vía crucis de escáneres de medio cuerpo, cuerpo entero y órganos genitales, alcanzó por fin el despacho de la secretaria personal de don Chavitos, acantonado en las profundidades del sonrosado y repipi palacete.
     ––¿Tenía cita para hoy con el señor Presidente? ––le inquirió una emperifollada cuarentona con pinta de alcahueta de toda la vida.
     ––Dígale al Presidente que necesito verle inmediatamente ––conminó Juanote con autoridad.
Ella cumplió la orden y luego, con mirada resbaladiza, le hizo pasar a un pequeño habitáculo muy coqueto y amueblado a base de Art Decó del bueno, del que vale unos cuantos miles de euros.
     ––Espere unos momentos que el Presidente está ahora ocupado en una importante reunión sobre el desempleo ––le informó la enchufada de toda la vida.
     Pasaron las once, las doce, las trece... Harto de esperar, y pensando que le estaban tomando el pelo, Juanote, se incorporó de donde estaba y, ante las protestas de la secretaria, invadió intempestivamente el amplio despacho del Presidente, que en esos instantes se lo montaba intensamente con dos jóvenes y hermosas fulanas. Juanote, entonces, palmeó de forma festiva el respingón culo de una de aquellas señoritas liberadas y se echó a reír estrepitosamente, exclamando:
     ––¡Joder con don Chavitos! ¡Menudo problema de desempleo tienes aquí montado!
     El Presidente miró al intruso y quedó inmóvil y descompuesto, sin saber que decir. Juanote pensó, entonces, que su entrada había sido de lo más afortunada y aprovechó la ventaja de la iniciativa:
     ––¡Venga, zorritas, que el trabajo se os terminó por esta mañana! ¡El Presidente y yo tenemos que hablar de alta política! ¡Venga, venga...! ––las aventó de allí con palmaditas de institutriz.
     Una vez las proletarias de la vida desaparecieron, Juanote cerró la puerta del despacho y encendió un cigarro que saboreó con arrogancia mientras caminó despacio, casi contorneándose, hacia la mesa que presidía don Chavitos. Allí apoyó sus manos con descaro y esperó pacientemente a que el Presidente terminara de abrocharse, torpemente, los botones de su bragueta. De pronto Juanote dio un soberbio puñetazo en la mesa y le espetó, remachando las palabras a media voz:
     ––Anoche estuvo en mi casa ese hijo puta de enanito tuyo y no me gustaron nada de nada sus amenazas.
El Presidente, con el semblante totalmente quebrado, soltó ahora una forzada y ridícula risita, mientras se afanaba en meter los bajos de su camisa de seda dentro del pantalón.
     ––¡Ah! ¡El bueno de Caspar! –– exclamó  ––. Cuando al pobre mío le sale el complejo de inferioridad que tiene, le da por hacerse el jabato.
     ––¡Pues no quiero ver más a ese gusano en mi casa, ¿entendido Presidente? ––atajó Juanote sin perder un ápice de dominio sobre aquella suerte de entrevista ––. ¡A partir de ahora no quiero ninguna clase de intermediarios en mi negocio de la Ensenada! Si acaso, sólo tú serás mi único interlocutor, y en este sentido vengo a hacerte una oferta que no podrás rechazar.
     ––¿Una oferta? ––en esta ocasión don Chavitos se retrepó en el sillón dispuesto a escucharle ––¿Qué clase de oferta, muchacho?
     ––El cincuenta por ciento de los beneficios que se obtengan de la lujosa urbanización, hotel incluido, y estoy hablando de millones de euros. Pero para ello el Gobierno tendrá que asumir las recalificaciones de los terrenos del Migraña, cuyas plusvalías las repartiremos al treinta y setenta. El setenta será para mi, puesto que yo compro los terrenos, y el treinta para ti por dar el visto bueno a la recalificación. Y por último, el negocio, será exclusivamente para los dos. Nada de repartir con la gran familia del P.O.T.E. ni sus muertos, ¿está claro, Presidente?
     El Presidente apretó su embrutecido rostro, aceptando de mala gana que Juanote le hablara en aquellos términos prepotentes y poco respetuosos. Pero en esos momentos, no sólo se encontraba desarmado del honorable respeto debido, si no que, por el contrario, se sintió gratamente fascinado con la actitud mafiosa del joven y pútrido alcalde. Por lo demás, la oferta era demasiado tentadora y pronto comenzó mentalmente a echar números sobre aquel cincuenta por ciento de beneficios, advirtiendo enseguida que hablaban de muchos millones si todo salía bien. Aún así quiso dejar claro esto último:
     ––Bien, el juego es tuyo, muchacho. Pero si hay problemas serán sólo de tu responsabilidad y si hay pérdidas también. Estas son mis condiciones. Por lo demás, el dinero me lo irás enviando a unas cuentas que tengo en paraísos fiscales porque, como comprenderás, cara a la opinión pública yo tengo menos dinero que un jubilado con paga no contributiva [risitas maliciosas]. Fíjate que en mi declaración de bienes patrimoniales sólo admito tener una vivienda social [carcajadas obscenas].
     ––¡Joder, qué de puta madre te lo montas, Presi! ¡Eres un monstruo! ¡Qué digo! ¡Una máquina de matar seres vivos! ––se entusiasmó Juanote con el talante del Presidente –– ¿Y cuánta pasta tienes en verdad? Supongo que la tira.
     ––¡Ah, jovenzuelo! Ese es el gran secreto del mundo mundial ––continuó riendo el Presidente.
     ––Bueno, pues trato hecho socio, aunque hay una  cosilla más que me gustaría que me ayudaras a resolver –– aprovechó, Juanote, intentando sacar el máximo provecho de aquel acuerdo ––. Tengo al Cardenal Enemicus que también quiere vela en este entierro y me exige ciento veinte mil euros de impuesto revolucionario por utilizar la virgen en el montaje que ya conoces. Yo no dispongo ahora de esa pasta y mucho me temo que si no pago nos arruine el negocio.
     ––¡Ese tipo es gentuza! ––bramó don Chavitos, cambiándole el talante ––Créeme, alcalde, que el país va como va por culpa de corruptos como ese cardenal de pacotilla. Pero no te preocupes porque hoy mismo llamaré a Rubalcabras, el jefazo de los espías del  C.N.I. y le hablará de los puticlubs que ese golfo gestiona a través de una madam china de alias “La Bikoka-Me-latoka” y de la pandilla de chaperos disfrazados de ONGs que trafican hasta con la pederastia, que ya es decir. ¡Vamos, un escandalazo!
     ––¡Vaya con el cardenal!
     ––¡Ay, si yo te contara, Juanote...! ¡Aquí el que no corre vuela! ––se lamentó don Chavito con cara de circunstancias.
     ––¡Vamos, que el que no hace dinero con esta democracia es que es tonto del culo!
     ––Así es, Juanote. Eso mismo dijo nuestro economista e insigne compañero, Cholcaga. El que no se hace rico en esta España que tenemos es que es gilipollas –– remató el Presidente, solazándose ambos con un insano festival de cómplices y socarronas risas.
     Antes de abandonar el lujurioso despacho, Juanote contó al Presidente su proyecto para el siguiente sábado, y el ambiente de fervor que se estaba creando alrededor de las apariciones de la virgen. Don Chavitos se frotó las manos con la codicia de un judío converso, y alabó la estrategia de Juanote, diciéndole:
     ––En verdad tengo que reconocer que eres un fenómeno, Juanote. Con el estado de opinión religiosa que estás creando, será muy difícil que el Gobierno pueda negarte la recalificación de esos terrenos. De hecho podías, incluso, montar una super manifestación frente al Parlamento para exigir la aceptación del proyecto. De esta manera yo salvaría mi talante de ateo izquierdoso ante mi gente y esos ecologistas, diciendo que no tengo más remedio que plegarme a la voluntad democrática de Pozopodrido. ¡Ah, bendita democracia que todo lo puede! –– suspiró el Presidente.
     Después, facilitó a Juanote el número de un teléfono secreto al que dijo que podía llamarle para ponerle al corriente de todo.
     ––Este número no lo sabe ni Sitel, que ya es decir –– y después añadió –– . De lo que has visto aquí esta mañana, ¡ni una palabra!
     ––De eso puedes estar seguro, colega. Lo que tienes que hacer es llamarme cuando tengas estas moviditas de sexo loco.
     ––Si las tengo casi todos los días ––se echó de nuevo a reír el Presidente.
     Cuando Juanote abandonó el corrupto Palacete Presidencial, se sintió totalmente eufórico e imparable. Pero lo más blasfemo del asunto era su creciente y paranoica devoción a la futura virgen de la Ensenada. En su delirio, creyó a pie juntillas que era ella la que guiaba sus delictivos pasos, derribándole obstáculos y siendo, incluso, cómplice inductor de todas las  aberraciones nacidas de su trastornada mente. Tuvo claro que ella había dado el espaldarazo final al proyecto, colocando al Chavito y a las fulanas en el momento preciso. ¿Acaso no debía considerar eso un milagro de lo más milagroso?



continuará

SUSANA O LA VERGÜENZA DE LOS SOCIALISTAS.


Ahí la vemos. Vestida de rojo para aparentar lo que no es. Saludando con su sonrisa lagarta al jefe de la banda que nos roba a todos los españoles. Muchos socialistas llorarán de pena, de rabia e impotencia con esta imagen. El gobierno de Andalucía ya es oficialmente una sucursal del PP. Los amores a España siempre han sido para esta gentuza la ruina de su población trabajadora. Malditos sean los amores traidores de esta impúdica felona.

Monday 10 October 2016

S.J. Alcalde y Mártir (Capítulos 27-28-29)











 



Capítulo XXVII
 

     Al poco de llegar a su domicilio, acudieron los socios, y la Palmira, nada más verle, se arrojó a sus pies sollozando ante el estupor de Papelinas.
     ––¿Qué le pasa ahora a esta loca?
     ––¡Ay, San Juanote! ¡Ya se lo advertí yo a su madre, doña Elvira! ––berreó la vidente envuelta en un pegajoso llanto.
     Juanote se la sacudió de un puntapié, aunque enseguida la mujer volvió a engancharse a la otra pierna, lamiéndole los calcetines. Papelinas entonces se echó a reír aunque esto le duró bien poco porque enseguida Juanote le alcanzó el cuello con su huesuda mano, al tiempo que lo fulminaba con la mirada.
     ––Eh, eh..., ¿pero que he hecho yo ahora?
     ––¡Has estado a punto de chafarme el espectáculo, desgraciado!
     ––¿Yoooo? ––se le quebró a Papelinas la voz.
     ––¡Sí, tú, mamarracho! ¡Te has retrasado un cuarto de hora, has permanecido luego más tiempo del debido, meneabas el muñeco como si estuvieras borracho, has dejado volar la capa y ahora todo el mundo sabe que es del Corte Inglés! ––lo zarandeó como a un guiñapo.
     ––¡Pero Juanote, eso son imprevistos! ¡Había mucho oleaje y viento!
     ––¿Imprevistos? ¡Me cague en tu sombra! ––le soltó de un empujón –– Eso me pasa por trabajar con aficionados. ¡Quita ya, coño! –– intentó de nuevo zafarse de la garrapata de la Palmira, que ahora le mordisqueaba la espinilla.
     ––Está bien, alcalde –– asintió Papelinas con cara de ovino arrepentido ––La próxima lo haré mucho mejor. ¿Me vas a pagar ahora? Es que ando tieso, tío.
     ––¡Ni lo sueñes! ¡Hasta que no terminemos el asunto no hay dinero! Y ahora sentaros que quiero comentaros lo que tengo pensado para la próxima aparición.
Se acomodaron en el salón de la casa y Juanote les sirvió un vaso de güisqui de don Carlos Garrafa mientras él se llenaba sin ningún pudor otro de Chivas Regal de quince años. Se disponía a hablar cuando le sonó otra vez el móvil. Era doña Elvira:
     ––¿Se han marchado ya los fenómenos paranormales esos? ––preguntó a su hijo con voz agobiada.
     ––¿Los fenómenos qué? No te entiendo, mamá.
     ––¡Qué si los fantasmas del Silverio y del Tugurio se han ido ya a tomar viento por ahí, coño, que ya estoy harta de estar en la finca! ¡Aquí me aburro con tanto olivar y arriero apestoso!
     ––Ah, pues me temo que no ––respondió Juanote ––. A decir verdad las cosas han empeorado porque ahora los muebles corren solos por la casa y han venido varios espíritus, unos hablan en francés y otros en alemán y ruso... En fin, un desacato, mamá.
     ––¿Coño, qué ha entrado en mi casa la internacional de los fantasmas?
     ––¡Déjeme hablar con su madre! ––se abalanzó la Palmira sobre el móvil al escuchar la conversación, aunque Juanote la apartó de un manotazo.
     ––¿Quién está contigo, hijo? Me ha parecido escuchar una voz familiar.
El alcalde aprovechó para ponerse aún más dramático:
     ––¡Es otro espíritu horrible y sin cabeza que ha llegado nuevo y me está atacando! ¡Yo me voy de la casa ahora mismo, adiós , mamá!
     Juanote apagó del todo el teléfono y se pasó la mano por el rostro, resoplando. Cuando levantó la mirada advirtió que sus dos socios le observaban espantados.
     ––¿Pero qué os pasa ahora? ¿Por qué me miráis con esa cara?
     ––¡Qué yo también me voy pero que ahora mismo! ––exclamó Papelinas con los vellos como escarpias –– ¡La casa está embrujada!
En ese instante la Palmira se incorporó y, como una sonámbula, comenzó a recitar de manera lúgubre:
     ––¡Difuuuuntos del otro muuundo, regresad a vuestras frías y eteeernas moraaadas...!
     Juanote aulló fuera de sí:
     ––¡¡Bastaaa!! ¡Queréis atenderme de una puta vez y dejar de hacer el gilipollas!
     ––Pero, ¿y los fantasmas? ––preguntó Papelinas con voz trémula.
     ––¡Que no hay fantasmas! ¡Qué sólo pretendo mantener a mi madre alejada de la casa, coño!
     Resuelto el entuerto, el alcalde explicó a sus compinches los pormenores que había pensado para la siguiente aparición mariana:
     ––En esta ocasión, la cosa deberá ser más efectista y contundente ––dijo, tras encender un cigarrillo y relajarse sobre el respaldar del sofá –– Veréis, ahora la aparición irá acompañada de un milagro.
     ––¿De un milagro? ¿Y de dónde sacaremos un milagro? ––preguntó Papelinas todo apurado.
     ––Pues tú mismo ––repuso Juanote –– ¿Acaso no conoces a nadie que quiera hacerse el cojo o el ciego por cincuenta euros?
     ––¡Por cincuenta euros te hago yo el preñao!
     ––¡Eh, eh, que si es cuestión de una "preñaura", la indicada soy yo que para eso soy mujer! ––protestó la Palmira.
     ––Que nooo, que vosotros ya tenéis vuestro papel asignado en el asunto –– intervino Juanote, cargándose de paciencia –– Deberá ser alguien en quien podamos confiar y no nos la juegue, ¿comprendido, Papelinas?
     ––Bueno, yo conozco a uno, al señor Chapas. Ese encajaría bien ––comentó Papelinas, rascándose profusamente sus partes.
     ––¿El señor Chapas? ¿Por qué eso de señor Chapas? ¿A qué se dedica el tipo ese? ––le interrogó Juanote, desconfiando del tratamiento aquel.
     ––No se dedica a nada, Juanote. Simplemente le gusta que le llamen así. El pobre está podrido de los pulmones y echa unas chapas que te ahogas en ellas. ¡Qué asco, tío!
     ––Ah, bien. Pues ese nos puede valer. Tráetelo mañana mismo y le enseñaré lo que tiene que hacer.
     ––¿Y yo también me tengo que traer a alguien? Conozco a una...
     ––No, Palmira. Tú de momento te vas a tu casa y procura salir lo menos posible. Mañana por la noche ensayaremos con ese Chapas la actuación del próximo sábado. Y sobre todo, ándate con cuidado de lo que cuentas por ahí. Cuanto menos le des a la sin hueso, mejor que mejor, porque nadie debe sospechar ni por un instante nuestra movida.


 

Capítulo XXVIII

     Cuando abandonaron la vivienda, Juanote se sintió agotado, exhausto. Puso la televisión para relajarse un poco y enseguida apareció un tipo de una cadena de noticias que, con sonrisa de oreja a oreja, enumeraba los desastres cotidianos de siempre, bombazos, matanzas, destripamientos,  hambrunas, invasiones, terremotos y, como nuevas catástrofes, la quiebra de los bancos estadounidenses y de los europeos y las hazañas de los grandes y más ricos chorizos del mundo mundial desvalijando el planeta a gogó y sin piedad, y con cara de no haber roto un plato en su vida. “Las culpables de todo son las subprimes y los paquetes tóxicos” ––aseguraba el muñeco parlante con pretensiones de periodista, como si los paquetes tóxicos y las subprimes esas fueran plagas venidas directamente del cielo y no de la banda de facinerosos y criminales que gobierna el mundo.
A pesar que Juanote no comprendía muy bien todos estos tinglados financieros, sonrió al saber que él no era el único ladrón y estafador en el mundo y que muchos le llevaban una envidiable ventaja en tales menesteres. Entonces se le ocurrió que si la cosa le funcionaba bien con lo de la Ensenada, se haría banquero porque en definitiva eran ellos los amos del universo universal. Los banqueros podían comprar, vender, robar, quebrar sin ninguna cortapisa ni temor porque siempre tendrían de su lado, no sólo la socorrida legalidad democrática, adalid de la Gran Propiedad Privada –– que entre otras cosas les permite toda clase de atropellos y vandalismos––, sino que también a los Gobiernos pútridos, vendidos por cuatro perras para cubrirles las espaldas con el dinero de todos los currantes y desgraciados del orbe orweliano. 

Sin embargo, las alarmantes noticias sobre el cataclismo económico hizo  que Juanote sintiera cierta inquietud al considerar que la inmensa debacle pudiera afectar al proyecto que llevaba entre manos, ya que, en España, la hecatombe estaba dando al traste con el inmenso chollo del ladrillo. Pero enseguida se tranquilizó al considerar que su negocio estaba amparado por la virgen, y esto le proporcionaba, sin duda, un valor seguro. De esto daba buena fe una Iglesia, que tras miles de años vendiendo humo continuaba a la sazón incólume y podrida de poder y dinero. Y es que en épocas de sangrantes carestías, tanto la religión como los juegos de azar se comportan como auténticos valores al alza. Al final todo el mundo quiere escapar de la miseria, sea con rogatorias a Dios y al santo de turno, o gastando el dinero que no tiene en lotería y otros juegos fatuos por si eso de la suerte.
     Estos pensamientos fustigaron por un momento la fantasiosa mente del alcalde, que acarició, incluso, la posibilidad de hacerse Papa y tirarse la gran vida rodeado de riquezas y de putas de lujo en el inmenso palacio del Vaticano. ¿Y por qué no? ––se preguntó ––. Lo mismo si le hacían santo, como había pronosticado la Palmira, podía conseguirlo. Todo era cuestión de proponérselo.
Aburrido de tantas y siniestras noticias, apagó la caja para subnormales y se fue a dormir con la certera intuición de que las jornadas venideras serían de lo más agotadoras. Y no se equivocó porque desde las primeras luces del nuevo lunes, su móvil no paró de funcionar. Mientras desayunaba su pulcro y dietético vaso de frutas atendió una de las llamadas más insistentes que resultó ser –– cómo no ––, la de Carajote. Éste se encontraba muy nervioso cuando le comunicó que el Ayuntamiento estaba lleno a rebosar.
     ––¿Lleno? ¿Lleno de qué? ¿De qué me hablas, tío? ––repuso Juanote.
     ––Han venido todos los presidentes de las Hermandades, de las Asociaciones de Vecinos, el párroco, las monjitas del convento del Tírate al Precipicio, periodistas de la capital, gente que quiere saber lo que pasó el sábado en la Ensenada.
     ––¡Está bien, está bien! ¡Déjame pensar!
     ––¡Pues piensa por el camino! ¡Vente para acá porque yo no puedo contenerlos por más tiempo!
     Juanote apagó el móvil y comenzó a despotricar de cómo la gente podía ser tan gregaria y estúpida. Sin dejarse llevar por las prisas, se duchó y afeitó tranquilamente mientras le daba vueltas a la perola de lo que debía de contar sobre el milagro de la Ensenada. Realmente lo que más le preocupó fue la prensa. Con esa gente, que sólo vivía del chismorreo y la maledicencia, se prometió cogérsela con papel de fumar.
     Una vez perfumado y embutido en un marfileño traje de lino colonial con corbata de piel beige a juego, nuestro singular alcalde se dio un magistral toque de gomina en el pelo y marchó al garaje. En poco menos de diez minutos se presentó en el Ayuntamiento y quedó sorprendido ante el tumulto que se hacinaba a sus puertas. Cuando descendió del vehículo, los más humildes, que casi siempre suelen coincidir con los más crédulos y cretinos ––el mundo va como va por culpa de los crédulos y cretinos, que siempre son abrumadora mayoría ––, comenzaron a corearle "!Santo, santo!". Juanote pasó fugaz entre ellos, saludando a lo fhürer y se abrió camino sin contemplaciones a través de la marea de micrófonos y flashes que asediaban la puerta Consistorial. El interior estaba todo alborotado y había gente por todos los lados y rincones que aparecían y le tocaban y le sonreían de la manera más tontaina. El párroco de Pozopodrido, que acechaba como un cuervo embuchado en el rellano de la escalera, le asaltó cogiéndole por el brazo y reclamó su derecho a ser el primero en obtener audiencia, pero Juanote se desembarazó bruscamente de él, refugiándose rápidamente en el despacho. Allí aguardaba Carajote, de pie, frente a la balconada.
     ––¡Esto es increíble! ––exclamó el alcalde sentándose en el sillón.
Carajote se volvió y, tras mirarle unos instantes de forma rara,  dijo con su odioso retintín:
     ––¿Digo yo que no será más increíble que la virgen se aparezca en esta mierda de pueblo?
     Juanote acusó la malévola insinuación de su teniente alcalde. Estaba claro que no podía dejarle al margen por más tiempo.
     ––Está bien. Te voy a dar una participación del diez por ciento en el negocio –– le dijo mientras curioseó algunos papeles de la mesa.
     Carajote se le acercó, entonces, con más cara de palurdo que de costumbre y preguntó tras forzar la clásica sonrisa del que no sabe pero intuye:
     ––¿Pero de qué negocio me hablas?
     ––¡Coño, el de la Ensenada! ––respondió el alcalde con mal humor.
     ––¿Entonces lo de la aparición de la virgen...?
     ––Sí, es todo un montaje. Eso ya lo habrás supuesto, ¿no?
Carajote se sentó en una silla, totalmente estupefacto. Su envidiosa admiración por Juanote creció lo indecible cuando comentó:
     ––Claro. Ahora entiendo que me dieras tanta vara con lo de Fátima. ¡Joer, tío, tengo que reconocer que eres un crak!
     ––Bueno, pues ahora ya lo sabes ––encendió Juanote un cigarrillo.
     ––Pues me tienes que dar el veinte ––exigió, Carajote, por si caía esa breva.
     ––¿El veinte...? ¿El veinte de qué...? ¿Por hacer el qué...? ––reaccionó Juanote con mirada un tanto torva que enseguida enfrió la pretensión de su segundón de a bordo ––. En verdad no te necesito para nada. La idea y los terrenos son míos. Con el diez ya vas que te matas y quiero que sepas que lo hago por tu padre. O lo tomas ahora o lo dejas.
     Carajote comprendió al instante que con el formidable buitre que tenía delante no había nada más que rascar y se plegó al trato de plano.
     El escándalo de afuera recordó al alcalde que debía decidir qué hacer con toda la marea humana que esperaba más allá del despacho, y entonces ordenó a Carajote de forma expeditiva:
     ––Mete a toda esa gente en el salón de Plenos.
     ––¿En el salón de...? ¡No cabrán todos!
     ––Ese no es mi problema. Llama a la Local para que ponga algo de orden si es preciso.
     ––La Local no vendrá porque no ha cobrado.
     ––¡Pues llama a la Guardia Civil, a la Policía Montada del Canadá o qué se yo! ¡Solucióname el problema, Carajote, y no me pongas más pegas, coño! ––aulló el alcalde, dando manotazos en la mesa.
     Poco después, una compacta y sudorosa masa humana se estrujaba en el salón plenario con la respiración contenida de emoción, como si esperara ver salir a la  Esperanza de la Macarena.     Las Hermandades, el párroco, el sacristán y las monjitas del Tírate al Precipicio ocuparon por derecho divino los asientos de la primera fila y todos aguardaron expectantes algún atisbo de movimiento en los vacíos sitiales de los concejales y del sillón del Alcalde, que comandaba el centro del escenario. Unos minutos después, que a la mayoría le parecieron eternos, apareció Juanote por un lateral de la atalaya y fue entonces cuando los aplausos y los relámpagos de las digitales cayeron sobre él de manera que éste se sintió como una primerísima y espectacular estrella del rock. Cuando comenzó a hablar, toda la personalidad de Juanote se creció a medida que su verbo trascendía misteriosamente, como poseído por el espíritu de algún sublime predicador catedralicio. Pero el momento cumbre fue cuando comenzó a relatar a los presentes el mensaje de la virgen dirigido al pueblo pecador de Pozopodrido de la Ensenada. En esta ocasión su rostro se transformó, y sus dedos y manos se agitaron, crispados, al tiempo que su inflamada retórica se tornaba vibrante y devastadora como un incendiario sermón del mismísimo Fray Diego José de Cádiz, que puso a los presentes los vellos como escarpias. Todo el mundo se incorporó de sus asientos, y con los ojos como cebollas de tanto llorar por sus asquerosos pecados, aplaudieron a rabiar mientras las monjitas, que ya creían estar en el cielo, entonaron, cual malsonante y enlutado coro de urracas, una temblona salve ante la promesa de redención espiritual de Pozopodrido de la Ensenada y del país entero si hacía falta.
     En uno del los momentos del apoteosico acto, Juanote desveló que habrían más apariciones marianas en Pozopodrido de la Ensenada y que, incluso, se produciría algún que otro milagro. Cuando terminó de hablar, intentó zafarse de las preguntas de los periodistas, escapando por donde había entrado, pero antes de      conseguirlo escuchó la bizarra voz de uno del Heraldo de los Príncipes que le preguntó a bocajarro:
     ––¿Conserva aún el manto de la virgen, alcalde?
La gente quedó expectante y contuvo el aliento mientras Juanote se giraba lentamente, y con mucho teatro, trataba de improvisar la respuesta más conveniente. Para ganar tiempo, sonrió como el que no ha escuchado bien y preguntó:
     ––¿El manto...?
     ––Sí, el manto que le llegó del mar y que todos vieron que usted lo recibió.
     ––¡Ah, sí...! ¿Y quién cree usted que lo tiene ahora? –– comenzó Juanote a vacilarle sin perder su burlona sonrisa.
     ––Bueno, es usted quien lo tiene que decir. No soy adivino, señor alcalde.
     ––¡Su pregunta, además de estúpida, es de lo más tendenciosa! ¿Pues quién ha de tener el manto? ¿Ha visto usted alguna vez una virgen sin su manto? ¡Además de ateo es usted un gilipollas de cuidado, amigo mío! ––machacó, Juanote, arropado por el cerrado aplauso de un foro totalmente integrista y deseoso de una nueva cruzada.
     Ni que comentar tiene que no hubo más preguntas y el periodista tuvo que abandonar precipitadamente el salón por temor a ser linchado en medio del general abucheo y con más de un pescozón en el cogote. Tras el incidente, la turba comenzó a aplaudir rítmicamente mientras coreaba:
     ––¡¡Juanote, alcalde y santo!! ¡¡Juanote, alcalde y santo!! ¡¡Plas, plas, plas...!!
     Envuelto en un ambiente de histerismo colectivo, el alcalde elevó sus brazos como un perturbado chamán de una enloquecida iglesia evangelista, y se dejó bañar durante unos minutos por las insistentes y desaforadas aclamaciones que santificaban su nombre. Arropado en todo momento por su inquietante sonrisa, Juanote tuvo meridianamente claro que tenía a todo el pueblo en el bolsillo.
Cuando concluyó el acto, el alcalde abandonó rápidamente el Consistorio mientras aquella impresentable tropa, comandada por el párroco preconciliar, se desparramó por las calles del pueblo entre cánticos y bendiciones a diestro y siniestro. Pozopodrido parecía regresar a sus ancestros religiosos, acontecimiento bastante peligroso para comunistas, anarquistas, masones, mariquitas licenciosos y gentes de mal vivir, que enseguida otearon el peligro y corrieron a esconderse en los armarios y sótanos de sus casas no fuera a ser que algún nostálgico le diera por reeditar los temibles “paseillos”. En verdad el pueblo daba miedo con tanto rosario en mano y escapulario al pecho.







Capítulo XXIX

     Juanote había escapado de esta atmósfera irrespirable, haciéndose acompañar por su primer teniente alcalde. Había pensado invitarle a comer en la ciudad y aprovechar para explicarle los prolegómenos del negocio. Ya casi estaban llegando cuando le sonó el móvil a Carajote y al cogerlo se le descompuso el rostro, pasándole de inmediato  la llamada al alcalde.
     ––¿Quién es?
     ––Es el Presidente. Quiere hablar contigo ya.
     ––¿Qué Presidente? Dile que estoy conduciendo, que llame más tarde.
     ––¿Estás loco, tío? ¡Es don Chavitos, el Presidente de la Autonomía y está muy cabreado!
     ––¿Y qué quiere el tipo ese?
     ––¡Y yo qué sé! ¡Ponte de una vez!
Juanote aparcó el coche a un lado de la carretera y cogió el móvil de mala gana.
     ––¡Aló, Presidente!
     ––¡Oye, mamarracho! ––le espetó el Presidente ––¿En qué partido crees que estás? ¿Qué cuento es ese que te traes con las apariciones de la virgen?
     ––¡Eh, eh,!... No me hable en ese tono porque no se lo permito ni a mi madre, que ya es decir ––le chuleó un Juanote henchido de gloria.
     ––¡¡Como te atreves, alcalducho de mierda!! –– berreó don Chavito al otro lado –– ¡Mañana te quiero ver en mi palacete a las diez de la mañana y vas a saber lo que vale un peine!
     ––Pues va a ser como que no, Presidente ––respondió, Juanote, tranquilamente.
     ––¡¡¿¿Cómo??!!
     ––Lo que oye. Esta semana la tengo muy apretada. Tendría que ser para el lunes de la que viene. Si quiere lo toma o si no lo deja.
     ––¡¡Me cague en santo Tomás de Arguindola!! ––aulló el Presidente –– ¡Te estás jugando la alcaldía y las habichuelas, niñato de mierda! ¡Cuando acabe contigo no te van a encontrar ni en las alcantarillas...! ¡Está bien, te espero el lunes a primera hora sin falta!
     Cuando Juanote cerró la llamada y se giró a Carajote para devolverle el móvil, éste se encontraba totalmente hundido en el asiento y con los pulgares taponándose las orejas. Y es que le pareció inconcebible que Juanote le hablara de aquella manera al todopoderoso Presidente de la Autonomía. El alcalde enderezó entonces el vehículo para continuar el camino y  comentó con su insoportable sonrisa:
     ––Hoy a don Chavitos le sentará mal todo lo que coma... ¡Que se joda!
     Carajote se secó el abundante sudor que resbalaba por su frente e intentó afear la conducta de su compañero:
     ––Lo que has hecho no está nada bien, Juanote. Don Chavitos es el compañero Presidente además de Secretario General de nuestro partido, el más votado del país, y es normal que se preocupe de lo que ocurre en nuestro pueblo. Además, nuestro partido se declara de izquierda y laico y eso que te llevas con la virgen...
     ––¡Anda ya, Carajote! –– le interrumpió el alcalde –– Nuestro partido no es na de na. Lo único que le interesa, como al resto, es el poder y la pasta gansa. ¿O es que don Chavitos, ahí donde lo ves, le mueve algo más que no sea su añosa poltrona? ¡Lleva el tío más de un cuarto de siglo aferrado al poder como una garrapata! El P.O.T.E., amigo Carajote, no es más que un negocio como otro cualquiera aunque mucho más lucrativo y eso lo vamos a comprobar nosotros muy pronto.
Carajote quedó un tanto consternado con la respuesta de su compañero. En realidad no llegaba a entender como un novato podía haber aprendido tanto en tan pocos meses.
     Durante la comida, el alcalde se interesó por conocer los artilugios legales para poner en marcha lo de la Ensenada, consciente de que según como lo hiciera, podía poner en grave riesgo los inmensos beneficios que, sin duda, prometía la suculenta operación. Carajote,  que además de sus años de municipalismo había tenido en su padre un gran maestro en toda clase de chanchullos habidos y por haber, de estas marrullerías sabía bastante.
     ––Hombre, de cómo gestionar el negocio depende mucho de lo que tengas pensado y hasta donde quieras llegar ––explicó el primer teniente alcalde ––. En lo que se refiere a que el Ayuntamiento recalifique esos terrenos, no vamos a tener muchos problemas si contamos con el Gobierno y con el voto del viejo Manubrio.
     ––El comunista votará que sí –– se apresuró Juanote en responder ––. El viejo está loco con la idea de ganar pasta, pero ¿y el Gobierno?
     Aquí Carajote dio un pequeño bufido que se podía traducir como una posible complicación.
     ––Bueno, el Gobierno y después de la bronca que has tenido con don Chavitos... Desde luego si mantiene la protección de los terrenos no hay nada que hacer. Eso me imagino que lo sabrás.
     ––Pero se le podía untar manteca a alguien, ya sabes ––sugirió Juanote.
     ––Sí, pero a quién.
     ––A don Chavitos, por ejemplo, que es el mandamás.
     Carajote soltó los cubiertos como fulminado por un rayo, y espetó:
     ––¿Estás loco, tío? ¿Vas a sobornar al Presidente?
     ––¿Por qué no? Todo el mundo tiene su precio.
     ––Ni lo intentes, compañero o te quedarás sin negocio. don Chavitos es un tío de izquierdas, legal y honrado. Los demás no sé, pero él...
     ––Déjate de coñas, Carajote. Lo que tengo claro es que sin la seguridad de una recalificación nada se puede hacer. La compra de los terrenos aún siendo como tú dices, rústicos, me cuestan una fortuna. Tengo que tener claro el asunto antes de invertir y por eso he puesto en marcha lo de las apariciones de la virgen. Ahora tengo a todo el pueblo a favor de mi proyecto y eso puede presionar al Gobierno.
     Carajote, que no estaba acostumbrado a movidas de tan altos vuelos, quedó con la boca abierta ante la audacia del alcalde.
     ––Ahora lo entiendo. Por eso te estás montando lo de las apariciones. Eres genial, tío. Está claro que si tienes a todo el pueblo detrás, lo más probable es que el Gobierno acceda a esa recalificación.
Juanote bebió el rioja de su vaso y luego mostró su extrañeza a Carajote:
     ––Lo que no comprendo es como no has deducido antes que la movida de la virgen iba en esa dirección. Te creía más listo, hermano.
     ––Y yo qué sé, Juanote. Eres un tipo tan extravagante.
     ––Está bien, prosigamos ––continuó el alcalde ––. Imaginemos que el Gobierno accede a la recalificación. El proyecto va a suponer muchos millones de euros, quizás más de los que estimó en su momento tu padre. Pero claro, he supuesto que no podré gestionarlo personalmente siendo yo alcalde.
     ––Bueno, podías crear una empresa fantasma y buscarte un mariachi que de la cara como administrador único, o también poner en marcha una SICAV truculenta de esas con base en un paraíso fiscal y que pague una mierda de beneficios a Hacienda, aunque en este caso necesitarías contar con al menos cien mariachis y eso es más complicado.
     ––Oye tú, que lo que busco es montar una empresa no cantar rancheras ––protestó Juanote con tanto mariachi.
     ––No, Juanote. En estos negocios, el mariachi es como decir el hombre o accionista de paja, el tapadera, el que da la cara a cambio de pasta, ¿comprendes? Yo podía ser tu mariachi si no fuera un concejal muy conocido en el pueblo. Bueno, y una vez tuvieras resuelto este primer paso, habría que buscar después financiación para el proyecto, aunque esto sería lo más fácil porque los bancos y cajas son verdaderos buitres en olfatear y apoyar negocios como el que llevas entre manos donde se puede sacar  mucha pasta. También y como última opción, podrías renunciar a la alcaldía para dar tú mismo la cara en el negocio. Total, para qué quieres continuar de alcalde si te vas a forrar de millones.
     ––No, no. Yo no renuncio a ser alcalde.
     ––Pues entonces, tú mismo ––repuso Carajote algo molesto, ya que por un instante acarició la idea de sucederle en la alcaldía. Pero ese “tú mismo” no le gustó nada a Juanote y así se lo manifestó:
     ––Esa no es la respuesta que esperaba de ti  ––le dijo con expresión severa –– Porque entonces, ¿para qué te necesito? En este negocio cada uno tendrá que hacer su papel, y tú tienes que ganarte tu diez por ciento ––que no es poco –– buscando la mejor manera de montarme este chollo.
     ––¿Y qué es lo que tengo que hacer? –– se quejó Carajote –– Ya te he contado todo lo que sé.
     ––Bueno, pues continúa buscándome las mejores artimañas para ganar el máximo dinero posible con el menor riesgo. ¿Entendido? No olvides que de ese dinero tú te llevarás el diez por ciento. Ese será tu trabajo y quiero una solución satisfactoria para la semana que viene.
     ––Podría hablar con el abogado de confianza de mi padre. Él era el que le asesoraba con las historias del PGOU ––comentó Carajote.
     ––Yo no me fiaría mucho de ese abogado. Al fin y al cabo tu padre está en la cárcel, ¿no? 




...continuará.