Saturday, 8 October 2016

S.J.Alcalde y Mártir. (Capítulos 24-25-26)

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Capítulo XXIV
 


     Una vez en la calle, el alcalde se limpió con asco las babas de sus manos y tras mirar la hora llamó a Papelinas para comprobar si había conseguido el material:
     ––¿Tienes el maniquí y la ropa?
     ––El maniquí, el camisón, la capa, las bragas... Lo tengo todo en la furgonetilla, Juanote.
     ––Bueno, pues vete al hotelucho y espérame allí que yo salgo ahora mismo del pueblo y en menos de una hora estoy contigo. ¡Ah, y llévate algo de nieve de la guapa.
     ––Si no me das dinero... Tengo que buscarme un nuevo proveedor.
     ––Está bien, olvídate.
Cuando Juanote llegó al hotel, encontró a su secuaz sentado en el cutre vestíbulo junto a lo que parecía una momia envuelta en papeles de periódico.
     ––¿Pero, qué llevas ahí?
     ––¡Cóño, el muñeco! ¿Qué voy a llevar, cohones?
     ––¿Y la ropa?
     ––Aquí, en esta bolsa la llevo.
     ––Pues venga, subamos a la habitación y me lo enseñas todo –– echó Juanote escaleras arriba.
Una vez en el cuartucho, Papelinas comenzó a desnudar cuidadosamente el muñeco de su envoltorio y mientras lo hacía, Juanote  observó el ridículo traje de mercadillo que llevaba puesto y la hortera corbata de floripondios, cuyo nudo asemejaba al de un desesperado de la vida. Se burló:
     ––¡Mira que eres ridículo vistiendo, tío!
     ––¿Lo dices por mi traje? Tío, yo no me puedo comprar esas mariconadas que llevas tú.
     ––Es que siempre han habido clases, Papelinas ––se recochineó el alcalde ––. Pero al menos podías comprarte ropa de tu talla, que pareces un Cantinflas del tres al cuarto. Bueno, termina de desenvolver el muñeco y vístelo mientras bajo a la cafetería del vestíbulo por una botella de algo para chupar.
Cuando a los pocos minutos Juanote regresó, se topó con el maniquí vestido en medio de la habitación y por poco le da algo.
     ––¡Joder, qué espanto! ¿De dónde has sacado eso, maricón? ¡Menudo careto tiene! ¡Con la nariz carcomida y esa boca pintarrajeada de rojo...! ¡Parece un drácula, coño!
     ––Bueno, bueno. Pensé que pintándole un poquito los ojos y la boca...
     ––¿Y esa ropa que lleva? ¿Se la robaste a un sin techo o a alguien del Vacie? ¡Apesta a kilómetros! ¡Te dije un manto azul y no una manta cuartelera!
     ––Bueno, tampoco se va a notar tanto en la oscuridad. Por la noche, todos los gatos son pardos.
Juanote le arreó, entonces, una colleja y le gritó:
     ––¡Imbécil! ¡Habrá que iluminarla! ¡Si es una aparición nocturna habrá que iluminarla para que la gente la vea...! –– después Juanote pareció reflexionar un instante y se preguntó ––El problema es cómo la vamos a iluminar.
     ––Podíamos utilizar linternas ––comentó Papelinas rascándose el cogote.
     ––Sí, en algo parecido estaba yo pensando. Las linternas se podían poner en la parte de abajo del maniquí. Aunque habría que ver antes el efecto que hace ––repuso Juanote, mientras observaba el engendro aquel.
     Las luces podían ser de colores y que fueran intermitentes, pis, pas, pis, pas... Quedaría chulo, ¿no crees, Juanote? ––apuntó Papelinas con ánimo de congraciarse.
     ––¡Que estamos hablando de la aparición de la virgen y no de una verbena, cacho animal!
     ––¡Está bien, Juanote, pero no me des más cates en la cabeza que tengo esa parte del cuerpo muy senseble y me mareo enseguida.
     ––Conque senseble, ¿eh? ¿También tienes senseble los cojones? ––le arreó una tremenda patada en la entrepierna que hizo que el poca monta rodara por el suelo, aullando de dolor. Juanote entonces se ensañó con él –– ¡Te he dado doscientos euros para que compres material de primera! ––le arreó otra en la espalda ––¡Quiero una ropa en condiciones, un camisón blanco y una capa celeste, ¿lo tienes claro? ––le pisó la cabeza con el tacón del zapato ––¡No me traigas más esa basura arpillera porque te la hago comer fibra a fibra!
     ––¡Ay, ay! ¡Me vas a matar, tío! ¡No me pegues más, por favor! ¡Haré todo lo que me dices! ––suplicó, Papelinas, intentando refugiarse bajo la cama.
     ––Bueno, pues ahora que supongo tienes bien aprendida la lección, coge el muñeco y llévatelo para vestirlo como Dios manda. Compra también linternas nuevas que iluminen bien y mañana por la noche nos reuniremos de nuevo.
     Papelinas se incorporó hecho un cisco y, tras mirar con temor a Juanote, cogió el maniquí para marcharse. Ya en la puerta el alcalde recompuso el maltrecho traje del pillo y luego fue amenazador cuando dijo:
     Espero que por tu bien hayas captado mi mensaje, Papelinas.
     ––Sí, sí... Lo he captado, Juanote, lo he captado estupendamente.
     ––Pues hasta mañana entonces.
     Al día siguiente por la noche, y aprovechando que doña Elvira se había marchado a pasar un largo fin de semana a la finca, Juanote citó en su casa a Papelinas y a Palmira para ultimar los detalles del esperpéntico evento. Papelinas fue el primero en llegar y expuso, muy nervioso, el muñeco vestido con las ropas indicadas por Juanote. Éste dio una vuelta completa al maniquí en el momento que llegaba la vidente.
     ––Bueno, ahora con esta ropa parece que no queda del todo mal ––dijo, buscando la aprobación de la Palmira.
     ––Pero el rostro de ese muñeco da escalofríos, alcalde –– repuso ella con expresión de temor ––Con ese manto en la cabeza parece la parca en vez de la virgen. ¡Qué horror de muñeco!
     ––De noche todos los gatos son pardos, Palmira. De momento nos servirá para esta primera función del sábado y ya Papelinas, por la cuenta que le trae, buscará otro maniquí más decente ––zanjó Juanote, ansioso por explicar con detalle el plan que había establecido para la primera aparición. De este modo rescató de su bolsillo una especie de chuleta e hizo sentar a los presentes con ridícula solemnidad ––.Y ahora quiero que prestéis mucha atención para que no haya ningún fallo la noche de autos: tú, Papelinas, transportarás el muñeco a través de la pinada hasta alcanzar el mar, procurando en todo momento no ser visto. Una vez en el sitio adecuado, fijarás la imagen, de pie, sobre una tabla y colocarás a continuación las linternas bajo las ropas. Después esperarás a que sean las doce de la noche y a esa hora, ni un minuto más, echas con cuidado la tabla al agua y enciendes las linternas. Luego nadas con sigilo hacia el centro de la ensenada y encaras la virgen mirando hacia la playa y la mantienes así durante diez minutos exactos. Procura no acercarte demasiado a la orilla no se os vaya a ver el plumero. Después apagas todas las linternas y te retiras de nuevo hacia la pinada. No olvides guardar a continuación todos los bártulos en la furgoneta y abandonas el lugar a todo escape y sin dejar rastro. ¿Te ha quedado claro, tío? ¿Alguna pregunta?
     ––¿Y la tabla? De eso no me habías dicho nada, Juanote.
     ––¡Joder, qué torpe eres! Es obvio que tienes que buscarte una tabla o un palé de madera con un mástil para amarrar el muñeco. ¿Tan difícil es?
     ––Está, está claro, Juanote. Pero, ¿y si de pronto viene una ola gigante y lo jode todo? ¿Un tsunami de esos jodidos...?
     ––¡Déjate de gilipolleces, Papelinas, que te arreo! ¡En la Ensenada no hay olas gigantes, capullo!
     ––¿Y yo qué tengo que hacer, alcalde? ––apremió Palmira, ansiosa por conocer su papel.
     ––Tú estarás sentada en los veladores del chiringuito tomándote un refresco. En cuanto adviertas que aparece la cosa en el horizonte te incorporas lentamente y llamas la atención de la gente. Enseguida te montas el teatro y caes de rodillas con gran devoción. Luego gritas que la virgen te está mandando un mensaje y finges un trance de esos de los tuyos. Cuando termine la aparición, te diriges a los presentes y cuentas el mensaje que escribimos ayer.
     ––¿Y no me puedo tomar un par de cubatas en vez de un refresco, señor alcalde? Es para ponerme a tono.
     ––¡Ni se te ocurra! ¡Sólo faltaba que el mensaje lo diera una borracha! ¡Os advierto que si alguien lo hace mal, no habrá pasta para nadie!
     ––¿Y usted dónde estará? ––preguntó la vidente.
     ––Yo permaneceré en el interior del chiringuito y saldré en cuanto escuche el tumulto. Entonces me dirigiré a ti para que me cuentes el mensaje delante de todos y luego actuaré.
     ––¿Qué hacemos ahora con el maniquí? Yo no lo puedo dejar en la furgoneta porque mañana tengo que cargar una partida de tomates.
     ––Está bien. Lo guardaré en la bodega y el sábado lo recoges.
     ––¡Lo tienes todo pensado, fiera! ––bromeó el delincuente en plan festivo.
     ––Tú procura hacer bien tu trabajo o esta fiera te rebanará ese pescuezo de tísico que tienes ––repuso Juanote con su talante habitual.
     ––¡Joer! ¡Hay que ver el subidito que ha cogido el nota éste desde que es alcalde! ––se quejó Papelinas a la Palmira.
     ––¡Venga, venga! ––apremió Juanote dando un par de palmadas –– Ahora cada uno a su casa que mañana tengo que levantarme temprano.
     ––¿Puedo quedarme a dormir aquí, señor alcalde? ––preguntó la vidente, entornando sus pastosas pestañas ––Es que vivo un poco lejos y es tarde...
     ––¡Ni hablar! Te acercará Papelinas a tu casa.


Capítulo XXV

     Ese sábado amaneció muy caluroso y el alcalde se frotó las manos pensando en la abundante clientela que abarrotaría esa noche el chiringuito del Manubrio. Después de atracarse de comer en un restaurante de la capital, regresó a Pozopodrido con el ánimo de echarse una buena siesta al refugio de las insoportables calores del sur. Por lo demás, creía tenerlo todo controlado y eso le tranquilizó a la hora de dejarse vencer por el plácido sopor que precede al sueño. Sin embargo estaba a punto de sucumbir cuando un espantoso grito le hizo saltar de la cama totalmente sobresaltado. Se ponía ya los pantalones cuando apareció doña Elvira, jadeando bajo el dintel de la puerta de la habitación, con los pelos encrespados y el rostro desencajado por el terror.
     ––¿Pero, qué te pasa? ¿Cuándo has llegado? ––preguntó Juanote, alarmado.
     ––¡Ay, que me muero!
     ––Pero, ¿qué ocurre?
Los ojos de la mujer se desorbitaron, aún más, cuando respondió:
     ––¡Está en la bodega! ¡Mi pichurri está en la bodega y ha venido a llevarme con él!
     Juanote tuvo claro que su madre había descubierto el muñeco, y se dirigió a ella para calmarla:
     ––Venga ya, mamá. Eso son imaginaciones tuyas. En la bodega no hay nadie.
     ––¡Baja! ¡Baja tú y lo compruebas! ¡Lleva un trapo en la cabeza como la muerte canina! ¡Ay, madre santa, viene a llevarme con él!
     ––¡Bah, la muerte canina, la muerte canina...! Dices cosas de chiquillos. Ahora mismo bajo yo a la bodega, ya verás...
     ––¡Ten cuidado que lo mismo viene también a por ti! ¡Dicen que los muertos siempre regresan para llevarse a alguien de la familia y aquí ya hemos tenido dos en pocos días!
     Juanote bajó, entonces, a la bodega y escondió el maniquí bajo el hueco de la escalera. Mientras lo hacía pensó la forma de deshacerse de su madre, porque podía estropear los planes de esa noche. Decidió decirle que no había visto nada pero que había percibido en la bodega cierto hedor a muerto. Quizás eso la asustara y la hiciera regresar a la finca.
     ––¿Lo ves, hijo mío? ¡Si yo tenía razón! ––se dirigió muy dispuesta al salón con la intención de coger el teléfono.
     ––¿A quién vas a llamar? ––corrió Juanote tras ella.
     ––A la Palmira. Esa mujer sabe de estas cosas.
     ––Ni se te ocurra ––le hizo colgar el teléfono ––.No quiero a esa clase de gente en esta casa.
La madre giró su embuchado rostro de batracio y miró al hijo con repentino odio.
     ––¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Mataste a su hermano y ahora viene a vengarse!
     ––Yo no le maté. Se murió solo ––repuso Juanote con tranquilidad.
     ––¡Tú le dejaste morir, monstruo!
     ––¡Ya está bien de historias! ––la zarandeó ––. ¡Debes de estar borracha como una cuba para decir tantas tonterías! ¡Hala, vete a dormir un rato la mona!
     ––¡Ni hablar! ––se revolvió ella ––. ¡Yo no me quedo en esta casa ni un segundo más! ¡Me vuelvo a mi finca y ya hablaremos cuando regrese!
     Cuando minutos después la vio subirse al coche, Juanote respiró más tranquilo. Indudablemente su madre suponía un verdadero incordio para sus planes, hecho que le hizo acariciar de nuevo la idea de quitarla también de en medio, y de camino recuperar su parte de la herencia, aunque pronto la desechó al considerarla demasiado arriesgada en esos momentos. Lo importante era ahora mantenerla alejada de la casa y del pueblo el tiempo necesario para llevar a cabo su plan.
     Ese atardecer, Juanote, se encontraba tremendamente nervioso. En realidad necesitaba meterse, al menos, un par de rayas para tranquilizarse y a punto estuvo de llamar a Papelinas para que se las consiguiera al precio que fuese, pero se contuvo. A cambio se sirvió un Chivas triple y se sentó en el jardín de la casa a pensar detenidamente en los pasos que debía seguir una vez los milagros cuajaran en el pueblo y allende sus fronteras. El sofocante calor junto al alcohol le hacía bullir en la mente grandiosas epopeyas, como la de movilizar a todo el pueblo y a los que hiciera falta en una gran manifestación frente al Parlamento Autonómico, exigiendo la recalificación de los terrenos. Conseguido este primer paso, vendría después todo el emporio urbanístico y lo que era más importante, los millones de euros a esportillas.
     Juanote sonrió con soberbia frente a las postreras luces de un rojizo crepúsculo empañado de asqueroso calor, y le pareció mentira que unos meses atrás se encontrara en la maloliente fábrica y a las órdenes del cretino de su padrastro. Ahora tenía el convencimiento de que el mundo estaba hecho para los audaces, para los que carecen de escrúpulos, para los que pisan fuerte y saben renunciar a tontunas moralinas que sólo conducen a la mediocridad y a la miseria. En esos instantes, y con la mirada perdida en abyectos horizontes, se sintió como un ganador implacable al que nadie podía detener ya. El móvil le despertó del arrebatador ensueño. Era Papelinas.
     ––¿Me acerco ya a recoger el muñeco?
     ––Está bien, vente ya ––respondió Juanote, desperezándose. Después llamó a la Palmira.
     ––¿Por dónde andas? ––le preguntó.
     ––Estoy en mi casa ––respondió ella ––. Me estoy poniendo guapa.
     ––A ver lo que te pones. Debes ir normalita, como siempre acostumbras.
     ––Ah, pues yo pensaba ponerme un traje largo de noche y un collar de esos de Majórica.
     ––¡Con delantal, Palmira, con delantal como las pastorcitas! ¡Déjate de trajes de fiesta que la vamos a cagar, leche!
     ––Lo que usted diga, señor alcalde.
     ––Recuerda que la aparición tendrá lugar a las doce. A las once y media debes estar en el chiringuito.
Cuando terminó con la Palmira, Juanote, llamó a su madre para saber por donde andaba y con la intención de asustarla aún más para tenerla alejada de la casa el máximo tiempo posible.
     ––¿Ya estás en la finca, mamá?
     ––¡Sí, ya estoy aquí de nuevo, oliendo a boñigas y a cagarrutas! ¡Menudo porvenir tengo!
     ––Pues mira por donde, esto sigue apestando a un muerto que te cagas ––repuso Juanote, intentando mantenerse serio.
     ––¡Dios nos asista! ¡Eso es que mi pobre pichurri continúa ahí, clamando venganza!
     ––Y además se escucha unos lamentos de ultratumba horrorosos...
     ––¡Ay, Juanote de mi alma, no sigas que no voy a poder pegar ojo esta noche! ¡Eso es que la casa está totalmente infestada! Debes de llamar a la Palmira que ella sabe lo que hay que hacer en estos casos...
     ––No, mamá. No quiero que se enteren en el pueblo. Yo soy el alcalde y una historia así me perjudicaría.
     ––¿Entonces qué vas hacer?
     ––Buscaré a alguien de la capital que estudie el asunto con discreción. Eso me llevará un tiempo. Tú no vengas por aquí hasta que lo tenga todo bien resuelto, ¿de acuerdo?
     ––Sí, eso haré aunque aquí me aburro mucho.
     ––Tranquila que yo te avisaré en cuanto lo tenga solucionado.
     Juanote cerró la llamada con repugnante sonrisa. En ese instante la cetrina palidez de su rostro se recortó en el anochecer con el claror de un fantasma. Se dirigió al interior de la casa y encendió la luz de una coqueta lámpara de mesa dispuesto a esperar a su compinche, Papelinas. Mientras tanto se sirvió otro Chivas, y tras ojear su criminal reloj de pulsera, se sentó en el sofá. Enseguida comenzó a rumiar sobre el negocio, y en esta ocasión para preguntarse si debería gestionarlo él mismo o subastarlo al mejor postor. Sólo los terrenos, una vez recalificados y con el beneficio añadido de las apariciones, podían suponer una inmensa fortuna.
     Al poco llamaron al timbre de la casa y Juanote se incorporó para abrir. Papelinas apareció sonriente bajo el marco de la puerta.
––¿Es buena hora para recoger la mercancía?
     Los dos granujas marcharon a la bodega, y luego subieron con el maniquí para introducirlo en la furgoneta que Papelinas dejó, previamente, aparcada en la puerta. Después ultimaron detalles.
     ––Vamos a ver, llevas el muñeco, el palé con el mástil para amarrarlo, las linternas... ––repasó el alcalde.
Papelinas se dio entonces un cate en la frente.
     ––¿Qué se te ha olvidado ahora?
     ––¡El bañador, Juanote! ¡Qué se me ha olvidado el bañador!
     ––Pues a nadar en calzoncillos.
     ––No llevo calzoncillos.
     ––Pues con el culo al aire.
     ––Pero, ¿tú no tienes algún bañador que prestarme?
     ––¡Que no, coño! ¡Que no te dejo ninguno de mis bañadores de marca para tapar tu apestoso culo! ¿No me dijiste que tenías lombrices?
     ––¡Joder, Juanote! ¿Y si me pica la churri un bicho o una medusa de esas?
     ––¡Pues que te vayan dando! Lárgate ya y procura hacer bien tu trabajo porque si no...
     ––Vale, vale. Ya me voy.


Capítulo XXVI

     Tal y como Juanote había previsto, a esas horas el chiringuito del Manubrio se encontraba abarrotado de gente que intentaba escapar de la sofocante noche. El alcalde se asomó a la puerta del local con una cerveza en la mano y comprobó que la Palmira estaba sentada en uno de los veladores, y de animada cháchara con un par de vecinas del pueblo. Al menos ella estaba ya en su puesto. Luego revolvió sus ojos para escrutar la negra pinada, y acto seguido comprobó la hora en su execrable reloj. Faltaban diez minutos para las doce cuando la impaciencia le hizo coger el móvil y llamar a Papelinas. Supuso que éste debía estar preparando ya la pequeña balsa de madera, sin embargo nadie atendió la llamada. Entonces pensó que su secuaz podía encontrarse ya en el agua y giró su nerviosa mirada para concentrarla sobre el horizonte de la pequeña playa.
Pasaron los minutos y llegaron las doce, momento en que la Palmira se incorporó y miró hacia el mar y luego miró al alcalde, que continuaba apoyado en el quicio de la puerta del chiringuito. Pasaron las doce y cinco, las doce y diez, las doce y cuarto y la virgen sin aparecer. Palmira permanecía de pie y giraba continuamente la cabeza hacia el mar y luego hacia el alcalde, y del alcalde al mar, y del mar al alcalde, y así una vez y otra, como un esperpéntico muñeco diseñado sólo para satisfacer estos dos movimientos. La gente pronto se percató de este raro asunto, y comenzaron a murmurar sobre lo que podía haber entre el joven alcalde y la madura pitonisa.
Juanote, con el móvil en la mano, temblaba de furor. Papelinas continuaba sin dar señales de vida. Con el rostro desencajado y más pálido que de costumbre, el primer edil se volvió a la barra y pidió otra jarra de cerveza. Los parroquianos le saludaban y agasajaban, pero él pasaba olímpicamente de todos ellos porque en su cerebro sólo bullía la idea de sacarle las tripas a su compinche nada más le echara la vista encima. En esto escuchó afuera un barullo, y a la Palmira dando voces de gallinácea. Salió al exterior al tiempo de observar la fantasmagórica aparición, flotando en la lejanía del horizonte marítimo.
     ––¡¡Es la virgen!! ¡¡Es la virgen!! –– se desgañitaba la Palmira, reclamando la atención de los presentes.
En ese instante, Juanote se hizo ostensiblemente presente y, abriendo los brazos con un gesto de actor de tercera, cayó de rodillas exclamando:
     ––¡¡Aleluya!! ¡¡La virgen visita nuestro amado pueblo, queridos vecinos!!
La gente enseguida le imitó con un silencio impresionante. Todos clavaron los ojos en la espectral y sinuosa mancha luminosa en la que apenas se dibujaba imagen alguna. La Palmira recuperó protagonismo y con voz chillona, berreó como las locas:
     ––¡¡Silencio todos!! ¡¡La virgen me está hablando!!
Un viento repentino comenzó entonces a soplar del mar y con tal fuerza que arrancó la túnica del maniquí, haciendo que ésta volara hacia la playa para caer en manos del alcalde.
     ––¡¡Es el manto de la virgen!! ¡¡El alcalde tiene el manto de la virgen!! –– gritaron los presentes totalmente enfervorizados.
Ante aquel imprevisto fuera de guión, Juanote dudó unos instantes aunque rápidamente comprendió que aquello podía beneficiarle y reaccionó:
     ––¡¡La virgen quiere algo del alcalde de Pozopodrido y por eso me envía su manto!! ––vociferó, paseándose con el manto entre las manos y los ojos transpuestos.
     La gente, entonces, se le acercaba para tocar y besar el manto, aunque los más audaces intentaban arrancárselo de las manos. Juanote entonces los apartaba a empujones y los maldecía a diestro y siniestro:
     ––¿Cómo os atrevéis siquiera a tocarlo, malditos pecadores?
Por otra parte Palmira continuaba en su burdo papel y vociferaba como una vendedora ambulante, reclamando la atención de la audiencia:
     ––¿Queréis que os cuente el mensaje que me ha dado a mi la virgen? ¿Os lo cuento, si o no?
     ––¡¡Síííí!! –– gritó al unísono un tumulto totalmente entregado para cualquier cosa.
––Pues os cuento –– se sentó ella con gran ceremonia mientras los presentes comenzaron a rodearla con bobalicona ilusión, como si fueran a escuchar un cuento entrañable, de esos de Maria Castaña o algo parecido ––. Pues bien ––continuó la Palmira ––, la señora me ha dicho que debemos todos rezar mucho para que nuestro querido pueblo de Pozopodrido de la Ensenada se convierta y deje de pecar, y también para que queramos mucho a nuestro alcalde, que es un santo. También me ha dicho que si os portáis bien volverá a aparecerse el próximo sábado, Dios mediante, si hace buen tiempo y no hay luna llena, porque a la virgen no le gusta la luna llena...
     Al alcalde comenzaron a rechinarle los dientes. Pensó que aquella imbécil se estaba enrollando demasiado y le inquietó el cariz de patochada que podía tomar e asunto. Para colmo miró al horizonte y aún estaba allí el maniquí en camisón, y ladeándose raramente de un lado a otro como si se tratara de un pingüino o del mismísimo don Manuel. Tanto era así que uno de los presentes, que no le perdía ojo a la aparición, exclamó a voces y entre socarronas risotadas:
     ––¡¡Más que la virgen, aquello parece un extraterrestre harto vino!!
     ––¡¡Blasfemo!! ¡¡Maldito impío!! ––reaccionó Juanote como el rayo, abofeteando sanguinariamente al graciosillo aquel ––¿Cómo te atreves a decir que la virgen está borracha, canalla?
     La chusma, que advirtió la escena, se abalanzó sobre el desgraciado, que a duras penas pudo escapar de la santa ira de aquellos fanáticos. Cuando en esta ocasión Juanote volvió a mirar al horizonte marítimo comprobó con alivio que el muñeco ya había desaparecido. Entonces respiró más tranquilo e informó al gentío:
    ––¡¡La virgen ya se ha marchado!! ––gritó a los cuatro vientos sin percatarse de que un moscón curioso se estaba fijando en la etiqueta que llevaba el manto, y que exclamaba después, mofándose:
     ––¡¡Es del Corte Inglés!! ¡¡La virgen se viste en el Corte Inglés!! [risotadas]
     Enseguida Juanote saltó sobre el nuevo incauto, arreándole una patada borriquera en todo los huevos mientras lo maldecía:
––¡¡Maldito piojoso!! ¿Dónde se iba a vestir la virgen, en el apestoso mercadillo donde lo haces tú?
     Una vez más, la gente vitoreó la valerosa acción de su alcalde mientras le rodeaba entre gestos conmovedores y susurrantes plegarias. Juanote decidió, entonces, terminar cuanto antes la función, temeroso de que otros listillos comenzaran con más inoportunos comentarios. De esta manera, y con la agilidad de un gato, saltó sobre una de las mesas y desde allí se dirigió a los presentes, arropándose en esta ocasión de sus atribuciones como alcalde del pueblo:
     ––¡Queridos vecinos de Pozopodrido de la Ensenada! ¡He de comunicaros que en esta sagrada noche y como habéis tenido ocasión de comprobar, se ha producido un portentoso milagro aquí, en nuestra bendita playa de la Ensenada. ¡La virgen nos ha visitado y nos ha prometido hacerlo el próximo sábado. Y en señal de su firme compromiso con este pueblo pecador, ha dejado su santísimo manto en manos de su alcalde, el alcalde de todos. Tengo que deciros que nuestra santísima madre me ha pedido que le construya un hermoso templo para que todos vayamos a rezarle. Y yo, como primer edil de este pueblo elegido, recojo su petición con el compromiso de construir en este bello paraje  la basílica más bella que se haya visto jamás de los jamases...
     Los presentes no le dejaron terminar y aplaudieron a rabiar mientras coreaban:
     ––¡Santo, santo, santo...!
     En verdad, en esos momentos el rostro de Juanote estaba como iluminado, y mostraba una semblanza tan beatífica y misteriosa como la de San José María Escribá de Balaguer frente a la Banca Vaticana.
Después de su perorata abandonó la playa entre loores de multitud y se dirigió al coche con la intención de regresar a su casa. Estaba contento y al mismo tiempo malhumorado porque se había desbordado el guión previsto para esa primera aparición. Dejó la capa en el asiento trasero y llamó a la Palmira y después a Papelinas para que se reunieran con él esa misma noche. Cuando se disponía a poner en marcha el vehículo, sonó el móvil, comprobando que la llamada era de Carajote:
     ––¡Sí, dime compañero!
     ––Vaya, señor alcalde, ya me he enterado de la noticia ––respondió el otro con extraño retintín ––. Ahora comprendo tu jodido interés por preguntarme cosas de Fátima.
     ––Está bien, Carajote. Mañana desayunamos juntos y hablamos. Ahora es muy tarde.
     ––Pero, ¿se ha aparecido la virgen de verdad?
     ––Te he dicho que mañana hablamos ––cortó Juanote la comunicación...

Thursday, 6 October 2016

S. J. Alcalde y Mártir. (Capítulos 21-22-23)













Capítulo XXI 


     Cuando Papelinas abandonó la habitación del hotel, pasaban algunos minutos de las doce de la madrugada. Juanote aún se mantuvo despierto un buen rato y deambuló por la selecta habitación haciendo planes. Se sentía muy importante al abrigo de las paredes del hotel mas lujoso de la ciudad, donde sabía que habían pernoctado reyes e insignes personajes de la historia, y le hacía dichoso pensar que él pronto sería también uno de ellos. Ya tenía prácticamente esbozado el espectáculo de las manifestaciones marianas aunque aún le quedaba por dilucidar el número de personas que debían participar en el montaje. Tenía a Papelinas y la colaboración de la vidente la consideró fundamental. Pero, ¿era necesario la de Carajote? Quizás materialmente no pero si le dejaba fuera del negocio podía ser peligroso.
     Al día siguiente el alcalde desayunó en el aeropuerto con la mirada puesta en Badajoz y muy excitado por el devenir de acontecimientos que debía resolver. En esos momentos le preocupaba la reacción de su tío Totelen porque nunca le había visto y prácticamente lo desconocía todo sobre él. Se preguntó si estaría en condiciones de asumir la propuesta que le iba a hacer, aunque tal cosa no debía preocuparle demasiado porque lo más seguro fuera que el pobre infeliz aceptara hacer cualquier cosa que le pidiera a cambio de una piruleta o algo parecido.
     Cuando su avión aterrizó en la bellotera ciudad, compró un roñoso paquete de caramelos, y después abordó un taxi que le llevó hasta la residencia en cuestión. El aspecto del edificio era de lo más vetusto y nada más entrar se fijó que los residentes que deambulaban en su interior no tenían pinta de graves deficientes mentales. Allí había ancianos de aspecto normal aunque eso sí, algunos parecían coger moscas y otros hablaban intensamente con la pared, pero eran los menos porque la mayoría se alelaba, aún más, frente a la televisión en un amplio salón que había habilitado para ello. Después de algunas vueltas, Juanote buscó la administración y preguntó por su tío.
     ––¿El señor Totelen? ¿Pregunta usted por el señor Totelen?  ––inquirió una especie de enfermera con amarga expresión de frígida de por vida.
Juanote se extrañó de tanto señor Totelen e incidió de nuevo:
     ––Sí, es mi tío y creo que está internado en esta residencia.
La enfermera cogió entonces el teléfono y lo que sucedió a continuación le dejó aún más perplejo.
     ––¿Señor Totelen? Aquí hay un joven que dice ser su sobrino. ¿Le paso a su despacho?
     ––¿Su despacho? ¿Tiene un despacho mi tío? ––preguntó Juanote sin comprender.
––Claro –– respondió ella muy resuelta ––. Su tío es el administrador general de esta residencia. Es un lince en contabilidad. Suba esa escalera que ve ahí enfrente y encontrará enseguida su despacho.
     ––Pero mi tío... ––insistió Juanote, totalmente confuso –– ¿No padece una enfermedad que se llama mongolismo o algo parecido?
     ––Mongolismo es un término peyorativo, señor mío. Usted debe referirse al síndrome de Down, y para que lo sepa, tampoco es una enfermedad. Cierto que su tío padece el síndrome pero el suyo es un caso muy especial, casi sobrenatural. Aunque le parezca una broma, el coeficiente de inteligencia del señor Totelen sobrepasa ampliamente la media nacional y europea.
     Juanote subió entonces la escalera aquella sin saber en definitiva con quién se iba a encontrar y maldiciendo su suerte. Lo que él necesitaba era alguien con menos luces que un pollo, no un lumbrera. Cuando llamó a la puerta del despacho, respondió al otro lado una voz fornida y bien templada:
     ––¡Pasa, sobrino!
Al abrir la puerta, Juanote se dio de bruces con un personaje la mar de inquietante que apenas llegaba a la enorme mesa donde se encontraba instalado. Tenía una enorme cabeza en comparación al resto de su cuerpo, y a pesar que mantenía en sus facciones los peculiares rasgos de los afectados por este síndrome, sus ojos traslucían una diabólica inteligencia al abrigo, como estaban, de unas cejas muy espesas y encrespadas hacia arriba. El individuo aquel, que apenas mediría un metro cincuenta, saltó de su sillón a tierra para escrutar a su sobrino de arriba a bajo y viceversa:
     ––¡Juá, juá...! ––exclamó, abriendo una cavernosa boca con enormes dientes atacados por el oro y la piorrea –– Eres más largo que un día sin pan y tienes pinta de culebra venenosa, sobrino.
Juanote se cagó en todo. Encima, aquel enano de circo era de lo más insultante. Sin embargo, el avieso alcalde aguantó el tipo y respondió amablemente:
     ––Me alegro de conocerte, tío Totelen. Te traigo saludos de mi querida madre.
     ––¡No me hables de esa zorra!
     ––¡Hombre, que es tu hermana!
     ––¿Y tú padrastro? –– continuó el tío Totelen ––¿Continúa ese gusano con su fábrica?
A Juanote se le revolvieron las tripas al escuchar lo de padrastro. Otra vez cabalgaban los bastardos fantasmas que le señalaban como hijo ilegítimo. Pero en esta ocasión, lejos de protestar se hizo el sorprendido, viendo la oportunidad de aclarar de una vez por todas la rémora de su nacimiento.
     ––¿Mi padrastro? Colomer es mi padre ––afirmó.
     ––¿Tu padre? ¡Anda ya, tontaina!
     ––¿Entonces quién es mi padre, eh? –– se encaró Juanote con el enano ––Estoy viendo que aquí todo el mundo conoce la verdad sobre este asunto menos yo, que soy el interesado.
     ––Ah, pero la muy puta de mi hermana aún no te lo ha contado? ––sonrió el enano, recuperando de un salto su sillón –– Pues tu padre fue uno de tantos que tu madre se cepilló en su buena época, y creo recordar que fue un cabrero hurdano o algo parecido quien la preñó. Cuando éste se enteró del estropicio se echó a la fuga con cabras y todo y nunca más se le vio el pelo. Fue por entonces cuando pasó por allí el subnormal de Colomer a comprar unos chorizos caseros, y mira por donde entre tu madre y la bruja de tu abuela lo aliñaron de tal manera que lo dejaron más atontado que un zombi. ¡Coño, que lo casaron en un mes! Ya te puedes imaginar que en la dote, al pobre empresario le endiñaron la herencia del calentorro cabrero, o sea, tú, querido sobrino. Ea, pues ya conoces quien fue realmente tu padre.
     Al escuchar tan monstruosa revelación, Juanote sintió que se quedaba sin sangre en las venas. Su semblante se desdibujó de tal manera que no se sabía muy bien si iba a explotar violentamente o a echarse a llorar. Al verle así, Totelen tomó sus precauciones e intentó disculpar su dureza:
     ––Lo siento de veras sobrino ––dijo, engurruñando un grueso rostro que parecía de goma sintética ––Yo creí que tu madre te lo había contado ya.
     ––No ––respondió Juanote, que continuaba sin lograr sobreponerse a la descarnada noticia ––. Ella nunca cuenta nada. Me prometió hacerlo cuando fuera más mayor, la muy hija de puta.
     ––Desde luego tiene mandinga la cosa... ––censuró el enano –– Pero ya sabes, hijo, lo que ocurre con el carácter enrevesado y mentiroso de las mujeres. Buenas, malas, feas o guapas todas tiran al monte si no las tienes bien atadas y abastecidas, ya me comprendes. Lo mejor es pasar de ellas ––aquí hizo una obligada pausa y a continuación preguntó como si nada ––¿Bueno, y qué te trae por aquí, sobrino? ¿Se ha muerto alguien de la familia?
     ––No, no... ––ocultó Juanote lo de su padrastro.
     ––¿Entonces...?
Pero Juanote no pudo responder. En esos instantes se sentía desconectado de la realidad y con la cabeza aún bloqueada con la infamia de su origen. En este angustioso estado tornó de nuevo a escuchar la voz de barítono del enano aquel, que tornaba a despacharse  sin contemplaciones:
     ––¿Es que estás sordo, sobrino? Te pregunto para qué has venido a verme y no me hagas perder más de mi inestimable tiempo.
A punto estuvo Juanote de pegarle una patada en la boca, pero se contuvo a pesar de la furia que pugnaba por destrozarle el pecho. Ahora su máxima obsesión era abandonar aquel despacho y no volver a ver más al sujeto aquel cuya imagen comenzaba a crearle pesadillas.
     ––Bueno, sencillamente he venido a conocerte y poco más ––repuso, intentando controlarse ––. Mi madre me habló de ti y...
     ––¡Mentira podrida! ––exclamó el enano, mirándole intensamente –– ¿A qué te dedicas tú, pajarraco?
La pregunta así de pronto cogió a Juanote desarmado. Éste balbuceó, preso de aquella terrible mirada magnética y fluorescente:
     ––¿Que a qué me dedico yo?... Pues yo soy alcalde de mi pueblo ––dicho esto se mordió los labios, sintiendo que había metido la pata hasta el corvejón.
     ––¿Un menda como tú, alcalde? Así va el país ––se echó a reír el enano inteligente, aunque enseguida se puso serio y trepó de un salto a la mesa para coger a Juanote de las solapas de la chaqueta ––. Si es verdad eso que dices, me podías ayudar a montar una residencia en tu pueblo. Con tanto viejo suelto es el negocio del futuro, sobrino. –– dijo, vomitando el mortal vaho de la putrefacta chatarrería que tenía por dientes.
Juanote apartó con repugnancia el rostro y mantuvo una sonrisa descompuesta mientras devanaba sus sesos en la forma de salir del atolladero en que se había metido.
     ––Lo siento, tío Totelen. En el pueblo ya no quedan terrenos donde construir ––acertó Juanote a responder.
     ––¿Qué pueblo es ese? ¿Cómo se llama? ––volvió el enano a zarandearle la chaqueta.
Juanote titubeó de nuevo. Estaba como paralizado por la agresividad del elemento aquel. Tuvo claro que no podía decirle el nombre del pueblo porque estaba seguro que se encajaría allí. Se inventó un nombre:
     ––Pues se llama..., el Barrancal. Sí, así se llama.
     ––Está bien, sobrino. Lo buscaré en el mapa y te haré una visita un día de estos, ya verás.
     ––Bueno, pero ahora te dejo tranquilo con tu trabajo que tengo que irme ––se apresuró Juanote en escapar.
     ––¡Hablaremos de negocios, sobrino! ¡Toma mi tarjeta y llámame cuando quieras, muchacho!
     ––¡Hasta nunca, tío Totelen.


Capítulo XXII

Juanote corrió escaleras abajo y abandonó a toda prisa el lugar como si huyera del mismísimo diablo. Una vez se alejó del vetusto edificio y después de mirar varias veces hacia atrás con el miedo metido en el cuerpo, intentó sosegarse de la mala experiencia sufrida. En verdad su moral andaba por los suelos cuando tiró el paquete de caramelos que comprara un par de horas antes. El viaje había resultado, no sólo un fiasco, sino que también la amarga y definitiva revelación de su propia identidad. De pronto una viscosa ansiedad por hacer justicia y extinguir de su vida y de su memoria todo vestigio de su humillante origen le hizo acariciar la idea de buscar a su padre biológico y a las cabras para darles muerte y así hacerles pagar su ominoso pecado.
Con estos pensamientos penetró en el interior del pequeño aeropuerto para tomar el avión de regreso, y como aún restaba un par de horas para la salida de su vuelo, decidió esperar en un restaurante acompañándose de un par de cubatas de Bacardí. El móvil le sonó entonces y Juanote lo atendió de mala gana sabiendo que era Carajote el que estaba al otro lado:
     ––Sí, ¿qué pasa ahora?
     ––¿Por dónde andas, alcalde?
     ––¡Y a ti que te importa! ––respondió éste con un humor de cabras.
     ––Hombre, Juanote, la gente pregunta por el alcalde y ya tienes cola esperándote en la alcaldía.
     ––¿Y qué quieren?
     ––Pues lo de siempre, Juanote: pan y trabajo.
     ––¡Eso queda ya muy antiguo! ¡Atiende tú a esa gentuza que para eso eres el primer teniente alcalde, coño!
     ––Está bien, ¿pero cuando te vas a acercar por el Ayuntamiento? El interventor va clamando por ahí que no hay dinero para pagar las nóminas de este mes y los trabajadores andan alborotados...Debes venir, Juanote.
     ––Mañana estaré ahí ––repuso Juanote ––. Ahora te dejo que tengo algo urgente que hacer.
Para Juanote, ese algo urgente no era más que seguir dándole a la perola en busca de ese testaferro fiable que se hiciera cargo de la compra de los terrenos, consciente de que debía encontrarle antes que finalizara el plazo de la señal que había entregado. Por otro lado también era imprescindible tener muy claro la viabilidad del negocio antes de soltar el resto de la manteca. Pero la verdad es que con respecto al testaferro, no tenía mucho donde escoger. A Carajote debía descartarlo porque, además de no fiarse, era concejal del Ayuntamiento. Sólo le quedaba Papelinas ––su infame compañero de correrías ––, y también la loca de la Palmira. Sin embargo ésta última, además de vivir en el pueblo, le gustaba demasiado el dinero, y hacerla dueña de un terreno tan valioso podía ser demasiado tentador. Además, a ella la tenía reservada para el importante papel de interpretar los mensajes de la virgen.
     Cuando arribó a la capital del sur, pasaban de las cinco de la tarde. Por entonces, Juanote, ya había decidido que no le quedaba otro imperativo que confiarle a Papelinas la compra de los terrenos, aunque eso le hacía destilar una desagradable inquietud. Y en verdad no era tanto porque no pudiera confiar en éste –– Juanote era consciente que le tenía totalmente dominado ––, si no al temor que, dado el momento, Papelinas cogiera un abominable pedo de los suyos y lo echara todo a perder. De todas formas no se precipitó en solucionar este problema al considerar que aún le restaban días por delante para cumplir con el pago a la viuda del Migraña.
     Cansado y ensombrecido por los últimos acontecimientos, decidió pasar el resto de la tarde en casa de su madre, a la que encontró de parloteo con un desconocido de aspecto gordinflón y enfermizo, que resultó ser un hermano del difunto señor Colomer, que al enterarse de la repentina muerte de éste, había bajado del norte para informarse mejor sobre la luctuosa noticia. Juanote le saludó fríamente y marchó a la cocina, poniendo oído a la inquietante conversación que mantenían:
     ––¿Y dices que a mi hermano le han hecho la autopsia?
     ––Sí, porque aunque la policía tuvo claro desde el primer momento que fue un desgraciado accidente, la autopsia lo ha confirmado ––afirmó doña Elvira.
     ––Habrá que ver la autopsia que le han hecho a mi pobre hermano ––dudó el sujeto aquel, secándose un persistente sudor que chorreaba por su flácido rostro ––.Yo creo que a mi hermano lo han asesinado.
     ––¡Por Dios, no digas eso, Tugurio! La policía ha confirmado que ha sido un accidente ––se espantó doña Elvira.
Al escuchar aquello, Juanote frenó en seco y retrocedió unos pasos para escuchar mejor lo que decían. En verdad la palabra asesinato le había puesto en alerta.
     ––Bueno, lo mismo no han puesto el interés necesario en la investigación –– prosiguió el tipo aquel, más sudoroso si cabía ––. Lo que no es muy normal es que mi hermano se cayera por unas escaleras que, según tú, estaba harto de subirlas y bajarlas. Alguien le pudo empujar o hacer que tropezara con algo; alguien que le odiara y se beneficiara con su muerte.
     ––¿Pero, quién? Mi pobre pichurri no tenía más enemigo que su propio trabajo en la fábrica ––exclamó la mujer, dejando asomar una pretendida lagrimita––. Eso que dices es absurdo, Tugurio.
Juanote estaba que trinaba. Se preguntaba por las intenciones del sujeto aquel con aires de un Perry Mason trasnochado. El individuo en cuestión continuó hablando y en esta ocasión fue al grano:
     ––Bueno, tengo entendido que a ti y a tu hijo os ha dejado un buen pellizco de herencia.
     ––¿Qué insinúas? El hecho que seas el hermano de mi difunto esposo no te da ningún derecho a...
Juanote entonces entró en escena.
     ––¿Qué ocurre, mamá? ––preguntó tras mirar al visitante de forma amenazadora ––¿Te está molestando el tipo este?
     ––Yo no soy ningún tipo –– respondió el Tugurio ––. Soy tu tío y trabajo como inspector de la policía de Burgos. Bueno, trabajaba porque ahora estoy jubilado.
     ––Y yo soy el alcalde de este pueblo, ¿pasa algo? ––respondió Juanote con chulería, aunque un tanto alarmado por la profesión de aquel.
     ––Bueno, bueno ––terció la madre, que conocía la mala leche del hijo ––. Haya paz en esta casa y respetemos el luto. No pasa nada porque tu tío se preocupe por lo sucedido a su hermano.
Pero Juanote no lo consideraba de este modo. Estaba seguro que el tal Tugurio quería algo y mucho se temía que fuera dinero. Por eso fue al grano cuando preguntó sin rodeos:
     ––Pero bueno, Bueno, ¿usted qué es lo que realmente quiere además de venir a esta casa a lanzar infundios y sospechas?
     ––Quiero doce mil euros como parte de la herencia de mi hermano ––respondió el gordinflón sin cortarse un pelo.
     ––¡O sea que quiere doce mil euros por la cara! ¡Esto es el colmo! ––exclamó Juanote entre aspavientos ––¡Viene un pasma al que nunca he visto y nos chantajea por el morro!
El gordo se incorporó, entonces, y con gran aplomo, se dirigió a Juanote en estos términos:
     ––Calma, sobrino. Lo único que pretendo es una pequeña ayuda económica de la familia a cambio de dejar las cosas como están. Porque de lo contrario, mañana puedo acudir a mis compañeros para que abran una investigación en profundidad sobre la muerte de mi pobre hermano. ¿Hablo claro, jovenzuelo?
     ––Pero lo de tu hermano fue un accidente, Tugurio ––tornó a intervenir doña Elvira, no entendiendo la oportunidad de aquellas sospechas, aunque Juanote sí recogió el guante del viejo sabueso aquel y olfateó el peligro. En un santiamén cambió su discurso:
     ––Está bien y no se hable más ––dijo, forzando una perra sonrisa ––. Si el tío Tugurio necesita esos doce mil euros los tendrá, por algo somos familia, ¿verdad, mamá?
     ––Bueno, si se lo das tú.
     ––De eso nada, guapa. La aportación debe ser solidaria. Se lo daremos entre los dos ––zanjó Juanote tras fulminar a su madre con la mirada.
     Madre e hijo extendieron dos cheques de seis mil euros cada uno y Juanote se los ofreció al poli aunque no los soltó de sus dedos hasta asegurarse de que éste se marcharía sin más historias.
     ––No te preocupes, sobrino. En cuanto los cobre cogeré el AVE de mañana por la mañana ––aseguró el tal Tugurio con el rostro de tal manera descompuesto que a Juanote le hizo pensar que estaba bastante enfermo. Entonces le preguntó por su salud:
     ––Sí, sobrino. Tengo más azúcar que una plantación de remolacha ––confirmó el Tugurio ––. Me tengo que marchar ahora mismo porque no me encuentro demasiado bien y me he dejado en el hotel la insulina.
    ––¡Vaya por Dios! O sea que con un caramelito de nada...    ––comentó Juanote con cara de circunstancias.
    ––Así es, sobrino. En estos momentos la debo tener demasiado alta por la excitación de lo de mi hermano, creo yo. Ahora cogeré un taxi que me lleve al hotel.
Juanote comenzó a considerar que aquellos cheques muy bien  podían ser de ida y vuelta. De esta manera continuó hurgando en la situación personal de su tío, poniendo cara de penita sureña:
     ––Pues se le ve bastante mal, tío Tugurio. ¿Quiere que avise a su familia?
     ––No tengo más familia que vosotros. No estoy casado y vivo solo ––respondió el ex policía encharcado en sudor.
––¿Entonces nadie sabe que está aquí?
     ––No. Se me ocurrió hacer una escapada para pediros ese dinero. Me hace ilusión comprarme un terrenito donde cultivar verduras y matar así el aburrimiento. ¡Estoy tan solo en la vida! ––gimoteó el gordinflón, entre espasmos y temblores que aumentaban de forma alarmante.
     ––¿Qué le pasa ahora? ¿Porqué tiembla de ese modo?
     ––¡Ay, sobrino que me entra el telele, que me entra...! ––se derrumbó sobre un sillón –– ¡Necesito rápidamente un trozo de cebolla o leche caliente con canela para bajarme la azúcar!
Doña Elvira se levantó con premura para buscar en la cocina lo que el hombre pedía y Juanote fue tras ella. Cuando la mujer fue a cortar un trozo de cebolla, el hijo la detuvo, mirándola con un destello criminal.
     ––¿Qué haces, estúpida? ¿Acaso pretendes regalarle los doce mil euros? ¡Anda y que se muera!
     ––Pero Juanote, eso es una cabronada.
     ––Tú lo has dicho, madre. Una cabronada digna del cabrón del hijo del cabrero. Ese madero morirá de muerte natural. Te lo digo yo.
Doña Elvira se hizo la loca con lo del cabrero y continuó con sus temores:
     ––Pero van a sospechar, hijo. Primero mi pobre pichurri y ahora su hermano. Nos lo quitarán todo y nos meterán en la cárcel.
     ––Nadie va a sospechar ni nos va a quitar nada, porque al gordo ese lo entierro en el jardín y nadie se enterará. Además, tú tranquila que la Virgen de la Ensenada guía mis pasos ––repuso Juanote con ojos de iluminado.
     ––¡Jesús, qué cosas dices! No metas a la Virgen de, ¿de dónde has dicho?...
     ––¡¡Qué me muero!! –– gritó el infeliz aquel en el salón –– ¡¡Traedme por caridad aunque sea media cebolla!!
     ––¡Aguanta, tío Tugurio, que ya vamos! ¡Te estamos preparando una ensalada que te vas a chupar los dedos! ––respondió Juanote entre despiadadas risas mientras cogía a su madre por el brazo y la arrastraba fuera de la casa.
     ––Pero, ¿dónde me llevas ahora?
     ––Venga, que hay que celebrar que hemos recuperado los doce mil euros. Te invito a cenar en la capital mientras la parca hace su trabajo.
La madre miró con espanto al hijo. En esos momentos pensó que el fulano aquel de las cabras debió ser un monstruo.


Capítulo XXIII

     Al día siguiente, Juanote se levantó bastante tarde y con el cuerpo dolorido. Se había pasado gran parte de la madrugada cavando una fosa y este menester le había producido tremendas agujetas. Sobre la una de la tarde se presentó en el Ayuntamiento, dirigiéndose directamente a su despacho en la alcaldía para desde allí llamar al móvil de la Palmira:
     ––¿Palmira? Soy el alcalde. Esta noche he tenido un sueño revelador.
     ––¡Señor alcalde, qué alegría! ¿Quiere que le interprete el sueño?
––No hace falta. La virgen me ha dicho que se va aparecer y quiero hablar contigo de negocios.
     ––¿Qué se va a aparecer la virgen? ¡Ay, qué hermosa noticia! Ya sabe usted que me tiene para lo que se le antoje, señor alcalde ––respondió la vidente.
     ––Esta noche a las nueve nos veremos en tu casa y te explicaré el mensaje de la virgen. No se lo cuentes a nadie pues este asunto será un secreto entre tú y yo.
Nada más colgar el teléfono irrumpió el interventor en el despacho con una tajá como un piano.
     ––¡La gente quiere cobrar y no hay un puto duro, señor alcalde! ––gritó con la mirada extraviada.
     ––¡¡Me cagueeeenn!!... –– bramó Juanote ––¡¡Nada más pensáis en cobrar, atajo de mangantes!!
En ese instante entró Carajote, que había escuchado los gritos.
     ––¿Qué pasa, Juanote? ¿El gobierno no va a cobrar?
     ––¡¡Aquí no cobra nadie, coño!! ¡¡Cuando vuestro alcalde cobre, cobraréis todos vosotros!!
El interventor cayó en redondo al suelo.
     ––¡¡Sacar a este borracho de mierda de mi despachoooo!!
El personal de confianza de la alcaldía se apresuró en cumplir la orden del alcalde, y sacaron a rastras a Casimiro ante la impávida mirada de Carajote, que enseguida vio la oportunidad de vengarse:
     ––Ahora tienes la ocasión para abrirle a ese cabrón un expediente y echarlo a la calle como quedamos.
     ––Bueno, ya veré lo que hago con ese inútil –– tomó Juanote asiento en el sillón y aspiró con ansiedad el humo de un largo y fino cigarro puro. Carajote le miró preocupado.
     ––¿Qué va a pasar con la nómina, Juanote? ––le preguntó ––Yo necesito dinero urgente.
     ––¡Coño, y yo! ¡No te jode!
En ese preciso momento apareció en la puerta del despacho una mujer de mal aspecto con un bebé en sus brazos y llorando si tenía que llorar.  Suplicó leche infantil para su hijo.
     ––¡Pero bueno! ¿Usted se ha creído que esto es una farmacia o un supermercado? ––le espetó Juanote de malos modos.
     ––Mi hijo tiene hambre, señor alcalde, y en casa nadie tenemos trabajo.
     ––¡Y a mi que me cuenta¡ ¡Yo también debía de estar comiendo a estas horas y aquí me tiene, al pie del cañón, trabajando para el pueblo! ––repuso el primer edil echando una ojeada a su viejo y siniestro reloj de las “SS Totenkopf” heredado de la colección de su padrastro.
Carajote sacó entonces veinte euros de su bolsillo y se lo dio a la mujer ante la perplejidad del alcalde, que enseguida le censuró:
     ––Así nunca harás fortuna, tío. ¿Qué vas de Cáritas por la vida?
     ––Te equivocas, Juanote ––repuso Carajote con mal humor ––. Sólo pretendo mantener vivo el voto cautivo del negocio. Tú también debías de hacerlo si es que quieres ser alcalde por muchos años.
     ––¿Voto cautivo? ¿Qué coño quieres decir con eso?
     ––Pues que mientras esta gente dependa de nosotros, siempre nos votará Te falta aún mucho rodaje político, alcalde.
     ––Bueno, pues para mantener ese voto cautivo que dices ya estás tú. Total, regala el dinero que te sobra y listo.
     ––Continúas equivocándote. En política no se regala nada, siempre se da a cambio del voto  ––continuó Carajote, imperturbable.
     ––¡Está bien, tío listo! ––despotricó Juanote, que no era nada dado ha recibir lecciones de nadie ––Lo que no sé es porque te pusieron Carajote con lo listillo que aparentas ser.
     ––Pues tú ándate con cuidado con los tontos.
     ––¿Ves? En eso llevas razón ––sucumbió Juanote, pensando en su tío Totelen ––. Si yo te contara una de tontos...
     Acto seguido, ambos abandonaron el despacho con la intención de tomarse unas cervezas en la taberna de la plaza, pero cuando bajaban las escaleras fueron interceptados en el rellano por una nutrida hueste del aguerrido Comité de Empresa del Ayuntamiento que, nada más ver al alcalde, le increpó a cara de perro:
     ––¿Cuándo vamos a cobrar los trabajadores? ¡Si no hay dinero, no salimos a trabajar!
     ––¡¡Y que conste que vamos a ir a la huelga si es preciso, señor alcalde!! ––amenazó a gritos el más grandote de ellos, que llevaba una barba de tres semanas y era el presidente de la gavilla aquella.
Juanote vaciló un instante; luego su rostro se afiló mortalmente y explotó, echando espuma por la boca:
     ––¿Me estáis amenazando, granujas? ¡¡Largo de aquí, pandilla de maleantes enchufados!! ¡¡Os voy a echar a todos a la calle!!
     ––¡Eh, eh, señor alcalde! ¡Eso no son formas...! ––intentó responder el grandullón con el miedo metido en el cuerpo.
     ––¡¡A trabajar he dicho, atajo de mariconas!!
En lo que canta un santiamén, los rudos miembros del Comité se esfumaron como por arte de magia. Carajote miró, entonces, a Juanote con asombro y exclamó:
     ––¡Joer, tío, eres la repera. Mi padre nunca se hubiera atrevido a tratar así a esta mafia.
     ––Pues ya es hora de que se vayan acostumbrando. Mañana echaré a un par de ellos a la calle y ya verás la cagada que cogen todos.
     Una vez en la cafetería, pidieron cerveza y algo de picar. Hacia bastante calor en el local y Carajote se quejó al dueño, un espabilado que se estaba forrando con los desayunos y tentempiés servidos a los funcionarios y trabajadores del Ayuntamiento. Juanote observó por unos instantes a su compañero mientras éste discutía, y volvió a darle vueltas a la conveniencia de contarle la historia que pensaba montar. Le preguntó por el viaje a Fátima.
     ––¿Fátima? Menudo rollo, tío ––respondió ––. La gente anda de rodillas por allí y otros se  arrastran como bichos... Aquello es una cosa mala.
     ––Pero, ¿había gente?
     ––¿Gente? La tira, Juanote. Aquello sí que es un negocio redondo. Entre las casas que se venden o alquilan, los hoteles, los souvenir, las limosnas y el mamoneo...
     ––¿Y allí qué milagro hubo? ––tornó a preguntar Juanote, deseando saberlo todo de aquel lugar.
     ––Pues que se apareció la Virgen a tres pastorcillos que, de seguro, alucinaban de hambre. Lo de siempre.
     ––¿Y hubo algún mensaje? ¿Dijo la Virgen que se montara todo ese tinglado?
     ––Verás, yo no sé mucho de esa historia, Juanote, sólo lo que he escuchado. Según parece la Virgen dijo algo así como que el mundo tenía que rezar para que Rusia se convirtiera.
     ––¿Se convirtiera en qué?
     ––¡Y yo qué sé! Al capitalismo, digo yo.
     ––¡Ah, que la Virgen es capitalista!
     ––¡Joer, Juanote qué paliza me estás dando con el rollo éste! ¡Yo que sé si la Virgen es o no capitalista! Lo que tengo claro es que comunista seguro que no es. Eso de repartir no parece hacerle mucha gracia a la Señora.
     Juanote escuchaba atentamente todo lo que escapaba de la boca de Carajote sobre este asunto, y entonces pensó que podía utilizar lo de Rusia en su montaje de la Ensenada. Sonaba bien el mensaje anticomunista aquel, y de alguna forma la gente lo conectaría con Fátima dándole más empaque a la tramoya. Incluso, en un momento de desvarío y alucine total, Juanote creyó que la propia Virgen le mandaba en esos instantes un mensaje por boca de Carajote, sobre la poca gracia que parecía hacerle a la Señora los verbos repartir y compartir, por lo que Juanote lo tomó como una revelación, como un mensaje subliminal en el que la Virgen le advertía sobre la no conveniencia de compartir con Carajote su magno proyecto, al menos en esos momentos.
     Una vez abandonó el hijo de Tapacubos el local, Juanote se pasó el resto de la tarde bebiendo y jugando unos billares con algunos vecinos del pueblo hasta que se acercó la hora de visitar a la Palmira. En esta ocasión la mujer le recibió en bata, con el rostro saturado de coloretes y los labios como dos pimientos morrones. Le hizo pasar enseguida al comedor de la casa entre reverencias y agasajos.
     ––He preparado caldereta, señor alcalde. Podía quedarse a cenar conmigo y así me cuenta el sueño ese que ha tenido ––dijo la cincuentona, relamiéndose los morros.
El buen olfato de Juanote captó enseguida el exquisito estofado y aceptó la invitación de la mujer, porque además tenía el estómago totalmente arguellado después de tantos cubatas y fumar como un carretero.
     Una vez sentados a la mesa, el alcalde le contó por encima su idea sobre la aparición de la virgen en la playa y el papel a cubrir por Palmira.
     ––¿Entonces me hablará la virgen a mi? ––preguntó ella, totalmente emocionada.
     ––No, Palmira, no. Tú te limitarás a trasmitir a la gente el mensaje de la señora.
     ––¿Y qué mensaje es ese? Ah, usted se refiere al de su sueño.
     ––¡Déjate de historias que pareces tonta, coño! Esto es un negocio donde podrás ganar dinero. Los mensajes te los dictaré yo, ¿comprendes?
     ––¿Entonces no se aparecerá la virgen?
     ––Noooo ––se armó Juanote de paciencia ––. Te lo he dicho al principio. Todo esto es un negocio, un montaje que prepararemos entre tú, yo y un amigo.
La vidente dejó entonces de comer y entristeció repentinamente. Ella se había ilusionado con la idea de ser la intérprete de la virgen.
     ––Entonces dice usted que la virgen será un maniquí ––insistió la mujer con voz apagada ––. Pero eso es un fraude, señor alcalde.
     ––¿Te parece bien un fraude de dos mil euros por aparición? ¡A qué mola!
     ––¿Cuántas apariciones, cuántas? ––resucitó la Palmira como una lagartija ante un rayo de sol.
     ––Pues quizás tengamos que hacer varias, no sabría ahora decirte. En realidad el tiempo necesario hasta que cunda el fervor popular en Pozopodrido.
     ––Eso puede suponer lo menos de cuatro a seis mil euritos, ¿verdad, alcalde?
     ––Más o menos.
Ahora, la vidente, se mostró exultante de alegría de tal manera que intentó, incluso, justificar la indecente propuesta del alcalde dándole la vuelta a su manera:
     ––Pues es una brillante idea la suya, señor alcalde. Con este bienintencionado truquito convertiremos a todos los vecinos de este corrupto pueblo en gentes de bien. Ya no blasfemarán, ni escupirán en el suelo, ni se emborracharán, ni habrá más comunistas ateos...
     ––Bueno, si tú lo dices... A mi todo eso me importa un carajo ––respondió, Juanote, apurando la salsa con un trozo de pan.
     ––¡Ay, es usted demasiado modesto, señor alcalde –– comentó ella, abriéndose el escote y dejando aflorar sus flácidas mandingas ––. Pero yo sé que detrás de ese aspecto de niño travieso, se esconde un santo varón con un corazón de oro.
     ––Pero, ¿qué haces? ––exclamó, Juanote, temiéndose lo peor ––¡Venga, tápate las botijas que hoy tenemos que trabajar!
     ––¡Ay, es que su bondad me produce unas calores...!
Tras la llamada al orden, Juanote se limpió los dedos con una servilleta y comenzó a escribir con avidez lo que sería el primer mensaje de la señora. Después de algunos tachones en el papel se lo leyó a la vidente con voz impostada.
     ––Atiende a ver que te parece: “Soy la virgen de la Ensenada. Recemos todos juntos por nuestros pecados y por la conversión de Rusia”. ¿A que suena de puta madre? –– miró a la vidente con la satisfacción del que ha escrito un best seller. Pero la Palmira dudó mucho de aquel buen hacer porque sobre Fátima lo sabía todo y más.
     ––Lo que no entiendo es eso de la conversión de Rusia. ¿En qué se tiene que convertir ahora, señor alcalde? Rusia dejó de ser comunista hace tiempo.
     ––¡Y yo qué sé! ––respondió, Juanote, molesto por la crítica ––Pero creo que suena bien, le da empaque al asunto.
     ––¿Y por qué no rezar por la conversión de Pozopodrido? ––repuso ella, rascándose el pepe con disimulo.
Juanote frunció un instante el ceño y luego sonrió complacido.
     ––Perfecto, Palmira. Esa observación tuya está pero que muy bien pensada ––se felicitó el alcalde, que se apresuró a remendar de nuevo el papel para corregirlo.
     ––¿Y para cuando sería el milagro ese que dice?
     ––Pues cuanto antes mejor ––repuso, Juanote, guardándose el escrito en el bolsillo ––. Ya hace bastante calor y la gente acude por las noches al chiringuito de la playa. Pienso que, incluso, podíamos estrenarnos el próximo sábado, siempre que no haya luna, claro está. Luego se correrá la voz en el pueblo.
     Juanote se incorporó con la intención de abandonar el domicilio, y fue entonces cuando la Palmira se jugó su última carta, abriendo con descaro sus celulíticos muslos como postrero reclamo de una fiesta que se le escapaba.
     ––Podía quedarse a dormir aquí, señor alcalde.
     ––¡Te he dicho que nada de sexo guarro cuando se está trabajando, Palmira! Además, tengo que llamar a mi socio esta misma noche porque sólo nos quedan tres días para prepararlo todo. Ya te llamaré mañana para ensayar la historia esta.
La mujer atrapó entonces las manos de Juanote y comenzó a besuquearlas desesperadamente entre apasionados exhortos:
     ––¡Ay, mi alcalde del alma! ¡Lo que usted diga, lo que usted mande! ¡Soy su esclava!
     ––¡Quita, leche! ¡No me chupes las manos! ¡Joder con esta tía!
     ––¡Ay, si es que saben a santidad! –– continuó ella dale que te pego.
     ––¡¡Qué me dejes ya, carajo!! –– la empujó, Juanote, violentamente...





continuará.

Wednesday, 5 October 2016

LA TRAICIÓN CONTINÚA.



Me hace gracia. La gestora impuesta por Susana y los suyos nos confirma que a estas alturas ya no hay más solución para salir de este impasse, que absternerse en favor de Rajoy o convocar nuevas elecciones. Y claro, "nadie quiere unas nuevas elecciones". ¡Como si alguna vez hubieran pretendido lo contrario!
Cierto que Pedro Sanchez debió de hacer bien y a su tiempo un trabajo que ofreciera una salida a su "no es no" a Rajoy. Como Secretario General y candidato del PSOE debió buscar negociar en serio o al menos con  voluntad positiva una alternativa real de gobierno con el resto de partidos que conforma el actual Parlamento. Los miedos alentados desde el propio PSOE a los independentistas ha sido la excusa para frenar iniciativas y cualquier pacto de un gobierno alternativo, o incluso de "salvación" que nos rescate de este pútrido fangal donde nos encontramos. Pero eso no ha parecido importarle a la oligarquía de un PSOE acostumbrada a vivir, precisamente, en la ciénaga del soterrado pacto con el PP en las amañadas políticas de la Transición.
El papelón que ha supuesto la movida indigna de la ambiciosa Susana Díaz  solo ha logrado empeorar la situación.  Afianzar a Rajoy sin que este haya movido un dedo como unica alternativa "seria" a la debacle política en la que nos encontramos. Tanto es así que ahora no solo se le exige al PSOE la abstención si no que también apruebe sus presupuestos y seguro la legislatura entera. Vamos "La gran coalición". Por pedir que no quede y máxime cuando el PP está seguro de ganar estas malditas elecciones. que se repiten como "el día de la marmota".
Pero de este monumental desatino no solo tiene la culpa el PSOE aunque sí se lleva la mayor. También la mezquindad e insensatez de Podemos ---cuanto peor, mejor--- y de los partidos periféricos [independentistas] también llevan su cuota de responsabilidad a la hora de no entender lo que se nos viene encima.
Creo que la unidad frente al PP debía haber sido un asunto prioritario y ya no por ser un partido alcanforado y recalcitrante de derechas si no por la necesidad de hacer un cordón sanitario a una organización que lejos de gobernar debería estar en cuarentena rigurosa porque está gangrenando la democracia y las instituciones del país. Dar al PP la oportunidad de gobernar ha sido una traición mayúscula e imperdonable para España y para la mayoría de españoles que algunos tendrán que explicar.   

S.J.Alcalde y Mártir (Capitulos 18-19-20)













Capítulo XVIII

     El sábado de esa misma semana, Juanote merodeó la casa de sus padres en horas de siesta. Sabía que ambos estaban durmiendo, y como disponía aún de la llave, entró en la vivienda sigilosamente y se dirigió al sótano donde el señor Colomer disponía de una pequeña y coqueta bodega. La escalera que le daba acceso era de obra y bastante empinada y estrecha. Juanote estaba muy al tanto de las costumbres del empresario, y sabía que todos los sábados antes de cenar bajaba a la bodega para rescatar de allí una botella de rioja de reserva. La mortecina luz de la escalera apenas iluminaba, y el sitio era ideal para un accidente bien trabajado. Una vez en el sótano, Juanote sacó de su bolsillo un largo sedal y volvió a subir despacio para estudiar el tramo de escalera más apropiado donde cruzarlo. Evidentemente consideró que cuanto más al principio, más mortífera sería la caída.
Después de instalar minuciosamente la trampa, apagó la luz y bajó de nuevo a la bodega buscando un refugio donde emboscarse y quemar el par de horas largas que tardaría el señor Colomer en bajar. Agazapado en un rincón de la umbrosa estancia, se ciñó tranquilamente las manos con unos guantes de látex mientras sus labios se arqueaban con una repugnante mueca de triunfo. En esos momentos estuvo seguro de perpetrar lo que consideró un crimen perfecto.
Al cabo de un tiempo, y medio adormilado por la espera, escuchó unos pasos indecisos y enseguida, el estrépito de alguien que cae por las escaleras. Juanote se incorporó de un salto al tiempo de ver el resultado de la caza. A pie de escalera yacía el señor Colomer entre dolorosos espasmos. Entonces, y con enorme sangre fría, se acercó rápidamente al accidentado y, tras cogerle la cabeza, estampó su colodrillo contra el quicio del último escalón. Ni que decir tiene que el brutal golpe rompió el cuello del empresario, que quedó completamente inerte. Todo sucedió en escasos segundos. Juanote despejó con la mano el denso mechón de melena negra que descolgaba sobre su lívida frente y observó unos instantes el cadáver de Colomer con demoníaca sonrisa. Luego, con la misma rapidez con la que había actuado, subió las escaleras con la precaución de un gato, y desmanteló la mortífera tanza. Una vez con la prueba fundamental del crimen en su bolsillo, abandonó la casa sin dejar rastro.
Esa misma noche enfiló su coche a la ciudad más contento que unas pascuas, y con la sensación del deber cumplido. Las cosas le iban viento en popa  y estaba seguro que su abominable acción quedaría para los anales de los llamados crímenes impunes. De eso estuvo seguro.



Capítulo XIX

     El Pleno de investidura del nuevo alcalde se efectuó en la mañana del martes siguiente sin sobresaltos dignos de mención. Juanote acudió al acto más pálido y sudoroso que de costumbre, y con un impecable y afilado traje negro con corbata del mismo color que le daba el aspecto de un inquietante personaje sacado de alguna de las góticas películas de Tim Burton. Pero el quebranto que rezumaba su afligido semblante no era más que teatro y del malo, porque, en verdad, nunca Juanote se sintió tan eufórico y pagado de si mismo como en esos instantes que recibía en sus manos el bastón de alcalde de Pozopodrido de la Ensenada. Hasta ese instante todo le salía bien redondo porque, incluso, la policía le había llamado horas antes para confirmarle que la muerte del señor Colomer había sido un trágico y desgraciado accidente. 
 
Cuando acabó el Pleno y a diferencia de otros, no hubo ágape, ni tan siquiera unas cervezas para refrescar el tedioso acto. Los asistentes comprendieron a regañadientes el estado de ánimo del nuevo alcalde cuando le vieron abandonar a la carrera el Ayuntamiento, intuyendo que quizás prefería llorar la muerte del padre en soledad y junto a su familia. Pero nada más lejos de la realidad, porque las prisas de Juanote obedecían a que tanto él como su madre habían quedado en reunirse esa misma mañana en el despacho del notario para conocer y hacerse cargo de la herencia dejada por el difunto Colomer.
Juanote estaba realmente preocupado mientras conducía camino de la capital, porque le asustaba pensar que al final y tras los últimos acontecimientos, el empresario le hubiera desheredado. Ya poniéndose en lo peor, su cabeza le daba vueltas a la posibilidad de despachar también a su madre si al final era ella la heredera universal. Total, por un accidente más. Aunque en esta ocasión estimó que el suicidio sería quizás lo más apropiado.
Cuando Juanote arribó a la notaria, encontró a doña Elvira toda muy emperifollada que le esperaba, y poco después les recibió el notario, momento este donde todos se cruzaron recelosas miradas antes de entrar en el despacho. El ilustre les hizo sentar en confortables sillones, y a continuación se sucedieron espesos segundos en los que por un lado continuaron las miraditas ansiosas de doña Elvira, que no cejaba en observar los movimientos del actuario con la agonía de un sapo avaricioso, y por otro, la semblanza lívida y acartonada de Juanote, cuya sola y larga presencia imprimía gran desasosiego al ambiente. De este modo el notario optó por despachar cuanto antes a la poco recomendable familia, y para ello empezó sin mayores rodeos:
     ––Bueno, pues lo primero que deben saber es que el malogrado señor Colomer me pidió cita la semana pasada para cambiar el testamento, sin embargo su inesperada muerte hace que se tenga que dar legal cumplimiento del documento anterior dictado por el difunto hace ahora quince años.
Al escuchar aquello, Juanote estuvo a punto de dar un salto de alegría, aunque su imagen no se inmutó ni un ápice, manteniéndola rígida, como la de un avezado jugador de póquer, incluida la mirada fría al contrario. Tras el breve preámbulo, el notario entró de lleno en el reparto de la herencia:
     ––...”A mi esposa Elvira le dejo la casa de Pozopodrido de la Ensenada, la finca de Pedroalto y una suma de cuatrocientos mil euros entre acciones de eléctricas y en metálico. A Juanote Colomer le dejo mi fábrica, mi colección de relojes de pulsera antiguos y una suma de trescientos mil euros en metálico.”
Cuando poco después la singular pareja abandonó la notaría, puso rumbo al banco para sacar parte del botín y luego, para celebrarlo, despacharse una opípara comilona en un lujoso restaurante de la ciudad. La herencia del señor Colomer no había estado nada mal y Juanote respiró tranquilo porque ya tenía asegurado el dinero para comprar los terrenos de la Ensenada.
Antes del menú pidieron unos entremeses regados con un rioja de excelente cosecha. El concejal miró, entonces, a su madre con ojos codiciosos y comentó:
     ––¿Estarás contenta, eh? Menudo pelotazo te ha dejado el viejo. ¿Qué vas a hacer con tanto dinero?
     ––Vivir, hijo, vivir. Creo que después de tantos años aguantando al impotente de tu padre y a su maldita fábrica bien que me lo merezco.
Juanote miró a la madre un tanto pensativo. Quizás aquel era el mejor momento para volverle a entrar sobre el espinoso asunto de quién fuera realmente su padre, ahora que Colomer había fallecido. Pero como siempre, ella no estaba dispuesta a colaborar:
     ––¿Otra vez con la misma historia, niño? ¡Qué cansino eres! ––repuso, la mujer, retocándose los hocicos frente a su polvera de plata. Juanote insistió:
     ––Pero, ¿es que no lo entiendes? Para mi es muy importante confirmar o no que Colomer era mi padre, y la verdad es que de ti no me fío un pelo. ¡Júrame por tus muertos que Colomer era mi padre!
     ––¡Yo no te juro nada que luego todo se sabe! –– le gritó ella, histérica –– ¡Además, eres aún muy joven para  comprender ciertas cosas de la vida! Quizás cuando cumplas algunos añitos más...
     ––¿Unos añitos más? ¿Cuándo te hayas muerto tú? ––se enfureció el alcalde, alzando la voz –– ¿Me contarás entonces que siempre fuiste una putanga como las demás, pero con aires de gran señora? ¡Porque nada bueno se esconde en esta historia, de eso estoy seguro!
     ––¡De puta nada, monada! En todo caso una mujer avanzada a su tiempo, una digna y respetable liberada y también una sacrificada de la vida, que siempre pensó en la felicidad de su hijo antes que en la suya propia. No olvides que gracias a mi vives como vives y has conseguido una herencia de millones. Tú si que eres un machista de mierda al hablarle a tu madre de esa manera. Así que tengamos la fiesta en paz ––zanjó doña Elvira tragándose a borbotones la copa que le restaba de rioja.
     Juanote apretó las mandíbulas y desistió de continuar polemizando. En verdad tuvo que hacer un gran esfuerzo por no atrapar entre sus dedos el grueso gañote de su madre y afinarlo lentamente hasta que cantara. Aunque sabía que aún así no sacaría provecho alguno de la obstinada cerrazón de la mujer. De esta manera consideró que en esos momentos lo más útil era preocuparse en solucionar los problemas inmediatos, y aún tenía pendiente a qué nombre debía poner las tierras que iba a comprar. En este sentido le era urgente encontrar un testaferro y entonces preguntó a su madre si en la familia había alguien en quien confiar.
     ––¿Confiar en alguien de la familia, dices?... ––reflexionó ella por unos momentos. Luego rió con grosería y exclamó ––¡Bueno, los cerdos no son mala gente!
Harto del pitorreo que se traía la madre con sus problemas, Juanote dio un espantoso puñetazo sobre la mesa, atragantándosele a ella la risa.
     ––Está bien, hijo pero no te pongas así que pareces un esquizofrénico. ¿Para qué quieres una persona de confianza si puede saberse?
     ––Tengo un negocio entre manos y no puedo figurar como propietario, para que lo entiendas.
     ––¿Y qué negocio es ese, pillín?
     ––Eso a ti no te incumbe.
     ––Qué zorro eres.
––Tengo a quien salir, querida mamá.
Doña Elvira lucubró unos segundos como buscando a ese familiar de confianza y luego hizo una sugerencia:
     ––Quizás podría servirte tu tío Totelen.
     ––¿Te refieres a tu hermano mongolito?
     ––El mismo. Creo que te vendría bien.
Juanote insinuó un ligero gesto de satisfacción y volvió a preguntar:
     ––¿Él sigue viviendo en Badajoz?
     ––Supongo que sí. Tus abuelos lo encerraron desde pequeño en un cotolengo de esos. No sé como se encontrará el pobrecillo ––repuso doña Elvira, chupando los restos de un enorme cadáver de cigala.


Capítulo XX

     Esa tarde la pasó Juanote muy ajetreada. Aparte de comprarse un soberbio traje de alpaca, una corbata de seda natural y unos caros zapatos de Pollini, adquirió también un billete de avión para volar a Badajoz al día siguiente. Cerró la apretada jornada, visitando a la viuda del Migraña para tratar con ella el asunto de los terrenos. En principio la mujer le pidió trescientos mil euros, y entonces comenzó un tira y afloja con un miserable regateo en el que Juanote despuntó como un curtido gitano de mercadillo. Tanto fue así que al final la mujer tuvo que ponerse seria:
     ––Doscientos mil y ni un euro menos –– se plantó, viendo que si continuaba, aún tendría que pagarle dinero al sujeto aquel.
Juanote se alzó triunfal porque en la terrible puja le había ganado a la vieja cien mil de los grandes. Antes de abandonar la casa le dejó una pequeña señal, asegurando que su cliente pagaría el resto en treinta días. Evidentemente su cliente en principio no sería otro que su tío Totelen, el oligofrénico.
     Por la noche Juanote afincó en la ciudad y en esta ocasión en uno de los mejores hoteles de su centro urbano. Su ego se había ampliado tanto como un catastrófico brazo de mar que lo inundaba todo con su soberbia y preP.O.T.E.ncia, y esto le hacía caminar por los lujosos alfombrados del establecimiento más tieso que el palo de una escoba. En verdad se sentía revestido de un proyecto divino, de un mesianismo que catapultaba su futuro por encima de cualquier ser mortal. En su torticera mente comenzaba a fluir la misteriosa voz de alguien que le proclamaba un elegido por la mismísima virgen para apacentar a los pecadores del mundo pero, sobre todo, a los de Pozopodrido de la Ensenada.
Cuando llegó a la suntuosa habitación se recostó un rato en la cama, y con los ojos fijos en un punto de la artesonada techumbre, comenzó a darle vueltas al portentoso milagro que debía suceder en La Ensenada, resolviendo entonces que el montaje del espectáculo debía ser nocturno y de una guisa que impresionara los palurdos corazones que lo contemplaran. Muy excitado con el asunto, Juanote llamó al móvil de Papelinas, que en esos momentos, estaba en plena faena con una fulana de tres al cuarto:
     ––¡Tío, que me has cortado el rollo! ––protestó el delincuente. mascullando improperios.
     ––Deja de pecar, infame aborto, y vente ahora mismo para el Hotel Cristina, habitación veintidós. Hablaremos de negocios mientras nos chupamos una botella de Möet Chandón.
     ––¿Hotel Cristina, Möet Chandón...? ¿Es que te ha tocado la lotería, Juanote?
     ––Algo parecido. Venga, deja a esa guarra y vente para acá enseguida.
Juanote apagó el móvil con los ojos muy abiertos porque de repente le había llegado una loca inspiración de cómo debía manifestarse su virgen y la manera de llevarlo a cabo. Ella se aparecería flotando sobre las aguas nocturnas de la Ensenada. La idea la consideró tan buena que enseguida llamó a recepción para que le trajeran la botella de champán y un par de copas. Y es que todo comenzaba a cuajar en su mente, de manera que el primer milagro lo tenía ya prácticamente resuelto. Totalmente eufórico, en cuanto llegó Papelinas le hizo sentar de un empujón y empezó a explicarle la historieta a trompicones y sin más clase preámbulos:
     ––Escucha, escucha... La virgen aparecerá una noche sin luna, caminando sobre las tranquilas aguas de la playa. Bueno, en verdad lo hará sobre una tabla de madera que tú empujarás suavemente...
Papelinas le miró con cara de estúpido, pensando que Juanote se encontraba ya totalmente colocado y en fase de delirio. Por eso y entre risitas le siguió el rollo:
     ––Ah, que esta noche vamos de vírgenes...
Juanote le enganchó entonces por la camisa y le zarandeó con brutalidad, arrancándole algunos botones.
     ––¿Tú eres un subnormal o qué? ––le gritó ––¡Estoy hablando en serio!
     ––¡Contigo no se puede hablar en serio porque estás loco, Juanote! ¿Qué coño es eso de apariciones de vírgenes en tablas de madera?
     ––¡Te estoy hablando de un negocio donde hay mucho dinero a ganar, gilipollas! ––le soltó Juanote de un empujón.
Papelinas intentó componerse la camisa y agrandó sus orejas. Eso de ganar mucho dinero le sonó a canto celestial. Enseguida miró a Juanote con cara de pardillo y dijo:
     ––Perdona, Juanote. Es que a veces no te entiendo.
––¡No me entiendes porque eres un perdedor, un cretino, un...
En ese instante llegó un sirviente del hotel con el Möet Chandón y un par de copas de cristal de Bohemia. Juanote, entonces, le hizo que abriera la botella y sirviera las copas, cosa que el estirado camarero realizó con gran profesionalidad y prestancia casi ofensiva.
     ––¿Desea el señor algo más? –– se enderezó de nuevo el tipo aquel con la arrogancia de un oficial de la vieja Prusia.
     ––Sí, que te vayas al carajo ya –– le despachó Juanote, irritado por los aires de mariscal de campo del camarero.
Una vez se marchó el profesional de hostelería ––con la moral por los suelos, como cabe suponer ––, Papelinas insistió en lo que más le interesaba:
     ––¿Cuánto dinero, Juanote, cuánto?
     ––Pues si haces bien tu trabajo, te puedo dar seis de los grandes. ¿Qué te parece?
     ––¡Joder, por esa pasta hago yo lo que sea, Juanote! ¡Me cague en la leche, seis mil euros! ¿Qué tengo que hacer? ¿De virgen has dicho?
En esta ocasión Juanote se echó a reír mientras ofrecía una copa a su cómplice:
     ––No, animal, no. La virgen debes buscarla tú.
     ––¿Una virgen? ¿Pero dónde voy a encontrar una tía virgen con el ganao como está? Como no vayamos a un convento, y aún así...  ––protestó Papelinas.
     ––¡Que nooo, coño, que no va por ahí! Déjame terminar. La virgen será un maniquí de esos guapos que ponen en los escaparates, y que podamos vestir con ropas de virgen, como las de Lourdes y Fátima, ¿comprendes ahora? –– el rostro de Juanote se iluminó cuando gesticuló pomposamente con las manos ––¡Imagínatelo, Papelinas! Ella aparecerá en medio del mar, rompiendo con su luz la oscuridad de la noche y enviará un mensaje celestial a los presentes...
     ––¿Y dónde encuentro yo un maniquí que hable, Juanote?
     ––¡Calla, inútil que ya me has jodido la escena! Además, ¿ella cómo va a hablar si es un maniquí? El mensaje de la virgen se trasmitirá mediante una vidente o bruja de esas.
     ––¿Una bruja? –– se alarmó Papelinas, cada vez más confuso ––¿Pero que clase de negocio te traes entre manos, tío?
     ––Eso a ti no te importa. Tú preocúpate de buscar un maniquí, un manto celeste y un vestido largo de color blanco.
     ––Pero necesitaré dinero.
     ––Toma doscientos euros y vas que te matas. Ahora brindemos para que todo salga bien ––llenó Juanote las copas con el champán que restaba...

continuará.

Tuesday, 4 October 2016

S.J. Alcalde y Mártir (Capítulo 15-16-17)













Capítulo XV

     Una vez en la capital, Juanote se pasó por un determinado semáforo para contemplar a la joven emigrante marroquí que habitualmente vendía pañuelos en ese lugar y cuya belleza le tenía fascinado. Siempre que subía a la ciudad pasaba por dicho semáforo y le compraba, aunque nunca se atrevió a hablarle, por otro lado cosa bastante extraña en un tipo como él, más descarado que el culo de una mona, y sobre todo, un desvergonzado en su trato con las mujeres a las que despreciaba profundamente. Pero ella, la de los pañuelitos de papel, le producía una enorme atracción y un especial respeto. Porque a pesar de la humildad y pobreza de su aspecto, la recatada belleza de la joven, su sonrisa dulce, y sobre todo, la mágica finura de sus movimientos le daba a su imagen una majestad demasiado extraña y singular para un Juanote acostumbrado a andar siempre con golfas y pendonas de la peor ralea.
En esta ocasión, el concejal no quiso perder la oportunidad de hablar con ella y de este modo, nervioso como un zagal quinceañero ante su primera cita, se dirigió a la musulmana con lo primero que se le ocurrió:
     ––¿Por qué llevas ese pañuelo en la cabeza? –– le preguntó con la mejor de sus sonrisas ––Con la que está cayendo debes pasar mucho calor.
Ella miró al concejal con unos ojos que fundieron sus sentidos y respondió  con voz cantarina, como es de cumplimiento en tales historias:
     ––Si la muegte me trinca sin velo, lo demonio me agastragán de lo pelo al infiegno.
     A Juanote le encantó la media lengua de la muchacha, entre afrancesada y de las Tres Mil Viviendas, y después sonrió ante la misteriosa explicación de la joven que hablaba de la muerte y de los demonios. Pero el caso es que la almendrada mirada de la musulmana penetró de tal manera en su interior que, quizás y por primera vez en su vida, alguien lograba iluminar sus negras y pervertidas entrañas.
     ––No serán capaces de llevarte esos demonios que dices si estoy yo delante. ¿Cómo te llamas? –– preguntó, extasiado ante aquellos ojos azabache.
     ––Shaila –– respondió ella con infinita humildad, al tiempo que mostraba al resto de conductores un par de paquetes de pañuelos.
Juanote sacó entonces un billete de cincuenta euros y se lo ofreció.
     ––Dame todos los pañuelos que llevas y no trabajes más por hoy.
Dicho esto a punto estuvo de invitarla a comer pero no se atrevió temiendo una negativa por respuesta. Y es que, de pronto, Juanote sintió que se había enamorado perdidamente de aquella extranjera desconocida. El semáforo ya se había puesto en verde y los pitidos de los demás vehículos apremiaban, ensordecedores, cuando le dijo:
     ––¡En cuanto pueda vendré a verte, Shaila!
A punto ya de arrancar su vehículo escuchó los impacientes bocinazos del conductor de atrás y algo más que le descompuso.
     ––¡¡Venga, calentorro, deja ya de ligar con esa guarra  terrorista!!
     Como azuzado por un invisible rayo, Juanote se apeó de un salto del coche, y con el rostro más pálido que el de la mismísima muerte, se dirigió al conductor aquel a grandes zancadas, y le atrapó sus partes obscenas para tirar brutalmente de ellas al tiempo que le gritaba, enseñando las fauces como las de un perro babeante y rabioso:
     ––¡¡Quieres ver como te dejo sin pito para siempre, joputa!! ¡¡Quieres verlo!!
       Por mucho que el desgraciado aquel levantó las manos de la bocina, el furioso concejal continuó tirando de sus gónadas con violencia hasta sacarlo a rastras del coche y hacerle arrodillar a sus pies entre lágrimas y aullidos de dolor. Ni que decir tiene que la brutal reacción de Juanote hizo que el resto de los espantados conductores enmudecieran al unísono y se escondieran tras los salpicaderos, protegiéndose sus vergüenzas con ambas manos. Pero, ¿y Shaila? ¿Qué hizo la dulce Sahila ante la salvaje reacción de su fugaz cortesano? Pues que la pobrecilla echó a correr, totalmente atemorizada, hasta perderse por la populosa avenida. Por lo demás, cuando Juanote se cansó de machacarle los huevos al sujeto aquel, le despachó con una patada y se embarcó rápidamente en su vehículo para salir lanzado con el semáforo en rojo en busca de la joven. Estaba seguro que se habría asustado con aquel comportamiento suyo y necesitaba disculparse de alguna manera, pero no la encontró.
     Camino ya del hotelito, se lamentó mil veces de que Shaila presenciara el follón, aunque asumió que había sido inevitable e incluso se alegró de haberle dado su merecido al bocazas aquel. Cuando arribó al cutre establecimiento, cogió la llave de su habitación y subió los peldaños de la vieja escalera de madera –– repintada mil veces ––, y que en días de calor como aquel, hedía más de lo habitual a sexo de veinte euros el servicio. En verdad, y en esta ocasión, Juanote, no se imaginaba la desagradable sorpresa que le esperaba cuando abriera la puerta del final del sofocante pasillo, porque allí le acechaba, agazapado en la penumbra, nada menos que el Rumano, blandiendo una monstruosa navaja “cola de rata” que enseguida ciñó al cuello del concejal nada más entrar éste en la habitación.
     Me vas a pagar ahora mismo los tres mil euros que me debes o te rebaño el asqueroso cuello de pollo desplumado que tienes! ––le amenazó con voz cavernosa.
Juanote comprendió enseguida que algún chivato del hotel le había vendido. Con el acero de la penca helando su abultada nuez, apenas pestañeó cuando quiso mostrarse tranquilo:
     ––Venga, señor Rumano, que soy un buen cliente. Precisamente venía hoy a pagarle...
     ––¡Déjate de historias y a ver la pasta!
     ––Pero suélteme para que pueda enseñársela.
     Venga, pero no hagas ninguna tontería o te rebano los mondongos de un tajo!
Cuando el musculoso brazo del Rumano le soltó, el concejal intentó recuperar la compostura. Sabía que con gentuza de la calaña del tipo aquel lo peor era mostrar miedo. De forma sibilina introdujo su mano en uno de los bolsillos de la chaqueta, haciendo como si buscara el dinero, y puso en marcha su potente grabadora. Luego sacó lentamente un abultado fajo de billetes de cincuenta euros y los agitó con media sonrisa:
     ––¿Ve como no le mentía, Rumano? No hacía falta que me pusiera la navaja en el cuello para atracarme ––dijo, dispuesto a contar el dinero sobre una mesilla ajustada a un rincón de la habitación.
     ––Yo no atraco a nadie. Yo sólo quiero lo que es mío. Mis tres mil euros y ni un céntimo más ––le apremió el temible traficante, que en los negocios era más serio y honesto que muchos encorbatados que juran serlo. Juanote, comentó entonces:
     ––¿De verdad que me hubiera asesinado por tres mil euros?
El Rumano cogió en ese momento el dinero que le ofrecía el concejal, y mientras lo contaba con pasmosa rapidez, respondió con mirada desafiante:
     ––No lo dudes, pijo de mierda. Aunque sea por un solo euro que me debas te rajo el gañote ahora mismo y te corto a trocitos. Porque ya no es cuestión de dinero sino de dignidad profesional. Yo te vendo y cumplo y tú me pagas y cumples, esa es la ley. No es la primera vez que me cargo a tipos que como tú van de listillos e intentan engañarme o traicionarme. Sin ir más lejos, el año pasado me crucifiqué a uno en un descampado porque intentó torearme quince euros y encima me amenazó con ir a la policía.
     ––¡Joder, que fuerte! ––le entró a Juanote un repeluco por el cuerpo.
Minutos después el Rumano abandonó la habitación y entonces el concejal echó mano de la grabadora y rebobinó. Efectivamente y para su contento, lo había grabado todo. Más tarde, denunciaba por teléfono el hecho a la policía, dando pelos y señales del peligroso traficante.
     Sentado en el mugriento sofá, saboreó el triunfo de su venganza, pensando que no había enemigo que se le resistiera. Enseguida llamó a Papelinas para informarle de su proeza:
     ––Oye, búscate otro proveedor que al Rumano ese lo he metido en el puto talego. Ya ves, se puso chulo y ya sabes que eso no funciona conmigo ––le explicó, muy ufano.

     ---¡¿Qué has denunciado al Rumano?!
     ––Pues claro. Ha confesado sus crímenes y lo he gravado todo, tío. A ese desgraciado le caerán lo menos treinta años. Lo malo es que ya le había pagado lo que le debía.
     ––¡Estás loco, Juanote! ¡Loco de atar!
     ––¿Loco por qué, gilipollas?

     ––Porque el Rumano es todo un experto en fugas. Ya se ha escapado varias veces de la trena. Estás muerto, Juanote, estás muerto.
     ––¡Bah, eres un cagarrias, Papelinas! Lo dicho, búscate un nuevo socio, que después de mi investidura como alcalde, vamos a montarnos la juerga del milenio, tío. Ahora te dejo que voy a dormir un rato.
     Juanote apagó el teléfono, y por unos segundos y sin saber por qué, le vino a la mente la imagen de la joven del semáforo, con sus ojos negros y misteriosos como la noche. Curiosamente, cada vez que la evocaba, su pensamiento era limpio y carente de cualquier bajeza, cosa insólita en un personaje acostumbrado a utilizar a las mujeres como simple instrumento de sexo. Después de recrearse un rato con la dulce ensoñación de Shaila bajó a tierra para ocuparse en acontecimientos más inmediatos, porque el pago a la Palmira y el tropezón con el Rumano le había dejado prácticamente sin dinero y por tanto, sin su juerga prometida para esa noche.
     Después de ofuscados tumbos por la habitación, se echó en la cama boca arriba y comenzó a manosearse, obsesivamente, la churrilla hasta que cayó rendido por la fatiga.
     Cuando despertó ya había anochecido y la habitación se encontraba totalmente en tinieblas, cosa que sobresaltó a Juanote que desde su más lejana infancia, padecía una enfermiza fobia a la oscuridad. Con los ojos muy abiertos y sudando si tenía que sudar, se incorporó para arrastrarse, lloriqueando, por las paredes buscando con desesperación el interruptor de la luz. Su incontrolado terror fue a más, de modo que pronto comenzó a pedir socorro a gritos. Alguien encendió entonces la luz amarillenta del pasillo de afuera y por fin pudo orientarse, guiándose por la claridad que se filtraba por la amplia rendija inferior de la puerta. Entonces escuchó la voz gangosa del viejo conserje:
     ––¿Le ocurre algo, señor Colomer?
Juanote dio por fin con el interruptor y encendió la luz.
     ––¿Se encuentra bien? –– insistió el de afuera.
     ––¡Véte a la mierda!


Capítulo XVI

     Totalmente frustrado, Juanote abandonó el hotel para regresar al pueblo. Había dormido lo suficiente y pensó cenar algo en el chiringuito de la Ensenada. En realidad le obsesionaba el lugar desde que Tapacubos le confesara su magno proyecto. Con el coche lanzado a toda velocidad, llegó en poco tiempo a Pozopodrido, comprobando que el establecimiento del Manubrio estaba abierto y con abundante clientela en las mesas del exterior. El inconfundible aroma a calamares fritos se mezclaba de forma sutil con la suave fragancia marina que aportaba la brisa nocturna y que daba al ambiente ese carácter especial y mágico que sólo tienen los pueblos del sur. A punto de sentarse en una de los pocos veladores que quedaban libres escuchó que le llamaban, distinguiendo unas pocas mesas más allá a Carajote acompañado por alguien que así, a lo lejos, asemejaba una especie de enorme bulto. Cuando se acercó a la mesa, Carajote le invitó a sentarse y Juanote enseguida se preocupó con desfachatez de preguntar por su padre.
     ––Pues allí está, el pobrecico mío –– respondió aquel con repentina pesadumbre.
     ––¿Cuándo saldrá el juicio?
     ––El abogado ha dicho que aún puede tardar algunos meses.
Juanote chasqueó la lengua con pretendido disgusto y luego revolvió su aguilucha mirada hacia la enorme y obesa mujer que le acompañaba. Carajote enseguida se la presentó:
     ––Es mi novia, Lola ––dijo, satisfecho.
Cuando la cuarentona alargó la mano, Juanote la tomó, sintiendo con repugnancia que era el tipo de mano que más abominaba en una mujer. En más de algún sitio había escuchado que aquel formato de mano, pequeña y regordeta, era sinónimo de perfidia y malas artes para quien las poseyera, y sin duda, Juanote, había tenido sobradas experiencias en confirmar que tal teoría se ajustaba a la realidad, empezando por su propia madre. Cuando la mujer tomó la suya y sonrió, avispona, Juanote pudo advertir en sus mórbidas y recalentadas facciones, las leguas de insaciable sexo que la tal Lola le llevaba por delante al infeliz de su acompañante. Aunque nada proclive a sentimientos benévolos, a Juanote le dio lástima de Carajote por dejarse capturar por aquel saco de sexo manifiesto y apenas humanizado. En estos pensamientos estaba cuando apareció en escena la famélica figura del Manubrio, sonriendo con su repelente boca desdentada y portando una jarra doble de cerveza que ofreció a Juanote con gran peloteo:
     ––Señor Juanote, a esta fresquita le invita la casa.
     ––Ya puestos, invítame también a un bocata de calamares de esos que estás friendo y huelen tan bien.
     ––Eso está hecho, señor concejal.
      A continuación y con mucho misterio, el viejo se le acercó al oído para susurrarle que contara con su voto de apoyo para el proyecto de la Ensenada. Pero Carajote, que tenía oreja de tísico en el valorado arte de escuchar, logró descifrar la confidencia y miró a Juanote bastante sorprendido. Cuando se alejó de allí el Manubrio, le interrogó con cierto recelo:
     ––¿Qué sabes tú de la Ensenada? ¿Acaso te contó algo mi padre?
Indiferente ante las preguntas, Juanote bebió de un largo trago la cerveza, y tras eructar como un cerdo, se tomó su tiempo en ajustarse comodonamente a la silla y encenderse un pitillo con gesto prepotente. Carajote volvió a insistir con mirada ansiosa:
     ––Dime, ¿te contó mi padre algo sobre la Ensenada?
     ––Que sí, hombre, que sí. Tu padre me lo contó todo ––respondió al fin Juanote.
     ––¿Y qué? ––amplió sus ansias el hijo de Tapacubos.
     ––¿Qué de qué?
     ––¡Joer, Juanote, que si le ves posibilidades al asunto ese!
     ––Aquí no se puede construir. Al menos eso me dijo tu padre.
Carajote puso cara de circunstancias y miró a su novia, que en esos momentos parecía estar en las Batuecas o en algún limbo peor a juzgar por el toqueteo de tetas en que se afanaba. Entendió entonces que ella no debía estar presente en aquella conversación y la despidió de allí bajo la excusa de que debían tratar importantes temas municipales. Una vez la prenda abandonó la mesa, el hijo de Tapacubos volvió a retomar la conversación con inusitado interés:
     ––Mi padre me contó que el negocio podía ser de lo más redondo y con muchos millones a ganar. Ahora cuando seas alcalde deberíamos retomar el asunto. Al menos ya no tenemos al Cirulo que nos de vara con lo del paisaje y el medio ambiente ––le manifestó, muy entusiasmado aunque en esos instantes Juanote no le prestaba atención porque estaba en otra onda, persiguiendo con la mirada a la tal Lola mientras ésta se alejaba con un monstruoso contorneo de culo.
     ––¿Cómo es que te has echado a esa tía por novia? ––preguntó sin venir a cuento.
     ––¿Cómo dices?
     ––¡Esa tía, coño! ¡Te lleva un palmo y parece tu madre! ¡Es más grande que una bendición de Dios!
Carajote miró de malos modos a Juanote y enseguida le afeó aquellos comentarios:
     ––Eso es asunto mío y no me gusta que hables así de mi novia. Ella es una buena moza y nos vamos a casar.
     ––¡Déjate de coñas, Carajote! Esa se divorcia de ti a los seis meses, arramplando con todo lo que tengas. Que te lo digo yo, hombre.
     ––Juanote, que te estás pasando tres pueblos ––tornó a protestar Carajote.
     ––Está bien, está bien. Tú mismo, Carajote. Yo sólo te lo decía por tu bien. Esa tipa con tanta teta y tanta miradita necesita mucho carburante. Te pondrá los cuernos a menos que te descuides... Ahora, si te da igual que folle a pata suelta con el primero que se presente porque eres un gilipollas de estos modernos... ––comentó Juanote con desvergüenza.
     ––¡Basta ya, Juanote, dejémoslo! ¡Mi novia es asunto mío!
La escaramuza produjo un silencio embarazoso que pronto rompió Juanote como si nada:
     ––Bueno, pues como íbamos diciendo, sobre la Ensenada habrá que estudiar detenidamente el asunto.
Carajote intentó enfriar su enfado con el resto de cerveza que le quedaba y luego comentó  con gesto circunspecto:
     ––Este fin de semana me voy a Fátima. Mi madre se ha empeñado en visitar a la Virgen por lo de mi padre. Espero que no me haga caminar por allí de rodillas.
     ––Ojo que el Pleno de investidura lo tenemos el martes que viene y no puedes faltar, ¿eh? ––advirtió Juanote, aireando su mirada por los negros confines de la pequeña playa. Carajote le tranquilizó:
––No te preocupes porque el domingo por la tarde ya estaré de regreso.
Juanote, que continuaba oteando los límites del tranquilo paraje, preguntó entonces:
     ––Supongo que éstas tierras que lindan con la Ensenada tendrán dueño, ¿no?
     ––Sí, eran del Migraña –– se apresuró Carajote ––. Un tío que vivía en la ciudad. Dicen que murió del telele que le dio cuando se enteró que no se las recalificaban en el Plan General. Mi padre y él habían hablado de acometer el negocio juntos.
     ––¿Qué significa exactamente recalificar? ––se interesó Juanote, que en urbanismo como en todo lo municipal estaba bastante pez.
     ––Bueno, en el término general que nos interesa, recalificar unos terrenos es pasarlo de rústico a urbanizable. Sólo con eso aumenta su precio a lo que quieras, siempre que esté bien situado y la zona sea especulativa. Las recalificaciones son un chollo impresionante. Vienen los promotores y te dan lo que sea para que recalifiques aquí y allí ––sonrió Carajote ––. Es como si te tocara de repente la lotería.
     ––O sea, que tu padre se puso las botas con el Plan General ese –– repuso Juanote sin poder evitarlo.
     ––Pues no te creas. El pobrecico ha sido demasiado honrado.
     ––Sí, claro ––desistió Juanote en abundar sobre el tema –– . Bueno, ¿y ahora quién es el dueño?
     ––Pues la viuda del Migraña supongo, si es que no las ha vendido ya. Aunque en el Ayuntamiento no    tenemos noticia de que esto haya sucedido. Con la crisis que hay ahora...
Juanote quedó unos instantes pensativo y luego volvió a preguntar:
     ––Entonces, ¿para hacer el negocio ese habría que comprarle las tierras a la viuda, supongo? ¿Cuánto pueden valer?
Carajote se puso a calcular mentalmente. En verdad su nombre no le hacía del todo justicia pues disponía de una sagaz y primitiva inteligencia, sobre todo cuando se trataba de asuntos de dinero. En menos de un minuto hizo unos cálculos y respondió:
     ––Bueno, eso es como todo en este libre mercado y puede pedir lo que quiera pero el metro cuadrado de rústico puede estar actualmente a no más de setenta euros. En su momento mi padre calculó que los terrenos podían valer alrededor de los trescientos mil euros, como rústicos claro. Aunque ese cálculo es de hace tres años.
Dicho esto, Carajote se incorporó.
     ––Bueno, pues me voy ya. ¿Quieres que te traiga algún recuerdo de Fátima? Aquello si es que es un chollo de negocio. Te venden hasta el agua, y el aire porque no pueden que si no...
     Juanote miró a Carajote como si hubiera visto a Dios. Las últimas palabras del hijo de Tapacubos actuaron como un flash que iluminó su mente como un relámpago revelador. Ciertamente la viabilidad de la Ensenada pasaba por lo divino, porque ¿qué poder terrenal podía frenar las apariciones de la Virgen en cualquier lugar? Sin pretenderlo, el hijo de Tapacubos le había dado la solución al gran negocio de la playa de la Ensenada.
     ––Esta bien, Carajote. Que te lo pases bien y no te    emborraches ni te tires a ninguna monja o la Virgen te castigará ––le despidió Juanote sin más, guardándose la preciada idea como una urraca su tesoro.


Capítulo XVII

     Poco a poco y a medida que la noche avanzaba, la gente fue abandonando los veladores del chiringuito, dejando a Juanote prácticamente sólo con su media docena de cubatas que a esas horas almacenaba en su cuerpo. La luz de la luna fantaseaba el paisaje de la pequeña bahía de forma que sus tranquilas aguas resplandecían como un mágico espejo, sólo turbado por las imperceptibles ondulaciones de un oleaje sumiso que agonizaba sobre la blanquecina arena. Juanote cerró los ojos y logró escuchar los ecos de un mar profundo, agazapado al fondo de la densa oscuridad de la madrugada. Su rumor le llegaba como si trascendiera de las entrañas de una enorme e invisible concha marina. Se encontraba realmente feliz al tiempo que borracho como una cuba, aunque este acontecimiento, bastante habitual en él, le producía efectos contrarios a los que uno puede imaginar. Porque un Juanote borracho jamás daba tumbos al caminar, ni se le ajaba el rostro, ni balbuceaba, ni decía tonterías; muy al contrario, en este estado su porte se mostraba más solemne y erguido de lo acostumbrado, además de potenciarse en él otros rasgos como la inquietante y mortecina palidez de sus facciones y también, ¡cómo no!, su maldad. Cuando abandonó el establecimiento para dirigirse al coche, anduvo despacio, casi triunfal, marcando el paso en la soledad de la playa con la grandeza del que desfila seguro de su victoria. Y no era para menos porque esa noche, Juanote había encontrado la manera de hacer realidad el portentoso proyecto de la Ensenada, un negocio que le haría rico.
     Una vez en el vehículo, tumbó el asiento hacia atrás y se recostó dispuesto a pasar la noche en su interior para pensar, tranquilamente, sobre un plan que comenzaba a bullir en su alcoholizada mente. La Ensenada iba a convertirse en una nueva Fátima donde se aparecería la Virgen con mensajes entre los que primaría la construcción de una capilla en su honor junto a un complejo hotelero rodeado de una urbanización de súper lujo.
    Exultante  por  su propio ingenio, la perturbada mente de Juanote revoloteó, como un cuervo en celo, sobre las inmensas posibilidades de riqueza de un plan que se perfeccionaba a medida que lo iba manoseando. Todos los crédulos y capillitas millonarios del mundo se pelearían por conseguir un apartamento en la playa milagrosa y, claro está, tal formidable demanda haría que tuviesen que subastarse los apartamentos al mejor postor. Y esto significaba, de facto, pujas millonarias. Y no digamos la rentabilidad del hotel, con ocupaciones al ciento cincuenta por cien o más. Hasta las aguas de la playa podían embotellarse y venderse  como sanadoras de toda clase de males y enfermedades.
     Ahora que tenía claro la inmensa fortuna que le esperaba, pensó que era necesario comenzar a estructurar un proyecto en el que necesitaría, al menos, dos personas de confianza para preparar las supuestas apariciones de la Virgen y, sobre todo, disponer de pasta en mano con la que comprar las tierras que circundaban la pequeña playa antes de que alguien se le adelantase. En esos momentos el gran problema se resumía en cómo obtener aquella importante suma de dinero.
     Apoyó su nuca sobre el reposa cabezas y entornó los ojos, apurando el cigarrillo con una calada que arrasó sus pulmones. Tuvo claro entonces que asesinar al señor Colomer se había vuelto la prioridad más importante de su diabólica agenda, y ya no sólo por la necesidad imperiosa de obtener dinero de inmediato. Las malas relaciones, así como las últimas broncas mantenidas con el viejo podían dar lugar a que lo desheredara. Sólo pensar tal cosa le produjo tal urticaria y agobio que abandonó el coche para caminar en obsesivos círculos bajo la húmeda brisa de la madrugada. Cigarrillo tras otro  buscó  la manera de liquidar al empresario de modo que pareciera un accidente. Se acordó entonces de Manonegra y de su magistral aporte a la consecución del crimen perfecto, pero Juanote no podía copiarle el método porque el jornalero dispuso de algún cómplice, seguramente del misterioso brigadista del que habló. De pronto se frenó en sus paseos y sonrió de manera críptica al encontrar una sencilla solución a su problema...


continuará

 

Monday, 3 October 2016

PARA ESTOS CANALLAS, LOS INTERESES DE ESPAÑA NO SON LOS INTERESES DE LOS ESPAÑOLES.


Desgraciadamente es así. Lo ocurrido en ese importante e histórico partido no nos puede dejar indiferentes porque las graves consecuencias que se derivan  nos afecta a todos, seamos o no militantes o simpatizantes. Muchos ya sabemos desde hace mucho tiempo en manos de quien está la honorable Organización centenaria y el juego que ha prestado en una transición política como la nuestra tutelada por el franquismo y sus militares. Pedro Sánchez solo ha sido la expoleta que ha hecho implosionar las graves contradiciones latentes en una militancia que se ha considerado siempre de izquierdas y su clase dirigente, decididamente escorada a la derecha. Una élite de barones y de "ex" con grandes intereses anclados en la superestructura económica neofranquista que nunca ha dejado de proteger. 


El otro día, a las puertas de Ferraz se mostraron pancartas y corearon consignas que deja muy a las claras que la militancia no es tonta y conoce el grave problema de su partido. Una militancia que públicamente ha reventado con un sonoro "basta ya" a la derechona dirigencia de esta organización que se mueve y manipula con gran desvergüenza. Porque lo hace no en favor de los "obreros españoles" como señala sus siglas si no en interés de sus propios bolsillos. 
Cuando el PP y el PSOE echan mano a la defensa de los "intereses de España" ante los cuales debemos claudicar y someternos están pensando en los intereses de la Banca, de Repsol, de Endesa etc. y en los sillones de sus consejos de administración donde ellos sientan sus culos y participan de la criminal sangría con sus sueldos millonarios. Estos son los "sagrados intereses de España" para Susana Díaz, Rajoy, Felipe y compañía.



Dar o facilitar el gobierno de España al PP es una agresión al pueblo trabajador. Supone ir contra los intereses de los más débiles, de los jubilados y de toda esa inmensa mayoría  que soporta con estoicismo  la corrupción de un gobierno mafioso, la juerga de las Tarjetas Black, el rescate de la banca, los recortes, los recibos de la luz, los salarios de miseria etc, etc. Y ya está bien,coño, de tanta impostura y de tanta desvergüenza.